Somos unos borregos, muy borregos, muy, muy borregos. Tan borregos que diríase que descendimos del mono directamente al borrego sin haber pasado, ni esperarlo, por la especie humana.
Si hay algo que caracteriza a los borregos es su marcha grupal por la vida, conducidos por un pastor que decide por ellos, un ser superior que controla sus vidas y de las cuales pretende un beneficio, sin que ellos sean conscientes.
Bien, pues si algo caracteriza a las personas es su marcha por la vida en grupos, conducidos por dogmas, verdades superiores que controlan sus vidas sin que apenas se las cuestione, decidiendo por ellos y otorgando a terceros un beneficio del que parecen no ser en absoluto conscientes.
Parece, sin embargo, que somos seres conscientes y sociales.
La primera parte implica que busquemos la felicidad y huyamos de lo contrario, ¿la infelicidad? No creo, la infelicidad no es lo contario de la felicidad sino su ausencia. Lo contrario es el miedo, y este sí provoca infelicidad. El quid de la cuestión es que la felicidad no es el estado en sí, sino su propio camino, mientras que la infelicidad sí es el estado, y su camino más claro es el miedo.
La segunda parte nos hace miembros de grupos humanos concéntricos con nosotros mismos como epicentro y diversos conjuntos, más o menos alejados según criterios de relación. Así disponemos de grupos familiares, de amigos, de conocidos e incluso de desconocidos según tengamos en común con ellos más o menos cosas.
En este ámbito es en el que buscamos todo aquello que creemos que nos va a hacer felices y huimos de lo que nos produce miedo.
Existen en este sistema multitud de factores influyentes en nuestro comportamiento borreguil, unos referentes a las relaciones interpersonales, otros a las relaciones entre las personas y su entorno y, aunque en menor medida, podría decirse que al menos existir, existen; relaciones intrapersonales, es decir, de uno consigo mismo.
La primera categoría es la más numerosa, la organización social humana es realmente compleja. A muy grandes rasgos podríamos decir que existe una jerarquización de tipo piramidal, en cuya cima se encuentran aquellos pocos a quienes concedemos el poder, precisamente los muchos que formamos los estratos de la base. Poder de decisión, de capacidad, de influencia…
Así existen representantes que deciden por nosotros, ya sean elegidos o impuestos, personas o grupos de ellas a las que proporcionamos excedentes que les permiten tener acceso a situaciones privilegiadas y/o a las que dejamos que influencien nuestras decisiones por diversos y variados motivos.
Disponemos del privilegio de elegir a nuestros gobernantes, cuestión esta que a lo largo de la historia se encuentra con cuentagotas. Sin embargo no lo hacemos basándonos en datos objetivos sobre sus propuestas o capacidades sino adscribiéndonos a corrientes ya existentes e informaciones claramente manipuladas a favor de una u otra corriente. Aquí, como en otras muchas situaciones la actuación de los medios de comunicación es fundamental, otorgaremos nuestra confianza a unos u otros según su posicionamiento coincida o no con el nuestro y les concederemos el privilegio de dejar que nos influyan. En otros aspectos ni siquiera elegiremos tendencia, adquiriremos lo que se nos diga en los medios que hemos de adquirir, necesitando todo aquello para lo que se pretenda crear una necesidad en beneficio de una supuesta felicidad que nunca llega, por que sencillamente es imposible que ese tipo de cosas nos provean de una felicidad que vaya más allá en el tiempo de lo puramente efímero (al menos una vez conseguido). Nos identificarán el tener con el ser y nos venderán una aceptación que, esta vez sí, conseguiremos en muchos casos sólo con la posesión o la apariencia.
La aceptación es muy importante para nosotros, hacemos casi cualquier cosa para intentar conseguirla, y no sólo se trata de tener esto o lo otro, que también, sino que llega hasta el ámbito de la actuación, haciendo determinados comportamientos aceptables o reprobables según unos criterios que por absurdos que sean, han sido ratificados por la cantidad de veces que hayan sido asumidos a lo largo del tiempo.
Dedicamos una tercera parte de nuestras vidas al descanso y otra al trabajo, a cambio del cual obtenemos lo necesario e innecesario para nuestra existencia. Pasamos más tiempo en él que con nuestros seres queridos, a cambio de muchas cosas que nos satisfacen menos que el cariño de los nuestros, dedicados a tareas cuyo resultado ni siquiera vemos en muchas ocasiones, oprimidos y amenazados por quien ostenta el privilegio de ofrecernos trabajo, preocupado sólo por nuestra aportación a la productividad de su negocio.
El miedo, tan arraigado fisiológicamente en nuestros cuerpos de mono es una herramienta de manipulación aún mejor que la promesa de felicidad.
Básicamente tememos lo que desconocemos, (de ahí que algunas tendencias filosóficas a lo largo de la historia hayan asociado el conocimiento y la felicidad), el rechazo (entre otras cosas a lo diferente por desconocido), la desesperanza, la soledad… y nos aferramos a lo que sea para evitarlo.
Sabemos que moriremos pero no sabemos que es lo que pasa entonces. Este, señoras y señores, es uno de los productos más y mejor vendidos a lo largo de la historia. Se nos proponen historias descabelladas sobre destinos que nos complazcan a cambio de determinados comportamientos, sin más base que la fe, la creencia en algo que puede que dijera alguien en algún momento y que ha sido manipulado, frito y refrito a lo largo de la historia una y otra vez, según el interés del cocinero en cuestión. Si los comportamientos no se producen, el resultado es el castigo, el sufrimiento después de la muerte, para siempre. Aterrador.
Utilizamos el amor como un contrato de intercambio de servicios, a menudo desfavorable para, al menos, alguna de las partes. Hacemos público el pacto más privado posible, ignoramos que pueda ser perecedero y obligamos a la persona a la que amamos a entregarnos la primacía e incluso la exclusividad sobre su tiempo, recursos, cariño y sexualidad. A menudo rompemos el contrato o simplemente nos queda sólo un reducto del pacto inicial limitado únicamente a la puesta en común de recursos y/o servicios. Sea como sea, nos conformamos. La soledad siempre es peor. Cerramos puertas o las escondemos.
Pero aunque rompamos todos los contratos habidos y por haber, seguimos anhelando otro más que no romper, pensando que el problema no está en nosotros, ni en el contrato sino en la idoneidad de otras personas.
Vivimos tan condicionados que nos perdemos la mayoría de cosas de nuestro entorno, ocupados en tener, ser aceptados, queridos, tener esperanzas…. No prestamos atención a los detalles, a la belleza… El arte está fuera de nuestro alcance. Como negocio está reservado a las élites del consumismo y como generador de sensaciones a las élites del conocimiento. La inmensa mayoría se lo pierde, y lo que es peor, no le importa. Se conforma con las obras de los artistas de temporada, arte basura, de usar y tirar, un arte raquítico, a menudo sin sustancia o forma, o sin ninguna de ellas.
Por todo lo anterior, creo suficientemente probado que andamos mucho más cerca del borrego que del hombre, y que así nuestras vidas se conducen por el desfiladero del absurdo hacía el valle del vacío. Mansamente, sin lucha ni apenas consciencia vamos consumiendo nuestro tiempo como borregos hacia el matadero, conformados y sumisos.
Puede que la realidad sea cruda, áspera, descarnada, desagradable, descorazonadora, desesperante, deprimente, oprimente, asfixiante, desconcertante, repetitiva o desquiciante, pero…
Quizás tengamos lo que merecemos! Por borregos!!!
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