Introducción del editor de
Tom Dispatch
Un artículo en primera plana de Rod Nordland en el New York Times sobre las secuelas de una reciente ofensiva de los marines de EE.UU. en la provincia Helmand, capital del cultivo de la amapola del opio del planeta, comienza como sigue: “El esfuerzo por convencer a los afganos en el territorio talibán en Marja ha colocado a comandantes estadounidenses y de la OTAN en la posición inusual de argumentar contra la erradicación del opio, enfrentándolos a algunos funcionarios afganos que presionan para destruir la cosecha.” Considerando la naturaleza de Afganistán – el principal narcoestado del planeta – es sólo es probable que semejantes problemas sólo se multipliquen a medida que el comandante de la guerra general Stanley McChrystal implementa su estrategia de hacer retroceder a los talibanes en el sur de Afganistán y de reforzar la asediada ciudad sureña de Kandahar y sus alrededores.
Ya que Afganistán produce ahora las amapolas del opio que proveen más de un 90% del opio del mundo, la materia prima para la producción de heroína, no es sorprendente que las noticias del narcotráfico y de la guerra se entrecrucen de vez en cuando. Más sorprendente s son las pocas veces que el cultivo de la amapola y el narcotráfico son mostrados como algo más que secundario para nuestra Guerra Afgana. Por suerte, el colaborador regular de TomDispatch Alfred McCoy se ha concentrado durante mucho tiempo en el narcotráfico –y en el papel estadounidense en su auge– en Asia del Sudeste, Central y del Sur. En la era de Vietnam, la CIA realmente trató de retirar de la circulación su clásico libro (actualizado posteriormente con un capítulo sobre Afganistán), The Politics of Heroin: CIA Complicity in the Global Drug Trade [La política de la heroína; la complicidad de la CIA en el narcotráfico global] . Ha estado siguiendo la historia desde entonces, y ahora ofrece a TomDispatch lo que puede ser el primer informe a fondo que coloca al narcotráfico en su lugar apropiado, directamente al centro de la guerra de 30 años de EE.UU. en Afganistán. Es una historia sombría pero digna de mención, plena de sorpresas, que da un nuevo sentido a l os aprietos en los que los militares de EE.UU. se encuentran en ese país. Tom
De maneras que han escapado a la mayoría de los observadores, el gobierno de Obama está ahora atrapado en un ciclo interminable de drogas y muerte en Afganistán para el cual no hay ni un final fácil ni una salida evidente.
Después de un año de cauteloso debate y de costosos despliegues, el presidente Obama finalmente lanzó su nueva estrategia para la guerra afgana a las 2:40 am del 13 de febrero de 2010, en una remota localidad-mercado llamada Marja en la sureña provincia Helmand de Afganistán. Mientras una ola de helicópteros descendía en los alrededores de Marja levantando nubes de polvo, cientos de marines de EE.UU. se lanzaban por campos cubiertos de amapolas de opio hacia los edificios de adobe de la población .
Después de una semana de combates, el comandante estadounidense de la guerra , general Stanley A. McChrystal , llegó en helicóptero a la localidad con el vicepresidente de Afganistán y el gobernador provincial de Helmand. Su misión: una presentación a los medios del new look de la estrategia de contrainsurgencia del general basada en llevar el gobierno a aldeas remotas como Marja.
En una reunión cuidadosamente escenificada con unos 200 aldeanos, sin embargo, el vicepresidente y el gobernador provincial enfrentaron una cólera inesperada e improvisada. “Si llegan con tractores,” anunció una viuda afgana ante un coro de gritos de apoyo de los demás agricultores, “tendrán que atropellarme y matarme antes de que puedan matar mis amapolas.”
Para esos cultivadores de amapolas y miles más como ellos, el retorno del control gubernamental, no importa cuán disputado, trajo consigo una amenaza peligrosa: la erradicación del opio.
