Una de las características más significativas del régimen castrista es su total inmovilismo durante su medio siglo largo de existencia. Durante todo ese tiempo, los gestos de buena voluntad que pudieran apuntar al más mínimo indicio de aperturismo han brillado por su ausencia. De ahí que la decisión de las autoridades de la isla de comenzar a trasladar hoy lunes a sus lugares de origen a los presos políticos haya sido valorada con escepticismo por la disidencia. No es que se pongan en duda los buenos auspicios de la mediación llevada a cabo por el obispado de La Habana; es, simplemente, desconfianza ante la cerrazón de unas autoridades que llevan demasiado tiempo violando sistemáticamente los derechos humanos.
De ahí que el gesto en cuestión no deba verse como una muestra de buena voluntad, sino simplemente de sentido común. O, porque no decirlo, razones prácticas. La muerte de Osvaldo Zapata y la huelga de hambre de Guillermo Fariñas están colocando al régimen castrista en una situación de incomodidad a la que no está en absoluto acostumbrado. De ahí que le interese sobremanera el que deje de hablarse de los disidentes encarcelados, cuanto antes mejor. Pero la política de dispersión penitenciaria aplicada a los presos de conciencia no hacía sino poner aún más en solfa la situación de unas personas privadas de libertad por el mero hecho de reclamar eso mismo, libertad. Que nadie vea, por tanto, gestos humanitarios en una dictadura que es incapaz de tenerlos. Se acerca a los presos a sus lugares de origen para que no se siga montando tanto ruido mediático, nada más. Pero libertades y derechos siguen sin aparecer.
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