Como especialista en el tema de la pobreza, puedo constatar que aun
en temas como éste, los profesionistas que se ocupan de él asumen
distintos niveles de compromiso hacia la sociedad en general y hacia
los grupos en el poder. El periodismo es quizá una de las profesiones
con mayor responsabilidad social; por ello, sin desconocer la
existencia de mercenarias plumas que destruyen o engrandecen de acuerdo
a quien sea el mejor postor, en su mayoría está conformada por hombres
y mujeres que día a día nos mantienen informados del devenir nacional
con bastante objetividad y que realizan su trabajo anteponiendo
numerosas barreras, tanto económicas como de información. Éste es el
caso de los periodistas que participaron en el proyecto que dio fruto a
Morir en la miseria, libro coordinado por Miguel Badillo.
Las condiciones sociales, económicas y políticas que prevalecen en
nuestro país hacen del periodismo una de las profesiones con más alto
riesgo al ejercerla. Digo esto no sólo por los periodistas que han
muerto tras denunciar los actos de narcotráfico y violencia, sino
porque todos aquellos que se atreven a denunciar la corrupción, el
tráfico de influencias y las lastimosas violaciones a los derechos
humanos, incluyendo los derechos socioeconómicos, enfrentan un veto de
los poderes fácticos del país, de los cuales, desgraciadamente depende
el financiamiento de esta loable tarea.
Morir en la miseria aparece como invaluable testimonio del
infortunado destino de quienes tienen la desgracia de nacer y morir en
la pobreza ultra extrema en México, país que se jacta de ser la
catorceava economía mundial, pero que, dada la mezquindad y el racismo
de sus elites, no ha logrado crear las bases para que todos sus
habitantes tengan una vida medianamente digna, menos aun cuando éstos
son indígenas.
Morir en la miseria es una confirmación cruda de lo que apenas
podemos imaginar. Desafortunadamente, las cifras que hablan de la
situación de los ultrapobres mexicanos se han vuelto objeto de
demagogia y se utilizan como si se tratara de contar peras o manzanas.
El descaro y cinismo con el que las elites hablan de ellos quedaron
develados en la reciente discusión del paquete fiscal, cuando el
encargado del despacho de la Presidencia, Felipe Calderón, trató de
chantajear a los ciudadanos comunes para que, en nombre de los
ultrapobres, aceptaran el alza en el Impuesto al Valor Agregado.
Nuestro México es más pobre de lo que las elites suelen reconocer,
como se señala en la introducción: “El trabajo es sólo una pequeña
muestra de la miseria en México. Muchas otras comunidades tan
miserables como las que se relatan, no son siquiera contabilizadas por
los censos oficiales”. El trabajo viene a reiterar y constatar de
manera cruda la evidencia de que el modelo neoliberal no ha sido capaz
de ofrecer las condiciones para sacar a esta población de su indigna
existencia.
¿Qué tan “libre” es un consumidor que padece hambre? Su grado de
libertad es muy bajo, si no es que nulo, ya que su comportamiento está
regido por la necesidad de alimentarse. Pero para los economistas
tradicionales, la pobreza es un desequilibrio transitorio que tiende a
corregirse mediante los mecanismos del libre mercado. Morir en la
miseria muestra que la supuesta mano “libre” del mercado nunca llega a
las comunidades con una pobreza extrema ancestral y que, cuando lo
hace, es para socavar los pocos recursos que tienen sus pobladores, ya
sea mediante la sobreexplotación de su fuerza de trabajo o la venta de
alimentos chatarra y bebidas embriagantes que sólo recrudecen sus
carencias. Morir en la miseria confirma que para solucionar el enorme
rezago de estas comunidades, se requiere un Estado rector fuerte,
comprometido con el bienestar de todos y no sólo con el de las elites.
En los distintos testimonios que se ofrecen en el libro, queda claro
cómo el hambre endémica trabaja silenciosamente, en forma permanente,
incrementando las tasas de mortalidad y, sin que sea reconocida esta
situación oficialmente como una hambruna, afecta a casi toda la
población que habita los municipios más pobres de los más pobres del
país. Morir en la miseria muestra también, como señalaba Amarty Sen,
que la desnutrición persistente emponzoña la existencia de la gente que
probablemente no muera como resultado de ello, pero cuya habilidad para
llevar una vida segura, productiva y feliz se ve severamente afectada
por el debilitamiento y la morbilidad (Amartya Sen, prólogo al libro de
Svedberg, Peter, Poverty and Undernutrition, Wider, Oxford University
Press, 2000).
Existen algunos estudios que muestran que los individuos que padecen
hambre por largos periodos ajustan su forma de vida para reducir al
máximo el consumo de energía. Detrás de esta idea está el supuesto de
que los pobres se acostumbran a no comer (o a mal comer), permitiendo a
gobierno y elites erigir cínicos discursos sobre su preocupación sobre
la situación de quienes padecen hambre, pero que en la realidad sólo
utilizan como moneda de cambio en cada elección.
