Un recio debate se ha desatado en Australia en las últimas semanas. En un artículo publicado en Quartely Essay y del que se adelantaron algunos aspectos en el The Australian, Hugh White lanzó un llamado de advertencia sobre una serie de inquietantes procesos actualmente en marcha: ante el ascenso de China, Washington está respondiendo con la tradicional política de containment (se puede traducir como política de contención), mediante el amenazante fortalecimiento de su potencial y sus alianzas militares.
En respuesta, Pekín no se deja intimidar ni «contener». Todo lo anterior puede provocar en Asia una polarización de alianzas adversarias y dar lugar al surgimiento de «un riesgo real y creciente de guerra de grandes proporciones e incluso de guerra nuclear». El autor de esta advertencia está lejos de ser un don Nadie. Tiene en su aval una larga carrera como analista en cuestiones de defensa y de política exterior y forma parte, en cierta forma, del establishment intelectual. No por casualidad su artículo ha desatado un debate nacional, en el que también ha participado la primera ministra, Julia Gillard, quien ha reafirmado la necesidad del vínculo privilegiado con Estados Unidos.
Pero los sectores extremistas australianos han ido mucho más lejos al afirmar que hay que comprometerse a fondo con una Gran Alianza de las democracias contra los déspotas de Pekín. No queda duda alguna. La ideología de la guerra contra China se basa en una ideología existente desde hace mucho que justifica y hasta celebra las agresiones militares y las guerras de Occidente en nombre de la «democracia» y de los «derechos humanos».
Y ahora resulta que se otorga el «Premio Nobel de la Paz» al «disidente» chino Liu Xiaobo. Esa maniobra no podía producirse en momento más oportuno, sobre todo teniendo en cuenta la amenaza de guerra comercial esgrimida contra China, ahora de manera abierta y solemne, por el Congreso de Estados Unidos.
China, Irán y Palestina
Entre los primeros en felicitarse por la selección de los señores de Oslo estuvo la señora Shirin Ebadi, quien inmediatamente añadió aún más sal a la sopa: «China no sólo es un país que viola los derechos humanos. Es también un país que apoya y ayuda a numerosos regímenes que los violan, como los que están en el poder en Sudán, en Birmania, Corea del Norte, Irán…» Agregó además que es un país responsable de la «gran explotación de los obreros». Por lo tanto, hay que boicotear «los productos chinos» y «limitar al máximo los intercambios económicos y comerciales con China» [1].
Digámoslo una vez más: la contribución a la ideología de la guerra emprendida en nombre de la «democracia» y de los «derechos humanos» no puede ser más clara, y la declaración de guerra comercial es evidente. Entonces, ¿por qué se le otorgó el «Premio Nobel de la Paz» en 2003 a Shirin Ebadi? Se le dio ese premio a una señora cuya visión de las relaciones internacionales es maniquea. En su lista de violaciones de los derechos humanos no hay cabida para Abu Ghraib ni para Guantánamo, ni para los bombardeos y guerras desatados con pretextos falsos y mentiras, ni para el uranio empobrecido, ni para los embargos con características genocidas que desafían a la aplastante mayoría de los miembros de la ONU y de la comunidad internacional…
En cuanto a la «gran explotación de los obreros» en China, es indudable que Shirin Ebadi habla a tontas y a locas. El gran país asiático ha salvado a cientos de miles de mujeres y hombres del hambre a la que habían sido condenados, en primer lugar, por la agresión y por el embargo que había proclamado Occidente.
En estos días se puede leer en todos los órganos de prensa que los salarios de los obreros están progresando a un ritmo bastante rápido. En todo caso, si bien el bloqueo contra Cuba afecta exclusivamente a los habitantes de esa isla, un posible embargo contra China provocaría una crisis económica planetaria, con consecuencias devastadoras incluso para las masas populares occidentales, y habría que decirle adiós a los derechos humanos (o por lo menos a los derechos económicos y sociales).
