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General: JUAN BAUTISTA ALBERDI EL CRIMEN DE LA GUERRA
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De: albi (Mensaje original) |
Enviado: 22/11/2010 19:00 |
Capítulo I. Derecho histórico de la guerra
I. Origen histórico del derecho de la guerra - II. Naturaleza del crimen de la guerra - III. Sentido sofístico
en que la guerra es un derecho - IV. Fundamento racional del derecho de la guerra - V. La guerra como
justicia penal - VI. Orígenes y causas bárbaras de la guerra en los tiempos actuales - VII. Solución de los
conflictos por el poder.
I. Origen histórico del derecho de la guerra
El crimen de la guerra.
Esta palabra nos sorprende, sólo en fuerza del grande hábito que
tenemos de esta otra, que es la realmente incomprensible y monstruosa:
el derecho de la
guerra,
es decir, el derecho del homicidio, del robo, del incendio, de la devastación en la
más grande escala posible; porque esto es la guerra, y si no es esto, la guerra no es la
guerra.
Estos actos son
crímenes por las leyes de todas las naciones del mundo. La guerra los
sanciona y convierte en actos honestos y legítimos, viniendo a ser en realidad la guerra el
derecho del crimen,
contrasentido espantoso y sacrílego, que es un sarcasmo contra la
civilización.
Esto se explica por la historia. El derecho de gentes que practicamos es
romano de origen
como nuestra raza y nuestra civilización.
El derecho de gentes romano
I , era el derecho del pueblo romano para con el extranjero.
Y como el
extranjero para el romano era sinónimo del bárbaro y del enemigo, todo su
derecho externo era equivalente al
derecho de la guerra.
El acto que era un crimen de un romano para con otro, no lo era de un romano para con el
extranjero.
Era natural que para ellos hubiese dos derechos y dos justicias, porque todos los hombres
no eran hermanos, ni todos iguales. Más tarde ha venido la moral cristiana, pero han
quedado siempre las dos justicias del derecho romano, viviendo a su lado, como rutina
más fuerte que la ley.
Se cree generalmente que no hemos tomado a los romanos sino su
derecho civil:
ciertamente que era lo mejor de su legislación, porque era la ley con que se trataban a sí
mismos: la caridad en la casa.
Pero en lo que tenían de peor, es lo que más les hemos tomado, que es su derecho público
externo e interno: el despotismo y la guerra, o más bien la guerra en sus dos fases.
Les hemos tomado la guerra, es decir, el crimen, como medio legal de discusión, y sobre
todo de engrandecimiento, la guerra, es decir, el crimen como manantial de la riqueza, y
la guerra, es decir, siempre el crimen como medio de gobierno interior. De la guerra es
nacido el gobierno de la espada, el gobierno militar, el gobierno del ejército que es el
gobierno de la fuerza sustituida a la justicia y al derecho como principio de autoridad. No
pudiendo hacer que lo que es justo sea fuerte, se ha hecho que lo que es fuerte sea justo
(Pascal).
Maquiavelo vino en pos del renacimiento de las letras romanas y griegas, y lo que se
llama el
maquiavelismo no es más que el derecho público romano restaurado. No se dirá
que Maquiavelo tuvo otra fuente de doctrina que la historia romana, en cuyo
conocimiento era profundo. El fraude en la política, el dolo en el gobierno, el engaño en
las relaciones de los Estados, no es la invención del republicano de Florencia, que, al
contrario, amaba la libertad y la sirvió bajo los Médicis en los tiempos floridos de la Italia
moderna. Todas las doctrinas malsanas que se atribuyen a la invención de Maquiavelo,
las habían practicado los romanos. Montesquieu nos ha demostrado el secreto ominoso de
su engrandecimiento. Una grandeza nacida del olvido del derecho debió necesariamente
naufragar en el abismo de su cuna, y así aconteció para la educación política del género
humano.
La educación se hace, no hay que dudarlo, pero con lentitud.
Todavía somos romanos en el modo de entender y practicar las máximas del derecho
público o del gobierno de los pueblos.
Para no probarlo sino por un ejemplo estrepitoso y actual, veamos la Prusia de 1866
1.
Ella ha demostrado ser el país del derecho romano por excelencia, no sólo como ciencia y
estudio, sino como práctica. Niebühr y Savigny no podían dejar de producir a Bismarck,
digno de un asiento en el Senado Romano de los tiempos en que Cartago, Egipto y la
Grecia, eran tomados como materiales brutos para la constitución del edificio romano.
El olvido franco y candoroso del derecho, la conquista inconsciente, por decirlo así, el
despojo y la anexión violenta, practicados como medios legales de engrandecimiento, la
necesidad de ser grande y poderoso por vía de lujo, invocada como razón legítima para
apoderarse del débil y comerlo, son simples máximas del derecho de gentes romano
II, que
consideró la guerra como una industria tan legítima como lo es para nosotros el comercio,
la agricultura, el trabajo industrial. No es más que un vestigio de esa política, la que la
Europa sorprendida sin razón admira en el conde de Bismarck.
Así se explica la repulsión instintiva contra el derecho público romano, de los talentos
que se inspiraron en la democracia cristiana y moderna, tales como Tocqueville,
Laboulaye, Acollas, Chevalier, Coquerel, etc.
La democracia no se engaña en su aversión instintiva al cesarismo. Es la antipatía del
derecho a la fuerza como base de autoridad; de la razón al capricho como regla de
gobierno.
La espada de la justicia no es la espada de la guerra. La justicia, lejos de ser beligerante,
es ajena de interés y es neutral en el debate sometido a su fallo. La guerra deja de ser
guerra si no es el duelo de dos litigantes armados que se hacen justicia mutua por la
fuerza de su espada.
La espada de la guerra es la espada de la parte litigante, es decir, parcial y necesariamente
injusta.
II. Naturaleza del crimen de la guerra
El crimen de la guerra
es el de la justicia ejercida de un modo criminal, pues también la
justicia puede servir de instrumento del crimen, y nada lo prueba mejor que la guerra
misma, la cual es un
derecho, como lo demuestra Grocio, pero un derecho que, debiendo
ser ejercido por la parte interesada, erigida en juez de su cuestión, no puede
humanamente dejar de ser parcial en su favor al ejercerlo, y en esa parcialidad,
generalmente enorme, reside el crimen de la guerra.
La guerra es el crimen de los soberanos, es decir, de los encargados de ejercer el derecho
del Estado a juzgar su pleito con otro Estado.
Toda guerra es presumida justa porque todo acto soberano, como acto legal, es decir, del
legislador, es presumido justo. Pero como todo juez deja de ser justo cuando juzga su
propio pleito, la guerra, por ser la justicia de la parte, se presume injusta de derecho.
La guerra considerada como crimen, -el
crimen de la guerra- no puede ser objeto de un
libro, sino de un capítulo del libro que trata del derecho de las Naciones entre sí: es el
capítulo del derecho penal internacional. Pero ese capítulo es dominado por el libro en su
principio y doctrina. Así, hablar del crimen de la guerra, es tocar todo el derecho de
gentes por su base.
El crimen de la guerra reside en las relaciones de la guerra con la moral, con la justicia
absoluta, con la religión aplicada y práctica, porque esto es lo que forma la ley natural o
el derecho natural de las naciones, como de los individuos
III.
Que el crimen sea cometido por uno o por mil, contra uno o contra mil, el crimen en sí
mismo es siempre el crimen.
Para probar que la guerra es un crimen, es decir, una violencia de la justicia en el
exterminio de seres libres y jurídicos, el proceder debe ser el mismo que el derecho penal
emplea diariamente para probar la criminalidad de un hecho y de un hombre.
La estadística no es un medio de probar que la guerra es un crimen. Si lo que es crimen,
tratándose de uno, lo es igualmente tratándose de mil, y el número y la cantidad pueden
servir para la apreciación de las circunstancias del crimen, no para su naturaleza esencial,
que reside toda en sus relaciones con la ley moral.
La moral cristiana, es la moral de la civilización actual por excelencia; o al menos no hay
moral civilizada que no coincida con ella en su incompatibilidad absoluta con la guerra.
El cristianismo como la ley fundamental de la sociedad moderna, es la abolición de la
guerra, o mejor dicho, su condenación como un crimen.
Ante la ley distintiva de la cristiandad, la guerra es evidentemente un crimen. Negar la
posibilidad de su abolición definitiva y absoluta, es poner en duda la practicabilidad de la
ley cristiana.
El R. Padre Jacinto decía en su discurso (del 24 de junio de 1863), que el catecismo de la
religión cristiana es el catecismo de la paz. Era hablar con la modestia de un sacerdote de
Jesucristo.
El Evangelio es el derecho de gentes moderno, es la verdadera ley de las naciones
civilizadas, como es la ley privada de los hombres civilizados.
El día que el Cristo ha dicho:
Presentad la otra mejilla al que os dé una bofetada, la
victoria ha cambiado de naturaleza y de asiento, la gloria humana ha cambiado de
principio.
El cesarismo ha recibido con esa gran palabra su herida de muerte. Las armas que eran
todo su honor, han dejado de ser útiles para la protección del derecho refugiado en la
generosidad sublime y heroica.
La gloria desde entonces no está del lado de las armas, sino vecina de los mártires;
ejemplo: el mismo Cristo, cuya humillación y castigo sufrido sin defensa, es el símbolo
de la grandeza sobrehumana. Todos los Césares se han postrado a los pies del sublime
abofeteado.
Por el arma de su humildad, el cristianismo ha conquistado las dos cosas más grandes de
la tierra: la paz y la libertad.
Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad, era como decir paz a los humildes,
libertad a los mansos, porque la buena voluntad es la que sabe ceder pudiendo resistir.
La razón porque sólo son libres los humildes, es que la humildad, como la libertad, es el
respeto del hombre al hombre; es la libertad del uno, que se inclina respetuosa ante la
libertad de su semejante; es la lib ertad de cada uno erigida en majestad ante la libertad del
otro.
No tiene otro secreto ese amor respetuoso por la paz, que distingue a los pueblos libres.
El hombre libre, por su naturaleza moral, se acerca del cordero más que del león: es
manso y paciente por su naturaleza esencial, y esa mansedumbre es el signo y el resorte
de la libertad, porque es ejercida por el hombre respecto del hombre.
Todo pueblo en que el hombre es violento, es pueblo esclavo.
La violencia, es decir la guerra, está en cada hombre, como la libertad, vive en cada
viviente, donde ella vive en realidad.
La paz, no vive en los tratados ni en las leyes internacionales escritas; existe en la
constitución moral de cada hombre; en el modo de ser que su voluntad ha recibido de la
ley moral según la cual ha sido educado. El cristiano, es el hombre de paz, o no es
cristiano.
Que la humildad cristiana es el alma de la sociedad civilizada moderna, a cada instante se
nos escapa una prueba involuntaria. Ante un agravio contestado por un acto de
generosidad, todos maquinalmente exclamamos:
-¡qué noble! ¡qué grande! -Ante un acto
de venganza, decimos al contrario:
-¡qué cobarde! ¡qué bajo! ¡qué estrecho! -Si la gloria
y el honor son del grande y del noble, no del cobarde, la gloria es del que sabe ve ncer su
instinto de destruir, no del que cede miserablemente a ese instinto animal. El grande, el
magnánimo es el que sabe perdonar las grandes y magnas ofensas. Cuanto más grande es
la ofensa perdonada, más grande es la nobleza del que perdona.
Por lo demás, conviene no olvidar que no siempre la guerra es crimen: también es la
justicia cuando es el castigo del crimen de la guerra criminal. En la criminalidad
internacional sucede lo que en la civil o doméstica: el homicidio es crimen cuando lo
comete el asesino, y es justicia cuando lo hace ejecutar el juez.
Lo triste es que la guerra puede ser abolida como justicia, es decir, como la pena de
muerte de las naciones; pero abolirla como crimen, es como abolir el crimen mismo, que,
lejos de ser obra de la ley, es la violación de la ley. En esta virtud, las guerras serán
progresivamente más raras por la misma causa que disminuye el número de crímenes: la
civilización moral Y material, es decir, la mejora del hombre.
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:12 |
Capítulo VIII. El soldado del porvenir
I. La publicidad de la sentencia - II. La profesión de la guerra - III. Análisis - IV. La espada virgen - V. El
guardia nacional - VI. El soldado de la ciencia.
I. La publicidad de la sentencia
Si hay motivo para tener en menos el oficio de verdugo, no obstante su honesto fin de
ejecutor de los fallos de la sociedad que se defiende contra el crimen, no hay razón para
mirar de otro modo al soldado. El rol de los dos en el fondo es idéntico, y si alguna
diferencia real existe, es en favor del verdugo; pues si es raro que en cien ejecuciones
haya dos en que el verdugo no purgue a la sociedad de un asesino o de un bandido, más
raro es todavía que en cien guerras haya dos en que el soldado mate con justicia al
enemigo de su soberano.
Si el rol del verdugo nos causa disgusto, es que la pena de muerte repugna a la naturaleza
y excede siempre al crimen más grande por sus proporciones.
La sociedad rehabilita al asesino matándolo, es decir, matando como él, y de ello es un
testimonio la simpatía pública que excita el ajusticiado. Para agrandar el error que el
asesinato inspira, la sociedad debe dejar al asesino el monopolio de ese horror. De ese
modo el homicidio y el asesinato serán idénticos y sinónimos.
Dejar vivir al asesino es prolongar su castigo sin horrorizar a la sociedad.
La impunidad no existe en el orden moral de la naturaleza, sino cuando el criminal queda
desconocido: aun entonces lleva en su alma la voz de ese juez del crimen que se llama la
conciencia. Si el criminal es conocido Y declarado tal por la sociedad entera, su castigo
está asegurado con eso solo. El será tan largo como su existencia ignominiosa y
miserable, porque en todas partes se hallará recibido con el horror que inspiran los tigres
y las serpientes.
En lo criminal como en lo político, la luz es el control de los controles.
Asegurad al delito y al delincuente, al crimen y al criminal, toda la publicidad de que es
capaz un acto humano, y no os ocupéis más de la pena material. La prensa, el telégrafo, la
fotografía, la pintura, el mármol, todos los medios de publicidad deben ser aplicados a la
sentencia del hombre y de la fisonomía del criminal; y las naciones se deben cambiar
esos registros o protocolos del crimen, para no dejarle asilo ni medio alguno de
impunidad.
Que la penalidad humana tiende a esos destinos no hay la menor duda. Lo prueba ya la
desaparición de muchos castigos horribles, que las generaciones pasadas consideraban
como indispensables a la defensa del orden social. No por eso la criminalidad se ha
multiplicado; al contrario, ella ha disminuido; y no hay por qué dudar, en vista de ese
precedente, que la extinción absoluta de los castigos sangrientos en un porvenir más feliz
de la humanidad, no sea seguida de una disminución casi absoluta de los crímenes
capitales.
Así, el tribunal, el juez que necesita el mundo y que ha de tener un día, mediante sus
progresos indefinidos, no es el juez que
castiga, sino el juez que juzga, el juez que
condena,
el juez que infama por su condenación, el juez que excomulga de la conciencia
de los honestos, de los buenos,
de los dignos, de los civilizados.
Eso basta para el castigo del crimen y de los criminales de la guerra, y para la
pacificación gradual y progresiva del mundo.
Ese juez se forma y constituye a medida que el mundo se consolida y centraliza por los
mil brazos de la civilización moderna.
II. La profesión de la guerra
Soldado y guerrero no son sinónimos.
El soldado, en su más noble y generoso rol, es el guardián de la paz, pues su instituto es
mantener el orden, que es sinónimo de paz, no el desorden, que es sinónimo de guerra.
El soldado es el auxiliar del juez, el brazo de la ley, el héroe de la paz, y Washington es
su más cabal personificación moderna.
Hacer de la guerra una profesión, una carrera de vivir, como la medicina, el derecho, etc.,
es una inmoralidad espantosa. Ningún militar sensato osaría que su profesión es la de
matar hombres por mayor y en grande escala. Luego la guerra es la parte excepcional y
extrema de la carrera del soldado, que naturalmente es más noble y brillante cuanto
menos batallas cuenta. Si esto no fuese una verdad, la gloria del general Washington no
sería más grande que la del general Bonaparte.
Hacer de la guerra la profesión y carrera del soldado, en una democracia, es convertir la
guerra en estado permanente y normal del país.
Ejemplo de esto, la democracia de las Repúblicas de Sud América.
El soldado no tiene más que un pensamiento, que absorbe su vida: llegar a ser general; y
como no se ganan los grados sino en los campos de batalla, la guerra viene a ser para toda
una clase del Estado una manera de elevarse a los honores, al rango, a la riqueza; y si el
rango y los grados elevados, productivos de grandes salarios, son un privilegio vitalicio
del militar, la guerra viene a ser la reina de las industrias del país, pues no sólo produce
rango y riquezas sino privilegios vitalicios de una verdadera aristocracia.
Así se explica que la guerra en Méjico, en el Perú, en el Plata, ha sido crónica en este
siglo y en lugar de producir instituciones libres como ha blasonado tener por objeto, ha
producido generales por centenares, es decir, otra aristocracia en lugar de la destruida por
la revolución contra España.
III. Análisis
En la guerra, considerada como un
crimen, los soldados y agentes que la ejecutan son
cómplices del soberano que la ordena
7.
En la guerra considerada como un acto de justicia penal, el soldado ejecutor del castigo
hace el papel de verdugo internacional. Su papel puede ser legal, útil, meritorio; pero no
es más brillante que el del que ejecuta los fallos con que la justicia criminal ordinaria
venga a la sociedad ultrajada. El verdugo no es más que el soldado de la ley penal
ordinaria; y si los fallos que pone en obra son justos y útiles, no hay razón para que el
verdugo no sea acreedor a los honores extremos con que los soberanos cubren los
miembros ensangrentados de sus verdugos internacionales.
Asimilad la justicia criminal internacional a la justicia criminal ordinaria, y bastará eso
sólo para que el papel del soldado ejecutor de los estragos de la guerra se equipare al del
verdugo, si la guerra es legal y justa; o al del asesino y ladrón, por complicidad, si la
guerra es un crimen; o al papel de las bestias de combate, si la guerra es un juego de azar,
llamada a resolver, con los ojos vendados y con la punta de la espada, las cuestiones que
no encuentren solución racional, ni juez que la dé.
Si el verdugo internacional merece condecoraciones y cruces, por su servic io de justicia,
no las merece menos el verdugo, que ejecuta las decisiones de la justicia criminal
ordinaria en defensa de la sociedad.
Honrar al ejecutor en grande, y deshonrar al ejecutor en pequeño, es el colmo de la
iniquidad: sólo el
derecho de la guerra puede hacer tal injusticia.
Ya el olfato de la democracia se apercibe con razón que el oro de las cruces es para cubrir
la sangre, como los perfumes en los climas ecuatoriales para disimular la putrefacción.
Cada cruz es una matanza y un entierro de miles de hombres.
Es el más condecorado el que ha quitado más vidas en la tierra.
IV. La espada virgen
El hombre de espada no tiene más que un modo de ilustrar su carrera terrible en lo futuro,
y es el de no desnudarla jamás de la vaina.
La espada virgen, que tanto ha dado que reír a la comedia, es la única digna de los
honores del soldado del porvenir.
Junto con la guerra, el hombre de guerra tiende a desaparecer con su oficio tétrico, ante
los progresos de la santa y noble democracia armada, como el apóstol, de las armas de la
luz.
Desde la aurora del derecho internacional moderno, ya se descubría bajo la pluma de
Grocio, esta dirección futura de la carrera militar. Dedicando su
Derecho de la Guerra a
Luis XIII, le decía: - "Cuán bello, cuán glorioso, cuán dulce a nuestra conciencia, será el
poder decir con confianza, cuando un día os llame Dios a su Reino: Esta espada que he
recibido de vuestras manos para defender la justicia, yo os la devuelvo inmaculada de
toda sangre temerariamente vertida, pura e inocente".
Como la espada de
Damocles la de la democracia debe amenazar siempre y no herir
jamás.
Y si el honor de no haber quitado vida alguna fuese deslucido y poco glorioso al soldado
de la civilización, quiere decir que no le queda otro que el que es muy justo conceder por
un titulo opuesto al verdugo que más servicios ha hecho a la sociedad, decapitando
centenares de asesinos.
Un síntoma del porvenir de la espada como carrera, es la decadencia creciente de su
prestigio romano y feudal, en las Repúblicas y democracias modernas.
Ya en América se regimentan los soldados, como los verdugos, en las cárceles y
presidios, porque el oficio de matar y enterrar, aunque sea en nombre de la justicia,
repugna a la dignidad humana.
Abolidas por la democracia, las distinciones y honores dejan de ser un recurso para cubrir
con un exterior fascinador los pechos y brazos de los verdugos de las naciones basados en
sangre humana.
V. El guardia nacional
Hay un soldado más noble y bello que el de la guerra: es el soldado de la paz. Yo diría
que es el único soldado digno y glorioso. Si la bella ilusión querida de todos los nobles
corazones, de la paz universal y perpetua, llegase a ser una realidad, la condición del
soldado sería exactamente la del soldado de la paz.
Así,
soldado no es sinónimo de guerrero. Los mismos romanos dividían la milicia en
togada
y armada. No es mi pensamiento que todo soldado se convierta en abogado; sino
que el soldado no tenga más misión ni oficio que defender la paz.
La misma guerra actual, para excusar su carácter feroz, protesta que su objeto es la paz.
El soldado necesitaría de su espada para defender la neutralidad de su país, es decir, que
el suelo sagrado en que ha nacido no sea manchado con sangre humana, ni profanado con
el más desmedido o inconmensurable de los crímenes.
El día que dos pueblos que se dan el placer de entre destruirse, como dos bestias feroces,
no encuentren sino malas caras y desprecio por todas partes entre el mundo honesto que
los observa escandalizado, la guerra perderá su carácter escénico y vanidoso, que es uno
de sus grandes estímulos.
Como la sociedad civil se arma sólo por defenderse del asesino, del ladrón, del bandido
doméstico, ella podría no dar otro destino a sus ejércitos que el que tienen sus guardias
civiles, municipales, campestres, nacionales, etc.
La civilización política no habrá llegado a su término, sino cuando el soldado no tenga
otro carácter que el de un
guardia nacional de la humanidad.
