1-. La trama
Lo que van a leer es una parte de un capítulo de mi novela DANILO, inédita aún, que trata sobre los homes de Miami, pero antes me veo obligado a hacer una breve exposición de la obra porque, de otra forma, no se entendería este artículo.
Insisto en que la novela debe ser virgen, como las selvas más remotas de la Amazonia, y, por ello, no debe tener prólogo ni análisis, porque todo lo cubre ella misma; pero hay casos especiales, como éste, en que no se presenta toda la obra, sino sólo una parte de un capítulo de la misma, y entonces sí hay que explicarla.
La novela trata de un famoso científico cubano –Danilo Duarte--, nominado, unos años antes, al Premio Nóbel de Química, que, en un momento de grave ofuscación, sale del país en una lancha con su esposa y otras personas. Se da cuenta de su error cuando la nave se halla a unas millas al norte de Cuba y trata de obligar al lanchero a regresar, pero no puede. La nave zozobra, en medio de una tormenta, muy cerca de uno de los cayos de la Florida, y mueren todos menos él y Teresa, su esposa. Cuando nadan hacia la orilla, un tiburón ataca a Teresa y la mata. Danilo vive, después, en Miami y Nueva York, ocultándose para que no se divulgue que ha salido de Cuba.
Osvaldo Lugo, su mejor amigo, había emigrado antes a Miami con su esposa y su hijo.
Danilo se reúne en Nueva York con sus cuatro hijos, quienes habían salido del país unos años antes, y descubre que sus tres hijas están casadas con asesinos a sueldo y traficantes de drogas. Su hijo, Danilito, es un joven noble y trabajador, aunque drogadicto, que cae preso por posesión de cocaína, es condenado a dos años de presidio, se reforma y se casa con la hija del presidente de una compañía de publicidad que tiene sus oficinas en el Centro Mundial de Comercio –World Trade Center-- de Nueva York.
La novela aborda, además, el secuestro y liberación del niño Elián González, quien llegó a Miami unos días después de Danilo, y la tragedia del 11 de septiembre del 2,001, o sea que, al igual que en muchas otras novelas, se mezcla la realidad con la fantasía.
Danilito muere en una de las torres gemelas derribadas aquella explosiva mañana de septiembre y, a partir de ahí, Danilo vive sus días más lamentables, después de la tragedia inicial frente a los cayos de la Florida, en los que sufre una grave depresión anímica, se queda sin hogar –había rechazado vivir con sus hijas y yernos-- y sin el humilde trabajo de obrero no-calificado que realizaba, ya que carecía de documentos para conseguir otro empleo de acuerdo a su capacidad. En pleno invierno tiene que vagar por las calles heladas de Nueva York, dormir a la intemperie y vivir de la limosna, hasta que un polaco que había emigrado de su país después del triunfo de Lech Walesa, le da albergue, ropa y comida en el sótano del negocio en que trabaja ...pero ni aun así concluye su intenso drama.
Unos meses antes, Danilo había visitado la Misión de Cuba en Naciones Unidas pidiendo que se le dejara regresar al país para integrarse a su doble trabajo (investigador en el CENIC --Centro Nacional de Investigaciones Científicas-- y profesor de Biología en la Universidad de La Habana), pero los dirigentes de la Revolución no lo supieron por más de un año, debido al error de un diplomático.
Al enterarse de esta tragedia, el presidente Fidel Castro ordena que se le busque adonde quiera que esté y se le lleve de regreso al país, pero Danilo ... ha desaparecido.
El tiempo de la novela es del otoño del 99 a la primavera del 2,002.
Este capítulo –El asilo—se refiere, en parte, a una visita que hicieron Danilo y Osvaldo al home (se pronuncia joum) en que se halla la madre de éste, Isabel. Osvaldo trata de sacarla de allí, pero sus hermanos se oponen y ellos tienen la custodia de la madre.
