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General: JUAN BAUTISTA ALBERDI EL CRIMEN DE LA GUERRA
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Respuesta  Mensaje 1 de 47 en el tema 
De: albi  (Mensaje original) Enviado: 22/11/2010 19:00

Capítulo I. Derecho histórico de la guerra

I. Origen histórico del derecho de la guerra - II. Naturaleza del crimen de la guerra - III. Sentido sofístico

en que la guerra es un derecho - IV. Fundamento racional del derecho de la guerra - V. La guerra como

justicia penal - VI. Orígenes y causas bárbaras de la guerra en los tiempos actuales - VII. Solución de los

conflictos por el poder.

I. Origen histórico del derecho de la guerra

El crimen de la guerra.

Esta palabra nos sorprende, sólo en fuerza del grande hábito que

tenemos de esta otra, que es la realmente incomprensible y monstruosa:

el derecho de la

guerra,

es decir, el derecho del homicidio, del robo, del incendio, de la devastación en la

más grande escala posible; porque esto es la guerra, y si no es esto, la guerra no es la

guerra.

Estos actos son

crímenes por las leyes de todas las naciones del mundo. La guerra los

sanciona y convierte en actos honestos y legítimos, viniendo a ser en realidad la guerra el

derecho del crimen,

contrasentido espantoso y sacrílego, que es un sarcasmo contra la

civilización.

Esto se explica por la historia. El derecho de gentes que practicamos es

romano de origen

como nuestra raza y nuestra civilización.

El derecho de gentes romano

I , era el derecho del pueblo romano para con el extranjero.

Y como el

extranjero para el romano era sinónimo del bárbaro y del enemigo, todo su

derecho externo era equivalente al

derecho de la guerra.

El acto que era un crimen de un romano para con otro, no lo era de un romano para con el

extranjero.

Era natural que para ellos hubiese dos derechos y dos justicias, porque todos los hombres

no eran hermanos, ni todos iguales. Más tarde ha venido la moral cristiana, pero han

quedado siempre las dos justicias del derecho romano, viviendo a su lado, como rutina

más fuerte que la ley.

Se cree generalmente que no hemos tomado a los romanos sino su

derecho civil:

ciertamente que era lo mejor de su legislación, porque era la ley con que se trataban a sí

mismos: la caridad en la casa.

Pero en lo que tenían de peor, es lo que más les hemos tomado, que es su derecho público

externo e interno: el despotismo y la guerra, o más bien la guerra en sus dos fases.

Les hemos tomado la guerra, es decir, el crimen, como medio legal de discusión, y sobre

todo de engrandecimiento, la guerra, es decir, el crimen como manantial de la riqueza, y

la guerra, es decir, siempre el crimen como medio de gobierno interior. De la guerra es

nacido el gobierno de la espada, el gobierno militar, el gobierno del ejército que es el

gobierno de la fuerza sustituida a la justicia y al derecho como principio de autoridad. No

pudiendo hacer que lo que es justo sea fuerte, se ha hecho que lo que es fuerte sea justo

(Pascal).

Maquiavelo vino en pos del renacimiento de las letras romanas y griegas, y lo que se

llama el

maquiavelismo no es más que el derecho público romano restaurado. No se dirá

que Maquiavelo tuvo otra fuente de doctrina que la historia romana, en cuyo

conocimiento era profundo. El fraude en la política, el dolo en el gobierno, el engaño en

las relaciones de los Estados, no es la invención del republicano de Florencia, que, al

contrario, amaba la libertad y la sirvió bajo los Médicis en los tiempos floridos de la Italia

moderna. Todas las doctrinas malsanas que se atribuyen a la invención de Maquiavelo,

las habían practicado los romanos. Montesquieu nos ha demostrado el secreto ominoso de

su engrandecimiento. Una grandeza nacida del olvido del derecho debió necesariamente

naufragar en el abismo de su cuna, y así aconteció para la educación política del género

humano.

La educación se hace, no hay que dudarlo, pero con lentitud.

Todavía somos romanos en el modo de entender y practicar las máximas del derecho

público o del gobierno de los pueblos.