Los mejores ejércitos, los que han hecho más prodigios en la historia, son los que se
improvisan ante los supremos peligros y se componen de la masa entera del pueblo,
jóvenes y viejos, mujeres y niños, sanos y enfermos. Ante la majestad de ese ejército
sagrado, la iniquidad del crimen de la guerra de agresión no tiene excusa porque es
seguro que un ejército así compuesto no será agredido jamás por otro de su misma
composición.
La frontera es la expansión geográfica del derecho; límite sagrado de la patria, que el pie
del soldado no debe traspasar ni para salir ni para entrar; pues el medio de que no lo viole
el soldado de fuera, es que no lo quebrante el soldado de casa.
El soldado debe ser el guardián de la patria, es decir, de la casa, del hogar; y el mejor y
más noble medio de defender el hogar sin ser sospechado de agredir con pretextos de
defenderse, es no sacar el pie del suelo de la patria.
Así como la presencia del malhechor en casa ajena es una presunción de su crimen en lo
civil, así todo Estado que invade a otro debe ser presumido criminal, y tenido como tal
sin ser oído por el mundo hasta que desocupe el país ajeno. Quedar en él, con cualquier
pretexto, es conquistarlo.
La frontera debe ser una barricada, si es verdad que toda guerra internacional tiende a ser
considerada como una
guerra civil. La barricada internacional es el remedio de los
ejércitos internacionales, y el preservativo de las casernas y cuarteles.
VI. El soldado de la ciencia
Hoy mismo existen síntomas expresivos del carácter pacífico del soldado del porvenir.
El soldado más inteligente de este siglo cuida de cubrir su rol terrible, con el exterior más
humano, más blando, más caritativo, por decirlo así.
Comparad un soldado del Oriente bárbaro, con un soldado del Occidente civilizado: el
primero es feroz, en la realidad tanto como en la apariencia: el otro es manso, inofensivo,
culto, en lo exterior al menos.
El uno representa el tigre, el otro se asemeja al león.
En cuanto soldados, los dos representan, es verdad, la bravura animal de las bestias
bravas.
Pero desde que el soldado más culto y civilizado comprende que necesita ser y aparecer
manso y pacífico para ser respetable y honorable por su profesión, fácil es prever la
dirección en que tiende a transformarse la carrera militar, a medida que la civilización
cristiana extiende y arraiga sus dominios en el mundo.
El soldado moderno, educado por la libertad, se hará cada día más dueño de no hacerse
cómplice de la guerra que la conciencia condena. (Ved Grocio, t. 3, pág. 228).
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:13 |
Capítulo IX. Neutralidad
I. La sociedad universal - II. Representación de la unidad - III. La misma fuerza del sentimiento - IV. El
sentimentalismo universal - V. Los neutrales - VI. Neutralización de todos los Estados - VII.
Extraterritorialidad.
I. La sociedad uni versal
¿Quién representa hoy día la
neutralidad? La generalidad, la mayoría de las naciones que
forman la sociedad-mundo.
Los neutrales que en la antigüedad fueron nada, hoy lo son todo. Ellos forman el
tercer
estado
del género humano, y ejercen o tienen la soberanía moral del mundo.
¿Qué objeto tiene la ley que mata al asesino de otro hombre? No es resucitar al muerto,
ciertamente. Es el de impedir que el asesino repita su crimen en otro hombre vivo, y que
su ejemplo sea imitado por otro hombre. Esos
otros, que no son el asesino y la víctima,
son los
neutrales de su combate singular, es decir, todos los hombres que forman la
sociedad extraña y ajena a ese combate.
Prescindir del neutral al tratar de la guerra, es prescindir del juez y del ofendido al tratar
del crimen privado o público, es decir, de la sociedad insultada por el crimen y defendida
por la pena del criminal.
La parte ofendida en todo crimen es la sociedad, y esa es la razón porque la sociedad
reclama el castigo del criminal en su defensa. En el derecho de la víctima, hollado, la
sociedad ve una amenaza al derecho de todos los demás miembros de la sociedad, es
decir, de
los neutrales, de los que no han tenido parte activa en el combate criminal, que
sin embargo, los afecta.
Y así como nadie es ne utral en la riña de dos hombres, ningún Estado lo es, en la guerra
de dos naciones, en el sentido siguiente: que si no todos son actores en la guerra, todos al
menos sufren sus efectos morales y materiales.
Luego la sociedad-mundo tiene un derecho derivado del interés de su conservación, si no
para tomar parte en la guerra (lo cual sería contradictorio), al menos para hacer todo lo
que está en su mano para desaprobarla, condenarla moralmente, castigarla por gestos, por
actitudes, por toda clase de demostraciones antipáticas.
Cuando Roma era el mundo, no podía haber neutrales si Roma entraba en guerra. Era su
enemiga la nación que no era su aliada: estaba contra Roma el que no estaba con Roma.
Y como fuera de Roma no había
naciones, sino bárbaros, no podía existir derecho
internacional donde sólo había una nación. Así, Roma llamaba
derecho de gentes, es
decir, derecho romano relativo a los extranjeros o bárbaros, a lo que se ha llamado
derecho internacional
desde que ha habido muchas naciones iguales en civilización y en
fuerza, en lugar de una sola.
¿Quiénes son desde entonces los neutrales en toda guerra? Todo el mundo, es decir, los
que no son beligerantes.
Grocio, sin embargo, ha olvidado el todo por la parte, gobernado sin duda por el derecho
romano, que prescindió de los neutros, por la sencilla razón de que no existían entonces,
pues Roma era el mundo entero, y fuera de Roma no había sino
esclavos, colonos y
bárbaros.
Con razón observa Wheaton que ni siquiera existe en la lengua de la legalidad romana la
palabra latina que responda a la idea de neutralidad o neutro.
La palabra ha nacido con el hecho el día que la
ciudad-mundo se ha visto reemplazada
por el mundo compuesto de una masa innumerable de naciones iguales en poder y en
derecho, como el hombre de que se componen.
Los
neutrales son entonces en la gran sociedad de la humanidad lo que es la mayoría
nacional y soberana en la sociedad de cada Estado.
La neutralidad no sólo tiende a gobernar el mundo internacional, sino que penetra en el
corazón de cada Estado
XXXI, bajo la égida de la libertad de pensar, de opinar y escribir.
A la localización de la guerra va a suceder la sub- localización de esta misma, en una
función oficial de gobierno, que puede condenar y eludir todo ciudadano libre, no en
interés del enemigo sino del propio país, no por traición, sino por lealtad viril e
independiente.
Las nociones del patriotismo y la traición deben modificarse por el derecho de gentes
humanitario, en vista de los destinos que han cabido a los creadores del derecho
internacional moderno, todos ellos proscriptos y acusados de traición por un patriotismo
chauvin
y antisocial. Alberico Gentile, Grocio, Bello, Lieber, Bluntschli, ciudadanos del
mundo, como el Cristo y sus apóstoles, han encontrado el derecho internacional moderno
en el suelo de la peregrinación y el destierro en que los echó la ingratitud estrecha de su
patria local. Así, el patriotismo en el sentido griego y romano, es decir,
chauvin, ha
muerto por sus excesos. El ha creado el cosmopolitismo, es decir, el patriotismo universal
y humano.
II. Representación de la unidad
Los romanos no conocían la palabra
neutralidad, o la aptitud que esta palabra representa,
y tenían razón, en cierto modo, porque no hay neutralidad ni neutrales ante dos o más
naciones que se hacen la guerra.
La solidaridad de intereses, la mancomunidad de destinos de todos los países que viven
relacionados por el suelo o por los cambios de servicios, es tan grande, que ella excluye,
por falta de verdad, la idea de que puede ser ajeno a la guerra de dos pueblos un tercer
pueblo que vive en relación con ellos.
Las personas pueden ser relativamente neutrales o ajenas a la contienda, los intereses no
dejan nunca de ser beligerantes para las consecuencias dañinas de la guerra, por
extranjera que ella sea y por ajena que parezca.
Pero donde sufren los intereses de los hombres, ¿no sufren los hombres mismos?
Toda la neutralidad se reduce a sufrir los efectos de la guerra como un beligerante
indirecto, sin hacer activamente esa guerra por las armas.
Si todos sufren los efectos de la guerra, -beligerantes y neutrales,- todos tienen igual
derecho a intervenir en ella, para evitar sus efectos nocivos cuando menos.
La intervención, en este caso, es la defensa propia, el primero de los derechos naturales
del hombre colectivo.
Ellos eran el mundo. En sus guerras nadie era ni podía ser neutral.
Lo que eran entonces los romanos, que así entendían y practicaban el derecho de gentes,
está hoy representado por la totalidad de la Europa civilizada, no por tal o cual nación
poderosa.
Ese derecho
XXXII existe no en algunos casos, sino en todos los casos de guerra, y los
romanos tenían razón en mezclarse en todas las guerras de su tiempo, porque ellos eran
entonces la mayoría del mundo civilizado, y representaban el derecho de la sociedad
humana en general.
Todo lo que hoy forma el mundo civilizado, en el viejo continente, - la Europa, el Asia y
el Africa- formaba geográficamente el mundo de los romanos. No eran un pueblo: eran
un mundo, el
pueblo-mundo, que tiende a reconstruirse, en otra forma, sobre la base de la
autonomía nacional de los numerosos pueblos independientes y separados que han
sucedido al pueblo romano en la ocupación de sus antiguos dominios territoriales.
Los estados modernos, aunque independientes, forman un solo mundo por la solidaridad
de los intereses que los relacionan y ligan indisolublemente.
Esta solidaridad, que se agranda Y fortifica con los progresos de la civilización, excluye
la idea de que un pueblo pueda ser neutral o ajeno del todo a la guerra en que dos o más
pueblos de la gran sociedad humana hieren intereses que son de toda la comunidad dicha
neutral, no solamente de los dos estados dichos beligerantes.
III. La misma fuerza del sentimiento
Los neutrales que no saben armarse para imponer la paz en su defensa, merecen perder la
soberanía que no saben defender ni hacer respetar.
Sólo la impotencia física puede ser su excusa; pero siendo ellos la mayoría de los pueblos
de un continente, su impotencia nace de su aislamiento y desunión, es decir, de una falta
de que son responsables ellos mismos ante la civilización común y ante el interés bien
entendido de cada uno.
La neutralidad que no es armada no es neutralidad, porque su debilidad la subyuga al
beligerante a quien estorba. Pero como no hay arma capaz de sustituir a la unión en
poder, la neutralidad será siempre una quimera si no es la actitud general y común del
mundo entero, ligado o entendido a ese fin por un pacto tácito o expreso.
El día que, la neutralidad se constituya, arme y organice de este modo, la paz del mundo
dejará de ser una utopía.
Esa liga, felizmente, esa organización vendrá por sí misma, como resultado espontáneo y
lógico de la coexistencia de muchos estados ajenos a la razón local o parcial que pone en
guerra a dos o más de ellos. Si esa asociación no ha existido en otros tiempos, es porque
no existían los asociados de que debía formarse la liga. No había más que un estado; era
Roma. Era el mundo romano. Cuando Roma hacía la guerra, había beligerantes, pero no
neutrales; o más bien que una guerra, en el sentido actual de esta palabra, era el proceso y
el castigo que el mundo romano infligía al pueblo extranjero que se hacía culpable de
infidencia o agresión a su respecto.
Los neutrales dejarán de serlo a medida que adquieran el sentimiento de que son el
mundo, y que la parte ofendida en toda guerra son ellos mismos, es decir, la sociedad
humana, como en cada estado lo es la sociedad del país, para toda riña armada y
sangrienta entre dos o más de sus individuos.
Lo que ha oscurecido hasta aquí el derecho del mundo neutral o no beligerante a ejercer
una intervención judicial en toda contienda violenta en que el derecho universal es
atacado, es el error de considerar el derecho de gentes como un derecho aparte y distinto
del que protege la persona de cada hombre en la sociedad de cada país.
El derecho es uno y universal, como la gravitación. Cada cuerpo gravita según su forma y
sustancia, pero todos gravitan según la misma ley. Del mismo modo todas las criaturas
humanas obedecen en las relaciones recíprocas en que su naturaleza social las hace vivir
a un mismo derecho, que no es sino la ley natural según la cual se producen y equilibran
las facultades de que cada hombre está dotado para proveer a su existencia. El derecho de
cada hombre expira donde empieza el derecho de su semejante; y la justicia no es otra
cosa que la medida común del derecho de cada hombre.
El mismo derecho sirve de ley natural al hombre individual que al hombre colectivo, a la
persona del hombre para con el hombre, y a la persona del Estado (que no es más que el
hombre visto colectivamente) para con el Estado.
En virtud de esa generalidad del derecho, todo acto en que un hombre lo quebranta en
perjuicio de otro hombre, es un doble ultraje hecho al hombre ofendido y a la sociedad
toda entera, que vive bajo el amparo del derecho
XXXIII; y todo acto en que un estado lo
quebranta en daño de otro estado, es igualmente un doble atentado contra este estado y
contra la sociedad entera de las naciones, que vive bajo la custodia de ese mismo
derecho.
De ahí, es la sociedad nacional la misma autoridad para intervenir en la represión de las
violencias parciales en que es atropellado el derecho internacional o universal, que asiste
a la sociedad en cada estado para intervenir en la represión de las violencias parciales,
cometidas contra el derecho común en perjuicio inmediato y directo de un individuo.
Es Grocio mismo, padre del derecho internacional moderno, el que enseña esta doctrina
que alarma a los que sólo se preocupan de la independencia o libertad exterior de los
estados, sin atender a la institución de una autoridad común de todos ellos que debe servir
de garantía a la independencia de cada uno.
Bien puede suceder (y es la razón plausible de esa aberración) que esa autoridad, antes de
ser liberal o protectriz de la libertad de cada estado, empiece por ser arbitraria y
despótica, pero ¿existe sobre la tierra autoridad alguna, por justa y liberal que sea, que no
haya empezado por ser despótica?
El despotismo no es un derecho, no es un bien, es al contrario un mal, pero un mal que es
como la condición inevitable y natural de todo poder humano, por legítimo que sea.
Si por el temor de ver disminuida la independencia de los estados, se resiste a la
institución de una autoridad común del mundo para todos ellos, la guerra y la violencia
tendrán que ser la ley permanente de la humanidad, porque a falta de juez común, cada
estado tendrá que hacerse justicia a sí mismo, lo que vale decir injusticia a su enemigo
débil.
Y para evitar el despotismo inofensivo de todos, cada uno estará expuesto al despotismo
terrible de cada uno.
IV. El sentimentalismo universal
Uno de los elementos contrarios a la guerra, en cuanto sirven a la constitución de una
soberanía universal llamada a reemplazarla en la decisión de los conflictos parciales de
los pueblos, es, pues, el desarrollo de más en más creciente de esa tercera entidad que se
llama los
neutrales; esa otra actitud, diferente del estado de guerra, la cual se llama
neutralidad,
y envuelve esencialmente la segunda condición del juez, que es la
imparcialidad.
Los
neutrales, que son aquellos que no se ingieren ni participan de la guerra, son los
jueces naturales de los beligerantes por tres razones principales: Primera: porque no son
parte en el conflicto. Segunda: porque son capaces, a causa de su ingerencia en la guerra,
de la imparcialidad que no puede tener el beligerante. Tercera: porque los neutrales
representan y son la sociedad entera del género humano, depositaria de la soberanía
judicial del mundo, mientras que los beligerantes, son dos entes aislados y solitarios, que
sólo representan el desorden y la violación escandalosa del derecho internacional o
universal.
El derecho soberano del mundo neutral se hace cada día más evidente, por la apelación
instintiva que hacen a él, los mismos estados que pretenden resolver sus pleitos por la
guerra
XXXIV. Ellos dudan de la justicia de sus medios de solución, cuando apelan al juez
competente.
Así, el desarrollo del derecho o la autoridad de los neutros, significa la reducción y
disminución del derecho pretendido de los beligerantes, y si no significa eso, no significa
nada.
Ese doble movimiento inverso, es un progreso de civilización política.
El poder de los neutros, se desarrolla por sí mismo, porque no es más que la difusión y la
propagación del poder en los pueblos, que hasta aquí han vivido impotentes y
despreciados de los fuertes, y la difusión del poder no es más que la propagación y
vulgarización de la riqueza, de la inteligencia, de la educación, de la cultura, que los
pueblos más adelantados trasmiten a los otros, para las necesidades mismas de su propia
existencia civilizada.
La idea de la
neutralidad supone la de la guerra. Si no hubiese beligerantes, no habría
neutrales.
Pero este aspecto de la guerra, visto desde el punto del que no participa de ella,
es ya un progreso, porque ya es mucho que haya quien pueda ser un espectador de la
guerra sin estar forzado a tomar en ella una parte.
La existencia de esa tercera entidad se ha hecho posible desde que el poder ha dejado de
ser el monopolio de un pueblo solo. Y la producción o aparición de esa entidad pacífica
en faz de dos entidades en guerra, ha puesto a la humanidad en el camino que conduce al
hallazgo de un juez imparcial para la decisión de las cuestiones que no pueden ser
resueltas con justicia por la fuerza brutal de las partes interesadas.
Multiplicad el número de los neutrales y su importancia respectiva y dais fuerza con eso
sólo a la tercera entidad, que un día será el juez competente y exclusivo de los
beligerantes, porque esa tercera entidad neutral no es otra cosa que el mundo entero,
menos dos o tres de sus miembros constitutivos.
Generalizar la neutralidad, es localizar la guerra, es decir, aislarla en su monstruosidad
escandalosa, y reducirla poco a poco a avergonzarse de ella misma en presencia del
mundo digno y tranquilo, que la contempla horrorizado desde el terreno honroso del
derecho universal.
Los neutrales son la regla, es decir, la expresión de la ley o del derecho, que es la regla,
los beligerantes son o representan la excepción a la regla, es decir, el desvío y salida de la
regla.
El mundo debe ser gobernado por la regla, no por la excepción; por los neutrales, no por
los beligerantes.
Cuando los
neutrales hayan llegado a ser todo el mundo, la idea de neutralidad dará risa,
como daría risa hoy día el oír llamar neutral a todo el pueblo de que se compone un
Estado, considerado en su actitud de no participación en la riña ocurrida entre dos de sus
individuos.
V. Los neutrales
Así, la justicia de la guerra, es atribución exclusiva del neutral, es decir, del que no es
beligerante ni parte directamente interesada en el debate.
Y como no hay guerra que pueda ser universal, como toda guerra, de ordinario, es un
duelo singular de dos o tres Estados, se sigue que el
neutral a ese debate, no es ni más ni
menos que todo el género humano.
Así, lo que se toma como extensión creciente del derecho de los neutros, no es más que el
desarrollo del derecho del mundo no beligerante a ser juez de los debates locales de sus
miembros.
El mundo no es neutral sino en cuanto deja de ser beligerante en un encuentro dado,
como el Estado es neutral porque es ajeno al choque singular de los individuos de su
seno.
Pero la neutralidad no es sino guerra, si se la considera como la indiferencia o el
desinterés absoluto, pues así como el Estado hace suyo, porque lo es, el interés y el
castigo de todo crimen privado, la sociedad del género humano o los neutros, son los
realmente interesados y competentes para intervenir en la defensa del derecho violado
contra ella misma en la persona de uno de sus miembros.
Sin duda que es un progreso el desarrollo del derecho de los neutros comparado con el
tiempo en que la neutralidad o imparcialidad era imposible, cuando Roma que era el
mundo, poniéndose en guerra con un enemigo, no dejaba a su lado un solo espectador
desinteresado en la lucha.
Pero la neutralidad es un progreso relativo que no tarda en convertirse en un atraso
relativo.
Sin faltar a su deber y abdicar su derecho, el mundo no puede ser neutral en una guerra
que lo daña aunque no sea beligerante.
La neutralidad es el egoísmo, es la complicidad, cuando por ella abdica el mundo su
derecho de impedir y resistir un choque violento y arbitrario en que el derecho general de
la humanidad es vulnerado de una y otra parte.
¿Qué se diría de un juez, que ante el encuentro culpable de dos hombres, se declarara
neutral y les dejase despedazarse? Que se hacía cómplice del delito ante la sociedad
ofendida y traicionada por él.
Que el mundo no posea los medios de ejercer su soberanía judicial contra los Estados que
se hacen culpables del crimen de la guerra, no quita eso que le asista ese derecho
soberano, y ya es poco, en el sentido de la adquisición de esos medios, el reconocimiento
del derecho del mundo a ponerlos en ejercicio, como en la historia del derecho interno de
cada Estado, el reconocimiento del principio de la soberanía popular ha precedido a la
toma de posesión y ejercicio de esa soberanía.
Así el desarrollo del derecho de autoridad de los neutros, es decir, del mundo entero,
menos uno
XXXV o dos estados en guerra, es el principio de la formación de un juez
universal, con la imparcialidad esencial de todo juez para regular y decidir las contiendas
entregadas hoy a la fuerza propia y personal de cada contendor interesado.
La neutralidad representa la civilización internacional, como única depositaria de la
justicia del mundo
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:13 |
VI. Neutralización de todos los Estados
Si en tiempo de los romanos la idea de un Estado esencialmente neutral por sistema,
como en la
Suiza, la Bélgica, los Principados UnidosXXXVI, hubiera dado que reír, por
absurda, ¿por qué no llegaría un día en que lo que hoy es excepción, viniese a ser la regla
de vida normal de todos los Estados? ¿Por qué sus territorios no serían todos
neutralizados, a punto de no dejar a la guerra un palmo de tierra en el mundo en que
poner su pie?
Tal sería el resultado que produciría en la condición de los pueblos la abolición de la
guerra.
Un pueblo neutralizado, es como un pueblo internacional, patria en cierto modo de todo
hombre de paz.
Esos son los pueblos llamados a formar la sociedad internacional o el pueblo-mundo, a su
imagen de ellos.
El rey de los belgas, Leopoldo I, no debió a su carácter todo su rol de juez de paz de los
pueblos, sino a la condición neutral de su país. No quedaría otro rol a los soberanos todos
del mundo el día que fuese neutralizada la tierra.
Como hay pueblos internacionales, también hay hombres internacionales; y son éstos los
que han formado o formulado el derecho internacional moderno.
VII. Extraterritorialidad
La extraterritorialidad, o el beneficio por el cual cada Estado se considera incompetente
para ser juez de los representantes de otro Estado, en el caso mismo de tenerlos en su
territorio, podría verse como la premisa de una gran consecuencia lógica, a saber: que si
el Estado A, no tiene jurisdicción sobre el Estado B, aun dentro de su territorio de A,
menos puede tenerla dentro del territorio de B, el que ni en su suelo propio tiene su
jurisdicción sobre el representante del Estado extranjero, menos puede tener una
jurisdicción absoluta en el suelo del extranjero, no sólo sobre el representante, sino sobre
el Estado mismo que él representa.