Lo que Osvaldo le pide a sus hermanos es que la lleven a alguna de sus casas, o que la dejen estar en la suya, y que él va a pagar lo que cobre la propia señora que cuida a los ancianos en el home para que la atienda a ella sola; pero sus hermanos se niegan porque ya no quieren que su madre viva con ellos y porque odian a su hermano debido a sus ideas antimperialistas.
Isabel había trabajado como peluquera, en Miami, hasta los ochenta años y, al retirarse, enfermó de alzheimer.
Osvaldo acude a la ley, pero un juez determina que Isabel debe permanecer en el home.
La esposa de Osvaldo, joven aún, lo había abandonado para casarse con un anciano millonario que tenía varias joyerías en Nueva York y Miami.
Osvaldo había sido profesor de historia en la Universidad de La Habana y, unos años después de llegar a Miami, lo nombraron profesor en la Universidad Internacional de la Florida, pero lo expulsaron porque en sus clases expresaba ideas contrarias a las criminales agresiones del gobierno imperial de EU a muchos países. Asimismo fue sacado de varios buenos trabajos que tuvo después. Decidió, entonces, manejar un taxi.
Veamos, pues, una parte del capítulo “El asilo”:
2-. La víctima
Una anciana de rostro muy pálido está sentada en una vieja butaca y mira, con los párpados caídos, hacia el suelo. Su boca hundida, sin dientes, y sus labios grises y quebrados se mueven sin cesar hacia adentro y hacia afuera. Sus mejillas amarillentas están cubiertas de pequeñas manchas oscuras, su frente marchita está cruzada por oscuros surcos profundos, su mentón vencido palpita, su cuello parece el de una tortuga china y, en la parte superior de su pecho, sobresalen dos grandes huesos.
Sus ralos cabellos revueltos son blancos, pero no del alegre blancor de la nieve ni el armiño, sino del triste, opaco, matiz de la ceniza. Sus manos, llenas de grandes venas verduscas, están apretadas contra su pecho y tiemblan. Tiene la espalda encorvada; y las piernas, cubiertas de largos tendones morados, están arqueadas hacia dentro. En sus brazos fláccidos se ven granos de color escarlata. Tal parece como si todas las arrugas del mundo se hubiesen puesto de acuerdo para reunirse en un solo rostro. Todo su físico, que parece no el efecto de décadas sino siglos, es un compendio de agotamiento, dolor, angustia, enfermedad, derrota, miedo.
A cada rato, la anciana da un pequeño salto en la butaca y emite un raro sonido con la boca, como una profunda queja ahogada, un grave sollozo reprimido o un exabrupto de terror, como si la vida se le fuese a acabar en un solo segundo o como si alguien la fuese a golpear, de pronto, en el rostro.
Esta doliente anciana era de joven, sin embargo, todo lo contrario. Su rostro era un exceso artístico de la Naturaleza, un brillante retrato de algún maestro de El Renacimiento. Cielo eran sus ojos; corales, sus dientes; rosas, sus mejillas; fresa, sus labios; marfil, sus manos; mármol, su frente; trigo fresco, sus cabellos.
En cuanto al alma, esa etérea pero estrictamente química mani-festación del cerebro, que es mucho más profunda que el miedo a la vida más allá de la vida, su belleza era aun más deslumbrante que la de su físico externo. Niña del sacrificio y la tragedia que perdió a su humilde padre a los cinco años y tuvo que emigrar de Europa, en la parte más pobre del navío, junto a la carga, al archipiélago de las palmas reales y el real heroísmo, ejerció los empleos más modestos y llegó a ser, después, amante esposa y madre ejemplar. Jamás se entregó al ocio ni a la mentira ni al daño ni a la envidia; sino al bien, el trabajo, la virtud, la familia. Aunque de fuerte y, a veces, áspero carácter, su corazón era suave como el ala de una mariposa, como una gota palpitante de rocío. Le encolerizaban la mentira y la injusticia. Su sensibilidad latía como las hojas que renacen con las lluvias de abril.
Hoy, víctima de una aberración de la Naturaleza, la preciosa mujer se ha convertido en un lamentable despojo. Su presencia, que ayer anunciaba la salida del sol, hoy presagia del crepúsculo su más triste sombra. Ayer era una sílfide, hoy es una momia.
