COMO comprenderán, me quedo bastante más tranquilo. Dice Fidel, con la credibilidad que le otorgan sus muchos trienios de poder absoluto y de verdad expropiada, que en Cuba "jamás se torturó a nadie, jamás se ordenó el asesinato de un adversario y jamás se mintió al pueblo". El dictador ha querido acallar así las protestas "ridículas" de un mundo que cada vez aprecia menos la "grandeza" de su obra. En Cuba sólo pasa lo que él dice que pasa, y lo demás, por obvio que resulte el dolor causado a quienes se oponen a la maravilla harapienta de su utopía fallida, son insidias de los de siempre, de ese capitalismo envidioso de tanta libertad y de tanta justicia.
Sabe el comandante que la mercancía averiada de sus palabras huecas será comprada con gusto por cuantos no reconocerán nunca el desastre de su peripecia grotesca, por esa izquierda nostálgica y tuerta que no parece dispuesta, aun contra toda evidencia, a renunciar a la gloria mísera de su penúltimo héroe.
Poco importa que Orlando Zapata perdiera la vida por sus ideas. Nada que le dejaran morir como a un perro. Se trataba -la consigna, pasado el desconcierto de las primeras horas, se extiende disciplinada- de un "preso común", de un "delincuente sin escrúpulos", de un idiota al que los malos utilizaron para socavar los logros excelsos del gran líder. Como tampoco hay que darle mayor trascendencia ni altavoces inoportunos a los gritos crecientes que denuncian la corrupción impune de un régimen perverso, pródigo con la sangre ajena, carcelero de sus propios súbditos.
Asombra la facilidad con la que, más allá de unos hechos ya ni negados, se impone el sectarismo, se esconden los cadáveres y se persiste en la lógica de un diálogo que acaso sólo servirá para multiplicar las tumbas. Es mierda sí, pero mierda propia, detrito de un sueño imposible, fracasado, peligroso, al cabo, por deslegitimador de un proyecto manifiestamente cruel y estéril que el tiempo barrió.
No habrá juez que monte su caballo blanco y lancee el corazón de la bestia oprobiosa. Ni gobierno que repase el breviario de nuestros principios y niegue abrazos cómplices. No se levantará unánime la indignación democrática frente al tirano infame. La bandera con la que recubre sus canalladas le inmuniza, le otorga patente de corso para agostar hasta la última esperanza de aquella tierra infeliz.
Me avergüenza la inmoralidad de los fanáticos. El talento suyo para escandalizarse exactamente cuando conviene. Y desprecio, cada día más, sus conciencias amaestradas. Ésas que son incapaces de descubrir que la Cuba real, la que nos necesita y aguarda nuestra ayuda, no es la de los Castro y su cohorte de monigotes disfrazados, sino la de Zapata, la de Guillermo Fariñas y la de tantos otros a los que, puta traición, les estamos robando, incluso, la dignidad de sus inmensos y valerosos sacrificios
Sabe el comandante que la mercancía averiada de sus palabras huecas será comprada con gusto por cuantos no reconocerán nunca el desastre de su peripecia grotesca, por esa izquierda nostálgica y tuerta que no parece dispuesta, aun contra toda evidencia, a renunciar a la gloria mísera de su penúltimo héroe.
Poco importa que Orlando Zapata perdiera la vida por sus ideas. Nada que le dejaran morir como a un perro. Se trataba -la consigna, pasado el desconcierto de las primeras horas, se extiende disciplinada- de un "preso común", de un "delincuente sin escrúpulos", de un idiota al que los malos utilizaron para socavar los logros excelsos del gran líder. Como tampoco hay que darle mayor trascendencia ni altavoces inoportunos a los gritos crecientes que denuncian la corrupción impune de un régimen perverso, pródigo con la sangre ajena, carcelero de sus propios súbditos.
Asombra la facilidad con la que, más allá de unos hechos ya ni negados, se impone el sectarismo, se esconden los cadáveres y se persiste en la lógica de un diálogo que acaso sólo servirá para multiplicar las tumbas. Es mierda sí, pero mierda propia, detrito de un sueño imposible, fracasado, peligroso, al cabo, por deslegitimador de un proyecto manifiestamente cruel y estéril que el tiempo barrió.
No habrá juez que monte su caballo blanco y lancee el corazón de la bestia oprobiosa. Ni gobierno que repase el breviario de nuestros principios y niegue abrazos cómplices. No se levantará unánime la indignación democrática frente al tirano infame. La bandera con la que recubre sus canalladas le inmuniza, le otorga patente de corso para agostar hasta la última esperanza de aquella tierra infeliz.
Me avergüenza la inmoralidad de los fanáticos. El talento suyo para escandalizarse exactamente cuando conviene. Y desprecio, cada día más, sus conciencias amaestradas. Ésas que son incapaces de descubrir que la Cuba real, la que nos necesita y aguarda nuestra ayuda, no es la de los Castro y su cohorte de monigotes disfrazados, sino la de Zapata, la de Guillermo Fariñas y la de tantos otros a los que, puta traición, les estamos robando, incluso, la dignidad de sus inmensos y valerosos sacrificios