Para no probarlo sino por un ejemplo estrepitoso y actual, veamos la Prusia de 1866

1.

Ella ha demostrado ser el país del derecho romano por excelencia, no sólo como ciencia y

estudio, sino como práctica. Niebühr y Savigny no podían dejar de producir a Bismarck,

digno de un asiento en el Senado Romano de los tiempos en que Cartago, Egipto y la

Grecia, eran tomados como materiales brutos para la constitución del edificio romano.

El olvido franco y candoroso del derecho, la conquista inconsciente, por decirlo así, el

despojo y la anexión violenta, practicados como medios legales de engrandecimiento, la

necesidad de ser grande y poderoso por vía de lujo, invocada como razón legítima para

apoderarse del débil y comerlo, son simples máximas del derecho de gentes romano

II, que

consideró la guerra como una industria tan legítima como lo es para nosotros el comercio,

la agricultura, el trabajo industrial. No es más que un vestigio de esa política, la que la

Europa sorprendida sin razón admira en el conde de Bismarck.

Así se explica la repulsión instintiva contra el derecho público romano, de los talentos

que se inspiraron en la democracia cristiana y moderna, tales como Tocqueville,

Laboulaye, Acollas, Chevalier, Coquerel, etc.

La democracia no se engaña en su aversión instintiva al cesarismo. Es la antipatía del

derecho a la fuerza como base de autoridad; de la razón al capricho como regla de

gobierno.

La espada de la justicia no es la espada de la guerra. La justicia, lejos de ser beligerante,

es ajena de interés y es neutral en el debate sometido a su fallo. La guerra deja de ser

guerra si no es el duelo de dos litigantes armados que se hacen justicia mutua por la

fuerza de su espada.

La espada de la guerra es la espada de la parte litigante, es decir, parcial y necesariamente

injusta.

II. Naturaleza del crimen de la guerra

El crimen de la guerra

es el de la justicia ejercida de un modo criminal, pues también la

justicia puede servir de instrumento del crimen, y nada lo prueba mejor que la guerra

misma, la cual es un

derecho, como lo demuestra Grocio, pero un derecho que, debiendo

ser ejercido por la parte interesada, erigida en juez de su cuestión, no puede

humanamente dejar de ser parcial en su favor al ejercerlo, y en esa parcialidad,

generalmente enorme, reside el crimen de la guerra.

La guerra es el crimen de los soberanos, es decir, de los encargados de ejercer el derecho

del Estado a juzgar su pleito con otro Estado.

Toda guerra es presumida justa porque todo acto soberano, como acto legal, es decir, del

legislador, es presumido justo. Pero como todo juez deja de ser justo cuando juzga su

propio pleito, la guerra, por ser la justicia de la parte, se presume injusta de derecho.

La guerra considerada como crimen, -el

crimen de la guerra- no puede ser objeto de un

libro, sino de un capítulo del libro que trata del derecho de las Naciones entre sí: es el

capítulo del derecho penal internacional. Pero ese capítulo es dominado por el libro en su

principio y doctrina. Así, hablar del crimen de la guerra, es tocar todo el derecho de

gentes por su base.

El crimen de la guerra reside en las relaciones de la guerra con la moral, con la justicia

absoluta, con la religión aplicada y práctica, porque esto es lo que forma la ley natural o

el derecho natural de las naciones, como de los individuos

III.

Que el crimen sea cometido por uno o por mil, contra uno o contra mil, el crimen en sí

mismo es siempre el crimen.

Para probar que la guerra es un crimen, es decir, una violencia de la justicia en el

exterminio de seres libres y jurídicos, el proceder debe ser el mismo que el derecho penal

emplea diariamente para probar la criminalidad de un hecho y de un hombre.

La estadística no es un medio de probar que la guerra es un crimen. Si lo que es crimen,

tratándose de uno, lo es igualmente tratándose de mil, y el número y la cantidad pueden

servir para la apreciación de las circunstancias del crimen, no para su naturaleza esencial,

que reside toda en sus relaciones con la ley moral.

La moral cristiana, es la moral de la civilización actual por excelencia; o al menos no hay

moral civilizada que no coincida con ella en su incompatibilidad absoluta con la guerra.