Es Isabel, la madre de Osvaldo.
3-. La esclava
Cerca de ella, sentados en otras butacas y sillones, se ven a ocho o nueve ancianos. Frente a ellos hay un ventilador giratorio de pie y un televisor, ambos encendidos. Si un buen pintor quisiera ponerle a un cuadro suyo “La tristeza”, sólo tendría que copiar estos rostros sombríos que miran con la vista perdida, sumidos, tal vez, en ideas recónditas, en recuerdos lejanos, en evocaciones de aquellos tiempos en que aún vivían. Todos guardan un profundo silencio, aunque algunos todavía pueden hablar.
El día está asoleado y fresco y unos bellos árboles verdísimos, que están a orillas de un canal de aguas claras, rodean la casa y sombrean suavemente el jardín, pero los ancianos no pueden verlos, pues largas y oscuras cortinas cubren las ventanas y entristecen el brillante júbilo del día. Afuera hay sol fuerte, cielo claro, brisa fresca, olor a hierba, calor grato; adentro todo es gris, sombra, aflicción, silencio y pena. Son cadáveres móviles que aún no han tenido la suerte de bajar al sepulcro y que, lejos de disfrutar la indolente paz de los muertos, aún padecen la doliente guerra de los vivos.
En la cocina que se halla en medio de la casa, entre la sala de los ancianos y la antesala de las visitas, junto a un pequeño comedor, se ve a una joven morena y gruesa, de ojos achinados, cabellos lacios sin peinar, frente estrecha y anchas manos. En su rostro sudado y cansino hay un rictus de resignación y amargura, aunque, también, de inquietud, protesta, violencia, odio. No llega a los treinta años de edad, pero ya tiene el gesto extenuado que suele adquirirse al cabo de la larga lucha de la vida. Había tenido que dejar a su pequeña hija en su país de origen, Venezuela, pues su esposo la había abandonado en una villa miseria en que el hambre y el hacinamiento competían con la enfermedad y la ignoracia. Hace tres años que no la ve, pero la recuerda a cada momento como un hondo grito mudo del espíritu que le embota los sentidos y le tortura el alma, aunque como le envía casi todo lo que gana, tiene momentos de inmensa alegría cuando llama a su madre y habla por teléfono con su hijita y ésta le dice que está bien, que la quiere mucho, que saca buenas notas en el colegio, que tiene muchos amiguitos y que nada le falta.
Es Magdalena, la empleada de este pequeño asilo, de este home en el que, como en todos los negocios privados, el objetivo no es el bien de las personas, sino el interés de la ganancia. Ella es la que lo hace todo: limpia, cocina, tiende las camas, lava la ropa, le da la comida en la boca a los viejitos que no pueden valerse por sí mismos, los acuesta, los levanta, los baña, los viste, los limpia cuando hacen sus necesidades más íntimas y no se pueden valer, los carga en peso para sacarlos de sus camas y sentarlos en sus sillas de ruedas o en las butacas de la sala, les da las medicinas, atiende a las visitas y realiza, en fin, todas las arduas tareas que requieren los doce viejitos que dependen de ella como si fuesen niños pequeños o aun más, pues al cumplir un año y medio o dos años ya los niños caminan y comen y se acuestan y hacen otras tareas que estos ancianos, inmovilizados por la enfermedad, no pueden realizar.
La joven se mantiene en constante movimiento y tensión desde las seis de la mañana hasta las once de la noche y, a menudo, tiene que despertarse en plena madrugada para atender a algún viejito que ha tenido una emergencia.
Tiene un día de asueto a la semana, en el que va al humilde cuarto de una amiga y, de puro cansancio, se lo pasa durmiendo, por lo que su día libre no es un día de luz, sino de sombra.