No cabe duda. La señora que recibió el «Premio Nobel de la Paz» en 2003 es una ideóloga de la guerra, mediocre y provinciana. ¿Quisieron acaso recompensar así a una activista que, no en el plano internacional pero sí al menos dentro de Irán, afirma ser una defensora de los derechos humanos? De ser esa la intención de los señores de Oslo, habrían tenido que darle el premio Nobel a Mohamed Mosadegh, el hombre que, a principios de los años 1950, se comprometió a construir un Irán democrático pero que, por atreverse a nacionalizar la industria petrolera, fue derrocado mediante un golpe de Estado organizado por Gran Bretaña y Estados Unidos, los mismos países que hoy se erigen en campeones de la «democracia» y de los «derechos humanos».
¿Acaso trataron los señores de Oslo de recompensar a algún valiente opositor de la feroz dictadura del chah, que contó con el apoyo de los habituales pero improbables campeones de la causa de la «democracia» y de los «derechos humanos»? ¿Por qué le dieron entonces el «Premio Nobel de la Paz» a Shirin Ebadi en 2003?
En aquel momento, mientras el interminable martirio del pueblo palestino se recrudecía aún más, ya se perfilaba claramente la cruzada contra Irán.
Atribuir un reconocimiento a una militante palestina hubiese sido una verdadera contribución a la causa de la distensión y de la paz en el Medio Oriente.
¿No hay acaso militantes palestinos «no violentos»?
Es difícil calificar de «no violento» a Obama, el líder de un país que está metido en varias guerras a la vez y que gasta en armamento, él sólo, tanto dinero como todos los demás países del mundo juntos. En todo caso, en Palestina no escasean los «no violentos», y son no violentos todos los militantes que desde todo el mundo llegan a Palestina para defender a sus habitantes contra una abrumadora violencia y que han sido incluso aplastados por los tanques o los buldózeres del ejército ocupante.
Sin embargo, los señores de Oslo prefirieron recompensar a una militante que desde entonces no ha dejado de atizar el fuego de la guerra contra Irán, en primer lugar, y que ahora hace lo mismo contra China. Luego de la consagración y la transfiguración de Liu Xiaobo, el presidente estadounidense intervino rápidamente, y pidió la liberación inmediata del «disidente».
¿Por qué no libera, mientras tanto, a los detenidos sin juicio que se encuentran en Guantánamo? ¿O por qué no presiona al menos a favor de la liberación de los innumerables palestinos, que a veces son apenas adolescentes, encarcelados por Israel, como reconoce incluso la prensa occidental, en espantosos complejos carcelarios?
Los señores de Oslo, Estados Unidos y China
Obama es otro caso de «Premio Nobel de la Paz» que reúne características bastante singulares. Cuando lo recibió, el año pasado, había declarado que tenía intenciones de reforzar la presencia militar de Estados Unidos y la OTAN en Afganistán y de impulsar las operaciones de guerra.
Ya después de recibir el espaldarazo que constituye el prestigioso reconocimiento que había recibido en Oslo, Obama fue fiel a su palabra. Son ahora más numerosos que en la época de Bush los escuadrones de la muerte que, desde el cielo, «eliminan» «terroristas», potenciales «terroristas» y sospechosos de «terrorismo».
Los helicópteros y aviones sin piloto que se desempeñan como escuadrones de la muerte son también numerosos en Pakistán, como también son numerosas las víctimas «colaterales» que provocan. La indignación popular es tan grande y se extiende tanto que hasta los propios gobernantes de Kabul e Islamabad se sienten obligados a protestar ante Washington. Pero Obama no se deja impresionar. ¡Y sigue exhibiendo su «Premio Nobel de la Paz»!
En estos últimos días se filtró una noticia escalofriante. Hay en Afganistán militares estadounidenses que matan civiles inocentes por diversión y que conservan alguna parte del cuerpo de sus víctimas como recuerdo de caza. La administración estadounidense se apresuró inmediatamente a bloquear la difusión de más detalles y, sobre todo, de las fotos.