Durante todos los disparos y gritos, los comandantes estadounidenses parecían extrañamente desapercibidos de que Marja podía ser calificada de capital de la heroína del mundo – con cientos de lab oratorios, supuestamente ocult os en las casas de adobe del área, que procesan regularmente la producción local de amapolas para producir heroína de alta calidad. Después de todo, los campos circundantes de la provincia Helmand producen un notable 40% del suministro ilícito de opio del mundo, y gran parte de esa cosecha ha sido comercializada en Marja. Apresurándose por esos campos de opio para atacar a los talibanes en el primer día de esa ofensiva, los marines no dieron con su verdadero enemigo, la fuerza máxima tras la insurgencia talibán, mientras sólo perseguían a la última cosecha de guerrilleros campesinos cuyas armas y salarios son financiados por esas plantas de amapola. “No es posible ganar esta guerra,” dijo un funcionario de la embajada de EE.UU. que acababa de volver de una inspección de esos distritos del op io, “sin enfrentar la producción de droga en la provincia Helmand.”
Por cierto, mientras Air Force One [el avión presidencial de EE.UU.] se dirigía a Kabul el domingo, el consejero nacional de seguridad James L. Jones aseguró a los periodistas que el presidente Obama trataría de persuadir al presidente afgano Hamid Karzai de que priorizara “la lucha contra la corrupción, llevando la batalla a los narcotraficantes.” El narcotráfico,” agregó, “provee gran parte del motor económico para los insurgentes.”
Tal como esos agricultores de Marja arruinaron el evento mediático del general M cChrystal , su cultivo ha subvertido cada régimen que ha tratado de gobernar Afganistán durante los últimos 30 años. Durante la guerra clandestina de la CIA en los años ochenta, el opio financió a los muyahidín o “combatientes por la libertad” (como los llamaba el presidente Ronald Reagan) que finalmente obligaron a los soviéticos a abandonar el país y luego derrotaron a su Estado cliente marxista.
A fines de los años noventa, los talibanes, que habían tomado el poder en la mayor parte del país, perdieron toda posibilidad de legitimidad internacional al proteger y beneficiarse con e l opio – y luego, irónicamente, perdier on el poder sólo meses después de dar marcha atrás y prohi bir el cultivo. Desde que los militares de EE.UU. intervinieron en 2001, una marea creciente de opio ha corrompido al gobierno en Kabul mientras aumentaba el poder de un talibán resurgente cuyas guerrillas han tomado el control de partes cada vez más grandes del campo afgano.
Estas tres eras de guerra casi constante alimentaron un aumento incesante en la cosecha afgana de opio – de sólo 250 toneladas en 1979 a 8.200 toneladas en 2007. Durante los últimos cinco años, la cosecha afgana de opio ha representado hasta un 50% del producto interno bruto (PIB) del país y ha suministrado el ingrediente primordial para más de un 90% del suministro de heroína del mundo.
La devastación ecológica y la dislocación social de esas tres décadas desgarradas por la guerra ha n introducido tan profundamente el opio en la vida afgana que no existe una solución, ni por los mejores y más brillantes de Washington (y tampoco por los más ineptos y menos competentes). Sin poderse decidir entre ignorar la producción de opio y exigir su total erradicación, el gobierno de Bush titubeó durante siete años mientras la heroína vivía un boom, y al hacerlo ayudó a crear una narcoeconomía que corrompió e inhabilitó al gobierno de su aliado, el presidente Karzai. En los últimos años, el cultivo del opio ha sustentado a 500.000 familias afganas, cerca de un 20% de la población estimada del país, y financia una insurgencia talibán que se ha extendido desde 2006 por el campo.
Para comprender la Guerra Afgana, hay que captar un punto básico: en naciones pobres con servicios estatales débiles, la agricultura es el fundamento de toda política, uniendo a los aldeanos al gobierno o a los señores de la guerra o a los rebeldes. El objetivo máximo de la estrategia de la contrainsurgencia es establecer la autoridad del Estado. Cuando la economía es ilícita y está por definición fuera del control del gobierno, esa tarea se hace monumental. Si los insurgentes capturan la economía ilícita, como lo han hecho los talibanes, la tarea se hace prácticamente insuperable.