Por todo este trabajo, de seis jornadas de diecisiete horas cada una, o sea 102 horas semanales, la joven gana 190 dólares, o sea un dólar con ochenta y seis centavos la hora, menos de la tercera parte del salario mínimo, que recibe, sin descuentos, o sea sin pagar impuestos, pues como es inmigrante ilegal, no tiene la tarjeta de la seguridad social y no pueden reportarla al Servicio de Rentas Internas, el IRS, para que ambos, patrono y empleado, paguen su contribución, por lo que no sólo los dueños del asilo los estafan y maltratan a ella y a los viejitos, sino, además, le roban a los que pagan impuestos, o sea a casi todos los ciudadanos del país.
Después que concluye su extenuante labor, Magdalena duerme en un sofá cualquiera de la sala, el primero que encuentra. Por las noches, antes de acostarse, se le oye sollozar en el baño, pero ningún viejito se da cuenta porque a esa hora están en sus habitaciones y casi todos son medio sordos.
Su pena es tan aguda y su trabajo tan agobiante que, a veces, se desquita con los viejitos y les pega en los brazos o los abofetea. Sólo lo hace con aquéllos cuya enfermedad es tan avanzada que no pueden expresar lo que sienten ni decir lo que ven, de manera que cuando algún familiar los va a ver, no se entera de lo que ha sucedido y si le ve algún moretón en los brazos o en la cara, ella le dice que se tropezó con el lavabo o se resbaló en la bañadera.
Algunos ancianos están aún en buen estado, parecido al que tenía Isabel cuando llegó al home, es decir caminando, hablando, comiendo sin ayuda y hasta riendo. Los familiares –casi siempre los hijos o el cónyuge—los meten allí no porque no puedan vivir en sus casas, sino porque, como ya presentan ciertos síntomas y no pueden trabajar, pues ya no son útiles y estorban. Ya no son breadwinners, o sea “ganapanes” o proveedores de dinero. En la brutal sociedad del individualismo a ultranza, las personas tienden a amar la soledad y como viven en un país que ha hecho del sentido práctico de la vida, el facilismo, una especie de religión, tienen los medios para vivir como ermitaños de remotos parajes, aunque vivan en una ciudad.
Los ancianos que se sienten mejor tratan de ayudar un poco a Magdalena, lavando la ropa o limpiando la casa o ayudando en la cocina, pero cuando los dueños del home los sorprenden, les llaman la atención con frases ásperas y hasta los castigan, encerrándolos en sus cuartos. Las reglas del asilo son claras: los viejitos están allí para descansar, no para trabajar. Para eso está Magdalena, la bestia de carga, la “espalda mojada” que trabaja por siete personas y cobra como si fuese la tercera parte de una, la alejada madre infeliz que llegó al home dos años antes con suaves modales y profunda sensibilidad, pero con el tiempo se ha vuelto salvaje como sus jefes.
4-. Los canallas
Los dueños del home que, como en muchos otros, se compone deun matrimonio un poco viejo de origen cubano que lleva muchos años en Miami, realizan por su parte un esfuerzo mínimo, casi imperceptible. Una vez al mes, pagan al banco lo que le deben por la casa-asilo, en caso de que lo deban, y pagan, además, la luz, el teléfono, y la recogida de basura. Cada tres meses pagan el agua y, una vez al año, los impuestos de la casa. Lo hacen por correos, es decir con el trabajo que toma escribir un cheque, ponerlo en un sobre, pegarle un sello y echarlo en el buzón más cercano. A veces lo hacen por Internet, es decir se ahorran el sello, el sobre, la tinta y el viaje al más cercano buzón. Una vez a la semana van a Tropical Supermarket, uno de los mercados más baratos y sucios de Miami, compran la comida con la que, malamente, alimentan a los viejitos y se la llevan a Magdalena, que debe ocuparse de ponerla en las alacenas y hacer con ella todo lo demás.