Ante la falta de infraestructura para comunicar a estas comunidades
y de servicios de salud, los pobres ultra extremos de México
literalmente se dejan morir, como narra Zósimo Camacho en su crónica de
Cochoapa el Grande, Guerrero. Uno de los pobladores entrevistados
afirma: “Los enfermos ya no salen. Porque además saben que se van a
marear en el camino, no van aguantar y se van a morir. Harán gastar a
sus familiares para nada y harán que gasten más por el traslado del
cuerpo”. Salir del corazón de la montaña les lleva cuatro horas y en
temporada de lluvias más de nueve horas; para sacar a sus enfermos
tienen que pagar 3 mil 500 pesos por una camioneta.
El abandono oficial queda plasmado en infinidad de pasajes, como
narra Érika Ramírez al referirse de las condiciones de vida que llevan
los pobladores de Coicoyán, en el estado de Oaxaca. Como constata
Érika, la clínica está conformada por cuartos construidos y abandonados
con la palabra “salud”, resaltada en verde y azul. Enfermos que tienen
que trasladarse por kilómetros para que después, a falta de
medicamentos y recursos, tengan que ser dados de alta para morir en
casa. Los de la tercera edad viven en ocasiones una marginación
espeluznante, como nos cuenta Érika sobre Anegleto Santiago, un anciano
enfermo indigente que enfrenta la suerte misma de los perros
callejeros. Abandonado por la familia que migró, sin tener un lugar
donde resguardarse durante la noche, vive a la deriva de lo poco que
los pobres pobladores del lugar pueden ofrecerle en caridad.
Sin fuentes de empleo, los pobladores jóvenes se van al norte, no
importa dejar en el olvido a la descendencia o a los padres. Así, una
constante es la existencia de pueblos habitados por ancianos, niños y
enfermos que tienen que librar la suerte para no morir antes que los
demás. Pequeños de 12 años que quedan como jefes de hogar; niños sin
adolescencia; madres que tratan de resistir enfermedades terminales
para no morir y dejar huérfanos a sus hijos; padres sin la esperanza de
que sus pequeños enfermos se restablezcan. Marginados por su lengua,
sin dinero, sin servicios, sin traductores, sin esperanza. Como nos
dice Érika, aquí los niños mueren por desnutrición; las mujeres padecen
de anemia crónica y los ancianos quedan en el olvido. Los programas
oficiales llegan a cuenta gotas y cuando lo hacen, dividen comunidades
al dejar fuera a un porcentaje importante de los pobladores, sin que
exista una razón medianamente justificable de esta exclusión. A veces
la exclusión es resultado de la falta de traductores. Como se puede
constatar en muchos de los reportajes, para los que migran la suerte no
necesariamente es mejor, probablemente no regresan debido a que han
encontrado la muerte misma en su intento por mejorar.
En materia de educación, las condiciones son francamente
lamentables: niños que asisten a la escuela sin haber desayunado,
infestados de parásitos, tomando clases en instalaciones deplorables,
llenas de bichos, serpientes y alacranes, sin las condiciones mínimas
para evitar que los menores sean expuestos a las inclemencias de climas
agrestes. En ocasiones, estudiar les cuesta la vida, como narra Paulina
Monroy: nos habla de la vida y muerte de los pobladores de San Martín
Peras, Oaxaca, quienes han solicitado por años la construcción de un
puente para que 50 alumnos atraviesen el río para llegar a la escuela,
pues la temporada de lluvias cobró ya la vida de un menor. El agua
también se lleva la cosecha. Pero lo peor es que en San Martín Peras
“la mitad de la población ya se fue.”
Los perniciosos efectos del sistema educativo centralizado son
mostrados por Nydia Egremy, que asegura que a los pobladores indígenas
de Tehuipango, Veracruz, ésta les conmina a olvidar su idioma, el
náhuatl y, con ello, su identidad. Como asegura una maestra
entrevistada por Nydia: “Nuestros niños no son tontos ni atrasados;
ocurre que los textos sólo hablan de ciudades y aquí hay piedra, sierra
y veredas, no edificios. Nada se relaciona con la vida de estos
chiquillos náhuatl-parlantes”.
Uno de los reportajes de Nancy Flores nos permite constatar que la
pobreza es más aguda cuando se vive una séptuple discriminación como en
Chalchihuitán, Chiapas: ser mujer, extremadamente pobre, indígena,
monolingüe, no recibir el Oportunidades, no pertenecer ni al PRI
(Partido Revolucionario Institucional) ni al PAN (Partido Acción
Nacional), pero sí ser de un pueblo insurgente zapatista. Una de las
pobladoras del lugar relata que “cuando se pusieron en resistencia les
quitaron el derecho de ir a la clínica”, mostrando así lo criminal de
las acciones de contrainsurgencia.