El cristianismo como la ley fundamental de la sociedad moderna, es la abolición de la

guerra, o mejor dicho, su condenación como un crimen.

Ante la ley distintiva de la cristiandad, la guerra es evidentemente un crimen. Negar la

posibilidad de su abolición definitiva y absoluta, es poner en duda la practicabilidad de la

ley cristiana.

El R. Padre Jacinto decía en su discurso (del 24 de junio de 1863), que el catecismo de la

religión cristiana es el catecismo de la paz. Era hablar con la modestia de un sacerdote de

Jesucristo.

El Evangelio es el derecho de gentes moderno, es la verdadera ley de las naciones

civilizadas, como es la ley privada de los hombres civilizados.

El día que el Cristo ha dicho:

Presentad la otra mejilla al que os dé una bofetada, la

victoria ha cambiado de naturaleza y de asiento, la gloria humana ha cambiado de

principio.

El cesarismo ha recibido con esa gran palabra su herida de muerte. Las armas que eran

todo su honor, han dejado de ser útiles para la protección del derecho refugiado en la

generosidad sublime y heroica.

La gloria desde entonces no está del lado de las armas, sino vecina de los mártires;

ejemplo: el mismo Cristo, cuya humillación y castigo sufrido sin defensa, es el símbolo

de la grandeza sobrehumana. Todos los Césares se han postrado a los pies del sublime

abofeteado.

Por el arma de su humildad, el cristianismo ha conquistado las dos cosas más grandes de

la tierra: la paz y la libertad.

Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad, era como decir paz a los humildes,

libertad a los mansos, porque la buena voluntad es la que sabe ceder pudiendo resistir.

La razón porque sólo son libres los humildes, es que la humildad, como la libertad, es el

respeto del hombre al hombre; es la libertad del uno, que se inclina respetuosa ante la

libertad de su semejante; es la lib ertad de cada uno erigida en majestad ante la libertad del

otro.

No tiene otro secreto ese amor respetuoso por la paz, que distingue a los pueblos libres.

El hombre libre, por su naturaleza moral, se acerca del cordero más que del león: es

manso y paciente por su naturaleza esencial, y esa mansedumbre es el signo y el resorte

de la libertad, porque es ejercida por el hombre respecto del hombre.

Todo pueblo en que el hombre es violento, es pueblo esclavo.

La violencia, es decir la guerra, está en cada hombre, como la libertad, vive en cada

viviente, donde ella vive en realidad.

La paz, no vive en los tratados ni en las leyes internacionales escritas; existe en la

constitución moral de cada hombre; en el modo de ser que su voluntad ha recibido de la

ley moral según la cual ha sido educado. El cristiano, es el hombre de paz, o no es

cristiano.

Que la humildad cristiana es el alma de la sociedad civilizada moderna, a cada instante se

nos escapa una prueba involuntaria. Ante un agravio contestado por un acto de

generosidad, todos maquinalmente exclamamos:

-¡qué noble! ¡qué grande! -Ante un acto

de venganza, decimos al contrario:

-¡qué cobarde! ¡qué bajo! ¡qué estrecho! -Si la gloria

y el honor son del grande y del noble, no del cobarde, la gloria es del que sabe ve ncer su

instinto de destruir, no del que cede miserablemente a ese instinto animal. El grande, el

magnánimo es el que sabe perdonar las grandes y magnas ofensas. Cuanto más grande es

la ofensa perdonada, más grande es la nobleza del que perdona.

Por lo demás, conviene no olvidar que no siempre la guerra es crimen: también es la

justicia cuando es el castigo del crimen de la guerra criminal. En la criminalidad

internacional sucede lo que en la civil o doméstica: el homicidio es crimen cuando lo

comete el asesino, y es justicia cuando lo hace ejecutar el juez.

Lo triste es que la guerra puede ser abolida como justicia, es decir, como la pena de

muerte de las naciones; pero abolirla como crimen, es como abolir el crimen mismo, que,

lejos de ser obra de la ley, es la violación de la ley. En esta virtud, las guerras serán

progresivamente más raras por la misma causa que disminuye el número de crímenes: la

civilización moral Y material, es decir, la mejora del hombre.