Lo contrario, da lugar a este absurdo ridículo: que el mismo que renuncia su jurisdicción
sobre el soberano extraño que habita en casa, cuando están en paz, se arma de una
jurisdicción de su hechura, la más absoluta, para juzgar al
soberano extranjero en su
territorio extranjero, el día que la paz deja de existir entre uno y otro.
Un derecho que existe o deja de existir, según el buen humor del que pretende poseerlo,
no es un derecho sino un despotismo.
Entre el privilegio de extraterritorialidad que un Estado concede a otro Estado extranjero,
dentro de su propio suelo, y el privilegio que ese primer Estado se concede a sí mismo de
entrar en el suelo extranjero de su ex-amigo y manejarse en él como en su propio
territorio, el día que está enojado, lo justo sería renunciar a los dos privilegios y reducirse
al simple respeto del derecho, que asegura a cada Estado la inviolabilidad de su territorio
por el otro Estado, en tiempo de guerra como en tiempo de paz, exactamente como según
el derecho civil común, la casa de un ciudadano es inviolable para otro ciudadano, en el
caso mismo en que este último abunde del derecho de quejarse.
Si la libertad individual es paradoja cua ndo el hogar no es inviolable, la libertad
individual o independencia del Estado es un sofisma si su territorio deja de ser inviolable.
Sólo el mundo, en su interés general, tiene el derecho de
allanar esa inviolabilidad, en el
caso excepcional de un crimen que le autorice a buscar su defensa o su seguridad por ese
requisito extremo y calamitoso.
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:14 |
Capítulo X. Pueblo-mundo
I. Derechos internacionales del hombre - II. Pueblo-mundo - III. Pretendida influencia benéfica de la guerra
- IV. Crecimiento espontáneo de la autoridad - V. La organización del mundo - VI. La organización natural
- VII. La naturaleza humana - VIII. Analogía biológica - IX. De tales leyes - X. El derecho internacional -
XI. Si no Estados Unidos de Europa, será una organización común - XII. Pasos hacia la unidad - XIII. El
mar como influencia - XIV. El vapor y el comercio - XV. El derecho internacional - XVI. Inventores y
descubridores - XVII. Ingenieros - XVIII. La ley precede a la conciencia de ella - XIX. Asociación entre
ciudadanos - XX. La federación - XXI. Unión continental - XXII. El canal de Suez.
I. Derechos internacionales del hombre
Las personas favoritas del derecho internacional son los Estados, pero como éstos se
componen de hombres, la persona del hombre no es extraña al derecho internacional.
Son miembros de la humanidad, como sociedad, no solamente los Estados, sino los
individuos de que los Estados se componen
XXXVII.
En último análisis el hombre individual es la unidad elemental de toda sociedad humana,
y todo derecho, por colectivo y general que sea, se resuelve al fin en último término en un
derecho del hombre.
El derecho internacional, según esto, es un derecho del hombre, como lo es del Estado, y
si él puede ser desconocido y violado en detrimento del hombre lo mismo que del Estado,
tanto puede invocar su protección el hombre individual, como puede invocarlo el Estado,
de que es miembro el hombre.
Quien dice invocar el derecho internacional, dice pedir la intervención de la sociedad
internacional o del mundo, que tiene por ley de existencia ese derecho, en defensa del
derecho atropellado.
Así, cuando uno o muchos individuos de un Estado son atropellados en sus derechos
internacionales, es decir, de miembros de la sociedad de la humanidad, aunque sea por el
gobierno de su país, ellos pueden, invocando el derecho internacional, pedir al mundo
que lo haga respetar en sus personas, aunque sea contra el gobierno de su país.
La intervención que piden, no la piden en nombre del Estado: sólo el gobierno es órgano
para hablar en nombre del Estado. La piden en su nombre propio, por el derecho
internacional que los protege en sus garantías de libertad, vida, seguridad, igualdad,
etc.
XXXVIII.
Así se explica el derecho del mundo a intervenir por la abolición de la esclavitud civil,
crimen cometido contra la humanidad
XXXIX.
Y como la esclavitud política no es más que una variedad de la confiscación de la libertad
del hombre, llegará día en que también ella sea causa de intervención, según el derecho
internacional, en favor de la víctima de la tiranía de los gobiernos criminales.
Se han celebrado alianzas de intervención en favor de los poderes que se han llamado
alianzas santas,
¿por qué no se celebrarían con el objeto de sostener las libertades del
hombre y colocarlas bajo la custodia del mundo civilizado de que es miembro?
La musa de la libertad ha tenido la intuición de estos principios cuando Beranger ha
saludado la
santa alianza de los pueblos.
II. Pueblo-mundo
La idea de que puede haber dos justicias, una que regla las relaciones del romano con el
romano, y otra que regla las relaciones jurídicas del romano con el griego u otro
extranjero, ha dado lugar a la confusión que existe en la rama del derecho que ha venido a
ser con los progresos de la humanidad la más importante de todas, por ser la que regla las
relaciones jurídicas de las naciones entre sí, dentro de esa sociedad universal que se llama
el mundo civilizado.
Todo se aclara y simplifica ante la idea de un derecho único y universal.
¿Cuál es, en efecto, el eterno objeto del derecho por dondequiera que se considere? El
hombre siempre el hombre.
Ya se considere el hombre ante su semejante aislado e individualmente, ya se considere
en masa o colectivamente, el derecho es el mismo, y sus objetos son los mismos.
Así, Grocio dice con razón que tantas cuantas son las fuentes de procesos entre los
hombres, tantas son las causas de guerra entre los pueblos o colecciones de hombres, y el
cuadro de las acciones o medios de hacer valer su derecho en materia
civil, coincide del
todo con el de las acciones internacionales en materia de
derecho de gentes.
En efecto, todas las acciones internacionales tienen por objeto defender la personalidad
del estado y sus dominios y derechos
cara a cara del estado extranjero, reivindicar y
recuperar lo que es propio del estado o se le debe, y castigar al estado extranjero que se
hace culpable de una infamia contra la Patria.
La peculiaridad de lo que se llama el
derecho de gentes, reside especialmente en estos
dos grandes hechos: 1º Que el hombre individual es representado por la sociedad de que
es miembro, constituida en persona política, a la faz de su semejante constituido en la
misma situación: 2º Que por resultado de la independencia absoluta de esa persona
política llamada el Estado, no hay código ni juez para la decisión de los conflictos
ocurridos entre Estado y Estado, y cada Estado es a la vez justiciable, juez, abogado,
alguacil y verdugo.
Como no basta que una Nación reclame pacífica y puramente en nombre de la razón que
cree tener, lo que es suyo, para que su razón sea escuchada por el que tiene interés en no
escucharla, o cree con buena fe lo contrario; como no basta que un estado carezca de
razón en el despojo o agravio que hace a otro estado, para que lo devuelva, por sólo un
razonamiento, la fuerza ejercida por el estado que en todo pleito de individuo a individuo
hace prevalecer la razón de uno contra el error del otro, viene a ser también el único
resorte para hacer cumplir el derecho de una Nación desconocido por otra. Pero entre
individuo e individuo, el estado es el juez que hace valer esa fuerza, y ese juez
imparcial
falta en la sociedad de estado y estado, porque los pueblos viven en lo que se llama
estado de naturaleza,
es decir, aislados e independientes respecto de toda autoridad
común y suprema a la de cada uno.
A falta de ese juez común, que debería serlo por analogía ese
estado-mundo que se llama
el género humano, cada estado es abogado, soldado y juez de su propio pleito, por el
empleo de la fuerza decisoria.
Basta esto sólo para ver que la fuerza propia tiene que ser la última razón decisoria de los
pleitos internacionales, es decir, la guerra en que se resumen todas las acciones del
derecho de gentes,
tanto civiles como penales.
Y que esa manera de administrar justicia no sólo tiene este defecto de degenerar en la
guerra que mata la cuestión en vez de resolverla, sino que no es ni merece el nombre de
justicia un procedimiento en que cada litigante es
parte, testigo, juez y verdugo.
Esa justicia entre hombre y hombre se llama
crimen; ¿cómo sería un derecho entre
nación y nación?
Mientras dure esa situación de cosas, la civilización puede jactarse de haber resuelto mil
problemas sociales injustos, menos el más importante de todos, que es el de la justicia
internacional.
Y como no se divisa el día en que los soberanos consientan en ser súbditos de un poder
universal, el único medio de escapar a esa justicia extraña, que se confunde con el
crimen, es no pleitear jamás.
Y para inspirar horror a esa justicia de las fieras y de los salvajes, indigna del hombre, se
debe calificar toda guerra, en cuanto defensa de sí mismo, como un crimen contra la
humanidad.
Lo que la razón no resuelve por la discusión, no puede ser resuelto por la espada.
Lejos de ser la última razón del derecho, la espada es la primera razón del crimen.
Toda defensa de sí mismo es presumida crimen, en tanto que no se prueba lo contrario,
porque es contra la naturaleza humana que el hombre pueda ser a la vez parte interesada y
juez imparcial de su enemigo.
La guerra debe ser considerada como un crimen por regla general, un derecho por
excepción rarísima.
Yo prefiero la definición de
Cicerón a la de Grocio, por más humana. La guerra, dice el
primero
es una contienda que se resuelve por la fuerza animal. Grocio cree que la guerra
es el estado en que el hombre se sirve de esa lógica, no la acción de usarla.
Es mejor admitir que la guerra es una acción fugaz y efímera, como los arranques súbitos
o impremeditados, que la violencia ejercida contra nosotros del mismo modo nos arranca.
Considerada como un
derecho excepcional de la propia defensa, no puede tener otro
carácter.
Considerada como
crimen, es decir, como es de ordinario, no puede ser admitida como
un
estado o situación regular y normal, porque el asesinato, el robo, el incendio, no
pueden ser erigidos en sistema durable ni por un instante.
Considerada como
defensa suprema de sí mismo, sólo debe ser admitida como un
accidente, un hecho aislado y fugaz, como es por su naturaleza todo asalto criminal capaz
de motivarla.
En una palabra, si la guerra como crimen no puede ser un estado durable de cosas,
tampoco puede serlo la guerra considerada como justicia o como castigo.
Toda guerra que se prolonga más que el atentado que le sirve de motivo o pretexto,
degenera en crimen y debe ser presumida tal.
III. Pretendida influencia benéfica de la guerra
La guerra considerada como pena jurídica del crimen de la guerra, ha podido hacer creer
en la acción de su influencia benéfica en la educación y en la mejora del género humano,
en virtud de la influencia semejante que se atribuye a la penalidad ordinaria en la
educación interior del país.
Pero esa acción es dudosa, en este caso, porque el penado las más de las veces no es el
criminal sino el débil. Bien puede el débil estar lleno de justicia; si combate con el
criminal poderoso, será vencido y castigado, sin ser por eso culpable.
Una justicia penal en que el juez y el verdugo son la parte misma interesada, es
monstruosa, y no puede ser propia sino para depravar y destruir toda noción de justicia y
de moralidad, lejos de ser apta para educar al género humano en la práctica de lo que es
bueno y honesto.
Si la pena, es decir, la aplicación de la guerra como castigo de la guerra o de otra injuria,
fuese pronunciada por el mundo imparcial, la presunción de justicia acompañaría a la de
la imparcialidad presumible en el mundo neutral. Pero una pena aplicada por el interés,
por el odio, por la ambición, por la envidia, no puede dejar de ser inicua, o cuando menos
desproporcionada e injusta en esta desproporción.
De donde se infiere que la guerra, considerada por su mejor lado, que es el de justicia
penal, es incapaz radicalmente de producir la mejora y civilización del género humano.
¿Qué de más absurdo, por otra parte, que el pretender que el exterminio en masa de
millones de hombres útiles, la devastación de las ciudades y de los campos, el incendio,
la ruina, el engaño, el fraude, la profanación, puedan ser medios de educar y mejorar la
especie humana?
Toda justicia hecha por la parte, toda defensa de sí mismo, es presumida crimen hasta que
no se pruebe lo contrario; y esta regla de derecho penal es aplicable sobre todo a la
guerra.
La guerra más bien fundada y justificada por la parte, envuelve la presunción del crimen,
en cuanto es la parte agraviada la que se hace justicia a sí misma.
Así, la regla de que en toda guerra
ambas partes tienen razón, debe ceder a esta otra: que
los dos beligerantes son culpables,
hasta que el pueblo-mundo, único juez competente
para pronunciar el fallo, no lo haya pronunciado en vista de la evidencia y de su
convicción de gran jurado de las naciones.
Así como la ley de cada Estado condena como culpables a todos los individuos que riñen
y dañan entre sí, no sólo porque haciéndose jueces de sí mismos eluden la autoridad a que
deben someter su contestación, sino porque la pretendida justicia hecha a sí mismo,
encubre casi siempre la iniquidad hecha al contendor, así la ley internacional, fundada en
idéntico princ ipio, debe condenar a todos los Estados que para dirimir una cuestión de
interés o de honor acuden a sus propias armas para destruirse mutuamente.
Y así como la sociedad venga en la víctima de un crimen un ultraje hecho a toda ella en
la persona del ofendido, la sociedad- mundo tiene el derecho de considerar y condenar
como un ultraje hecho al derecho de cada Estado el que es hecho a un Estado en
particular.
IV. Crecimiento espontáneo de la autoridad
Una nación que no está constituida en Estado, es decir, un pueblo que vive sin
autoridades comunes, representa el mundo de Hobbes, la guerra de todos contra todos.
Cada hombre es su propio juez y el juez de su adversario. La guerra es su enjuiciamiento
civil y criminal, su doble código de procedimientos. Es el estado de perfecta barbarie
erigido en institución permanente hasta que cese por la aparición y presencia de las
autoridades comunes encargadas de dirimir y regular las diferencias de las partes.
Esas autoridades no presiden a la formación del Estado, sino que la acompañan, y se
puede decir que su instalación constituye cabalmente la formación de una Nación en
estado regular.
Lo que sucede a este respecto en la historia de cada estado, tiene que suceder en la
formación de esa especie de estado conjunto de estados que ha de acabar por ser la
confederación del género humano. Con la formación espontánea de esa asociación, y
como elemento y condición de ella, han de aparecer instituciones internacionales
encargadas de decidir y reglar, en nombre de la autoridad soberana del mundo-unido, las
diferencias abandonadas hoy a la pasión y al egoísmo de las partes interesadas en servirse
del daño ajeno.
Así como el establecimiento de los tribunales ha puesto fin en cada Estado a las peleas y
conflictos armados con que sus habitantes discutían y dirimían sus pleitos en la edad
salvaje, así el establecimiento inevitable y necesario de un modo regular de justicia
internacional, hará desaparecer la guerra, que se define hoy día: un pleito decidido por la
fuerza del pleiteante más fuerte en poder o en astucia.
Los pleitos de las naciones no serán dirimidos con justicia, sino cuando los decida su
magistrado y juez neutral, la humanidad, es decir, el mundo de los neutrales, la masa de
los Estados ajenos a la contie nda que debe ser prevenida o juzgada y decidida.
Grocio,
mejor que nadie, ha previsto el advenimiento de esa institución por estas
palabras:
"...Il serait utile, il serait même en quelque façon nécessaire qu'il y ait certaines
assemblées des puissances chrétiennes, où les différends des unes seraient terminées par
celles qui n'auraient pas d'intérêt dans l'affaire, et où même on prendrait des mesures pour
forcer les parties à recevoir la paix a des conditions équitables"
8.
V. La organización del mundo
Si hay un pueblo que esté llamado a realizar perpetuamente el gobierno de sí mismo
(self
government),
es ese pueblo compuesto de pueblos que se llama sociedad de las naciones.
Es más verosímil que cada nación acabe por gobernarse en sus negocios propios, como se
gobierna el
pueblo-mundo, es decir, sin autoridades comunes, que no el que la humanidad
llegue a constituirse una autoridad universal a imagen de la de cada nación.
Pero la ausencia de una autoridad común no implica la ausencia de una ley común, ni la
ausencia de una ley significa la ausencia de un gobierno: prueba de ello es la nación
misma del
gobierno de sí propio, es decir, gobierno sin autoridad; y de la practicabilidad
de este modo de gobiernos es la mejor prueba el de las naciones que se gobiernan a sí
mismas por el derecho llamado internacional en sus negocios continentales.
El derecho se revela y prolonga por sí mismo a todas las existenc ias que comprenden que
él es una condición de salud común; y cuando no lo comprenden, lo practican sin
comprenderlo, por el instinto de la propia conservación.
Será pues un pueblo que vivirá perpetuamente sin gobierno, en el sentido que esta palabra
gobierno tiene dentro de cada nación. La sociedad de las Naciones no se regirá por otra
regla, que la que preside a una reunión de particulares en sociedad privada: cada uno se
tiene en su deber por mero respeto a la opinión de todos.
Así, lejos de ser el gobierno interior el polo de imitación a que marcha la sociedad de las
Naciones, es esta sociedad el modelo de imitación a que marcha el interno
XL.
La ausencia del gobierno, según esto, no quiere decir la ausencia de la ley. La ley existe
sin necesidad de que ningún legislador la haya dado. Basta que una vez, cualquiera la
haya señalado y dado a conocer a los demás como ley natural de la universal sociedad; es
decir, como la condición esencial de su existencia, según la cual pueden todos los
miembros de la familia humana marchar en armonía, en progreso, en paz y en libertad.
Los órganos libres de esa ley de vida común y general, que preside naturalmente al
mundo de las naciones como la ley de gravitación que preside al mundo físico, son los
autores de lo que se llama el
derecho de gentes. Su autoridad es la que tienen los libros en
que se consignan las reglas de urbanidad y buena sociedad entre particulares. Grocio, por
ejemplo, es el lord Chesterfield de las naciones. Los tratados no son más que la
consagración escrita y expresa entre varias naciones, de esas reglas preexistentes por sí
mismas y consignadas en los libros de la ciencia moral que estudian los principios de
buena conducta según los cuales pueden vivir relacionadas las naciones sin dañarse
mutuamente.
Cuando una reunión se compone de gentes bien educadas, el orden se conserva sin
ninguna especie de autoridad; cuando se compone de todo el mundo, la cosa es diferente.
Queda por saber, según esto, si la armonía entre las naciones será la misma cuando la
sociedad se componga de esos seres bien educados que se llaman gobiernos monárquicos,
que cuando se formen indistintamente de todo el mundo sin distinción de rango ni
educación.
¿Serán las democracias del porvenir más capaces de orden y tranquilidad internacional
que lo son las monarquías del pasado? ¿La agitación que en lo interior produce la vida
libre será conciliable con la paz inalterable en lo exterior?
Los
Estados Unidos, rodeados de pueblos monárquicos en América XLI, no pueden
resolver esta cuestión por la autoridad de su ejemplo, porque no sabemos si la paz
exterior en que han vivido es un mérito de ellos, o pertenece a la cordura de sus vecinos.
Las democracias de la América del Sud no han repetido al pie de la letra el cuadro
pacífico de una sociedad privada compuesta de caballeros bien educados.
VI. La organización natural
Para que las naciones formen un pueblo y se gobiernen por leyes comunes, no es
necesario que se constituyan en confederación, ni tengan autoridades comunes a la
imagen de las de cada Estado.
Esa sociedad existe ya, por la ley natural que ha creado la de cada nación. Cada día se
hace más estrecha por el poder mismo de la necesidad que las naciones tienen de
estrecharse para ser cada una más rica, más feliz, más fuerte, más libre. A medida que el
espacio desaparece bajo el poder milagroso del vapor y de la electricidad; que el bienestar
de los pueblos se hace solidario por la obra de ese agente internacional que se llama
comercio, que anuda, encadena y traba los intereses unos con otros mejor que lo haría
toda la diplomacia del mundo, las naciones se encuentran acercadas una de otra, como
formando un solo país
9.
Cada ferrocarril internacional equivale a diez alianzas; cada empréstito extranjero, es una
frontera suprimida. Los tres cables atlánticos han suprimido y enterrado la
doctrina de
Monroe
sin el menor protocolo.
La prensa, es decir, esta luz que se arrojan unas a otras las naciones, sobre todo lo que
interesa a sus destinos de cada día, y sin cuyo auxilio toda nación pierde su derrotero y
deja de saber dónde está y a dónde va; la prensa, alumbrada por la libertad, es decir, por
la ingerencia de los pueblos en la gestión de sus destinos, hace posible la formación de
una opinión internacional y general, que suple al gobierno que falta al pueblo-mundo.
El ojo de ese juez que todo lo ve y todo lo juzga sin temor, porque nadie es más fuerte
que todo el mundo, es causa de que los crímenes de un soberano se hagan cada día menos
practicables.
¿Cómo se forma un poder general? Multiplicando los poderes locales. Para hacerse
una,
la Francia ha dividido sus provincias en departamentos.
¿Cómo hacer para multiplicar los
poderes locales (que son las naciones) del pueblomundo?
¿Dividiéndolos como los departame ntos? No: al revés; aumentando el número de
las grandes naciones por la aglomeración de las pequeñas, que parece ser la tendencia
natural de la humanidad en estas edades civilizadas. Cuando en lugar de cinco grandes
Estados haya veinte, el poder de cada uno será mejor. Luego las grandes aglomeraciones
no son contrarias a la constitución de la sociedad internacional en un poder de más en
más democrático
XLII. |
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:15 |
VII. La naturaleza humana
La gran faz de la democracia moderna, es la
democracia internacional, el advenimiento
del mundo al gobierno del mundo, la
soberanía del pueblo-mundo, como garantía de la
soberanía nacional.
Si ese rey de los reyes, si ese soberano de los soberanos, no ejerce todavía su soberanía,
no por eso deja de tenerla y de ser esa soberanía la suprema y más alta de las soberanías
de la tierra.
Si el hecho de que no la ejerce hoy por un poder organizado, fuese razón para negar que
el mundo es el soberano de los soberanos, no habría hoy mismo soberanía alguna
nacional admisible, porque en ninguna nación existe hasta aquí sino nominalmente lo que
se llama soberanía del pueblo.
Pero la prueba de que es un hecho, aunque no constituido todavía, es que los soberanos
actuales, cada vez que quieren justificar su conducta hacia otros Estados, apelan
instintivamente a ese juez supremo de las naciones que se llama el género humano,
pueblo-mundo.