El opio es una droga ilegal, pero la cosecha de amapola del opio de Afganistán todavía se basa en redes de confianza social que une a la gente a cada paso en la cadena de producción. Préstamos agrícolas son necesarios para plantar, mano de obra para cosechar, estabilidad para el comercio, y seguridad para los envíos. La economía del opio en Afganistán es actualmente tan dominante y problemática que hay que formular una pregunta que Washington ha evitado durante los últimos nueve años: ¿Hay alguien que pueda pacificar un narcoestado hecho y derecho?
La respuesta a esta pregunta crítica yace en la historia de las tres guerras afganas en las que Washington ha participado durante los últimos 30 años – la guerra clandestina de la CIA en los años ochenta, la guerra civil de los noventa (alimentada al comienzo por 900 millones de dólares en fondos de la CIA), y desde 2001, la invasión, ocupación y campañas de insurgencia de EE.UU. En cada uno de esos conflictos, Washington ha tolerado el narcotráfico de sus aliados afganos como el precio del éxito militar – una política de abandono benigno que ha ayudado a convertir Afganistán actual en el narcoestado número uno del mundo.
La guerra clandestina de la CIA, extensión de los campos de amapola, y laboratorios de la droga: los años ochenta
El opio emergió primero como una fuerza clave en la política afgana durante la guerra clandestina de la CIA contra los soviéticos, la última en una serie de operaciones secretas que realizó a lo largo de los rimlands [zonas que bordean la zona central) de Asia que se extienden 8.000 kilómetros desde Turquía a Tailandia. A fines de los años cuarenta, cuando se aceleraba la Guerra Fría, EE.UU. organizó primero intentos encubiertos de los puntos vulnerables asiáticos del comunismo. Durante 40 años, la CIA libró una sucesión de guerras secretas a lo largo de ese borde montañoso - - en Birmania durante los años cincuenta, Laos en los sesenta, y Afganistán en la década de los 80. En uno de los accidentes irónicos de la historia, el alcance meridional de China comunista y de la Unión Soviética había coincidido con la zona del opio de Asia a lo largo de ese mismo borde montañoso, atrayendo a la CIA a alianzas ambiguas con los señores de la guerra de las tierras altas de la región.
La primera guerra afgana de Washington comenzó en 1979, cuando la Unión Soviética invadió el país para salvar a un régimen marxista cliente en Kabul, la capital afgana. Al ver una oportunidad para herir a su enemigo de la Guerra Fría, el gobierno de Reagan trabajó estrechamente con la dictadura militar de Pakistán en una campaña de diez años de la CIA para expulsar a los soviéticos.
Fue, sin embargo, una operación clandestina diferente de cualquier otra en los años de la Guerra Fría. Primero, la colisión de las operaciones secretas de la CIA y de la guerra convencional de los soviéticos llevó a la devastación de la frágil ecología de las tierras altas de Afganistán, dañando su agricultura tradicional más allá de una posible recuperación inmediata, y fomentando una creciente dependencia del narcotráfico internacional. De igual importancia : en lugar de realizar esa guerra clandestina por su propia cuenta como lo había hecho en Laos en los años de la Guerra de Vietnam, la CIA subcontrató gran parte de la operación a la Inteligencia Inter-Servicios de Pakistán (ISI), que pronto se convirtió en un aliado poderoso y cada vez más problemático.
Cuando la ISI propuso a su cliente afgano, Gulbuddin Hekmatyar, como dirigente general de la resistencia antisoviética, Washington –con pocas alternativas– estuvo de acuerdo. Durante los 10 años siguientes, la CIA suministró unos 2.000 millones de dólares a los muyahidín de Afganistán a través de la ISI, la mitad a Hekmatyar, un violento fundamentalista de triste fama por haber lanzado ácido a mujeres sin velo en la Universidad de Kabul y, después, por asesinar a dirigentes rivales de la resistencia. Cuando la operación de la CIA disminuía gradualmente de intensidad en mayo de 1990, el Washington Post publicó un artículo en primera plana con la acusación de que su principal aliado, Hekmatyar, operaba una cadena de laboratorios de heroína dentro de Pakistán bajo la protección de la ISI.