Conmocionada, la opinión pública estadounidense e internacional hubiese podido decidirse a presionar por el fin de la guerra en Afganistán. Para poder continuar esa guerra, y hacerla aún más dura, el «Premio Nobel de la Paz» prefirió asestar también un golpe a la libertad de prensa.
También podemos hacer aquí una observación de carácter general. Durante el siglo 20, Estados Unidos es el país que más repetidamente ha visto a sus estadistas recibir el «Premio Nobel de la Paz»:
Theodore Roosevelt, el mismo que estimaba que el único indio «bueno» era un indio muerto;
Henry Kissinger, el protagonista del golpe de Estado en Chile y de la guerra de Vietnam;
James Carter, el promotor del boicot contra los Juegos Olímpicos de Moscú, en 1980, y de la prohibición de exportar trigo a la URSS cuando la intervención en Afganistán contra los freedom fighters musulmanes; y
Barack Obama, quien ahora interviene contra los freedoms fighters –convertidos entretanto en terroristas– y utiliza contra ellos una monstruosa maquinaria de guerra.
Veamos ahora, por otro lado, cómo se posicionan los señores de Oslo cuando se trata de China. Ese país, que representa a una cuarta parte de la humanidad, no se ha visto implicado en ninguna guerra en los últimos 30 años y ha promovido un desarrollo económico que al liberar de la miseria y el hambre a cientos de millones de hombres y mujeres les ha dado acceso, en todo caso, a los derechos económicos y sociales.
Pero los señores de Oslo sólo se han dignado a tomar en cuenta a ese país para otorgar tres premios a tres «disidentes»: en 1989, le entregaron el «Premio Nobel de la Paz» al 14º Dalai Lama, quien abandonó China hace ya 30 años;
en 2000 le dieron el Nóbel de literatura a Gao Xingjan, escritor que ya por entonces era ciudadano francés;
en 2010 le otorgan el «Premio Nobel de la Paz» a otro disidente que, después de haber vivido en Estados Unidos e impartido clases en la Universidad de Columbia, regresa a China «rápidamente» [2] para participar en la revuelta (ciertamente no pacífica) de la Plaza Tiananmen.
Aún hoy en día, ese personaje habla de su pueblo de la siguiente manera: «Nosotros los chinos, tan brutales» [3]. O sea, para los señores de Oslo la causa de la paz está representada por un país (Estados Unidos) que se cree a menudo investido de la divina misión de guiar el mundo, que ha instalado y sigue instalando amenazadoras bases militares a través de todo el planeta.
Pero en China, que no tiene ninguna base militar en el extranjero, país con una civilización milenaria y que al cabo de un siglo de humillaciones y de miseria impuestos por el capitalismo está recuperando su antiguo esplendor, los representantes de la causa de la paz –y de la cultura– son sólo tres «disidentes» que ya no tienen mucho que ver con el pueblo chino y que ven a Occidente como el único faro que ilumina el mundo.
Es indudable que estamos viendo, en la política de los señores de Oslo, el resurgimiento de la antigua arrogancia colonialista e imperialista.
Mientras resuenan en Australia voces inquietas ante los riesgos de guerra, en Oslo se da un nuevo brillo a una ideología de guerra de funesta recordación: recordemos que las guerras del opio fueron elogiadas en su época por J. S. Mill como una contribución a la causa de la «libertad» y del «comprador» además de la del vendedor (de opio), mientras que Tocqueville la presentaba como una contribución a la causa de la lucha contra el «inmovilismo» chino.
No son muy diferentes las consignas que hoy agita la prensa occidental, prensa que –dicho sea de paso– no se cansa de denunciar el eterno despotismo oriental. Por muy nobles que sean sus intenciones, el comportamiento real de los señores del «Premio Nobel de la Paz» sólo merece hoy en día el Nóbel de la guerra.
Domenico Losurdo es Filósofo e historiador comunista, profesor en la universidad de Urbino (Italia).