De vez en cuando llaman a un plomero o al que arregla una gotera o al que corta la hierba. No lo hacen por correos ni por internet, sino por teléfono, o sea ya no tienen que gastar corriente prendiendo la computadora. Con este trabajo que, en conjunto, les toma, cuando más, diez o quince horas a la semana, ganan una fortuna, pues cobran 700 dólares mensuales por cada uno de los viejitos, o sea unos 8,400 al mes, de los cuales gastan, a lo sumo, unos tres mil dólares, teniendo por ello una ganancia neta de unos 5,400 dólares al mes, o sea unos 1,300 dólares a la semana ... casi siete veces más que la persona que trabaja diecisiete veces más tiempo que ellos y no enviando pagos por correos ni hablando por teléfono ni apretando las teclas de una computadora, sino haciendo mil arduas tareas, entre ellas la de limpiar a algunos viejitos cuando defecan.
Si mantienen el home unos veinte años, habrán ganado un millón trescientos mil dólares, además de haber liquidado con dinero ajeno el valor de la casa. Por lo regular, los dueños poseen varios homes, con lo que la ganancia se multiplica, así como la esclavitud de las jóvenes como Magdalena, y el maltrato y el hambre de los viejitos.
Los dueños del home le hacen otras estafas al gobierno y aun peores que la de no reportar a sus empleados al IRS, pues como casi todos los viejitos son mayores de sesenta y cinco años, tienen derecho al Medicare, es decir a la atención médica y hospitalaria casi gratuita, así como a las medicinas. Muchos médicos y enfermeros son cómplices de estos dueños de home y falsifican tratamientos, recetas, ingreso en los hospitales, terapia, etc., con lo que le cobran al Medicare mucho dinero sólo por llenar papeles falsos, que comparten, por supuesto, con los dueños de los asilos que son los que les facilitan la información sobre los viejitos y el acceso a los homes.
Se cree que muchos dueños de homes han ganado mucho más dinero con estas estafas que con lo que, en sí, les ha dejado los asilos. Asimismo, muchos médicos de esta ciudad se han hecho ricos y hasta millonarios con estas infamias. En Miami se han producido varios de los escándalos médicos más sonados de Estados Unidos y se cree que, en pocos años, pudiera convertirse en la capital mundial del fraude médico (Nota: la trama está escrita en tiempo presente, o sea, en este caso, se narra lo que está sucediendo en diciembre de 1,999. Miami es ya, desde hace varios años, la capital mundial del fraude médico)
Sólo en muy pocos casos interviene la ley y condena a estos criminales de la peor calaña, aunque no a tan largas penas como merecen. Los condena por robarle al Medicare, o sea al Estado, no por empeorar el intenso drama de los ancianos ni por esclavizar a jóvenes como Magdalena. En el capitalismo salvaje, ése no es un crimen sino un negocio honorable, pues el que lo tiene puede llegar a ser rico, que es el único honor real que existe en Estados Unidos.
5-. La visita
Un martes, en que la soledad de South Beach es tan tediosa como la de Miami y pocos taxis surcan las calles en busca de pasajeros invisibles y turistas ausentes, Osvaldo y Danilo visitan el home.
El aún ardiente sol de diciembre se ha escondido tras los pantanos del poniente y el crepúsculo proyecta un suave manto sombrío sobre la casa que vive siempre en la sombra.
Isabel está sentada en su butaca habitual, en un rincón de la sala, cerca del comedor y junto al ventanal que da al jardín y que siempre está cerrado por unas persianas beige oscuro. Hace varios días que casi no duerme y su rostro mortuorio luce aun más cadavérico.
Magdalena le da de comer a una anciana que está sentada en una silla de ruedas y tiene siempre el rostro inclinado hacia arriba con los ojos bien abiertos y una mirada de espanto. No habla, no camina, no conoce a nadie, no mueve ni un solo músculo de su cuerpo ni de su rostro, aunque sus ojos están siempre abiertos, aun cuando duerme. Hace once años padece de Alzheimer y el médico dice que pudiera vivir así muchos más. Su hija vive a menos de diez cuadras y tiene coche, pero sólo la visita unos pocos minutos, cada dos semanas.