Aunque la producción de heroína en esta área era nula a mediados de los años setenta, la guerra encubierta de la CIA sirvió como el catalizador que transformó las tierras fronterizas de Afganistán y Pakistán en la región del mundo con la mayor producción de heroína. Mientras las guerrillas muyahidín capturaban importantes áreas agrícolas dentro de Afganistán a comienzos de los años ochenta, comenzaron a cobrar un impuesto revolucionario a la amapola del opio a sus partidarios campesinos.
Una vez que los guerrilleros afganos llevaban el opio a través de la frontera, lo vendían a cientos de laboratorios paquistaníes de heroína que operaban bajo la protección de la ISI. Entre 1981 y 1990, la producción de opio de Afganistán se decuplicó – de 250 toneladas a 2.000 toneladas. Después de sólo dos años de apoyo clandestino de la CIA a las guerrillas afganas, el Procurador General de EE.UU. [ministro de justicia] anunció en 1981 que Pakistán ya era la fuente de un 60% del suministro de heroína a EE.UU. En toda Europa y Rusia, la heroína afgana-paquistaní pronto capturó una parte aún mayor de los mercados locales, mientras dentro del propio Pakistán la cantidad de adictos aument aba de cero en 1979 a 1,2 millones en sólo cinco años.
Después de invertir 3.000 millones de dólares en la destrucción de Afganistán, Washington simplemente se fue en 1992, dejando detrás un país profundamente destruido con más de un millón de muertos, cinco millones de refugiados, entre 10 y 20 millones de minas terrestres colocadas en el lugar, una infraestructura en ruinas, una economía por los suelos, y señores de la guerra bien armados preparados para luchar entre ellos por el control de la capital. Incluso cuando Washington finalmente cortó su financiamiento clandestino de la CIA a fines de 1991, sin embargo, la ISI de Pakistán siguió respaldando a sus señores de la guerra locales preferidos siguiendo su objetivo a largo plazo de instalar un régimen cliente pastún en Kabul.
Señores de la droga, dientes de dragón, y guerras civiles: los años noventa
Durante los años noventa, implacables señores de la guerra locales mezclaron fusiles y opio en un brebaje letal como parte de una brutal lucha por el poder. Fue casi como si el suelo hubiera sido sembrado con esos dientes de dragón del mito antiguo que pueden brotar repentinamente en un ejército de guerreros que saltan de la tierra con espadas desenvainadas para la guerra.
Cuando las fuerzas de la resistencia del norte finalmente capturaron Kabul del régimen comunista que había sobrevivido a la retirada soviética durante tres años, Pakistán siguió respaldando a su cliente, Hekmatyar. Él, por su parte, desencadenó su artillería sobre la ca pital sitiada. El resultado: la muerte de unos 50.000 afganos más. Incluso una matanza de proporciones tan monumentales, sin embargo, no pudo llevar al poder a ese fundamentalista impopular. De modo que la ISI armó a una nueva fuerza, el talibán , que en septiembre de 1996 logró capturar Kabul, sólo para combatir a la Alianza del Norte durante los cinco años siguientes en los valles al norte de la capital.
En esta guerra civil aparentemente interminable, facciones rivales se basaron fuertemente en el opio para financiar los combates, más que duplicando la cosecha a 4.600 toneladas en 1999. Durante estas dos décadas de guerra y una multiplicación por veinte en la producción de droga, el propio Afganistán se transformó lentamente de un ecosistema agrícola diverso –con ganadería, huertos, y más de 60 cultivos de alimentos– en la primera economía del mundo dependiente de la producción de una sola droga ilícita. Con ello, una frágil ecología humana fue arruinada de una manera sin precedentes.