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Respuesta  Mensaje 18 de 47 en el tema 
De: albi Enviado: 22/11/2010 19:12

Capítulo VIII. El soldado del porvenir

I. La publicidad de la sentencia - II. La profesión de la guerra - III. Análisis - IV. La espada virgen - V. El

guardia nacional - VI. El soldado de la ciencia.

I. La publicidad de la sentencia

Si hay motivo para tener en menos el oficio de verdugo, no obstante su honesto fin de

ejecutor de los fallos de la sociedad que se defiende contra el crimen, no hay razón para

mirar de otro modo al soldado. El rol de los dos en el fondo es idéntico, y si alguna

diferencia real existe, es en favor del verdugo; pues si es raro que en cien ejecuciones

haya dos en que el verdugo no purgue a la sociedad de un asesino o de un bandido, más

raro es todavía que en cien guerras haya dos en que el soldado mate con justicia al

enemigo de su soberano.

Si el rol del verdugo nos causa disgusto, es que la pena de muerte repugna a la naturaleza

y excede siempre al crimen más grande por sus proporciones.

La sociedad rehabilita al asesino matándolo, es decir, matando como él, y de ello es un

testimonio la simpatía pública que excita el ajusticiado. Para agrandar el error que el

asesinato inspira, la sociedad debe dejar al asesino el monopolio de ese horror. De ese

modo el homicidio y el asesinato serán idénticos y sinónimos.

Dejar vivir al asesino es prolongar su castigo sin horrorizar a la sociedad.

La impunidad no existe en el orden moral de la naturaleza, sino cuando el criminal queda

desconocido: aun entonces lleva en su alma la voz de ese juez del crimen que se llama la

conciencia. Si el criminal es conocido Y declarado tal por la sociedad entera, su castigo

está asegurado con eso solo. El será tan largo como su existencia ignominiosa y

miserable, porque en todas partes se hallará recibido con el horror que inspiran los tigres

y las serpientes.

En lo criminal como en lo político, la luz es el control de los controles.

Asegurad al delito y al delincuente, al crimen y al criminal, toda la publicidad de que es

capaz un acto humano, y no os ocupéis más de la pena material. La prensa, el telégrafo, la

fotografía, la pintura, el mármol, todos los medios de publicidad deben ser aplicados a la

sentencia del hombre y de la fisonomía del criminal; y las naciones se deben cambiar

esos registros o protocolos del crimen, para no dejarle asilo ni medio alguno de

impunidad.

Que la penalidad humana tiende a esos destinos no hay la menor duda. Lo prueba ya la

desaparición de muchos castigos horribles, que las generaciones pasadas consideraban

como indispensables a la defensa del orden social. No por eso la criminalidad se ha

multiplicado; al contrario, ella ha disminuido; y no hay por qué dudar, en vista de ese

precedente, que la extinción absoluta de los castigos sangrientos en un porvenir más feliz

de la humanidad, no sea seguida de una disminución casi absoluta de los crímenes

capitales.

Así, el tribunal, el juez que necesita el mundo y que ha de tener un día, mediante sus

progresos indefinidos, no es el juez que

castiga, sino el juez que juzga, el juez que

condena,

el juez que infama por su condenación, el juez que excomulga de la conciencia

de los honestos, de los buenos,

de los dignos, de los civilizados.

Eso basta para el castigo del crimen y de los criminales de la guerra, y para la

pacificación gradual y progresiva del mundo.

Ese juez se forma y constituye a medida que el mundo se consolida y centraliza por los

mil brazos de la civilización moderna.

II. La profesión de la guerra

Soldado y guerrero no son sinónimos.

El soldado, en su más noble y generoso rol, es el guardián de la paz, pues su instituto es

mantener el orden, que es sinónimo de paz, no el desorden, que es sinónimo de guerra.

El soldado es el auxiliar del juez, el brazo de la ley, el héroe de la paz, y Washington es

su más cabal personificación moderna.