La comida que la empleada le está dando a la inmóvil anciana es un caldo ligero: un licuado de arroz y viandas con una pizca de carne molida. La anciana absorbe un poco del líquido y el resto lo deja caer sobre su cuello y un delantal que le cubre el pecho. Magdalena la mira con compasión o, quizás, con odio, acordándose de aquellos tiempos ya no tan recientes en que le daba la comida a su hijita y ésta la miraba con una tierna sonrisa.
La única visita que se ha recibido en todo el día es la de Osvaldo y Danilo, a pesar de que los familiares de los viejitos viven en Miami.
Osvaldo se acerca a su madre, con paso lento y gesto abatido, pega su rostro al de ella, y se queda así por un rato. Isabel levanta un poco la vista y lo mira como si nada viese. Danilo los contempla, muy serio, de pie, con el rostro inclinado, en el umbral de la sala. Los otros viejitos están sentados en sus butacas con la vista en las sombras aunque inmersa, quizás, en la luz de la conciencia.
Osvaldo se queda junto a su madre por un largo rato. Le pasa las manos por la cara con intensa dulzura, le besa la frente, le aprieta los brazos, le arregla un poco sus ropas ligeras, le ordena los cabellos y las cejas, le dice frases tiernas y la mira como si la estuviese mirando no con los ojos del rostro sino del alma.
Ella lo mira como si jamás lo hubiese visto y lo escucha como si lo oyese por primera vez. Ya no se acuerda que le llevó nueve meses dentro de sí, que lo alimentó con sus pechos, que le abrió los ojos, que le enseñó a sentarse y a gatear y a caminar y a hablar y a vestir y a bañarse, que se enfermó con sus enfermedades y lloró su llanto, que le enseñó a soplar las velitas de sus cumpleaños y aplaudió su soplo, que le llevó al colegio y le ayudó en sus tareas, que armado, en fin, de todas las armas, lo encaminó en el largo sendero de la vida y lo encauzó en el camino de la justicia y el bien. No, no recuerda nada de eso. Todo se le ha borrado de la mente como si nunca hubiese existido, como una débil traza de tiza que se borra. Osvaldo, que sí lo recuerda todo, besa con ternura la frente marchita de su madre.
Al poco rato llegan los dueños del home. No miran ni saludan a nadie. Le dicen a Magdalena unas ásperas palabras y se marchan, no sin antes mirar a Osvaldo con todo desprecio. Para ellos, que surgen del pútrido fango capitalista de esa clase infame que detesta al pobre que la sufre y venera al rico que la hace sufrir, un taxista es menos que una hormiga, sobre todo si es culto, como Osvaldo, porque odian aun más la cultura que jamás tendrán que la miseria que ya tuvieron.
6-. El gesto
Al regresar a su casa, manejando el taxi, Osvaldo se vira hacia Danilo, que no ha dicho una palabra en todo el día, y le dice:
--Esos hijueputas mantienen siempre el home a oscuras a pesar de que les he dicho muchas veces que los enfermos de Alzheimer se sienten mejor si durante el día reciben su luz. También les he dicho que le den masaje de bálsamo de limón a mamá y no lo hacen, y no me dejan sacarla, a pesar de que les he dicho que unas horas al día recibiendo en su rostro la luz del sol le vendría muy bien. ¡Y mis hermanos les dan la razón! Dicen que las reglas del home no permiten nada de eso porque si le pasa algo a mamá les puede poner una demanda judicial.
--¡Pobre Isabel! –exclama Danilo, con las primeras palabras que expresa en varios días--. Yo la recuerdo cuando tú y yo íbamos al colegio en pantalones cortos. ¡Qué Ingrid Bergman ni Kim Novak ni Rosita Fornés ni Sarita Montiel! ¡Bella era Isabel ... y qué sensible a todo! No, no se merece este final ...
--Lo peor de todo es que pudiera seguir viviendo así muchos años más porque el médico dice que tiene una constitución muy fuerte. ¡Eso sería más que monstruoso! En el caso de ella, la eutanasia es, más que una solución biológica, un acto de suprema justicia –concluye Osvaldo y se queda mirando a los coches que tiene frente a él con un gesto muy extraño ☼
Carlos Rivero Collado .