Ese pueblo y su soberanía se elaboran y constituyen por sí mismos, en virtud de las leyes
naturales que presiden el desarrollo individual y colectivo del hombre y a su naturaleza
indefinidamente perfectible.
El principio natural que ha creado cada nación, es el mismo que hará nacer y formarse
esa última y suprema nación compuesta de naciones, que es el corolario, complemento y
garantía del edificio de cada nación, como el de cada nación lo es del de sus provincias,
departamentos, comunas, familias y ciudades.
La idea de la patria, no excluye la de un pueblo-mundo, la del género humano formando
una sola sociedad superior y complementaria de las demás.
La
patria, al contrario, es conciliable con la existencia del pueblo multíplice compuesto
de patrias nacionales, como la individualidad del hombre es compatible con la existencia
del Estado de que es miembro.
La
independencia nacional será en el pueblo mundo la libertad del ciudadano-Nación,
como la libertad
individual, es la independencia de cada hombre, dentro del Estado de
que es miembro.
Cada hombre hoy mismo tiene varias patrias que lejos de contradecirse, se apoyan y
sostienen.
Desde luego la
provincia o localidad de su nacimiento o de su domicilio, después la
Nación
de que la provincia es parte integrante, después el continente en que está la
Nación, y por fin el mundo de que el continente es parte.
Así, a medida que el hombre se desenvuelve y se hace más capaz de generalización, se
apercibe de que su patria completa y definitiva, digna de él es la tierra en toda su
redondez, y que en los dominios del hombre definitivo jamás se pone el sol.
VIII. Analogía biológica
Que las naciones tienden o gravitan hacia la formación de una sola y grande nación
universal, es lo que la historia no escrita de los hechos que todos ven, no deja lugar a
dudas.
La ley que los conduce en esa dirección, es la ley natural que ha formado las sociedades
diversas que hoy existen, que serán otras tantas unidades constitutivas del conjunto o
agregado de todas ellas en un vasto cuerpo internacional, comprensivo de la parte
civilizada de la especie humana.
Pertenecer a ese agregado, ser unidad de su organismo, será prenda y condición de la
civilización de cada sociedad.
Esa ley común a todos los seres vivientes y orgánicos, no será otra que la
evolución, por
la cual explican los naturalistas la formación, la estructura u organización y las funciones
de todo cuerpo orgánico.
Si la denominación de
cuerpo dada a un Estado, si la palabra, cuerpo social, lejos de ser
una mera figura de retórica, expresa la realidad de un hecho natural, según los
biologistas
y
sociologistas modernos, no hay razón para no considerar el conjunto de las naciones
como un cuerpo único, cuyos órganos son las naciones consideradas separadamente. Ese
cuerpo no existe ya formado, pero existe al menos la prueba de que tiende a formarse, por
la misma ley que ha formado cada una de las sociedades actuales que han de ser unidades
constitutivas de él.
Si la
biología ha servido a los sociólogos para explicar por la ley natural de la evolución,
la creación, estructura y funciones del ente vital llamado
sociedad, ¿por qué no serviría
también para explicar esa entidad de la misma casta, que se puede denominar la
sociedad
de las Naciones?
La aplicación de la biología, al estudio de la sociología internacional, será una nue va faz,
llena de luz, de la ciencia del derecho de gentes.
¿Cuál será la condición vital de ese grande organismo de la sociedad o mundo
internacional? Como en la composición de todo ente orgánico: la separación de sus partes
para trabajos o funciones especiales, y la dependencia mutua, para el cambio recíproco de
sus productos.
La división del
trabajo, de que depende la vida y el progreso del trabajo, no es aplicable
únicamente a la industria y al comercio, lo es igualmente a todos los elementos de la
sociedad, como ley natural que es todo organismo viviente, pues hay una
división
fisiológica del trabajo
en la constitución de todo ser viviente organizado según un tipo
superior, como lo observa
Milne Edwards.
No hay organización, sino embrión, masa informe, cuando no hay separación de partes
entre las que pertenecen a un conjunto por la especialidad y diversidad de sus funciones:
ni la hay tampoco cuando no hay dependencia mutua de esas partes para el cambio del
producto de su labor respectiva en la obra de su vida común.
El cuerpo humano no sería un cuerpo orgánico, si sus órganos no fuesen variados y
diferentes en su labor común, y dependientes a la vez unos de otros para su alimentación
y desarrollo. A cada órgano corresponde su función y su labor especial, -es decir, su
esfera, su papel, su dominio y jurisdicción en el organismo,- a todos su dependencia
mutua por el cambio y para el cambio de lo que cada uno elabora, por lo que cada uno
necesita para vivir.
Ese es el modelo de toda organización individual, o social, o internacional.
El que ha organizado ese modelo, es el autor de todos los organismos constituidos según
su plan. Ese es el autor y ejecutor de esa ley que se llama la
evolución natural, de que son
producto los cuerpos sociales de toda escala, como los individuos de toda especie.
Es ahí donde el derecho de gentes debe buscar el verdadero origen, la verdadera noción y
esfera de la
independencia de cada nación, así como el origen, naturaleza y límite de la
dependencia mutua de cada nación;
la primera, para lo que es producir mucho, bien y
mejor, la segunda, para lo que es cambiar lo que cada una ha producido al favor de su
separación o independencia, para lo que cada una necesita de las otras para satisfacer su
necesidad de vivir bien.
La separación o nacionalidad en Estado independiente y la unión o dependencia que la
civilización o ley internacional impone a cada nación respecto de las otras, esa
dependencia y esa independencia, dejan de ser legítimas desde que dejan de ser orgánicas
y vitales al organismo del ente social llamado
mundo civilizado XLIII.
El aislamiento absoluto de una sociedad, es una amputación hecha al mundo social.
Matar un órgano, es dañar a todo el organismo, cuando no exponerlo a su destrucción si
el órgano es capital. La dependencia ilimitada es la destrucción, es la muerte del
organismo encontrada por el camino opuesto, porque es la destrucción del separatismo o
división del trabajo que permite multiplicar las especies de productos en la escala infinita
en que los demanda la perfectibilidad indefinida del hombre.
Para cambiar sus servicios y los productos de su especialidad, las unidades sociales del
gran cuerpo internacional necesitan comunicarse mutuamente con la presteza, facilidad y
seguridad, con que se auxilian los órganos de un mismo cuerpo orgánico
XLIV. Esos
medios auxiliares de comunicación o de unidad y de vitalidad común, por mejor decirlo,
son el
libre cambio, los ferrocarriles, las líneas de vapores o puentes marítimos entre
Estado y Estado, los telégrafos, las postas, las monedas, las ideas, las creencias, las artes,
todo, en fin, lo que tiende a hacer más solidaria la existencia colectiva del hombre
perfeccionado en esa sociedad llamada a constituirse con los seres que forman la especie
humana.
IX. De tales leyes
Esas leyes naturales de la sociedad universal deben ser estudiadas, no para sancionarse
por los gobiernos, sino para no contrariar su sanción que ya tienen de la naturaleza
XLV.
Que los hombres las creen o las desechen, no quitará eso que existan y se cumplan.
Las sociedades no han sido creadas por los gobiernos. Local, nacional o universal, toda
sociedad es el producto de una evolución o creación de la misma naturaleza orgánica,
cualquiera que sea su forma. Los gobiernos mismos son el producto de esa ley, lejos de
ser sus padres. Ellos son parte y condición natural del organismo social.
De mil modos puede ser contrariada en su juego y mecanismo la ley de la evolución
natural, pero ninguno más frecuente y desastroso que el de la política prohibitiva en
general, y el de la política proteccionista en particular. El proteccionismo desconoce el
papel orgánico de la nación en la construcción o estructura de la sociedad universal de las
naciones. Pretendiendo convertir en un ser completo el Estado que es un órgano del gran
cuerpo internacional, hace lo que el fisiologista que pretendiese emancipar a la cabeza,
respecto del corazón, en lo tocante a la producción de la sangre; y que para realizar esta
independencia empezase por cortar los canales o arterias por donde la cabeza recibía la
sangre que le enviaba el corazón, para en seguida dotar a la cabeza de un corazón suyo y
especial. No tendría tiempo de realizar este último prodigio, después de realizado el
anterior, es decir, de cortada la cabeza, porque la muerte sería la consecuencia de esa
medida proteccionista, no sólo para la cabeza, sino también para el corazón, es decir, para
todo el cuerpo organizado a que antes pertenecía. Un
cuerpo orgánico es un Estado, en
que cada órgano es un
ciudadano, es decir, un miembro, una unidad constitutiva del
conjunto social, llamado
cuerpo orgánico.
X. El derecho internacional
El
derecho de gentes no será otra cosa que el desorden y la iniquidad constituidos en
organización permanente del género humano, en tanto que repose en otras bases que las
del derecho interno de cada Estado.
Pero la organización del derecho interno de un Estado es el resultado de la existencia de
ese Estado, es decir, de una sociedad de hombres gobernados por una legislación y un
gobierno común, que son su obra.
Es preciso que las naciones de que se compone la humanidad formen una especie de
sociedad o de unidad, para que su unión se haga capaz de una legislación y de un
gobierno más o menos común.
Esta obra está en vías de constituirse por la fuerza de las cosas, bajo la acción de los
progresos y mejoramientos de la especie humana que se operan en toda la extensión de la
tierra que le sirve de morada común.
Este movimiento de unificación o consolidación del género humano, en los distintos
continentes de que se compone el planeta que le sirve de patria común, forma una faz de
la vida de la humanidad, y basta esto sólo para que ella se desenvuelva y progrese por sí
misma, como ley esencial de su vitalidad.
El derecho internacional y sus progresos, no son la causa productora del movimiento
humano hacia la unidad general, sino la condición inseparable de ese movimiento y su
resultado natural y espontáneo.
Lo que a este respecto ha sucedido en el desarrollo de cada estado, sucede también en el
de ese pueblo que tiende a formarse de todas las naciones conocidas.
Las sociedades todas preceden en su formación a la del derecho considerado como
ciencia y como legislación; lo cual constituye uno de los últimos mejoramientos,
destinados a garantirlo y fijar el legado de la tradición viva.
La vida y la sociedad internacional deben preceder naturalmente al desarrollo del derecho
internacional como legislación y como ciencia.
Todo lo que propenda a aproximar y a unir las naciones entre sí moral, intelectual y
materialmente, sirve a la constitución del derecho de gentes o interior del género humano,
sobre el pie de eficacia y de imparcialidad en que descansa el derecho interno de cada
estado; por la razón de que tiende a formar y constituir de todas las naciones una grande y
universal asociación susceptible de leyes y de gobierno más o menos común.
Sin duda que a medida que se extiende toda asociación, se hace menos capaz de
centralismo, o los centros, por decirlo así, se multiplican
XLVI. Pero la descentralización no
es inconciliable con la unidad, y lejos de eso se completa mutuamente con el orden
social, como en el organismo animal en que cada órgano tiene dos vidas, una suya y
local, otra general.
XI. Si no Estados Unidos de Europa, será una organización común
El día que las naciones formen una especie de sociedad se verá producirse por ese hecho
mismo y en virtud de la misma ley que ha hecho nacer la autoridad en cada estado, una
autoridad más o menos universal, encargada de formular y aplicar la ley natural que
preside el desarrollo de esa asociación de Estados.
Y aunque ese gobierno del género humano, o de su porción más civilizada, no llegue a
constituirse jamás como el de un estado dividido en los tres poderes conocidos, no por
eso dejará de producirse en otra forma adecuada al modo de ser de esa sociedad aparte.
No se verán tal vez los
Estados Unidos de la Europa, ni mucho menos los Estados
Unidos del mundo,
constituidos a ejemplo de los Estados Unidos de América; porque las
naciones de la Europa no son fragmentos de un mismo pueblo que habla un mismo
idioma, practica un mismo gobierno, tiene una misma legislación y un mismo origen y
pasado histórico, como les sucede a los
Estados Unidos de América XLVII.
No será la España una especie de Pensilvania, ni la Italia un Michigan, ni la Francia una
New York, ni el Portugal un Massachusetts, ni la Rusia un Tennessee, etc. Pero no por
eso Europa será incapaz de cierta unidad que facilite el establecimiento de cierta
autoridad que releve a cada estado del papel imposible y odioso de hacerse justicia a sí
mismo, asumiendo a la vez los tres papeles contradictores e imposibles de parte litigante,
juez, testigo, y verdugo de su enemigo personal.
El que la constitución de una autoridad imparcial, que juzgue en nombre del mundo ajeno
a la disputa de dos estados, presente dificultades cuya solución no se divisa, no es razón
para erigir en derecho regular y permanente, lo que no es más que la negación del
derecho o su violación escandalosa y criminal.
Si la guerra es un derecho, su ejercicio no puede ser dejado sin absurdo a la parte
interesada en abusar de él. Como castigo penal de un crimen, como defensa de un
derecho atropellado, como medio de reparación de un daño inferido, como garantía
preventiva de un daño inminente, la guerra debe ser ejercida por la sociedad del género
humano, no por la parte interesada, si ha de ser admitida como un derecho internacional.
No hay derecho respetado donde no hay justicia que le sirva de medida; ni justicia donde
no hay juez; ni juez donde falta la imparcialidad; ni puede haber imparcialidad donde no
hay desinterés inmediato y directo en el conflicto.
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:15 |
XII. Pasos hacia la unidad
Son desde ahora mismo grandes pasos conducentes y preparatorios de la unión del género
humano (que no dejará jamás de ser una unidad multíplice), y de la formación de
autoridades que ejerzan su soberanía judicial en la decisión de las contiendas parciales de
sus miembros, que hoy se definen por la fuerza material de los contendientes, los
siguientes:
Primero: la formación de grandes unidades continentales, que serán como las secciones
del poder central del mundo. Las divisiones de la Tierra, que sirve de patria común del
género humano, en grandes y apartados continentes, determinan ya esa manera de
constituir la autoridad del mundo en varias y vastas circunscripciones, humanitarias o
internacionales.
Es natural cuando menos que esas grandes uniones continentales o seccionales precedan
en su formación a la constitución de un poder humano central como ha precedido la
unidad de cada nación a la del todo universal que se ve venir en lo futuro desde la época
en que Grocio concibió el derecho internacional como el derecho de la humanidad
considerada en su vasto conjunto.
A la idea del mundo-unido o del pueblo-mundo ha de preceder la idea de la unión
europea o los
Estados Unidos de Europa, la unión del mundo americano, o cosa
semejante a una división interna y doméstica, diremos así, del vasto conjunto del género
humano en secciones continentales, coincidiendo con las demarcaciones que dividen la
Tierra que sirve de patria común del género humano.
Ese desarrollo natural del mundo se deja prever desde ahora por estas palabras que
acusan instintivamente la intuición de ese futuro más que probable: tales como las de
Estados Unidos de Europa, Imperio o Monarquía continental, Unión del mundo
americano,
etc.
Otro paso en el sentido de la centralización del mundo para el gobierno de sus intereses,
es la celebración de congresos continentales, como los que se han reunido en Europa y en
América a principios de este siglo. Es verdad que de un congreso a la instalación de un
poder común, hay gran distancia; pero es un hecho, que ningún poder central existe en
América o Europa, de carácter nacional, que no haya comenzado y sido precedido de
congregaciones de representantes u órganos de diversas regiones tendientes a buscar y
encontrar un centro de unión permanente.
A esos Congresos o Parlamentos internacionales se deben los tratados generales que han
servido hasta aquí como de ley fundamental o constitución internacional de la Europa y
de ambas Américas.
Esos Congresos existen ya de hecho, de un modo permanente, aunque indirecto, en los
diversos
cuerpos diplomáticos, que se encuentran instalados y formados alrededor de
cada uno de los grandes gobiernos del mundo. Sin formar ni constituir cuerpos, esa
congregación accidental de representantes de los varios
Estados del mundo, ha recibido
instintivamente el nombre de
cuerpo, que ha de acabar por asumir en nombre de la
necesidad de dar al mundo autoridades permanentes para el arraigo y decisión regular,
pacífica, civilizada, de sus conflictos naturales que hoy se cortan sin decidirse ni
resolverse, a cañonazos.
Esos
cuerpos diplomáticos o internacionales representan al mundo entero unido en cada
nación para tratar negocios de Estado a Estado.
A menudo se forman de su seno
conferencias o especie de Congresos que resuelven o
previenen conflictos capaces de ensangrentarse.
El día que los miembros soberanos
XLVIII de esos cuerpos internacionales recibieran dobles
credenciales, para la corte de su residencia común y para unos con otros respectivamente,
esas cooperaciones podrían asumir, según las circunstancias, el rango de
Cortes de
Justicia internacionales,
llamadas a fallar en nombre del interés o del derecho
interpretado por la mayoría de las naciones, los conflictos parciales que amenazan la
tranquilidad de todas ellas, o los respetos debidos al derecho que a todas ellas protege.
XIII. El mar como influencia
Otro instrumento de la unidad del género humano, es la mar, con los ríos navegables que
desaguan en ella.
"La mer c'est le marché du monde" ha dicho Theodoret.
El mar que representa los dos tercios de nuestro planeta, es el terreno común del género
humano.
El es libre en su conjunto y en sus detalles, es decir, en sus mares accesorios y
mediterráneos y en los ríos navegables, que son como sus ramos mediterráneos.
Las trabas que por siglos han entorpecido su libertad, han alejado el reino de la paz,
manteniendo a las Naciones en el aislamiento anticivilizado que las hace no tener el
gobierno común previsto por los genios de Grocio, Rousseau, Kant, Bentham, etc., etc.
El mar une los dos mundos lejos de separarlos.
La geografía y los descubrimientos recientes de que ha sido objeto, ha completado la de
la tierra y hecho del mar la patria favorita y común de todas las naciones.
Cubierto de los tesoros del mundo, que representan las propiedades que moviliza el
comercio, él reclama en su superficie el imperio del derecho que protege la propiedad
privada en tierra firme.
La supresión del corso, es una media garantía que, dejando en pie el derecho de
apresamiento, ha suprimido la piratería autorizada de los particulares, conservando la de
los gobiernos
XLIX.
XIV. El vapor y el comercio
Dividido por el mar,
decían los antiguos porque no eran navegantes. Unido por el mar, es
la solución de los modernos, porque el mar es un puente que une sus orillas, para pueblos
navegantes, como los modernos.
El vapor no sólo ha suprimido la tierra como espacio, sino el mar. Como el pájaro, el
hombre se ha emancipado de la tierra y del agua, para cruzar el espacio casi en alas del
aire.
El vapor une los pueblos porque une los territorios y los países.
El vapor es el brazo del cristianismo. El uno hace de la tierra una sola y común mansión
del género humano; el otro proclama una sola familia de hermanos todo lo que el vapor
amontona.
El comercio moderno, con las formas de su crédito, con su prodigiosa letra
que cambia
los capitales de nación a nación sin sacarlos de su plaza; con sus Bancos; sus empréstitos
internacionales; sus monedas universales, como el oro y la plata; que con sus pesos y
medidas tiende a la misma uniformidad que las cifras de la aritmética y del cálculo; con
sus canales y ferrocarriles, sus telégrafos, sus postas, sus libertades nuevas, sus tratados,
sus cónsule s, es el auxiliar material más poderoso de que dispongan, en servicio de la
unión y de la unidad del género humano, la religión y la ciencia, que hacen de todos los
pueblos una misma familia de hermanos habitando un planeta que les sirve de morada
común.
XV. El derecho internacional
EL
derecho internacional será una palabra vana mientras no exista una autoridad
internacional capaz de convertir ese derecho en ley y de hacer de esta ley un hecho vivo y
palpitante. Será lo que sería el
código civil de un Estado que careciese absolutamente de
gobierno y de autoridades civiles: un catecismo de moral o de religión; lo que es el
código de la civilidad
o buenas maneras actualmente: ley que uno sigue o desconoce a su
albedrío. Cada casa, cada familia, cada hombre tendrían que vivir armados para hacerse
respetar en sus derechos de propiedad, vida, libertad, etc.
Así, el problema del derecho internacional no consiste en investigar sus principios y
preceptos, sino en encontrar la autoridad que los promulgue y los haga observar como ley
L
respecto de otro de la Araucania. Ellos están ligados por un cuerpo tan numeroso de
principios, de intereses, de costumbres y leyes, que forman todo un código; o lo que es lo
mismo, todo un orden político y social de ser considerado como un solo cuerpo
compuesto de dos cuerpos. Lo que digo de un inglés y un francés, lo aplico a los
individuos de todas las naciones de la Europa.
Esta sociedad de sociedades no está formada, pero está en formación y acabará por ser un
hecho más o menos acabado, pero más completo que lo ha sido antes de ahora, por la
acción de una ley natural que impele a todos los pueblos en el sentido de esa última faz
de su vida social y colectiva, cuyo primer grado es la familia y cuyo último término es la
humanidad.
La misma
ciencia del derecho internacional, lejos de ser la cuna y origen de esa unidad
de las naciones, es un resultado y síntoma de ello.
Las naciones no se han acercado y unido entre sí mismas, por los consejos de Alberico
Gentile o de Hugo Grocio sino por el imperio de sus intereses recíprocos y los impulsos
instintivos de su razón y de su raza esencialmente social.
Las luces de la ciencia han podido concurrir al logro creciente de ese resultado, pero más
que la ciencia del derecho internacional propiamente dicho, han contribuido los que en
otras ciencias físicas y morales han encontrado el medio de acercar a los pueblos entre sí
mismos hasta formar la grande asociación, que constituye el
mundo civilizado.
Son estos obreros de la unidad del género humano, los verdaderos padres y creadores del
derecho internacional, más bien que no lo son los sabios y publicistas ocupados en
escribir la ley ya existente y viva, según la cual se produce y alimenta la existencia de
toda asociación de hombres.
XVI. Inventores y descubridores
Para dar una idea de esta falange de obreros indirectos del derecho internacional, como
obreros directos que son de la unidad del género humano, citaremos y pondremos antes
que los Alberico Gentile, los Grocio y Cía.:
-Al descubridor ignoto de la Brújula;
-A Cristóbal Colón, descubridor del nuevo mundo;
- Vasco de Gama, descubridor del camino naval, que une al Oriente con el Occidente;
- Gutenberg, el descubridor de la imprenta, que es el ferrocarril del pensamiento;
- Fulton, el inventor del buque a vapor;
- Stephenson, el inventor de la locomotora que simboliza todo el valor del ferrocarril;
-El teniente Mauren, creador de la geografía de la mar, esta parte de la tierra en que todas
las naciones son compatriotas y copropietarias;
- Hughes Morse, por cuyos aparatos telegráficos todos los pueblos del globo están
presentes en un punto;
- Lesseps, el nuevo Vasco de Gama, que reúne el mérito de haber creado a las puertas de
la Europa el camino de Oriente que el otro descubrió en un extremo del Africa.