Ubicado en el borde septentrional de las lluvias anuales del monzón, en las que las nubes llegan secas del Mar Arábigo, Afganistán es un país árido. Sus cultivos básicos de alimentos se han mantenido históricamente gracias a sistemas de irrigación que se basan en nieve derretida de las altas montañas de la región. Para suplementar alimentos básicos como el trigo, los miembros de las tribus arreaban cientos de kilómetros grandes manadas de ovejas y cabras para pastear en el verano en las tierras altas centrales. Lo más importante, los agricultores plantaban cultivos perennes –nueces, pistachos, y moras– que prosperaban porque hunden sus raíces profundamente en el suelo y son notablemente resistentes a las sequías periódicos de la región, ofreciendo alivio de la amenaza de hambruna en los años secos.
Durante esas dos décadas de guerra, sin embargo, el poder de fuego moderno devastó los rebaños, dañó los sistemas de irrigación con nieve derretida, y destruyó muchos huertos. Mientras los soviéticos simplemente arrasaban el paisaje con su poder de fuego, los talibanes, con un instinto infalible por la yugular económica de su sociedad, violaron las reglas no escritas de la guerra afgana tradicional talando los huertos en el vasto llano Shamali al norte de Kabul.
Todos esos ramales de destrucción se unieron en un verdadero nudo gordiano de sufrimiento humano cuya única salida era el opio. Como la espada legendaria de Alejandro, ofrecía un camino directo para cortar a través de un problema complejo. Sin ninguna ayuda para reponer sus rebaños, volver a sembrar sus campos, o volver a plantar sus huertos, los agricultores afganos –incluidos unos 3 millones de refugiados de retorno– encontraron su sustento en el opio, que había sido históricamente sólo una pequeña parte de su agricultura.
Ya que el cultivo de la amapola requiere nueve veces más mano de obra por hectárea que el trigo, el opio ofreció empleo estacional inmediato a más de un millón de afganos – tal vez la mitad de los que estaban realmente empleados en esos días. En ese país arruinado con su economía devastada, sólo los comerciantes del opio podían acumular capital rápidamente y así dar a los agricultores de la amapola préstamos agrícolas equivalentes a más de la mitad de sus ingresos anuales, créditos críticos para la supervivencia de muchos aldeanos pobres.
En marcado contraste con los rendimientos marginales que el duro clima del país permite a la mayor parte de los cultivos alimentarios, Afganistán resultó ser ideal para el opio. En promedio, cada hectárea de producción de amapolas en Afganistán produce entre tres y cinco veces más que su principal competidor, Birmania. Pero lo más importante es que en un ecosistema tan árido, con sequías periódicas, el opio necesita menos de la mitad del agua requerida por alimentos básicos como el trigo.
Después de tomar el poder en 1996, el régimen talibán alentó una expansión a escala nacional del cultivo del opio, duplicando la producción a 4.600 toneladas, el equivalente en aquel entonces de un 75% del suministro mundial de heroína. Mostrando su apoyo a la producción de droga, el régimen talibán comenzó a cobrar un impuesto de 20% sobre la cosecha anual de opio, y ganó unos 100 millones de dólares en ingresos.
En retrospectiva, la innovación más importante del régimen fue indudablemente la introducción de la refinación en gran escala de heroína en los alrededores de la ciudad de Jalalabad. Allí, cientos de laboratorios elementales se pusieron a la obra, pagando sólo un modesto impuesto a la producción de 70 dólares por cada kilo de heroína en polvo. Según investigadores de la ONU, los talibanes también fueron responsables de animados mercados regionales de opio en las provincias Helmand y Nangarhar y protegie ron a unos 240 comerciantes principales.
Durante los años noventa, la creciente cosecha de opio de Afganistán alimentó un comercio internacional de contrabando que incorporó a Asia Central, Rusia y Europa a un vasto mercado ilícito de armas, drogas y lavado de dinero. También ayudó a alimentar una erupción de insurgencia étnica en un territorio que iba de Uzbekistán en Asia Central a Bosnia en los Balcanes.
No obstante , en julio de 2000, el líder talibán Mullah Omar ordenó repentinamente una prohibición de todo cultivo de opio en un intento desesperado de lograr reconocimiento internacional. De modo bastante sorprendente, el régimen talibán utilizó casi instantáneamente la implacable represión que le había asegurado su triste fama para reducir la cosecha de opio en un 94%, a sólo 185 toneladas.