El conjunto de reportajes fue galardonado con el tercer lugar del
Premio de Periodismo 2007, América Latina y los Objetivos del Milenio,
convocado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo e Inter
Press Service. El otorgamiento de este premio pone en evidencia que en
la realidad México está lejos de cumplir las metas del milenio, que se
basan en parámetros de ultrapobreza. En materia de muertes maternas,
estamos muy lejos de cumplir la meta ya que, como nos dice Nancy, sólo
en Chiapas esta causa representaba el 57.7 por ciento de las muertes
femeninas en 2004. La división de las comunidades y el acoso del Estado
se mezclan de manera perversa y profundizan las situaciones de
ultrapobreza y discriminación.
El maquillaje de las cifras oficiales asoma inevitablemente en el
doble recorrido que estos valientes periodistas hicieron al visitar dos
veces las comunidades, primero en 2003 y luego en 2007. Ana Lilia Pérez
advierte que la mejoría de la posición en los índices de marginación de
Chanal, comunidad de Chiapas, se debió a “la pavimentación de ocho
kilómetros en la cabecera municipal y la construcción de ollas de agua,
que no almacenan ni las gotas del sudor… [pero que] bastaron para que
este lugar obtuviera su nueva condición oficial: marginación moderada”.
Lo anterior a pesar de que la comunidad es de las pocas en el mundo
donde el tracoma, enfermedad que deja ciegos a quienes la padecen, no
ha sido erradicado, honor que lamentablemente comparte con Haití y
países del África subsahariana.
Los que nunca han existido en este país, pero que mueren en él, son
los habitantes de comunidades rarámuris de la Sierra Tarahumara,
Chihuahua, que como constata Zósimo Camacho tienen por casa una cueva y
por agua la lluvia. Los encuestadores enviados por el gobierno, nos
dice, no llegan ahí y dejan plasmada información que hizo aparentar por
mucho tiempo como próspero el municipio en el que habitaban. El
esfuerzo desplegado por este periodista de Contralínea permitió que a
este lugar se le reconociera como el segundo municipio más miserable
del país.
Todo el libro nos habla de enfermedades aceptadas como castigo de
dios; pobladores enfermos cuya única esperanza de sobrevivir la
encuentran en remedios naturales, tesitos y rezos. Recuerdos de
migración a los Estados Unidos, lo cual si bien permitió a un habitante
de Mixtla de Altamirano, Veracruz (Nydia Egremy), obtener recursos para
construir un cuarto para almacenar cerveza para vender, asegura que “no
volverá a ir al otro lado: la pasó muy duro.”
Obtener servicios e infraestructura bien puede valer una revolución.
Así sucedió en Chanal, Chiapas, donde un hospital que carece de
infraestructura básica, medicamentos y personal de salud, y la
pavimentación de un camino realizado para facilitar el acceso del
Ejército se pagó con sangre y vidas de los pobladores de comunidades
insurgentes zapatistas, quienes superaron el misticismo religioso que
los obligaba a aceptar su mala fortuna como castigo, identificando al
gobierno como el causante de su pobreza extrema y como única salida, la
insurrección (Ana Lilia Pérez). Ahora, ante el olvido social y el acoso
oficial, la mayoría ha abandonado la lucha a cambio de unos cuantos
pesos del Oportunidades y el derecho a tener, aunque de manera
deficiente, servicios de salud.
Morir en la miseria termina con un epílogo de Yenise Tinoco que si
bien es corto, desnuda la insensibilidad de la burocracia mexicana,
ejemplificada sobre todo por el subsecretario de Desarrollo Social,
Gustavo Merino Juárez, que desde sus lujosas oficinas habla de lo
costoso de llevar servicios públicos al millón de pobres extremos, que
según él existen en México, develando así, además, su ignorancia, ya
que las propias cifras oficiales hablan de 30 millones. Su
insensibilidad ante las carencias de estos mexicanos de inframundo
queda mostrada cuando asegura que algunos municipios extremadamente
pobres han quedado fuera de programas gubernamentales por problemas de
metodología. Por otra parte, la no sustentabilidad de mantener centros
de salud sirve de justificación a la subsecretaria de Salud, Esther
Ortiz Domínguez, de la ausencia de estos servicios en tales comunidades.
Morir en la miseria es un excelente trabajo que da testimonio de las
promesas incumplidas por los gobiernos emanados de la Revolución, por
los tecnócratas priistas que se adueñaron de las instituciones de
gobierno, por gobiernos panistas que están al servicio de los
empresarios y por políticos de seudo izquierda cuyo único objetivo es
hacerse de recursos para beneficio propio.
El trabajo de Miguel Badillo, Zósimo Camacho, Nydia Egremy, Nancy
Flores, Paulina Monroy, Ana Lilia Pérez, Érika Ramírez y Yenise Tinoco
invita a esforzarnos por construir espacios alternativos de denuncia
que nos permitan superar el conformismo que nos enseña a aceptar la
realidad en silencio aun cuando ésta puede ser devastadora. Invito a
todos ustedes a la lectura de este documento testimonial de la
injusticia que padecen millones de hombres, mujeres niños y niñas en
nuestro inmensamente desigual México actual.