- Codben, el destructor de las aduanas, más aislantes que las Cordilleras y los Istmos.
Estos y los de la falange tendrán más parte que los autores de derecho internacional en la
formación del
pueblo-mundo, que ha de producir la autoridad o gobierno universal, sin el
cual no es la ley de las naciones más eficaz que cualquiera otra ley de Dios o religión por
santa y bella que sea.
XVII. Ingenieros
Después del comercio y de los comerciantes, el derecho de gentes no tiene obreros ni
apóstoles más eficaces ni activos que los ingenieros civiles y los ingenieros militares.
Los dos gobiernan y dirigen las fuerzas naturales en servicio y satisfacción de las
necesidades del hombre; pero el ingeniero civil es la regla, el militar es la excepción,
como la guerra es excepción del estado natural de paz.
El ingeniero hace los caminos, los puentes, los canales, los puertos, los muelles, los
buques, las máquinas, que reglan los procederes industriales para producir las riquezas
que las naciones cambian entre sí al favor de las instancias, abreviadas y facilitadas por
los ingenieros.
La religión cristiana debe más al ingeniero que al sacerdote su propagación al través de la
tierra, porque él acerca y une materialmente a los hombres en la hermandad que el
cristianismo establece moralmente.
El ingeniero es el soldado de la naturaleza; el oficial natural, que tiene a su cargo el
mando de esos soldados formados por Dios mismo, que representan esas fuerzas
eternamente activas y militantes, que se llaman el vapor, la electricidad, el gas, la
gravitación, el viento, el agua, el calor, el nivel.
Esos son los que hacen de todas las naciones una sola Nación, dividida en secciones
nacionales, autónomas, sin dejar de ser integrantes del pueblo-mundo.
Mientras los guerreros no hacen más que retardar el acaecimiento de ese evento salvador
del genio humano, los ingenieros hacen por su realización más que los más célebres
guerreros que la historia recuerde.
Vendrá un día en que los nombres de Colón, Fulton, Watt, Stephenson, Brind,
Arkwnight, Newton, etc., harán olvidar los nombres de Alejandro, de César y Napoleón.
Los guerreros han propendido a la unión del género humano por la espada y la sangre, es
decir, por el sacrificio de unos a otros; los ingenieros han servido a la realización de ese
fin, por el aumento de las comodidades y de los goces, por el desarrollo de la riqueza, del
bienestar y de la población.
XVIII. La ley precede a la conciencia de ella
No es el todo escribir el derecho de gentes y darlo a conocer. Con sólo eso no se extingue
la iniquidad en la vida práctica de las naciones.
En derecho internacional como en toda especie de derecho, la cuestión principal no es
conocerlo, sino practicarlo como hábito y costumbre: tal vez sin conocerlo.
Desde que el derecho llega a ser la manera de obrar, la conducta habitual de un hombre
para con otro hombre, o de un estado para con otro estado, la autoridad o gobierno común
de esos hombres o de esos estados, está constituida en cierto modo y en el mejor modo.
Su derecho común es un hecho vivaz aunque no sea un texto ni un libro, y ese modo de
existir es ya una manera de gobierno.
Como esta manera de gobierno que consiste en la práctica instintiva del derecho es una
necesidad de cada hombre y de cada Estado, él se produce, constituye y rige por sí
mismo, antes de discutirse y de escribirse.
Cuando la discusión y la escrituración vienen más tarde, ya él existe por la acción misma
de la naturaleza, pues el derecho es la ley natural según la cual muchos seres libres
coexisten juntos no sólo sin dañarse, sino para fortificarse por el hecho de su misma
asociación o coexistencia unida.
El gobierno común de las naciones existe ya en esa forma hasta un cierto grado, desde
que el respeto de los unos para los otros en su derecho respectivo, empieza a serles un
hábito de vida práctica, una regla de conducta.
Lo que falta a ese gobierno (que es su forma aparente y material, es decir, su código
escrito a su personal), es lo de menos para el interés de su existencia.
Pero esta falta o deficiencia no quita que el gobierno internacional exista en la mejor
forma, es decir, como hábito y costumbre, como una segunda naturaleza, producida por la
necesidad de vivir seguros a favor del mutuo respeto.
Que ese gobierno existe embrionario, informe y falto de una constitución regular, no
quita que en cierto modo exista y que esté en camino de perfeccionarse.
Nadie admitirá que las naciones cultas vivan la vida que hoy llevan, en el estado dicho de
naturaleza, es decir, en el estado de barbarie, y que un
francés, no sea hoy más que un
indio pampa para con un
inglés..
Pero tal autoridad no existirá ni podrá jamás existir, mientras no exista una asociación
que de todas las naciones unidas forme una especie de grande Estado complejo tan vasto
como la humanidad, o cuando menos como los continentes en que se divide la tierra que
sirve de morada común al género humano. La autoridad y la asociación son dos hechos
de que el primero es producto lógico y natural del otro. Una sociedad puede existir sin
gobierno, aunque malísimamente; pero un gobierno no puede existir ni bien ni mal sin
sociedad o nación.
Dada una sociedad compuesta de todas las naciones, la autoridad surgirá de ese hecho por
sí misma, como la condición natural e inevitable de su existencia, derivada de la
necesidad de fijar y hacer cumplir el derecho, que es la ley de vida de toda asociación
humana.
La cuestión es saber si la sociedad de las naciones existe hoy día, aunque no sea sino de
un modo embrionario; o si esa sociedad falta del todo.
Y antes de esta cuestión, esta otra: las naciones en que se distribuye el género humano
¿pueden formar un solo cuerpo al través del espacio, que las separa unas de otras hasta
hacer de ellas meros puntos perdidos en el espacio inmenso de nuestro planeta?
El espacio, que separa entre sí mismos a los pueblos que componen el imperio ruso, es
mucho mayor que el que separa a los Estados de que se forma la Europa Occidental; y si
los primeros no son obstáculos para que exista la unidad política de la Rusia, ¿por qué lo
sería para la unidad internacional de los Estados europeos?
Una prueba de que la sociedad de las naciones civilizadas puede existir y constituir una
especie de unión compleja, es que en realidad existe ya aunque de una manera
incompleta.
No dirá nadie que la relación jurídica y social de un francés respecto de un inglés, es la
del hombre en el estado de pura naturaleza, es decir, la de un salvaje de la Pampa
LI, |
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:16 |
XIX. Asociación entre ciudadanos
Puede ser que el gobierno internacional del pueblo-mundo no llegue a existir jamás de
otro modo sobre la tierra; y que lejos de constituirse a imagen y semejanza del gobierno
interior de cada estado, sea el de cada estado el que tenga que modelarse y constituirse a
semejanza del gobierno del mundo, dechado perfecto del
self government, pues cada
estado se maneja y gobierna por sí mismo.
Es decir que en vez de esperar que cada Estado se haga súbdito de un Estado universal, es
más fácil que cada hombre se erija en Potencia o Estado doméstico dentro de su país y
respecto de sus conciudadanos.
Pero así como es inconcebible, la hipótesis de una libertad individual sin la existencia del
Estado que le sirva de protección y garantía, tampoco es comprensible la hipótesis de una
nación perfectamente independiente, sin la existencia de una sociedad más general, que le
sirva de protección y garantía moral cuando menos, contra toda violencia hecha a su
existencia independiente y soberana.
XX. La federación
La idea de buscar la paz y la seguridad a cada nación en la asociación de todas por el
estilo en que están ligados los individuos que forman cada Estado, ha surgido en las
cabezas más capaces de sentir esta dirección natural en que marcha por su propio instinto
de conservación y mejora la familia humana, que forma hoy el mundo civilizado.
Esa idea ha tenido por sostenedores y partidarios convencidos, a:
Grocio; Enrique IV; Sully; Abate de Saint Pierre, J. J. Rousseau; Jeremías Bentham;
Kant; Fichte.
Todos los más célebres publicistas del día.
Tenida un día por utopía, ho y es considerada como natural, tan posible y obvia, como la
idea de la sociedad nacional según la cual los hombres existen reunidos en cuerpo de
nación.
Se ha criticado el
proyecto de paz perpetua de Pierre, porque proponía por su artículo
tercero que cada nación renunciase al empleo de las armas para hacerse justicia a sí
misma, y por el artículo cuarto que se compeliese por las armas al estado recalcitrante en
caso de la inejecución del pacto internacional general.
Pero, ¿qué otra cosa han hecho los hombres, que se encuentran reunidos en el seno de
cada nación? Cada individuo ha renunciado a las vías de hecho para dirimir sus querellas
privadas, al entrar en sociedad, y han establecido que la fuerza colectivamente sería
empleada para compeler a cumplirla en caso de inejecución de aquella renuncia, al
individuo que se aparta de ella.
La guerra no es un mal como violencia, sino porque la violencia es de ordinario injusta
cuando es hecha por la parte contendora, en lugar de serlo por un juez imparcial, pero el
juez no deja de ser justo, útil, bueno porque use de la fuerza para hacer cumplir su fallo.
La guerra de todos contra uno es el único medio de prevenir la guerra de uno contra otro,
sea porque se trate de Estados o de individuos.
La fuerza no es presumida justa, sino cuando es empleada por el desinterés, y sólo es
presumible su desinterés completo en la totalidad del cuerpo del estado, que se encarga
de resolver una diferencia entre dos o más de sus miembros.
Hasta aquí el derecho internacional ha sido el mayor obstáculo de sí mismo, el derecho
internacional convencional o positivo, ha sido más bien un obstáculo del derecho
internacional natural. La razón de ello es que los convenios no han pasado entre las
naciones, sino entre sus gobiernos, divididos entre sí por celos, rivalidades y
antagonismos de poder y de ambición.
Sus convenciones o tratados han tenido por objeto consagrar y garantir esas divisiones,
lejos de suprimirlas. Ese ha sido el sentido y carácter dominante de los tratados de límites
o de fronteras, de comercio o de tarifas aduaneras, etc.
Estos tratados, lejos de hacer del mundo un todo, han tenido por objeto dividir el género
humano en tantos mundos como naciones.
Pero lo que ese derecho inter- gubernamental más bien que internacional, ha procurado
dividir, en provecho del poder de cada gobierno y perjuicio del poder del mundo unido,
ha marchado hacia la centralización y unión por la obra del comercio, de la industria y de
la ciencia, tanto como por el instinto de sociabilidad de que está dotada la familia
humana.
Un nuevo derecho de gentes derogatorio y reaccionario del pasado, ha sido la
consecuencia natural del cambio, por el cual las naciones caminan a tomar en sus manos
la gestión de sus destinos políticos, antes de ahora manejados por sus gobiernos
absolutos.
El nuevo derecho por ser realmente
internacional, es decir, estipulado entre nación y
nación, será centralista y unionista, como el antiguo era separatista, porque los pueblos
tienen tanto interés en formar un solo cuerpo de sociedad, como los gobiernos absolutos
tenían en que formaran divisiones infinitas e incoherentes. Dentro o fuera de los Estados
no se ha formado jamás, una unión que no haya sido obra de los pueblos contra la
resistencia de los gobiernos, por la razón sencilla de que toda unión envuelve la supresión
de uno o más gobiernos, y ningún gobierno desea desaparecer, ni total ni parcialmente.
La ley de unión que arrastra al mundo a tomar una forma que haga posible la existencia
de un poder encargado de administrar la justicia internacional, dejada hoy al interés de
cada Estado, no llegará ciertamente a producir la supresión de los gobiernos unidos que
hoy existen, pero traerá la disminución de su poder, en el interés del poder general y
común, que se compondrá de las funciones internacionales, de que se desprenden los
otros, como los poderes de Provincias se han visto disminuidos el día de la formación del
poder central o nacional en el interior de cada Estado.
La subordinación o limitación del poder soberano de cada Nación a la soberanía suprema
del género humano, será el más alto término de la civilización política del mundo, que
hasta hoy está lejos de existir en igual grado que existe en el gobierno interior de los
países civilizados.
La civilización política del mundo tiende a disminuir de más en más la soberanía de cada
nación y a convertirla de más en más en un poder interior y doméstico respecto del gran
poder del mundo todo, organizado en una vasta asociación, destinada a garantizar la
existencia de cada soberanía nacional, en compensación de la pérdida que en gran
necesidad les hace sufrir.
Por mejor decir, no hay tal pérdida, pues lo que parece tal no es más que un cambio de
modo de ejercer un poder que guarda siempre su integridad inherente y específica,
diremos así.
La grande asociación de que los Estados se hacen miembros interiores y subalternos, no
hace más que garantizar y asegurarles el poder, que parece disminuirles.
Como entre las libertades de los individuos, la independencia de cada Estado tiene por
límite la independencia de los otros.
XXI. Unión continental
Antes de que el mundo llegue a formar una sola y vasta asociación, lo natural será que se
organice en otras tantas y grandes secciones unitarias, como continentes. Ya se habla de
los
Estados Unidos de la Europa, al mismo tiempo que en el otro lado del Atlántico se
habla de la
Unión Americana. Estas ideas no significan sino la forma más práctica o
practicable de la centralización internacional del género humano que empieza a existir en
las ideas, porque ya está relativamente en los hechos, por la obra de los impulsos
instintivos de la humanidad civilizada.
¿Civilizada,
no es equivalente de asociada, unida, ligada entre sí?
No sólo los continentes, sino las creencias religiosas y las razas serán los elementos que
determinen las grandes divisiones geográficas de la humanidad, en las grandes secciones
internacionales de que acabamos de hablar.
Así la
cristiandad formará un mundo parcial o gran cuerpo internacional, otro sería
formado por los pueblos mahometanos, otros por los que profesan la religión de la India.
La
comunidad de opinión, en que reside la ley, requiere, para constituirse, la comunidad
de idioma, de origen histórico, de usos y creencias.
XXII. El canal de Suez
Todo lo que empuja y ayuda al mundo en el sentido de su unión y centralismo, concurre a
la creación de un juez internacional.
Así, la apertura del Canal de Suez, que une los países de Oriente a los del Mediterráneo,
sirve a la institución de la justicia del mundo mejor que todos los tratados de derecho
internacional; y el diplomático Lesseps que ha promovido y llevado a cabo esa obra, ha
hecho más por el derecho internacional que todo un congreso de Reyes. Los emperadores
se han acercado y unido bajo la influencia de su obra de unificación internacional.
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:17 |
Capítulo XI. La guerra o el cesarismo en el Nuevo Mundo
I. La independencia exterior - II. Razones para la afición a la guerra - III. San Martín y su acción - IV.
Carrera de San Martín - V. Poesía - VI. La guerra no logra dar la libertad - VII. Liberalismo militarista -
VIII. El militarismo inconsistente - IX. La guerra, esencialmente reaccionaria - X. Libre comercio.
I. La independencia exterior
Ninguna de las causas ordinarias de la guerra en Europa, existe en la América del Sud.
Las diez y seis Repúblicas
LII que la pueblan, hablan la misma lengua, son la misma raza,
profesan la misma religión, tienen la misma forma de gobierno, el mismo sistema de
pesas y medidas, la misma legislación civil, las mismas costumbres, y cada una posee
cincuenta veces más territorio que el que necesita.
A pesar de esa rara y feliz uniformidad, la América del Sud es la tierra clásica de la
guerra, en tal grado que ha llegado a ser allí el estado normal, una especie de forma de
gobierno, asimilada de tal modo con todas las fases de su vida actual, que a nadie ocurre
allí que la guerra puede ser un crimen.
Le faltaba un libro en que se le enseñe que la guerra es la civilización, y acaba de
adquirirlo, coronado y sancionado en cierto modo por los cuidados de los amigos de la
paz en París. El abate Saint Pierre fue arrojado de la Academia porque predicó la paz
perpetua; Calvo ha entrado en la Academia por su apología de la guerra.
Y sin embargo, si hay en la tierra un lugar donde sea un crimen, es en la América del
Sud; desde luego, porque sus condiciones de homogeneidad le quitan a la guerra toda
razón de ser, y en seguida porque la guerra se opone de frente a la satisfacción de la
necesidad de ese continente desierto, que es la de poblarse como la América del Norte,
con las inmigraciones de la Europa civilizada, que no van a donde hay guerra. La guerra
debe allí a una causa especial su falso prestigio, y es que el grande hecho de civilización
que Sud América ha realizado en este siglo, es la revolución y la guerra de su
independencia.
Aunque la independencia tenga otras causas naturales, que son bien conocidas, la guerra
se lleva ese honor, que lisonjea e interesa a los pueblos de Sud América.
La guerra que tuvo por objeto la conquista de la
libertad exterior, es decir, de la
independencia
y autonomía del pueblo americano respecto de la Europa, ha degenerado
en lo que más tarde ha tenido por objeto, o por pretexto, la conquista de la
libertad
interior.
Pero como estas dos libertades no se conquistan por los mismos medios, buscar
el establecimiento de la libertad interior por la guerra, en lugar de buscarlo por la paz, es
como obligar a la tierra a que produzca trigo a fuerza de agitarla y revolverla
continuamente, es decir, a fuerza de impedir que ella lo produzca.
La guerra pudo producir la destrucción material del gobierno español en América, en un
corto período: esto se concibe. Pero jamás podría tener igual eficacia en la creación de un
gobierno libre, porque el gobierno libre, es el país mismo gobernándose a sí mismo; y el
gobierno de sí mismo es una educación, es un hábito, es toda una vida de aprendizaje
libre.
La guerra civil permanente ha producido allá su resultado natural, la desaparición de la
libertad interior, y en los más agitados de esos países, la casi desaparición de su libertad
exterior, es decir, su independencia.
No hay más que dos Estados que hayan logrado establecer su libertad interior y son los
que la han buscado y obtenido al favor de la paz excepcional de que han gozado desde su
independencia. Chile y el Brasil
LIII han probado en la América del Sud lo que la América
del Norte nos demuestra hace sesenta años: que la paz es la causa principal de su grande
libertad, y que ambas son la causa de su gran prosperidad.
II. Razones para la afición a la guerra
Cuando la
libertad no es pretexto de la guerra, lo es la gloria, el honor nacional.
Como Sud América no ha contribuido a la obra de la civilización general sino por el
trabajo de la guerra de su independencia, la única gloria que allí existe es la gloria militar,
los únicos grandes hombres son grandes guerreros.
Ninguna invención como la de Franklin, como la de Fulton, como la del telégrafo
eléctrico y tantas otras que el mundo civilizado debe a la América del Norte, ha ilustrado
hasta aquí a la América del Sud. Ni en las ciencias físicas, ni en las conquistas de la
industria, ni en ramo alguno de los conocimientos humanos, conoce el mundo una gloria
sudamericana que se pueda llamar universal.
Todo el círculo de sus grandes hombres se reduce al de sus grandes militares del tiempo
de la guerra de la independencia. Chile tal vez fuera una excepción, si él mismo no diese
a sus guerreros las estatuas y honores que apenas ha consagrado hasta aquí a sus grandes
ciudadanos, más acreedores a sus respetos que sus grandes militares; pues la
independencia americana es más bien el producto de la civilización general de este siglo,
que del azar de dos o tres batallas.
Nada puede servir más eficazmente a los intereses de la paz de Sud América, que la
destrucción de esos falsos ídolos militares, por el estudio y divulgación de la historia
verdadera de la independencia de Sud América, hecho del punto de vista de las causas
generales y naturales que la han producido.
Lo que ha sido el producto lógico y natural de las necesidades e intereses de la
civilización, ha sido adjudicado a cierto número de hombres por el paganismo ignorante
de los pueblos, que no ve más que la mano de los hombres donde no hay sino la mano de
Dios, es decir, del progreso natural de las cosas; por la vanidad nacional y por el egoísmo
de las familias de los supuestos héroes, suplantadas, en nombre de la gloria, a las familias
aristocráticas derrocadas en nombre de la democracia.
Para cierta manera de hacer la historia, la América del Sud vegetaría hasta hoy en poder
de España, si la casualidad no hubiese hecho que nazcan un Belgrano, un San Martín, un
Bolívar, etc.
Si estos guerreros han arrancado la América al poder español, a sus antagonistas vencidos
debe España atribuir su pérdida; pero no lo hace. La España, que sabe mejor que nadie a
quién debe la pérdida de América, se guarda bien de atribuirla a Tristán, a Pezuela, a
Osorio, a Laserna, a Olañeta, elevados por su gratitud al sacrificio de sus servicios
impotentes desempeñados en las derrotas de
Maipú, Tucumán, Ayacucho, etc., a los más
altos rangos.
La breva cayó cuando estaba madura y porque estuvo madura, como dijo Saavedra, el
jefe militar de la revolución de Mayo, en Buenos Aires, que no quiso proclamar la
caducidad de los Borbones hasta que no supo que habían caducado en España por la
mano de Napoleón.
Toda la filosofía de la historia de la independencia de Sud América, está formulada en
esas palabras del general Saavedra.
III. San Martín y su acción
Lo que no hubiese hecho San Martín, lo habría hecho Bolívar; a falta de un Bolívar,
habría habido un Sucre; a falta de un Sucre, un Córdoba, etc. Cuando un brazo es
necesario para la ejecución de una ley de mejoramiento y progreso, la fecundidad de la
humanidad lo sugiere no importa con qué nombre.
No dar a los grandes principios, a los soberanos intereses, a las causas generales y
naturales de progreso, que gobiernan y rigen el mundo hacia lo mejor, el papel natural
que la ceguedad de un paganismo estrecho les quita para darlo a ciertos hombres, es erigir
a los hombres al rango de causas y de principios, es desconocer y perder de vista las
bases incontrastables en que descansa el progreso humano y que deben ser las bases
firmes e invencibles de su fe.
IV. Carrera de San Martín
Es imposible establecer que la guerra es un crimen, y al mismo tiempo santificar a los
guerreros, autores o instrumentos de ese crimen; como es imposible deificar a los
guerreros, sin santificar la guerra virtualmente. No pretendo que un soldado debe ser
tenido por criminal, a causa de que la guerra es un crimen. Bien sabemos que a menudo
es una víctima, cuando mata lo mismo que cuando muere. Su posición a menudo es la del
ejecutor de altas obras:
como quiera que la justicia penal sea administrada, el verdugo es
culpable en medio de su desgracia. Casi siempre el oficial está en el caso del soldado.