Para entonces, sin embargo, Afganistán había llegado a depender de la producción de amapolas para la mayor parte de sus impuestos, ingresos por exportaciones, y empleo. En efecto, la prohibición talibán fue un acto de suicidio económico que llevó al borde del colapso a una sociedad ya debilitada. Fue el arma involuntaria que sirvió a EE.UU. cuando inició su campaña militar contra los talibanes en octubre de 2001. Sin opio, el régimen ya no era más que un cascarón vacío y esencialmente implosionó al estallar las primeras bombas estadounidenses.
El retorno de la CIA, opio, y contrainsurgencia: 2001
Para derrotar a los talibanes después del 11-S, la CIA movilizó exitosamente a antiguos señores de la guerra, activos desde hace tiempo en el tráfico de la heroína, para capturar aldeas y ciudades en todo Afganistán oriental. En otras palabras, la Agencia y sus aliados locales crearon condiciones ideales para revertir la prohibición del opio de los talibanes y reanimar el narcotráfico. Sólo semanas después del colapso de los talibanes, funcionarios informaron sobre un rebrote de la plantación de amapolas en los centros de la heroína de Helmand y Nangarhar. En una conferencia de donantes internacionales en Tokio en enero de 2002, Hamid Karzai, el nuevo primer ministro instalado por el gobierno de Bush, emitió una prohibición pro forma del cultivo de opio – sin ningún medio para imponerla contra el poder de esos señores de la guerra locales resurgentes.
Después de invertir unos tres mil millones de dólares en la destrucción de Afganistán durante la Guerra Fría, Washington y sus aliados se mostraron parsimoniosos en los fondos de reconstrucción que ofrecieron. En esa conferencia de Tokio en 2002, los donantes internacionales ofrecieron sólo cuatro mil millones de dólares de los 10.000 millones de dólares que eran necesarios según los cálculos para reconstruir la economía durante los próximos cinco años. Además, resultó que los gastos totales de EE.UU. de 22.000 millones para Afganistán de 2003 hasta 2007 estaban orientados fuertemente hacia operaciones militares, dejando, por ejemplo, sólo 237 millones para la agricultura. (Y como en Iraq, sumas importantes de los fondos de reconstrucción disponibles, simplemente cayeron en los bolsillos de expertos y contratistas privados occidentales, y sus homólogos locales.)
Bajo estas circunstancias, no debería haber sido una sorpresa para nadie cuando, durante el primer año de la ocupación estadounidense, la cosecha de opio de Afganistán aumentó a 3.400 toneladas. Durante los cinco años siguientes , los donantes internacionales contribu yero n 8.000 millones de dólares para reconstruir Afganistán, mientras el opio in yecta ba casi el doble de esa cifra, 14.000 millones, directamente a la economía rural sin ninguna deducción para esos expertos occidentales o para la burocracia inflada de Kabul.
Mientras la producción de opio continuaba su inexorable aumente, el gobierno de Bush minimizó el problema, subcontratando el control de narcóticos a Gran Bretaña y el entrenamiento de la policía a Alemania. Como principal agencia en las operaciones aliadas, el Departamento de Defensa de Donald Rumsfeld consideraba que el opio constituía una distracción de su misión principal de derrotar a los talibanes (y, claro está, de invadir Iraq). Apartando el problema a fines de 2004, el presidente Bush dijo que no quería “desperdiciar una vida estadounidense más en un narcoestado.” Mientras tanto, en sus operaciones de contrainsurgencia, las fuerzas de EE.UU. trabajaban estrechamente con señores de la guerra locales que demostraron ser importantes señores de la droga.
Después de cinco años de ocupación de EE.UU., la producción de droga de Afganistán ha aumentado a proporciones sin precedentes. En agosto de 2007, la ONU informó que la cosecha récord del país cubría casi 202.000 hectáreas, un área mayor que todos los campos de coca en Latinoamérica. De modestas 185 toneladas al comenzar la intervención de EE.UU. en 2001, Afganistán producía ahora 8.200 toneladas de opio, un notable 53% del PIB del país y un 93% del suministro global de heroína.