Hacer de la guerra una profesión, una carrera de vivir, como la medicina, el derecho, etc.,

es una inmoralidad espantosa. Ningún militar sensato osaría que su profesión es la de

matar hombres por mayor y en grande escala. Luego la guerra es la parte excepcional y

extrema de la carrera del soldado, que naturalmente es más noble y brillante cuanto

menos batallas cuenta. Si esto no fuese una verdad, la gloria del general Washington no

sería más grande que la del general Bonaparte.

Hacer de la guerra la profesión y carrera del soldado, en una democracia, es convertir la

guerra en estado permanente y normal del país.

Ejemplo de esto, la democracia de las Repúblicas de Sud América.

El soldado no tiene más que un pensamiento, que absorbe su vida: llegar a ser general; y

como no se ganan los grados sino en los campos de batalla, la guerra viene a ser para toda

una clase del Estado una manera de elevarse a los honores, al rango, a la riqueza; y si el

rango y los grados elevados, productivos de grandes salarios, son un privilegio vitalicio

del militar, la guerra viene a ser la reina de las industrias del país, pues no sólo produce

rango y riquezas sino privilegios vitalicios de una verdadera aristocracia.

Así se explica que la guerra en Méjico, en el Perú, en el Plata, ha sido crónica en este

siglo y en lugar de producir instituciones libres como ha blasonado tener por objeto, ha

producido generales por centenares, es decir, otra aristocracia en lugar de la destruida por

la revolución contra España.

III. Análisis

En la guerra, considerada como un

crimen, los soldados y agentes que la ejecutan son

cómplices del soberano que la ordena

7.

En la guerra considerada como un acto de justicia penal, el soldado ejecutor del castigo

hace el papel de verdugo internacional. Su papel puede ser legal, útil, meritorio; pero no

es más brillante que el del que ejecuta los fallos con que la justicia criminal ordinaria

venga a la sociedad ultrajada. El verdugo no es más que el soldado de la ley penal

ordinaria; y si los fallos que pone en obra son justos y útiles, no hay razón para que el

verdugo no sea acreedor a los honores extremos con que los soberanos cubren los

miembros ensangrentados de sus verdugos internacionales.

Asimilad la justicia criminal internacional a la justicia criminal ordinaria, y bastará eso

sólo para que el papel del soldado ejecutor de los estragos de la guerra se equipare al del

verdugo, si la guerra es legal y justa; o al del asesino y ladrón, por complicidad, si la

guerra es un crimen; o al papel de las bestias de combate, si la guerra es un juego de azar,

llamada a resolver, con los ojos vendados y con la punta de la espada, las cuestiones que

no encuentren solución racional, ni juez que la dé.

Si el verdugo internacional merece condecoraciones y cruces, por su servic io de justicia,

no las merece menos el verdugo, que ejecuta las decisiones de la justicia criminal

ordinaria en defensa de la sociedad.

Honrar al ejecutor en grande, y deshonrar al ejecutor en pequeño, es el colmo de la

iniquidad: sólo el

derecho de la guerra puede hacer tal injusticia.

Ya el olfato de la democracia se apercibe con razón que el oro de las cruces es para cubrir

la sangre, como los perfumes en los climas ecuatoriales para disimular la putrefacción.

Cada cruz es una matanza y un entierro de miles de hombres.

Es el más condecorado el que ha quitado más vidas en la tierra.

IV. La espada virgen

El hombre de espada no tiene más que un modo de ilustrar su carrera terrible en lo futuro,

y es el de no desnudarla jamás de la vaina.

La espada virgen, que tanto ha dado que reír a la comedia, es la única digna de los

honores del soldado del porvenir.

Junto con la guerra, el hombre de guerra tiende a desaparecer con su oficio tétrico, ante

los progresos de la santa y noble democracia armada, como el apóstol, de las armas de la

luz.

Desde la aurora del derecho internacional moderno, ya se descubría bajo la pluma de

Grocio, esta dirección futura de la carrera militar. Dedicando su

Derecho de la Guerra a

Luis XIII, le decía: - "Cuán bello, cuán glorioso, cuán dulce a nuestra conciencia, será el

poder decir con confianza, cuando un día os llame Dios a su Reino: Esta espada que he

recibido de vuestras manos para defender la justicia, yo os la devuelvo inmaculada de

toda sangre temerariamente vertida, pura e inocente".