Pero a medida que se eleva su rango, su responsabilidad no es la misma en el crimen o en
la justicia de la guerra.
Para estimar la guerra en su valor, nada como estudiar a los guerreros.
Lejos de ser un crimen, la guerra de la independencia de Sud América, fue un grande acto
de justicia por parte de ese país.
Pero esa justicia se obró por un movimiento general de la opinión de América, por las
necesidades instintivas de la civilización, por la acción espontánea de los acontecimientos
gobernados por leyes que presiden al progreso humano, más bien que por la acción y la
iniciativa de ningún guerrero. Su honor pertenece a la América entera, que supo entender
su época y seguirla.
Ensayemos la verificación de esta verdad en el estudio de la primera gloria argentina,
estando al testimonio de las estatuas
LIV, que son el culto que la posteridad de los pueblos
tributa a sus grandes servidores
LV. Ese país ha hecho de un soldado, la primera de sus
glorias. Un soldado puede merecerla como Washington; pero la gloria de Washington no
es la de la guerra; es la de la libertad. Un pueblo en que cada nuevo ciudadano se
fundiese en el molde de Washington, no sería un pueblo de soldados, sino un pueblo de
grandes ciudadanos, de verdaderos modelos de patriotismo. Pero San Martín, ¿puede ser
el tipo de los patriotas que la República Argentina necesita para ser un país igual a los
Estados Unidos? Este punto interesa a la educación de las generaciones jóvenes y la gran
cuestión de la paz continua y frecuente, ya que no perpetua.
San Martín, nacido en el Río de la Plata, recibió su educación en España, metrópoli de
aquel país, entonces su colonia. Dedicado a la carrera militar, sirvió diez y ocho años a la
causa de la monarquía absoluta, bajo los Borbones, y peleó en su defensa contra las
campañas de propaganda liberal de la revolución francesa de 1789. En 1812, dos años
después que estalló la revolución de Mayo de 1810, en el Río de la Plata, San Martín
siguió la idea que le inspiró, no su amor al suelo de su origen, sino al consejo de un
general inglés, de los que deseaban la emancipación de Sud América para las necesidades
del comercio británico. Trasladado al Plata, entró en su ejército patriota con su grado
español de sargento mayor. Su primer trabajo político fue la promoción de una Logia o
sociedad
secreta, que ya no podía tener objeto a los dos años de hecha la revolución de
libertad, que se podía predicar, servir y difundir a la luz del día y a cara descubierta. A la
formación de la Logia sucedió, un cambio de gobierno contra los autores de la revolución
patriótica, que fueron reemplazados por los patriotas de la Logia, naturalmente. De ese
gobierno recibió San Martín su grado de general y el mando del ejército patriota,
destinado a libertar las provincias arge ntinas del alto Perú, ocupadas por los españoles.
Llegado a Tucumán, San Martín no halló prudente atacar de faz a los ejércitos españoles,
que acababan de derrotar al general Belgrano en el territorio argentino del Norte, de que
seguían poseedores. San Martín concibió el plan prudente de atacarlos por retaguardia, es
decir, por Lima, dirigiéndose por Chile, que en ese momento (1813) estaba libre de los
españoles. Para preparar su ejército, San Martín se hizo nombrar gobernador de
Mendoza, provincia vecina de Chile, y se dirigía a tomar posesión de su mando, cuando
los españoles restauraron su autoridad en Chile. Era una nueva contrariedad para la
campaña de retaguardia, que los patriotas de Chile, refugiados en suelo argentino,
contribuyeron grandemente a remover. A la cabeza de un pequeño ejército aliado de
chilenos y argentinos San Martín cruzó los Andes, sorprendió y batió a los españoles en
Chacabuco
el 12 de Febrero de 1817. Regresado al Plata, en vez de perseguir hasta
concluir a los españoles en el Sud, al año siguiente, después de muchos contrastes, tuvo
que dar una segunda batalla en
Maipú, el 5 de Abril de 1818, a la cabeza de ocho mil
hombres, de la que no se repusieron los realistas. Esa batalla es el gran título de la gloria
de San Martín. Ella libertaba a Chile, pero dejaba siempre a los españoles en posesión de
las provincias argentinas del Norte. Toda la misión de San Martín era libertar esta parte
del suelo de su país de sus dominadores españoles. Para eso iba al Perú; Chile para él era
el camino del Perú, el Perú era su camino para las provincias argentinas del Desaguadero,
objetivo único de su campaña. A la cabeza de una expedición aliada, San Martín en 1821
entró en Lima, que se pronunció contra los españoles y le recibió sin lucha, como
libertador. En vez de seguir su campaña militar hasta libertar el suelo argentino, que
ocupaban todavía los españoles, San Martín aceptó el gobierno civil y político del Perú, y
se puso a gobernar ese país, que no era el suyo. Como los españoles ocupaban el Sud del
Perú, San Martín quiso agrandar el país de su mando, por la anexión del Ecuador, que por
su parte apetecía Bolívar para componer la República de Colombia. Esta emulación,
ajena de la guerra, esterilizó su entrevista de Guayaquil, durante la cual fue derrocado
Monteagudo, en quien había delegado su gobierno Lima, por una revolución popular,
ante la cual San Martín, desencantado, abdicó no sólo el gobierno del Perú sino el mando
del ejército aliado; dejó la campaña a la mitad y a las provincias argentinas del Norte en
poder de los españoles, hasta que Bolívar las libertó en Ayacucho, en 1825, con cuyo
motivo dejaron de ser argentinas para componer la república de Bolivia. Al cabo de diez
años (la mitad casi del tiempo que dio al servicio de España), San Martín dejó la América
en 1822, y vino a Europa, donde vivió bajo el poder de los Borbones, que no pudo
destruir en su país, hasta que murió en 1850, emigrado a tres mil leguas de su país. ¿Qué
hizo de su espada de Chacabuco y Maipú antes de morir? La dejó por testamento al
general Rosas, por sus resistencias a la Europa liberal, en que él había preferido vivir y
morir, y donde está hoy día su legatario el general Rosas junto con su legado de la espada
de San Martín, que no lo ha librado de ser derrocado y desterrado por sus compatriotas y
vecinos, no por la Europa, que hoy hospeda a San Martín, a Rosas y a la espada que echó
a los europeos de Chile.
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:17 |
Es dudoso que Plutarco hubiera comprendido entre los ilustres modelos al guerrero
propuesto a la juventud argentina como un tipo glorioso de imitación.
Yo creo que el Dr. Moreno, haciendo abrir el comercio de Buenos Aires a la Inglaterra en
1809 con las doctrinas de Adam Smith en sus manos, y Rivadavia promoviendo la
inmigración de la Europa en el Plata, la libertad religiosa, los tratados de libre comercio y
la educación popular, han merecido mejor que no importa cuál soldado, las estatuas que
están lejos de tener.
Yo no altero la verdad de la historia por amor a la paz, y los que me hallen severo
respecto de San Martín, no pensarían lo mismo si estudiaran a este hombre célebre en los
libros de Gervinus, profesor de Heidelberg, o en las confidencias del actual Presidente de
la República Argentina
10.
La vida de San Martín prueba dos cosas: que la revolución, más grande y elevada que él,
no es obra suya, sino de causas de un orden superior, que merecen señalarse al culto y al
respeto de la juventud en la gestión de su vida política; y que la admiración y la imitación
de San Martín no es el medio de elevar a las generaciones jóvenes de la República
Argentina a la inteligencia y aptitud de sus altos destinos de civilización y libertad
americana.
V. Poesía
A la poesía de las estatuas se añade la poesía de los versos, como estímulo de los gustos
por la guerra y la carrera militar, en Sud América.
Toda la poesía de la guerra, toda la literatura argentina, es la expresión de su historia
militar.
La lira argentina, repertorio de sus poesías populares más queridas, se compone
de cantos a los héroes y a las batallas de la independencia. Le ha bastado fundirse en el
molde de la poesía española, eterna epopeya militar.
Pero lo peor de todo es que en esta pasión de guerra, lo más es prosa, y que en esta prosa
no es todo entusiasmo de patria. El árbol de la libertad, en América, no es un arbusto
destinado a ornar los jardines. Es como el árbol del pan, que da frutos, así como da flores.
Y los frutos son más preciosos que sus flores, para el cultivador de espada especialmente.
Un joven abraza la carrera de San Martín para ser un segundo San Martín. Pero como la
independencia no se conquista todos los días, después de conquistada y reconocida una
vez, se emprenden guerras de libertad interior que producen, si no la gloria, al menos el
grado militar de San Martín. El grado de General, es el pan y el rango asegurados para
toda la vida. Al son de los cantos contra el crimen de los privilegios y de los poderes
vitalicios, los Generales (aun los poetas generales), se avienen sin dificultad con su
empleo vitalicio de General, y lo disfrutan modestamente en plena república.
El fierro de la espada excede en fecundidad al del arado, en este sentido, que no sólo da
honor y plata, sino que da el gobierno. Por la regla de que ser libre es tener parte en el
gobierno, los generales buscan el gobierno nada más que por el noble anhelo de ser
libres. Pero este modo de ser libres no tiene más que un inconveniente y es que es
incompatible con la libertad del adversario. Es la libertad del partido que gobierna,
fundada en la opresión del partido que obedece: o por mejor decir, es la guerra en
disponibilidad, que sólo espera la ocasión para tomar el mando de la situación. El
gobierno de un partido no es un gobierno entero; es la mitad de un gobierno, que
representa la mitad del país
LVI. Cada uno de sus actos, es la mitad de un acto, es decir, la
mitad de una ley, la mitad de un decreto, la mitad de una sentencia, y toda su autoridad
no es más que una mitad de la autoridad verdadera, que sólo merece un medio respeto y
una media obediencia, porque sólo expresa la mitad del derecho y la mitad de la justicia.
Los liberales de espada no suben al poder de un salto: eso tendría el aire de un asalto.
Suben por la escala majestuosa de la gloria. Ganan la gloria en las batallas, y la gloria,
agradecida, les da el gobierno, que es la libertad de hacer del vencido lo que quieran.
Si la poesía es como la lanza de Aquiles, a ella le tocará curar por la comedia el mal que
ha producido por el lirismo.
La poesía de la paz necesita un Cervantes de la América del Sud, para purgarla por la
risa, de la raza de Quijotes y Sanchos, que lejos de crear la libertad a fuerza de violencia,
es decir, por la tiranía de la espada, no hace más que precipitar esa parte del mundo en la
barbarie, despoblándola de sus habitantes europeos, espantando la inmigración, y dando
por resultado un caudal tiránico en vez de una sola libertad: tiranías de la paz y de la más
terrible especie, que son las que se cubren con bellos colores de libertad, para oprimir con
más eficacia.
No hay guerra en Sud América, que no invoque por motivo los grandes intereses de la
civilización; ni despotismo que no invoque la más santa libertad. La dictadura de Rosas
se apoyaba en la libertad del continente americano. Quiroga devastaba y cubría de sangre
el suelo argentino en nombre de la libertad, y fue víctima de su idea de proclamar una
Constitución, según la crónica viva de ese país, confirmada en ese punto por una carta en
que el
defensor de la libertad del continente americano probó al defensor de la libertad
del pueblo argentino,
que el país no estaba en estado de constituirse, es decir, de ser libre
(porque constituir un país no es más que entregarle la gestión de sus destinos políticos).
VI. La guerra no logra dar la libertad
Esos dos soldados de la libertad, según la fórmula de Washington, y su reinado militar de
veinte años, han sido destruidos por otros libertadores de espada en nombre de la libertad,
que han pretendido servir mejor que sus predecesores, sin cambiar de método, es decir,
siempre por la espada y por la guerra.
Uno de ellos ha hecho tres campañas, que han terminado por tres batallas decisivas:
Caseros, Cepeda, Pavón.
Las tres han sido dadas por la libertad naturalmente. Sin
perjuicio de esta mira, que no es un hecho todavía, las tres batallas han producido al autor
estos servicios: la primera le ha dado la Presidencia de la República, la segunda una
fortuna colosal, y la tercera la seguridad de esa fortuna. No pretendo que esta haya sido
su mira; digo que este ha sido el resultado.
Si esto no fuese verdad, la República no hubiese premiado con la Presidencia, el servicio
del que la ha libertado en 1861 de su libertador de 1852.
Este otro, que es el vencedor de Pavón, ha servido a la libertad de su país (que todavía se
hace esperar) por diez campañas y diez batallas, dentro y fuera de su suelo, contra
propios y extranjeros.
La República ha perdido, en la última de esas campañas que lleva ya cinco años, veinte
mil hombres, sesenta millones de pesos fuertes, su reputación de salubridad (confirmada
por su nombre de
Buenos Aires ), por la adquisición del cólera asiático, sus archivos
incendiados dos veces por
casualidad, toda la riqueza de algunas provincias; pero su
autor conserva su vida, ha recibido un premio popular de cien mil francos, y una
condecoración ducal del emperador su aliado.
En cuanto a la libertad de la República, servida por esa guerra, oigamos a su autor mismo
sobre lo que ha ganado; ningún testimonio menos sospechoso... Descendido de la
presidencia, hoy se ocupa de delatar al gobierno de su sucesor como la tiranía más
sangrienta que haya sufrido el país desde que existe.
Y sin embargo, todos saben que su sucesor sigue su mismo método, pues prosigue su
campaña de libertad, que según él, es la misma de San Martín y Alvear contra los
Borbones y los Braganzas, (aunque es un Borbón emparentado en Braganza el que dirige
la
bandera de Mayo por el sendero de la gloria argentina ).
Lo que podemos decir, por nuestra parte, es que la libertad que los presidentes Mitre y
Sarmiento han servido por la guerra contra el Paraguay, cuesta a la República Argentina,
diez veces más sangre y diez veces más dinero que le costó toda la guerra de su
independencia contra España; y que si esta guerra produjo la independencia del país
respecto de la corona de España, la otra está produciendo la enfeudación de la Repúb lica
a la corona del Brasil.
En cuanto a la libertad interior nacida de esas campañas, su medida entera y exacta,
reside en este simple hecho: el autor de estas líneas es acusado de traición por el gobierno
de su país, por los escritos en que ha condenado esa guerra y ha probado que no puede
tener otro resultado que el de desarmar a la República de su aliado natural y servir al
engrandecimiento de su antagonista tradicional, que es el imperio del Brasil, único
refugio de la esclavitud civil en América
LVII.
El autor se ve desterrado por los
liberales de su país y por el crimen de que son cuerpo de
delito sus libros; por haber defendido la libertad de América en el derecho desconocido a
una de las Repúblicas, por un imperio mal conformado, que necesita destruir y suceder a
sus vecinos más bien dotados que él, a unos como aliados y a otros como enemigos. Para
las Repúblicas de Sud América tan hostil es el odio como la amistad del imperio
portugués de origen y raza.
Si no fuese que ellas son buscadas y arrastradas por el imperio a la alianza que las
convierte en su feudo, lejos de buscar ellas al imperio, se diría que están más atrasadas
que los indios que ocupan sus desiertos. Pero es la verdad que el Brasil las arrastra
cuando parece que es impelido por ellas y que ellas ceden cuando parecen impulsar y
solicitar. Obediente a la corriente de los hechos, Mitre no ha podido no buscar al Brasil.
VII. Liberalismo militarista
La guerra de propaganda liberal es uno de los legados degenerados de la guerra de la
independencia. La comunidad de enemigo y de objeto que distinguió la guerra por la cual
todos los pueblos de Sud América trabajaban contra su dominador común, el poder
español, ha dejado la costumbre a cada Estado de creer que su causa es la de América en
toda guerra con un poder europeo, y que es la vieja causa de la libertad la que sostiene
contra su vecino sea cual fuere.
Como guerras sin objeto real y verdadero, que sólo invocan grandes ideas de otro tiempo
para enmascarar motivos egoístas y culpables, las guerras de propaganda son en Sud
América, más que en otra parte, contrarias al derecho de gentes y constituyen, un
verdadero crimen contra la civilización del nuevo mundo, que no es a ninguno de sus
nuevos estados en particular a quien toca el rol de civilizar a sus iguales, sino al viejo
mundo culto, dejado en contacto libre y estrecho con todas y cada una de las secciones de
Sud América.
VIII. El militarismo inconsistente
Los liberales de Sud América quieren a la vez dos cosas que se excluyen entre sí: la
gloria
y la libertad. Casi siempre la una es el premio de la otra. La gloria a menudo
cuesta el sacrificio de la libertad, lejos de ser capaz de producirla. La gloria militar, que
es la gloria por excelencia, es la exaltación de un hombre al rango de soberano de los
otros, por obra del entusiasmo nacional, es decir, de la pasión más capaz de cegar la vista,
que es la de la vanidad nacional. El castigo providencial de todo país que amasa su gloria
con la ruina de su adversario, es la pérdida de su propia libertad, es decir, la traslación de
su gobierno propio a manos del héroe que le ha servido su vanidad.
Si la revolución de Sud América ha tenido por objeto la libertad, es decir, el gobierno del
país por el país, y no por el ejército, nada puede perjudicar más al objeto de la revolución,
que la gloria militar, privilegio del ejército y del poder de la espada en que el pueblo no
tiene parte alguna.
El gobierno de la gloria, el poder de la victoria, es el gobierno sin el país, es decir, el
gobierno sin la libertad, porque todo gobierno del país sin el concurso del país, es la
negación de toda libertad, en el sentido que esta palabra tiene en Inglaterra, en Estados
Unidos, en Bélgica, en Suiza.
Así, el atraso, la barbarie, la opresión están representadas en Sud América por la espada y
por el elemento militar, que a su vez representa la guerra civil convertida en industria, en
oficio de vivir, en orden permanente y normal (si el caos puede ser normal).
IX. La guerra, esencialmente reaccionaria
La guerra en Sud América, sea cual fuere su objeto y pretexto; la guerra en sí misma es,
por sus efectos reales y prácticos, la anti-revolución, la reacción, la vuelta a un estado de
cosas peor que el antiguo régimen colonial: es decir, un crimen de lesa América y lesa
civilización.
La guerra permanente cruza de este modo los objetos tenidos en mira por la revolución de
América a saber:
Ella estorba la constitución de un gobierno patrio, pues su objeto constante es cabalmente
destruido tan pronto como existe con la mira de ejercerlo, y mantiene al país en anarquía,
es decir, en la peor guerra: la de todos contra todos.
La guerra disminuye el número de la población indígena o nacional, y estorba el aumento
de la población extranjera por inmigraciones de pobladores civilizados: no se puede hacer
a Sud América un crimen más desastroso.
Despoblarla es entregarla al conquistador extranjero.
La guerra es la muerte de la agricultura y del comercio y su resultado en Sud América es
el empobrecimiento y la miseria de sus pueblos; es decir, fuente de miseria, de pobreza y
debilidad.
La guerra aumenta la deuda pública, y sus intereses crecientes obligan al país a pagar
contribuciones enormes que no dejan nacer la riqueza y el progreso del país.
La guerra engendra la dictadura y el gobierno militar creando un estado de cosas anormal
y excepcional incompatible con toda clase de libertad política. La ley marcial convertida
en ley permanente es el entierro de toda libertad.
La guerra compromete la independencia del Estado inveterado en sus estragos, porque lo
debilita y precipita en alianzas de vasallaje y de ruina, con poderes interesados en
destruirlo.
La guerra absorbe el presupuesto de gastos, deja a la educación y a la industria sin
cuidados, los trabajos y empresas desamparados, y todo el tesoro público convertido en
beneficio permanente de una aristocracia especial compuesta de patriotas, de liberales y
de propagandistas de civilización por oficio y estado.
La guerra constituida en estado permanente y nacional del país, pone en ridículo la
república, hace de esta forma de gobierno el escarnio del mundo.
En una palabra, la guerra civil o semi- civil, que existe en Sud América erigida en
institución permanente y manera normal de existir, es la antítesis y el reverso de la guerra
de su independencia y de su revolución contra España.
Ella es tan baja por su objeto, tan desastrosa por sus efectos, tan retrógrada y
embrutecedora por sus consecuencias necesarias, como la guerra de la independencia fue
grande, noble, gloriosa por sus motivos, miras y resultados.
Los héroes de la guerra civil son monstruosos y abominables pigmeos lejos de ser rivales
de Bolívar, de Sucre, de Belgrano y San Martín.
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:20 |
X. Libre comercio
¿Queréis establecer la paz entre las naciones hasta hacerles de ella una necesidad de vida
o muerte?
Dejad que las naciones dependan unas de otras para su subsistencia, comodidad y
grandeza. ¿Por qué medio? Por el de una libertad completa dejada al comercio o cambio
de sus productos y ventajas respectivas. La paz internacional de ese modo será para ellas,
el pan, el vestido, el bienestar, el alimento y el aire de cada día.
Esa dependencia mutua y recíproca, por el noble vínculo de los intereses, que deja intacta
la soberanía de cada uno, no solamente aleja la guerra porque es destructora para todos,
sino que también hace de todas las naciones una especie de nación universal, unificando
y consolidando sus intereses, y facilita por este medio la institución de un poder
internacional, destinado a reemplazar el triste recurso de la defensa propia en el juicio y
decisión de los conflictos internacionales: recurso que en vez de suplir a la justicia, se
acerca y confunde a menudo con el crimen.
¿Creéis que haya inconveniente en que una nación dependa de otra para la satisfacción de
las necesidades de su vida civilizada? ¿Por qué razón? Porque en caso de guerra y de
incomunicación, cada país debe poder encontrar en su seno todo lo que necesita.
Es hacer de la hipótesis de una eventualidad de barbarie, cada día más rara, una especie
de ley natural permanente del hombre civilizado.
Es como si el planeta que habitamos se considerase defectuoso porque recibe de un astro
extranjero, el sol, la luz y el calor que produce la vegetación y la vida animal de que se
mantiene el mundo animado, que anima su superficie.
Por fortuna la libertad de los cambios está en las necesidades de la vida humana, y se
impondrá como ley natural de las naciones a pesar de todas las preocupaciones y errores.
La industria de una nación que pide al gobierno protección contra la industria de otra
nación que la hostiliza por su mera superioridad, saca al gobierno de su rol, y da ella
misma una prueba de cobardía vergonzosa.
El gobierno no ha sido instituido para el bien especial de este o de aquel oficio; sino para
el bien del Estado todo entero. El gobierno no es el patrón y protector de los comerciantes
o de los marinos, o de los fabricantes; es el mero guardián de las leyes, que protegen a
todos por igual en el goce de su derecho de vivir barato, más precioso que el producir y
vender caro.