De esta manera, Afganistán se convirtió en el primer verdadero “narcoestado” del mundo. Si el tráfico de cocaína que representaba sólo un 3% del PIB de Colombia podía llevar a interminable violencia y a poderosos cárteles capaces de corromper el gobierno de ese país, podemos imaginar las consecuencias de la dependencia de Afganistán del opio para más de un 50% de toda su economía.
En una conferencia sobre la droga en Kabul durante este mes, el jefe del Servicio Federal de Narcóticos de Rusia calculó el valor de la actual cosecha de opio de Afganistán en 65.000 millones de dólares. Sólo 500 millones de esa vasta suma llegan a los agricultores de Afganistán, 300 millones a las guerrillas del talibán, y el resto de 64.000 millones de dólares “a la mafia de la droga”, asegurando amplios fondos para corromper al gobierno de Karzai en un país cuyo PIB total es de sólo 10.000 millones de dólares.
Por cierto, la influencia del opio es tan penetrante que muchos funcionarios afganos, de dirigentes de las aldeas al jefe de policía de Kabul, el ministro de defensa, y el hermano del presidente han sido deshonrados por el tráfico. Esa corrupción es tan cancerosa e inhabilitadora que, según recientes cálculos de la ONU, los afganos se ven obligados a gastar la suma sorprendente de 2.500 millones de dólares en sobornos. No es sorprendente que los repetidos intentos de erradicación del opio del gobierno ha ya n sido comprometidos a fondo por lo que la ONU ha llamado “tratos corruptos entre propietarios de los campos, ancianos de las aldeas, y equipos de erradicación.”
Los impuestos a la droga no sólo han financiado una creciente fuerza de guerrilla, sino el papel del talibán en la protección de los agricultores del opio y de los comerciantes de heroína que se basan en su cosecha les da verdadero control sobre la base de la economía del país. En enero de 2009, la ONU y “funcionarios de inteligencia” de EE.UU. estimaron que el narcotráfico suministró a los insurgentes talibanes 400 millones de dólares al año. “Evidentemente,” comentó el secretario de defensa Robert Gates, “tenemos que perseguir a los laboratorios de la droga y los señores de la droga que apoyan a los talibanes y a otros insurgentes.”
A mediados de 2009, la embajada de EE.UU. lanzó un esfuerzo multi-agencias, llamado la Afghan Threat Finance Cell , para cortar los dineros de la droga de los talibanes mediante controles financieros. Pero pronto un funcionario estadounidense comparó ese esfuerzo con “boxear contra gelatina.” En agosto de 2009, el frustrado gobierno de Obama ordenó que los militares de EE.UU. “mataran o capturaran” a 50 señores de la droga conectados con los talibanes que fueron colocados en una “lista mortal” confidencial.
En los hechos, la producción de opio ha bajado en algo desde la cosecha récord de 2007 – a 6.900 toneladas en año pasado (todavía más de un 90% del suministro mundial de opio). Mientras analistas de las ONU atribuyen esta reducción de un 20% en gran parte a los esfuerzos de erradicación, una causa más probable ha sido la superabundancia global de heroína que vino con el boom del opio afgano, y que había reducido el precio de las amapolas en un 34%. De hecho, incluso está cosecha de opio reducida en Afganistán sigue siendo muy superior a la demanda total en el mundo, que la ONU calcula en 5.000 toneladas por año.
Informes preliminares sobre la cosecha afgana de opio en 2010, que comienza el próximo mes, indican que el problema de la droga no desaparece. Algunos funcionarios de EE.UU. que han estudiado el centro del opio en Helmand ven señales de una expansión de los cultivos. Incluso los expertos en la droga de la ONU quienes han predicho una disminución continua de la producción no son optimistas respecto a las tendencias a largo plazo. Los precios del opio podrían disminuir durante unos pocos años, pero el precio del trigo y otras cosechas de productos básicos disminuye aún más rápido, lo que hace que la amapola sea el cultivo más rentable para los agricultores afganos pobres.