Como la espada de

Damocles la de la democracia debe amenazar siempre y no herir

jamás.

Y si el honor de no haber quitado vida alguna fuese deslucido y poco glorioso al soldado

de la civilización, quiere decir que no le queda otro que el que es muy justo conceder por

un titulo opuesto al verdugo que más servicios ha hecho a la sociedad, decapitando

centenares de asesinos.

Un síntoma del porvenir de la espada como carrera, es la decadencia creciente de su

prestigio romano y feudal, en las Repúblicas y democracias modernas.

Ya en América se regimentan los soldados, como los verdugos, en las cárceles y

presidios, porque el oficio de matar y enterrar, aunque sea en nombre de la justicia,

repugna a la dignidad humana.

Abolidas por la democracia, las distinciones y honores dejan de ser un recurso para cubrir

con un exterior fascinador los pechos y brazos de los verdugos de las naciones basados en

sangre humana.

V. El guardia nacional

Hay un soldado más noble y bello que el de la guerra: es el soldado de la paz. Yo diría

que es el único soldado digno y glorioso. Si la bella ilusión querida de todos los nobles

corazones, de la paz universal y perpetua, llegase a ser una realidad, la condición del

soldado sería exactamente la del soldado de la paz.

Así,

soldado no es sinónimo de guerrero. Los mismos romanos dividían la milicia en

togada

y armada. No es mi pensamiento que todo soldado se convierta en abogado; sino

que el soldado no tenga más misión ni oficio que defender la paz.

La misma guerra actual, para excusar su carácter feroz, protesta que su objeto es la paz.

El soldado necesitaría de su espada para defender la neutralidad de su país, es decir, que

el suelo sagrado en que ha nacido no sea manchado con sangre humana, ni profanado con

el más desmedido o inconmensurable de los crímenes.

El día que dos pueblos que se dan el placer de entre destruirse, como dos bestias feroces,

no encuentren sino malas caras y desprecio por todas partes entre el mundo honesto que

los observa escandalizado, la guerra perderá su carácter escénico y vanidoso, que es uno

de sus grandes estímulos.

Como la sociedad civil se arma sólo por defenderse del asesino, del ladrón, del bandido

doméstico, ella podría no dar otro destino a sus ejércitos que el que tienen sus guardias

civiles, municipales, campestres, nacionales, etc.

La civilización política no habrá llegado a su término, sino cuando el soldado no tenga

otro carácter que el de un

guardia nacional de la humanidad.

Los mejores ejércitos, los que han hecho más prodigios en la historia, son los que se

improvisan ante los supremos peligros y se componen de la masa entera del pueblo,

jóvenes y viejos, mujeres y niños, sanos y enfermos. Ante la majestad de ese ejército

sagrado, la iniquidad del crimen de la guerra de agresión no tiene excusa porque es

seguro que un ejército así compuesto no será agredido jamás por otro de su misma

composición.

La frontera es la expansión geográfica del derecho; límite sagrado de la patria, que el pie

del soldado no debe traspasar ni para salir ni para entrar; pues el medio de que no lo viole

el soldado de fuera, es que no lo quebrante el soldado de casa.

El soldado debe ser el guardián de la patria, es decir, de la casa, del hogar; y el mejor y

más noble medio de defender el hogar sin ser sospechado de agredir con pretextos de

defenderse, es no sacar el pie del suelo de la patria.

Así como la presencia del malhechor en casa ajena es una presunción de su crimen en lo

civil, así todo Estado que invade a otro debe ser presumido criminal, y tenido como tal

sin ser oído por el mundo hasta que desocupe el país ajeno. Quedar en él, con cualquier

pretexto, es conquistarlo.

La frontera debe ser una barricada, si es verdad que toda guerra internacional tiende a ser

considerada como una

guerra civil. La barricada internacional es el remedio de los

ejércitos internacionales, y el preservativo de las casernas y cuarteles.

VI. El soldado de la ciencia

Hoy mismo existen síntomas expresivos del carácter pacífico del soldado del porvenir.