Limitar o restringir la entrada de los bellos productos de fuera, para dar precio a los
productos inferiores de casa, es como poner trabas a la entrada en el país de las bonitas
mujeres extranjeras, para que se casen mejor las mujeres feas; es impedir que entren los
rubios y los blancos, porque los mulatos, que forman el fondo de la nación, serán
excluidos por las mujeres, a causa de su inferioridad.
Teméis los estragos sin sangre de la concurrencia comercial e industrial, y no teméis las
batallas sangrientas de la guerra. Un país que ha vencido al extranjero en los campos de
batalla, y que pide a su gobierno que proteja su inepcia e incapacidad por el brazo de la
fuerza contra la sombra que le da el brillo del extranjero, prueba una pusilanimidad
inexplicable y vergonzosa.
Si es gloria vencer al extranjero por la espada mayor es vencerlo por el talento, porque lo
primero es común a las bestias, lo segundo es peculiar al hombre.
Notas de Thomas Baty
a.
Se ha dicho que en 1834. Creo que es un error.
b.
El escudo de armas de Alberdi, publicado por El Diario, de acuerdo con un bosquejo
hallado entre los manuscritos de aquél, consiste en "tres fajas de azur sobre campo de
oro; orla de plata y un gajo de vid frutescente". Las fajas están salpicadas de púrpura, sea
casual o deliberadamente, aunque lo más probable es lo primero, porque en el campo no
aparece ninguna de esas salpicaduras. No deja de ser interesante notar que hay una
familia inglesa
de Albing, cuyas armas son: tres fajas de gules en campo de plata.
También las armas de
Govery o Guevera (Lincoln) son: sobre campo de oro, tres fajas
armiñadas y cuarteladas de gules; cinco berros de plata en sotuer y orla con leyenda:
A
MAYOR VICTORIA DELLAS ES EL BIEN MER CELLAS
. Las fajas y la orla parecen
c.
"La soberanía del pueblo no es la voluntad colectiva del pueblo; es la razón colectiva
del pueblo; la razón es superior a la voluntad; principio divino, origen único de todo
poder legítimo sobre la tierra." (Obras completas, I, 189.)
I.
El autor no se refiere al jus gentium (nota de Mr. Baty).
II.
Aquí tampoco es el just gentium.
III.
Cf. Lorimer. Institutes of the law of nations (Wriuburgh, 1883): "La luz de las
naciones es la luz de la Naturaleza, realizada en las relaciones de comunidades políticas
distintas" (p. 10).
IV.
"El lector no olvidará que la tenaz labor del eminente compatriota del autor, el Dr.
Drago, aseguró en la segunda Conferencia de La Haya, en 1907, la adopción del principio
de que el cobro de deudas a sus súbditos nunca debe ser causa de guerra por una nación
contra otra, aunque ella fuese caracterizada (a instancia de los Estados Unidos) por el
empleo de fuerzas armadas, como un medio de apoyar las resoluciones de un tribunal
arbitral. Esto de que sea necesario interponer la sanción de un tribunal arbritral para hacer
posible el cobro de deuda reclamada, por la fuerza como antes, es un error, que sin duda
necesita revisión y enmienda, tanto más cuando se considerasen las exageradas
pretensiones que exponen los que se consideran amparados por un derecho contractual
contra un gobierno."
V.
"La guerra es el infierno", por el general Sherman. E.E.U.U.
VI.
La influencia de la prensa es menor ahora: cf. Belloc, passim.
VII.
Homo cum sux stata consideratus.
VIII.
Cf. T. A. Walker, Science of International Law. (Cambridge, 1893), pág. 44, "El
hombre en su carácter de miembro del Estado": "Las leyes civiles son reglas de conducta
observadas por los hombres, o por hombres considerados en su correlación recíproca
como miembros del mismo Estado. Las leyes internacionales, como reglas de conducta
observadas por los hombres entre sí como miembros de diferentes estados,
aunque sean
miembros del mismo Círculo Internacional
".
IX.
Otros han visto en el "Derecho de la guerra" una analogía más exacta con el derecho
procesal (civil y criminal); los medios de obtener satisfacción por los derechos violadas.
Pero la sanción violenta de la guerra sugerirá siempre inevitablemente el procedimiento
fiscal más que el civil.
X.
Desde que el autor escribió, se ha producido una resurrección de este principio de
Franklin y Rousseau, que se hayaba entonces en pleno camino de volverse axiomático.
Opiniones colectivistas modernas tienden a identificar el individuo con el Estado, así en
sus faltas como en sus buenas acciones, de manera a poder soportar la doctrina de una
escuela muy distinta, la de los militaristas, quienes consideran que la presión sobre los
individuos privados, es permitible como un medio propio para reducir al enemigo a la
razón. Los atroces sentimientos de Sherman (citado por Pearce Higgins, "La guerra" y
"El ciudadano privado", pág. 65), al objeto de que la población enemiga se rinda a una
cuantía de la extensa miseria, respira un aliento de barbarie mucho más propio de los
Hunos que de cristianos. Se sostiene seriamente por algunos defensores de la política de
la "Kriegsraison", o "necesidad militar", que no hay ultraje o daño, por atroy que él sea,
que no deba ser infligido a las personas particulares, si ello ha de conducir a la feliz
terminación de la guerra. La ha inferido expresamente para causar terror, e inducir al
enemigo a someterse, o subordinado a alguna operación militar particular, no parece
considerarse el punto como digno de tomarse en cuenta. Semejante posición debe sólo ser
imitada como de muy poco valor para el crédito del corazón o la cabeza de los que la
mantienen.
XI.
Una persona metafórica o imaginaria.
XII.
En la edición de 1895 de los Escritos póstumos, decía aquí "Anexiones". Era un
error evidente de copia. Así lo consigna también Mr. Baty en su traducción, y en la nota
de la página 51 dice: "La palabra española es "anexiones". Esto parece un error de
amanuense, pues la referencia es clara a la triple división de los
Institutos de Justiniano
(persona, res, actiones);
y el término acción está inmediatamente empleado para expresar
las ramas civil y penal del título. (Nota de Joaquín V. González).
XIII.
"Mr. J. Chamberlain realizaba la reacción del comercio y el sentimiento, cuando
lanzó su celebrada propaganda, no importa lo que pudiera pensar de la elevación del
sentimiento."
XIV.
Ver, en cuanto Gentile, Holland, Studies in International Laco; and Law Magazine,
vol. 34, p.210.
XV.
El autor se refiere probablemente al período de formación del derecho internacional,
p.e. los siglos XVII y XVIII.
XVI.
"¿Qué constituye un Estado?... ...Hombres que conocen sus deberes Pero también
sus derechos, y, conociéndolos se atreven a sostenerlos. Y la ley soberana, esa voluntad
reunida, sobre tronos y globos elevados. Como emperatriz, coronando el bien,
reprimiento el mal."
Sir W. Jones ofter Alcaeus.
XVII.
"Es decir, penalidad apropiada."
XVIII.
"2. Samuel, II, 25"
XIX.
Soberano está usado aquí, no en el sentido de poder supremo en un Estado (el
sentido tan primitivo en el jurisprudencia inglesa y tan frecuente en las especulaciones
juristas filosóficos ingleses), sino en su sentido popular de cabeza coronada de un Estado.
XX.
Cf. Carlisle, Latter day Pamphiets, passim.
XXI.
El autor no entiende significar que la opinión pública condena el uso de medios
evasivos, como las escaleras de cuerdas, las llaves falsas en tiempo de guerra, pero que,
cuando la guerra abierta fuera tolerada por la costumbre, el empleo de medios
subterráneos como esos serían universalmente reprobados. Debe recordarse, sin embargo,
que el empleo del veneno, y el engaño (así como el espionaje) son prohibidos aún en
tiempo de guerra, por el Código ordinario del derecho internacional.
XXII.
El autor discute aquí una práctica de ciertos partidos que se han apoderado con el
nombre del poder, de dignificar con el nombre de guerra, sus operaciones de policía
contra sus adversarios políticos. Cf. los procedimientos británicos contra los "docait"
(ladrones en banda en la India).
XXIII.
"La dificultad consiste en establecer una autoridad que decida entre el individuo y
el Gobierno. Los costes de justicia son dispendiosos, dilatorios, y en contacto con los
ministerios. Sus sentencias no son ejecutadas por ellos mismos, y dependen de la buena
voluntad del Gabinete o del comandante en jefe para ser convertidos en hecho. La
verdadera solución parece estar en la educación del pueblo en los principios de la
Constitución, de manera que el policiano común o el soldado sientan la ilegitimidad de su
resistencia, jus tamente como el centinela ordinario inglés vacilaría para obedecer a su
oficial si le ordenase poner la mano sobre el soberano."
XXIV.
Nombres prominentes podrían agregarse hoy entre los publicistas de Europa y
América.
XXV.
Esta sección que, sin duda alguna, el autor habría desarrollado en detalle, sienta un
principio que ha sido consagrado casi con sus mismas palabras por la Convención de
Bruselas de 1874 y por las sucesivas conferencias de La Haya. Prusia y sus aliados en
1870 reforzaron la obligación de los no combatientes por medios especialmente
vigorosos. Ella aún aparentó prohibir a los no combatientes de abandonar definitivamente
esa condición y de tomar las armas contra los invasores germanos.
XXVI.
La expresión es elíptica. El sentido pleno es "por los individuos que componen
cada estado
".
XXVII.
Esto concuerda bien con las conclusiones de la moderna filosofía hegeliana.
XXVIII.
"En la práctica, o sea, en la teoría 'amistad y justicia, deberían ser
inseparables.'"
"Ic praive his justice; eran
such his pitying lore S deem." Whitice.
XXIX.
País, no pueblo.
XXX.
Nótese la anticipación del título de la bien conocida obra del profesor H.
Drummond.
XXXI.
Esto es, "aún el Estado beligerante. La neutralidad será el derecho establecido de
los individuos dentro de sus límites".
XXXII.
De intervención.
XXXIII.
"Es decir, no solamente contra la ley del país en particular. Esta ley nacional es
sólo un aspecto del derecho universal."
XXXIV.
Los sucesos de las guerras de 1899-1901, y 1904-5, de la Confederación naval
de Londres, parece sugerir lo contrario. Como lo nota el profesor Higgins.
(La guerra y el
ciudadno privado),
la última (con la cual él coloca a la conferencia de La Haya de 1907),
fue una conferencia de beligerantes, en el sentido de que beligerantes obtuvieron victorias
diplomáticas sobre neutrales. En el hecho, en Londres, los neutrales apenas fueron
consultados. Y el profesor Higgins señala el Congreso de París de 1856 como la línea
más alta del derecho neutral. El profesor Kleen y otros han manifestado opiniones
semejantes.
"Aún es probable que sólo fuera un 'recul pour mieux sauter'. Los acontecimientos de
1899-1900 afectaron muy poco a los neutrales. Los de 1904-5 revelaron una gran parte de
sus derechos. Cuando (como los casos de Málaca y Doggenbank) ellos ocurrieron cerca
de casa, fueron resueltos de manera favorable de los neutrales. Las discusiones en los
congresos de La Haya y de Londres fueron académicas; una próxima y prolongada guerra
marítima corregirá sus veleidades de beligerancia."
XXXV.
"Uno", porque los otros beligerantes pueden ser perfectamente inocentes, y
retener su participación en la común conciencia del mundo.
XXXVI.
Holland ha repudiado cada uno de tales "estatus".
XXXVII.
"En último análisis, el individuo no es la unidad elemental de todas las
sociedades humanas; y toda ley, aunque se exprese en términos generales o colectivos, se
resuelve en último término, si llevamos el examen más lejos, es una ley para algún ser
humano."
XXXVIII.
"La cuestión de los derechos naturales de un individuo, a parte de, o contra el
Estado al cual pertenece, ha sido muy discutida desde el notorio caso de Savorkor. Sir
Thomas Barday, entre otras autoridades, sostiene que el derecho internacional comprende
propiamente todas las cuestiones internacionales, las conciernientes a los individuos así
como a los Estados. Savorkor, que fue aprehendido en el suelo de Francia, virtualmente
por pesqueros ingleses, pudo, en este sentido, haber invocado la protección del derecho
internacional personalmente, y sin relación con el derecho de que Francia pudo haber
declinado el hacerlo. Como punto de lucha, sabemos que Francia se desentendió de la
cuestión."
XXXIX.
"Este derecho, si existe, ciertamente nunca ha sido ejercido. La esclavitud que
existió en los Estados Unidos hasta 1862 y en Sudamérica aún más tarde, nunca fue
materia de ninguna protesta internacional. Ni el tráfico comercial de hoy, de Australia o
el Pacífico, es inquirido en ninguna forma por naciones extranjeras."
XL.
Cf. T. Baty, International Law. Londres, 1909; p. 334. "Porque nuestras soberanías
nacionales perseveran la paz interna y hacen justicia rudimentaria dentro de sus
dominios, el grito inconsciente levantado por una soberanía universal del mismo tipo. La
dureza de la vida es manifiesta. Como declaraba Mr. Frédéric Passy el otro día en el
Senado: la omnipotencia parlamentaria está extinguiendo la libertad en Francia. No es,
por cierto, éste el tiempo a propósito para copiar las crudezas de las legislaturas absolutas
y las legislaturas privilegiadas en la esfera de las relaciones internacionales. Están siendo
abandonadas a la esfera en la cual han sido copiadas, y nosotros también podemos, lo
mismo, copiar la edición suspirada."
XLI.
"México y Brasil, así como el Canadá colonial, eran entonces monárquicos."
XLII.
"Y sin embargo, el plan del Dr. H. Torbol ( Localism ) para un extremo
fraccionamiento
del furor político. Al reconocer que 'la interposición del pueblo en su
propio Gobierno' puede convertirse en una tragicomedia, y que es indudablemente una
desilusión cuando se trata de una vasta unidad política, el Dr. Torbol recomienda acordar
los más plenos poderes a pequeñas localidades cuyos miembros se conocen bien entre sí.
El actual 'pueblo' es de otro modo aplastado por los inevitables obstáculos físicos para la
efectiva participación en la función gubernativa, aunque sea el simple nombramiento de
sus gobernantes. El gran éxito de la cooperación local en agricultura en Dinamarca ha
conducido al Dr. Torbol (D Norre Nebel, en Jutlandia) a desarrollar la idea de la
cooperación vecinal en otras esferas."
XLIII.
¿Por qué solamente al mundo civilizado? Si buscamos la respuesta a esa cuestión,
concluiremos probablemente que no es el hombre, sino el más elevado principio en el
hombre y en la Naturaleza, aquellos cuya conservación debe ser objeto de la ley.
XLIV.
¿Estaremos en error al decir aún más allá?
XLV.
Cf. T. Baty, International Law, p.346. "Su intromisión -del gobierno- puede
retardar la unión y allí concluye su autoridad.
XLVI.
Cf. la sugestión del Dr. Torbol, referida en la nota supra.
XLVII.
Cf. T. Baty, International Law, p.301.
XLVIII.
En cuanto representan soberanos.
XLIX.
En momento actual (1912), la insistencia de la Gran Bretaña en el mantenimiento
del derecho de captura de la propiedad privada en el mar que incidentalmente constituye
la más formidable amenaza para sus más grandes intereses, es el gran obstáculo para la
disminución de los gastos navales alemanes y para la consiguiente reducción de los
gastos militares en todo el mundo. El argumento constante de todo alemán es que
mientras Gran Bretaña hace presa del comercio, las grandes flotas de la marina mercante
alemana deben ser protegidas por una fuerza naval suficientemente poderosa para
asegurar su respeto. El corso fue abolido en el nombre en 1856; pero, como lo nota el
autor, los ataques al comercio por buques del Gobierno eran todavía permitidos. Por
tanto, tenemos una cosecha de cruceros de "reserva", constituidos bajo el patrimonio
general del Gobierno, que algunos autores sostienen que han restablecido el corso bajo
otro nombre. Pues el antiguo corso nunca fue exento de control naval ni nada semejante.
L.
No necesariamente por la fuerza; pero sí por su promulgación autorizativa con valor
universalmente convincente. (Cf. cap. III, § 1; IV, §§ 3, 4; VIII, § 1
supra; IX, § 5 infra;
X, § 6).
LI.
"La pradería, llanura sin árboles de la porción meridional de Sudamérica al este de los
Andes."
característicamente españolas; no obstante, derivan de las antiguas armas de Borgoña:
oro, cuatro fajas de azur, orla de gules. |
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:21 |
Notas del autor
1.
Estas páginas fueron escritas en los primeros días de 1870, poco antes de la guerra
franco-prusiana. Por lo que hace a esta última véase más adelante las notas encabezadas
con el título de la "Guerra Moderna", en la edición citada.
2.
Al oír a los beligerantes se diría que todos se defienden y ninguno ataca, en cuyo caso
los gobiernos vendrían a ser en blandura más semejantes al cordero, que al tigre. Sin
embargo, ninguno quiere ser simbolizado por un cordero o una paloma: y todos se hacen
representar en sus escudos por el león, el águila, el gallo, el toro, animales bravos y
agresores. Esos símbolos son en sí mismos una instrucción.
3.
Grocio, libro II, cap. XXIII.
4.
La prueba de esto es que nadie va a la guerra por gusto. El soldado va por fuerza. ¿Qué
es la conscripción, si no? Y donde la conscripción del Estado falta, existe la conscripción
de la necesidad, la pobreza que "fuerza al voluntario".
El día que la contribución de sangre se vote por el pueblo pobre, que la paga, su
presupuesto de efusión, es decir, la guerra, será más rara. Pero votar su contribución es
ser libre. A medida que los pueblos se pertenezcan a sí mismos, es decir, se gobiernen por
sí, sean libres, irán menos a la guerra. (Ejemplos: Inglaterra, Estados Unidos, Bélgica,
etc.)
5.
Ved Grocio lib. III, cap. X. "De la Paz y de la guerra".
6.
Véase sobre esto la doctrina del art. 48 y su nota del "Derecho internacional codificado
de Bluntschli" que dice:
"Los Estados Unidos de la América del Norte no están de pleno derecho obligados por
los tratados concluídos por los reyes de Inglaterra con los Estados extranjeros, en la
época en que las colonias de América del Norte hacían aún parte del imperio británico."
7.
Ved Grocio, tom. 3, pág. 228, párr. III.
8.
Livre II, chap. XXIII. "Le droit de la paix et de la guerre".
9.
The diversity of nationals institutions shows little sign of yielding to Mr. Tennyson's
ideal of the "federation of the world", governed by a general: "Parliament of man"; but
the nations are slowly securing some of the benefits of a common government. The
intermitent but certain extension of free trade is the most important step to wards that
solidarity of civilization wich the Roman Empire once realized. - "The Times", 7
September 1874.
10.
"San Martín -nos escribía Sarmiento en 1852- fue una víctima, pero su expatriación
fue una expiación. Sus violencias, pero sobre todo la sombra de Manuel Rodríguez, se
levantaron contra él y lo anonadaron...
"Hoy es Rosas el proscripto. Sus afinidades las encuentra en el apoyo que prestó al tirano
por lo que Ud. ha dicho, por el sentimiento de repulsión al extranjero...
"Fundemos de una vez nuestro tribunal histórico, seamos justos, pero dejemos de ser
panegiristas de cuanta maldad se ha cometido...
"Una alabanza eterna de nuestros personajes históricos, fabulosos todos, es la vergüenza
y la condenación nuestra..."
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:24 |
El crimen de la guerra
Juan Bautista Alberdi
Fuente:
Obras selectas , Nueva edición ordenada, revisada y precedida de una
introducción por el Dr. Joaquín V. González, Buenos Aires, Librería "La Facultad" de
Juan Roldán, 1920, t. XVI.
Indice
Prefacio a la edición inglesa
Prefacio
Capítulo I. Derecho histórico de la guerra
I. Origen histórico del derecho de la guerra
II. Naturaleza del crimen de la guerra
III. Sentido sofístico en que la guerra es un derecho
IV. Fundamento racional del derecho de la guerra
V. La guerra como justicia penal
VI. Orígenes y causas bárbaras de la guerra en los tiempos actuales
VII. Solución de los conflictos por el poder
Capítulo II. Naturaleza jurídica de la guerra
I. Distinción entre crimen y retribución de la agresión
II. Los poderes soberanos cometen crímenes
III. Análisis del crimen de la guerra
IV. La unidad de la justicia
V. La guerra como justicia
VI. La locura de la guerra
VII. Barbarie esencial de la guerra
VIII. La guerra es un sofisma: elude las cuestiones, no las resuelve
IX. Base natural del derecho internacional de la guerra y de la paz
X. El derecho internacional
XI. El derecho de la guerra
XII. Naturaleza viciosa del derecho de la guerra
XIII. El duelo
XIV. Son los que forjan las querellas los que deben reñir
XV. Peligros del derecho de la propia defensa
XVI. La guerra es inobjetable si se coloca fuera de toda sospecha de interés
Capítulo III. Creadores del derecho de gentes
I. Lo que es derecho de gentes
II. El comercio como influencia legislativa
III. Influencia del comercio
IV. La libertad como influencia unificadora
Capítulo IV. Responsabilidades
I. Complicidad y responsabilidad del crimen de la guerra
II. Glorificación de la guerra
III. Sanción penal contra los individuos
IV. Responsabilidad de los individuos
V. Responsabilidad de los Estados
VI. El establecimiento de la responsabilidad individual
VII. Prueba de guerra
Capítulo V. Efectos de la guerra
I. Pérdida de la libertad y la propiedad
II. Simulación especiosa de riqueza
III. Pérdida de población
IV. Pérdidas indirectas
V. Auxiliares de la guerra
VI. De otros males anexos y accesorios de la guerra
VII. Supresión internacional de la libertad
VIII. De los servicios que puede recibir la guerra de los amigos de la paz
IX. Guerra y patriotismo
Capítulo VI. Abolición de la guerra
I. La difusión de la cultura
II. Influencias que obran contra la guerra
III. Autodestructividad del mal
IV. Cristianismo. -Comercio
V. Ineficacia de la diplomacia
VI. Emblemas de la guerra
VII. La gloria
VIII. Gloria pacífica
IX. El mejor preservativo de la guerra
X. Influencia de las relaciones exteriores
Capítulo VII. El soldado de la paz
I. La paz es una educación
II. Valor fundamental de la cultura
III. La paz y la libertad
Capítulo VIII. El soldado del porvenir
I. La publicidad de la sentencia
II. La profesión de la guerra
III. Análisis
IV. La espada virgen
V. El guardia nacional
VI. El soldado de la ciencia
Capítulo IX. Neutralidad
I. La sociedad universal
II. Representación de la unidad
III. La misma fuerza del sentimiento
IV. El sentimentalismo universal
V. Los neutrales
VI. Neutralización de todos los Estados
VII. Extraterritorialidad
Capítulo X. Pueblo-mundo
I. Derechos internacionales del hombre
II. Pueblo-mundo
III. Pretendida influencia benéfica de la guerra
IV. Crecimiento espontáneo de la autoridad
V. La organización del mundo
VI. La organización natural
VII. La naturaleza humana
VIII. Analogía biológica
IX. De tales leyes
X. El derecho internacional
XI. Si no Estados Unidos de Europa, será una organización común
XII. Pasos hacia la unidad
XIII. El mar como influencia
XIV. El vapor y el comercio
XV. El derecho internacional
XVI. Inventores y descubridores
XVII. Ingenieros
XVIII. La ley precede a la conciencia de ella
XIX. Asociación entre ciudadanos
XX. La federación
XXI. Unión continental
XXII. El canal de Suez
Capítulo XI. La guerra o el cesarismo en el Nuevo Mundo
I. La independencia exterior
II. Razones para la afición a la guerra
III. San Martín y su acción
IV. Carrera de San Martín
V. Poesía
VI. La guerra no logra dar la libertad
VII. Liberalismo militarista
VIII. El militarismo inconsistente
IX. La guerra, esencialmente reaccionaria
X. Libre comercio
Notas de Thomas Baty
Notas del autor
Prefacio a la edición inglesa
Con razón se ha dicho de
El crimen de la guerra que "si en lugar de haber aparecido en la
América española hubiese sido publicado en francés en París, Londres o Berlín habría
producido sensación, circulado profusamente en numerosas ediciones y, a estas fechas, se
hubiera conquistado el subtítulo de
EI Evangelio de la paz.