Terminar con el ciclo de drogas y muerte
Con sus fuerzas plantadas ahora en el suelo de dientes de dragón de Afganistán, Washington está bloqueado en lo que parece ser un ciclo interminable de drogas y muerte. Cada primavera en esas escarpadas montañas, las nieves se derriten, las semillas de opio brotan, y una nueva cosecha de combatientes talibanes parten a la lucha, y muchos mueren por el letal fuego estadounidense. Y el año siguiente, la nieve vuelve a derretirse, nuevos brotes de amapola aparecen en el suelo, y una nueva cosecha de combatientes adolescentes del talibán toman las armas contra EE.UU., derramando más sangre. Este ciclo se ha repetido durante los últimos diez años y, a menos que algo cambie, puede continuar indefinidamente.
¿Existe alguna alternativa? Incluso si el coste de reconstruir la economía rural de Afganistán –con sus huertos, rebaños, y cosechas de alimentos– llegara a 30.000 millones de dólares o, en realidad, 90.000 millones de dólares, el dinero existe. Según cálculos conservadores, el coste de la actual ‘oleada’ del presidente Obama de 30.000 soldados es de 30.000 millones de dólares por año. De modo que sólo el que esos 30.000 soldados vuelvan a casa crearía suficientes fondos para iniciar la reconstrucción de la vida rural en Afganistán, posibilitando que los jóvenes agricultores comiencen a alimentar a sus familias sin unirse al ejército del talibán.
A menos que haya una retirada precipitada similar a 1991, Washington no tiene una alternativa realista par a la costosa reconstrucción a largo plazo de la agricultura de Afganistán. Bajo los ojos de una fuerza aliada que ahora cuenta con unos 120.000 soldados, el opio ha alimentado el crecimiento talibán hacia un gobierno fantasma omnipresente y un ejército efectivo de guerrilla. La idea de que nuestra presencia militar expandida pueda rechazar pronto esa fuerza y entregar la pacificación a la policía y al ejército afgano de analfabetos y drogadictos, sigue siendo, por el momento, una fantasía. Arreglos rápidos como el que se pague a los agricultores para que no planten, algo que británicos y estadounidenses han tratado de hacer, pueden ser contraproducentes y terminar por impulsar aún más cultivo de opio. La erradicación rápida de la droga sin empleos alternativos, algo que el contratista privado Dyncorp trató de hacer con resultados tan desastrosos con un contrato por 150 millones de dólares en 2005, simplemente haría caer Afganistán en aún más miseria, avivando la cólera masiva y desestabilizando aún más al gobierno en Kabul.
De modo que la alternativa es bastante clara: podemos seguir fertilizando ese suelo mortífero con aún más sangre en una guerra brutal con un resultado incierto – tanto para EE.UU. como para el pueblo de Afganistán. O podemos comenzar a retirar fuerzas estadounidenses mientras ayudamos a renovar ese país antiguo y árido, replantando sus huertos, volviendo a complet ar sus rebaños, y reconstruyendo los sistemas de irrigación arruinados por décadas de guerra.
En esta situación, la única alternativa realista es este tipo de desarrollo rural serio – es decir, reconstruir el campo afgano mediante innumerables proyectos en pequeña escala hasta que los cultivos alimentarios se conviertan en una alternativa viable al opio. Dicho simplemente, tan simplemente que hasta Washington lo pueda comprender, sólo se puede pacificar un narcoestado cuando deja de ser un narcoestado.
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Alfred W. McCoy es profesor de historia J.R.W. Smail en la Universidad de Wisconsin-Madison. Es autor de A Question of Torture: CIA Interrogation, From the Cold War to the War on Terror (Metropolitan Books), que también existe en traducciones al italiano y al alemán. Su último libro Policing America's Empire: The United States, the Philippines, and the Rise of the Surveillance State , explora la influencia de operaciones de contrainsurgencia en el exterior en la propagación de medidas de seguridad interior en EE.UU.