El soldado más inteligente de este siglo cuida de cubrir su rol terrible, con el exterior más

humano, más blando, más caritativo, por decirlo así.

Comparad un soldado del Oriente bárbaro, con un soldado del Occidente civilizado: el

primero es feroz, en la realidad tanto como en la apariencia: el otro es manso, inofensivo,

culto, en lo exterior al menos.

El uno representa el tigre, el otro se asemeja al león.

En cuanto soldados, los dos representan, es verdad, la bravura animal de las bestias

bravas.

Pero desde que el soldado más culto y civilizado comprende que necesita ser y aparecer

manso y pacífico para ser respetable y honorable por su profesión, fácil es prever la

dirección en que tiende a transformarse la carrera militar, a medida que la civilización

cristiana extiende y arraiga sus dominios en el mundo.

El soldado moderno, educado por la libertad, se hará cada día más dueño de no hacerse

cómplice de la guerra que la conciencia condena. (Ved Grocio, t. 3, pág. 228).


Respuesta  Mensaje 19 de 47 en el tema 
De: albi Enviado: 22/11/2010 19:13

Capítulo IX. Neutralidad

I. La sociedad universal - II. Representación de la unidad - III. La misma fuerza del sentimiento - IV. El

sentimentalismo universal - V. Los neutrales - VI. Neutralización de todos los Estados - VII.

Extraterritorialidad.

I. La sociedad uni versal

¿Quién representa hoy día la

neutralidad? La generalidad, la mayoría de las naciones que

forman la sociedad-mundo.

Los neutrales que en la antigüedad fueron nada, hoy lo son todo. Ellos forman el

tercer

estado

del género humano, y ejercen o tienen la soberanía moral del mundo.

¿Qué objeto tiene la ley que mata al asesino de otro hombre? No es resucitar al muerto,

ciertamente. Es el de impedir que el asesino repita su crimen en otro hombre vivo, y que

su ejemplo sea imitado por otro hombre. Esos

otros, que no son el asesino y la víctima,

son los

neutrales de su combate singular, es decir, todos los hombres que forman la

sociedad extraña y ajena a ese combate.

Prescindir del neutral al tratar de la guerra, es prescindir del juez y del ofendido al tratar

del crimen privado o público, es decir, de la sociedad insultada por el crimen y defendida

por la pena del criminal.

La parte ofendida en todo crimen es la sociedad, y esa es la razón porque la sociedad

reclama el castigo del criminal en su defensa. En el derecho de la víctima, hollado, la

sociedad ve una amenaza al derecho de todos los demás miembros de la sociedad, es

decir, de

los neutrales, de los que no han tenido parte activa en el combate criminal, que

sin embargo, los afecta.

Y así como nadie es ne utral en la riña de dos hombres, ningún Estado lo es, en la guerra

de dos naciones, en el sentido siguiente: que si no todos son actores en la guerra, todos al

menos sufren sus efectos morales y materiales.

Luego la sociedad-mundo tiene un derecho derivado del interés de su conservación, si no

para tomar parte en la guerra (lo cual sería contradictorio), al menos para hacer todo lo

que está en su mano para desaprobarla, condenarla moralmente, castigarla por gestos, por

actitudes, por toda clase de demostraciones antipáticas.

Cuando Roma era el mundo, no podía haber neutrales si Roma entraba en guerra. Era su

enemiga la nación que no era su aliada: estaba contra Roma el que no estaba con Roma.

Y como fuera de Roma no había

naciones, sino bárbaros, no podía existir derecho

internacional donde sólo había una nación. Así, Roma llamaba

derecho de gentes, es

decir, derecho romano relativo a los extranjeros o bárbaros, a lo que se ha llamado

derecho internacional

desde que ha habido muchas naciones iguales en civilización y en

fuerza, en lugar de una sola.

¿Quiénes son desde entonces los neutrales en toda guerra? Todo el mundo, es decir, los

que no son beligerantes.

Grocio, sin embargo, ha olvidado el todo por la parte, gobernado sin duda por el derecho

romano, que prescindió de los neutros, por la sencilla razón de que no existían entonces,

pues Roma era el mundo entero, y fuera de Roma no había sino

esclavos, colonos y

bárbaros.