Tal apreciación es alta, pero merecida. Vistas elevadas, pero intensamente prácticas;
amplia base filosófica; frases cristalinas, cortantes; estilo fácil y epigramático; profundo
conocimiento de la historia y de la ciencia política son cualidades que no adornan a todos
los trabajos literarios de carácter pacifista.
El Crimen de la guerra
es una obra póstuma. Si el autor la hubiese preparado para la
imprenta, es indudable que habríala expurgado de ciertas redundancias y hubiera
desarrollado con más amplitud la relación de las diversas secciones; habría dado mayor
extensión a algunas de éstas, tal como se encuentran, son poco más que notas concisas
destinadas a subsiguiente desenvolvimiento, e incorporado al texto los
Apuntes sobre la
guerra
que aparecen a modo de apéndice del libro, y que en la forma que están pueden
compararse a una mina de oro donde el mineral yace rico y en abundancia, pero sin
cerner. Es de suponer, también, que había modificado el
parti pris contra Prusia que,
particularmente en estos últimos
Apuntes, está demasiado manifiesto. Y pudo haber sido
tocado, con la magia de la fábula, cierto apego al bienestar material y las invenciones y
los experimentos científicos del siglo XIX.
Pero dejando a un lado estos pormenores que en su casi totalidad son de forma, el lector
del siglo XX se asombrará a cada momento ante la manera como Alberdi, hace cuarenta
años, previó los problemas y anticipó las doctrinas de hoy. Si es un argumento contra la
autenticidad del libro de Daniel el hecho de describir minuciosamente el autor la política
del tiempo de Antíoco, también lo será algún día contra la existencia de Alberdi que
hablara el lenguaje de 1912. La necesidad de una autoridad internacional; la de limitarla
con severas restricciones; la posibilidad de que pueda descansar solamente sobre la
autoridad moral; la improbabilidad de su establecimiento sobre el modelo de las
instituciones parlamentarias; la ambición de Alemania; sus efectos en la desviación del
derecho de gentes, todos esos temas de Alberdi son la última palabra del día. En cierta
ocasión dijo que había establecido su "domicilio de elección", en el porvenir. El lector
podrá juzgar cuanta verdad encierra esa imagen.
Juan Bautista Alberdi nació el 29 de agosto de 1810, el año de la Independencia
sudamericana en Tucumán al Norte de la República Argentina. Su padre y todos sus
antepasados fueron vizcaínos, y aquél eligió esa región como la más semejante, por su
clima, a su nativa Vizcaya.
Su madre, que murió al darle a luz, llamábase Josefina Rosa y era hija del Sr. Araoz. Alta
y hermosa, su unión con el recio y atezado vasco produjo uno de los caracteres más
notables de la historia argentina. A los sentimientos vascos de autonomía local de su
padre atribuye Alberdi su ardiente individualismo; pero la claridad y la frescura de su
pensamiento y su admiración por la serenidad anglosajona, es muy posible que
proviniesen del alto y hermoso linaje materno. Juan B. Alberdi fue el más joven y el
sobreviviente de cinco hermanos.
Habiendo terminado en Buenos Aires sus estudios de leyes, dejó su patria en 1838
a , sin
recibirse de abogado, porque se negó a prestar el obligado juramento de fidelidad al
dictador Rozas. Como otros muchos opositores a Rozas, marchó a Montevideo y prestó
no pocos servicios a la Banda Oriental, hoy República del Uruguay. Cuatro años después
pasó a Chile, donde permaneció tres años más ejerciendo la abogacía. Allí escribió su
obra monumental que puede considerarse como el verdadero fundamento de la moderna
prosperidad argentina:
Bases y puntos de partida para la organización política de la
República Argentina.
(Besançon, 1856.)
Es ésta una obra clásica de teoría constitucional y de ciencia política, así reconocida aún
por los enemigos de Alberdi. En 1852 la dictadura de Rozas llegó a su fin, mediante la
revolución encabezada por Urquiza, que le arrojó del poder. Alberdi hizo conocer a
Urquiza sus
Bases, que suplieron plenamente las necesidades de aquel momento político
y establecieron la reputación de Alberdi más allá de todo cálculo. Urquiza le confió el
cargo de ministro plenipotenciario ante las principales cortes de Europa. Era de la mayor
necesidad tener en ese puesto un estadista eminente, por dos razones: España no había
reconocido aún la independencia nacional, y urgía alcanzar ese reconocimiento. Esta era
una dificultad crónica; pero la otra era aguda. La ciudad de Buenos Aires, negándose a
aceptar el papel de
prima inter pares se había pronunciado bajo la conducta de Mitre,
quien se presentaba ante Europa como el legítimo sucesor de la República indivisa.
Alberdi, provinciano y amante de la libertad, se adhirió a la República "provincial", que
había sentado sus reales en Paraná. Consistía su delicada misión en probar a las Cortes -
no interesadas aún en ningún sentido- que Urquiza, y no Mitre, era el legítimo sucesor del
poder reconocido del Estado, y que, según había dicho Pío IX,
Mitre era una mitra sin
diócesis.
Pero Buenos Aires era poderosa y en su calidad de puerto de mar, absorbía la
atención de los extranjeros y los recursos del país.
A los ocho años de la caída de Rozas, en 1860, la verdaderamente incomprensible batalla
de Pavón hizo de Buenos Aires la dueña y señora de las provincias. Alberdi fue revocado
en sus funciones y quedó en París trabajando como abogado.
En 1879, bajo la benigna presidencia de Avellaneda, regresó a su patria, elegido diputado
por Tucumán, su provincia natal. Su oposición a aquellos dos colosos gemelos, Mitre y
Sarmiento, se había basado en todo tiempo sobre principios, solamente sobre principios;
ninguna causa de animosidad personal oponíase a la reconciliación, ni quedaban heridas
sin cicatrizar. No conservaba el ánimo de Alberdi ninguna amargura por motivo de los
sacrificios que le había impuesto la tenacidad con que cada uno de los tres había
defendido los principios a que, respectivamente, se había vinculado. Alberdi fue elegido
vicepresidente de la Cámara y, admirablemente adecuado para el puesto, parecía que le
estuviera reservado como digna coronación de su carrera.
Pero el destino lo quiso de otro modo. La Constitución de 1880 puso a Buenos Aires en el
lugar que le correspondía, según lo ordenado en 1852. Nuevamente Buenos Aires se negó
a someterse. En 1881 una serie de decretos estableció su preeminencia Y Alberdi hubo de
abandonar otra vez su patria. Tres años más tarde murió en París. Sus restos fueron
repatriados a Buenos Aires en 1902, levantándose una estatua a su memoria; otra existe
en su pueblo natal, Tucumán, y en Buenos Aires está, además, acordada la erección de un
hermoso obelisco conmemorativo. Con ocasión de la solemnidad de 1902 se acuñó una
medalla que muestra la cabeza de Alberdi, con sus bien recortadas facciones y su boca
sensual, en la que se dibuja una delicada ironía
b. Pero su más hermoso, su perdurable
monumento, le constituyen sus
Obras completas (Buenos Aires, 1887), en ocho
volúmenes, y sus
Escritos póstumos (1895), en diez y seis volúmenes, de los cuales, el
segundo está formado por
El crimen de la guerra.
El motivo principal del libro es la injusticia de la guerra. El litigante que marcha a la
guerra, es juez en propia causa; esto es, no es juez en absoluto, porque no tiene esa
imparcialidad que es la condición esencial del juez. Para sostener su tesis, Alberdi no
recurre a presentar los horrores de la guerra. No es sentimentalista: en el capítulo X,
párrafo 20, declara formalmente que "la guerra no es un mal como violencia".
Acepta de buen grado cualquier violencia, si quien la inflige es la conciencia general. Si
consultamos sus tratados constitucionales, probablemente encontraremos, además, que es
un gran error identificar la conciencia general, con los impulsos momentáneos y mal
informados de la pasión
c. Interpretada así su afirmación, equivale teóricamente a decir
que cualquier daño meramente físico, aunque sea extremo, no puede, en absoluto, ser
condenado como tal, está probado por la conciencia universal ilustrada. Esto, sin
embargo, es una proposición académica. Los males que causa la guerra en la práctica, son
infligidos contra la conciencia universal por una parte interesada que no tienen derecho a
erigirse en juez.
Su tesis principal es ésta: La guerra nos causa horror porque, esencialmente, es una
injusticia.
El libro comienza con un examen del "Origen histórico del Derecho de la Guerra".
Alberdi atribuye su injusticia a las prácticas de los tiempos clásicos, y, particularmente,
de Roma, donde ningún extranjero tenía derechos contra el Estado. La adhesión de
Grocio a los principios romanos tuvo desastrosa influencia en el Derecho Internacional
moderno. Es necesario tener en cuenta, que lo que condena Alberdi es el Derecho Privado
de Roma, ni las analogías que, provechosamente, extrajo Grocio de él para el arreglo de
las disputas internacionales. Es el opresivo y arrogante Derecho Público Romano, el que
Alberdi considera como el generador del repulsivo Derecho de la Guerra moderna. En el
capítulo siguiente, sobre la "Naturaleza Jurídica de la Guerra", desarrolla en todos sus
aspectos la tesis que condena la guerra por su condición de juez en causa propia. En el
tercero traza a grandes rasgos los orígenes de la Legislación Internacional, y pone de
manifiesto las grandes desventuras que por su conexión con el comercio y la libertad ha
arrojado sobre éstos. Menosprecia, naturalmente, la obra de los juristas, que considera
únicamente como la adopción de las prácticas ya establecidas por los hombres, lo cual,
desde luego, es en cierto modo una verdad evidente. El inmediato capítulo está dedicado
a la determinación de la responsabilidad por la guerra; y aquí el cándido individualismo
del autor le conduce a dejar de lado las crueles teorías de la "responsabilidad colectiva",
tan extendidas aún, por desdicha, y a recomendar que a los ministros y generales se les
exija responsabilidad directa por sus actos directos.
A continuación, en el capítulo V, analiza Alberdi los males que la guerra lleva consigo.
Desapasionadamente señala las pérdidas que aun el beligerante victorioso sufre en su
libertad, en su propiedad, en su población y en su
moral; y en el capítulo VI indica el
único remedio positivo, la cultura. El VII, que titula, algo fantásticamente,
El Soldado de
la Paz
muestra con toda claridad la manera cómo ha de crearse esa atmósfera de cultura
pacífica. En oposición a las ideas de los que ven en el espíritu belicoso la única garantía
de la libertad nacional, afirma que la paz y la libertad son complementarias, y que no es
más libre una sociedad porque cada uno de sus miembros esté preparado para lanzarse a
la lucha. El capítulo VIII tiene por objeto demostrar que aún el soldado profesional se
está despojando de sus características guerreras, y tiende a identificarse con el "Soldado
de la Paz" -el Guardia Nacional del Mundo. El IX vuelve al tema original de la autoridad
del
Orbis terrarum como securus judex. Esta autoridad final no es otra cosa que los
desdeñados neutrales, que tan poco considerados han sido en comparación con los
beligerantes. ¿Por qué no hacer que cada nación esté permanentemente neutralizada,
como Bélgica y Suiza? ¿Por qué no llegar a hacer que se considere como imperdonable
crimen, para una nación, cruzar por la fuerza las fronteras de otra? En el capítulo X
expone minuciosamente la teoría del "Pueblo Mundo", constituido por la normal,
desinteresada y universal opinión de los hombres de toda la tierra. Demuestra en él cómo
los individuos podrían para ello confiar en sus propias fuerzas, independientemente y aun
en contra de sus propios gobiernos. Opina el autor que la cristalización de esta fuerza
universal debe ser gradual, espontánea y basada en el sentimiento común, más bien que
sobre compromisos o pactos escritos; y cuán distinto sería esto a que imitase los
Gobiernos dictatoriales de los Estados existentes. Invoca la analogía de la teoría
evolucionista, y demuestra que la legislación es más bien que la creación, la expresión del
derecho; el cual, en realidad, existe en las necesidades de la naturaleza humana. Su
capitulo último, titulado "La Guerra del Cesarismo en el Nuevo Mundo", investiga la
causa de esa afición a la guerra, que con sucesos muy recientes caracteriza a la América
del Sur. Descubre esa causa en el hecho de que la gloria de ese continente -su gran
contribución al beneficio de la humanidad- consiste en la realización de su
independencia. Esto tuvo que hacerse por medio de la fuerza; y la consecuencia fue una
ilógica glorificación dela guerra
per se, aun emprendida sin una causa de absoluta
justicia. Traza a grandes rasgos la historia de la República Argentina, y muestra cómo la
guerra condujo a la dictadura, y la dictadura a la guerra.
Los
Apuntes sobre la guerra, que forman un a modo de apéndice, contienen gran copia
de datos y observaciones de gran valor que probablemente tenía la intención de incluir en
el cuerpo principal del libro, ya en forma de notas, ya como texto. Están relacionados
íntima y constantemente con el texto, que complementa en importantes puntos. Aparte de
una notable amplificación de las doctrinas del autor acerca de la guerra, considerada
como injusticia, y de la organización universal, contienen, desde el párrafo 20 hasta el
final, un detenido examen del espíritu con que la guerra franco-prusiana fue emprendida
y sostenida por Prusia. Aquí vuelve el autor a su comparación favorita de Alemania con
el Imperio romano, y en los párrafos 47 y 48 predice enteramente y de una manera
asombrosa la situación germano-británica del presente momento.
Su admiración por la serenidad inglesa, por su habilidad práctica y su industria, no tiene
límites; y también por ese individualismo y esa seguridad en sí propio -características del
pueblo inglés- que en estos últimos veinte años han llegado a ser poco más que un
recuerdo. Y entiende que una nación que busca vivir por la guerra y no por la industria
(aquí se anticipa a H. Spencer), marcha a su ruina. Es opuesto al colectivismo en todas
sus formas y aspectos, como una mixtificación de la voluntad general - lo que no ha
impedido a Juan Jaurés hacer los más calurosos elogios de este libro en una lectura
pública que dio en Buenos Aires en 1911-. Como ejemplo de su espíritu epigramático,
citaremos únicamente su observación: que la paz no viene por la guerra; viene por el
sosiego.
Pocas palabras debemos añadir para poner de manifiesto el concepto del Derecho, según
Alberdi.
Los legisladores y los estadistas ingleses están acostumbrados, desde hace mucho tiempo,
a considerar el Derecho como la expresión de la voluntad arbitraria de un Soberano-Rey
o Parlamento. La ausencia de una Constitución escrita les ha llevado a preguntarse a sí
mismos: "¿Qué es lo que confiere este poder al Soberano y le impone limitaciones?
Porque las 1imitaciones existen: el Parlamento carece de poder, a menos que actúe en
cierta forma legal determinada. Pero el poder, generalmente ilimitado, del Parlamento
llena todo el campo visual, y olvidamos inquirir qué o quién lo crea. Parece que existiera
por sí, y así ha sido durante trescientos años.
Un legislador continental o un estadista escocés entiende, por el contrario, que el derecho
es algo más que la orden de un déspota. Frente al déspota y creando y limitando al
déspota, está la fuerza del derecho, que reside en la conciencia universal de una soberanía
suprema. Esto no es simple moralidad; es ley estricta: tan ley como una sanción del
Parlamento, y perdura sobre los actos de naturaleza humana.
Esta concepción de un derecho trascendental, diferente de la moralidad, resulta oscura y
de difícil comprensión para los tratadistas ingleses; pero no es más difícil ni más oscura
que la naturaleza humana. Esta existe, y por lo tanto, tiene su conciencia común de lo que
es estrictamente obligatorio. En virtud de esta común humanidad, de esta conciencia
universal -nosotros diríamos más llanamente, el derecho natural- existen los diferentes
estados y sus diversas leyes nacionales En virtud de esto, también los soberanos y los
legisladores derivan sus poderes y sus limitaciones. Las particulares legislaciones
nacionales son únicamente las facetas de este principio universal - la conciencia que la
naturaleza tiene de reglas estrictamente obligatorias.
El derecho puede ser contradicho; pero no puede ser resistido permanentemente.
Oponerse a él es cometer una maldad. Descubrirle y seguirle, es ser legislador. "Un Dios,
una Humanidad, un Derecho, su guía", tal es la inspirada frase de Juan Bautista Alberdi.
Thomas Baty
[En su edición Joaquín V. González reproduce una nota explicativa al siguiente PREFACIO, escrita por el
señor Franciso Cruz, editor de las
Obras Póstumas
"Algún tiempo antes de estallar la guerra franco-prusiana, la
Liga Internacional y
permanente de la Paz,
abrió en 1870 una subscripción con el objeto de acordar un premio
de cinco mil francos al autor de la mejor obra popular contra la guerra.
"Explicando en una nota el motivo de su determinación de tomar parte en el concurso, el
Dr. Alberdi, dice: 'Si el autor escribiese no sería por el premio, sino previa renuncia de él
en la hipótesis de merecerlo, por ceder a una idea preconcebida que coincide con la del
concurso, y sólo por llamar la atención sobre ella en una ocasión especial, en el interés de
América.'
de Juan Bautista Alberdi.]
(1810-1884)
/1870
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:24 |
Para el prefacio
La victoria en los certámenes, como en los combates, no es la obra del que juzga. El juez
la declara, pero no la
hace ni la da. Son los vencidos los que hacen al vencedor. A este
título concurro en esta lucha: busco el honor de caer en obsequio del laureado de la paz.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Concurro desde fuera para escapar a toda sospecha de interés, a toda herida de amor
propio, a todo motivo de aplaudir el desastre de los excluidos. Asisto por las ventanas a
ver el festín desde fuera, sin tomar parte de él, como el mosquetero de un baile en Sud-
América, como el neutral en la lucha, que, aunque de honor y filantropía, es lucha y
guerra. Es emplear la guerra para remediar la guerra, homeopatía en que no creo.
Si no escribo en la mejor lengua, escribo en la que hablan cuarenta millones de hombres
montados en guerra por su temperamento y por su historia.
Pertenezco al suelo abusivo de la guerra, que es la América del Sud, donde la necesidad
de hombres es tan grande como la desesperación de ellos por los horrores de la guerra
inacabable. Es otra de las causas de mi presencia extraña en este concurso de
inteligencias superiores a la mía.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Juan Bautista Alberdi
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:25 |
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:35 |
"En todas las guerras, el campo de batalla y la lista de bajas son ocupados mayoritariamente por jóvenes pobres, con los mínimos rangos militares. En Vietnam, tres de cada cuatro norteamericanos muertos tenían entre 17 y 22 años y su grado era inferior al de sargento. El sistema de reclutamiento, especialmente sus excepciones, era groseramente inequitativo. Concedía prórrogas generosas a los matriculados en universidades. Permitía así a ricos y astutos -el ex vicepresidente Quayle, el presidente Clinton, y el actual presidente Bush, por ejemplo- evitar el servicio, condenando al resto, principalmente negros y proletarios blancos, a pelear y, en una alta proporción, a morir. Dentro de las fuerzas, la proporción de negros, en relación con los blancos, fue más alta en los roles combatientes que en los no combatientes. En la guerra de las Malvinas, todos los oficiales pudieron evacuar el crucero "General Belgrano". Los cientos de muertos fueron conscriptos y suboficiales de rango ínfimo. En el ejército argentino menos de uno por cada diez muertos fueron oficiales. En la armada, los oficiales muertos fueron nueve contra ciento treinta conscriptos y más de doscientos suboficiales. En la guerra del Golfo Pérsico, en el lado norteamericano, aunque los negros constituían sólo el 14 por ciento de la población en condiciones de alistamiento, eran, sin embargo, el 22 por ciento de los efectivamente reclutados. En el ejército, que se suponía el segmento más vulnerable y riesgoso, esa cifra subía al 28 por ciento. Los hijos del 15 por ciento más rico de la población estaban presentes en la guerra en una proporción de un quinto respecto del promedio nacional. Entre los alistados sólo el 20 por ciento tenía un progenitor con graduación universitaria. La progenie del poder estaba lejos de las arenas de Arabia Saudita. Sólo dos miembros del Congreso y ningún integrante del gabinete de Bush, padre, tenían hijos en la guerra. Los responsables estaban aislados de las consecuencias de sus decisiones y opiniones sobre la guerra. "Animémonos y vayan", esa exhortación irrisoria que los argentinos le atribuimos a un general brasileño del siglo pasado, define en buena medida una constante de todos las guerras. En estos años bélicos tiene sentido volver a las páginas de nuestro promotor de la paz."
SALVADOR MARÍA LOZADA
Notas * Presidente del IADE. Presidente honorario de la Asociación Internacional de Derecho Constitucional (Belgrado) ** RE 195 |
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