Con razón observa Wheaton que ni siquiera existe en la lengua de la legalidad romana la

palabra latina que responda a la idea de neutralidad o neutro.

La palabra ha nacido con el hecho el día que la

ciudad-mundo se ha visto reemplazada

por el mundo compuesto de una masa innumerable de naciones iguales en poder y en

derecho, como el hombre de que se componen.

Los

neutrales son entonces en la gran sociedad de la humanidad lo que es la mayoría

nacional y soberana en la sociedad de cada Estado.

La neutralidad no sólo tiende a gobernar el mundo internacional, sino que penetra en el

corazón de cada Estado

XXXI, bajo la égida de la libertad de pensar, de opinar y escribir.

A la localización de la guerra va a suceder la sub- localización de esta misma, en una

función oficial de gobierno, que puede condenar y eludir todo ciudadano libre, no en

interés del enemigo sino del propio país, no por traición, sino por lealtad viril e

independiente.

Las nociones del patriotismo y la traición deben modificarse por el derecho de gentes

humanitario, en vista de los destinos que han cabido a los creadores del derecho

internacional moderno, todos ellos proscriptos y acusados de traición por un patriotismo

chauvin

y antisocial. Alberico Gentile, Grocio, Bello, Lieber, Bluntschli, ciudadanos del

mundo, como el Cristo y sus apóstoles, han encontrado el derecho internacional moderno

en el suelo de la peregrinación y el destierro en que los echó la ingratitud estrecha de su

patria local. Así, el patriotismo en el sentido griego y romano, es decir,

chauvin, ha

muerto por sus excesos. El ha creado el cosmopolitismo, es decir, el patriotismo universal

y humano.

II. Representación de la unidad

Los romanos no conocían la palabra

neutralidad, o la aptitud que esta palabra representa,

y tenían razón, en cierto modo, porque no hay neutralidad ni neutrales ante dos o más

naciones que se hacen la guerra.

La solidaridad de intereses, la mancomunidad de destinos de todos los países que viven

relacionados por el suelo o por los cambios de servicios, es tan grande, que ella excluye,

por falta de verdad, la idea de que puede ser ajeno a la guerra de dos pueblos un tercer

pueblo que vive en relación con ellos.

Las personas pueden ser relativamente neutrales o ajenas a la contienda, los intereses no

dejan nunca de ser beligerantes para las consecuencias dañinas de la guerra, por

extranjera que ella sea y por ajena que parezca.

Pero donde sufren los intereses de los hombres, ¿no sufren los hombres mismos?

Toda la neutralidad se reduce a sufrir los efectos de la guerra como un beligerante

indirecto, sin hacer activamente esa guerra por las armas.

Si todos sufren los efectos de la guerra, -beligerantes y neutrales,- todos tienen igual

derecho a intervenir en ella, para evitar sus efectos nocivos cuando menos.

La intervención, en este caso, es la defensa propia, el primero de los derechos naturales

del hombre colectivo.

Ellos eran el mundo. En sus guerras nadie era ni podía ser neutral.

Lo que eran entonces los romanos, que así entendían y practicaban el derecho de gentes,

está hoy representado por la totalidad de la Europa civilizada, no por tal o cual nación

poderosa.

Ese derecho

XXXII existe no en algunos casos, sino en todos los casos de guerra, y los

romanos tenían razón en mezclarse en todas las guerras de su tiempo, porque ellos eran

entonces la mayoría del mundo civilizado, y representaban el derecho de la sociedad

humana en general.

Todo lo que hoy forma el mundo civilizado, en el viejo continente, - la Europa, el Asia y

el Africa- formaba geográficamente el mundo de los romanos. No eran un pueblo: eran

un mundo, el

pueblo-mundo, que tiende a reconstruirse, en otra forma, sobre la base de la

autonomía nacional de los numerosos pueblos independientes y separados que han

sucedido al pueblo romano en la ocupación de sus antiguos dominios territoriales.

Los estados modernos, aunque independientes, forman un solo mundo por la solidaridad

de los intereses que los relacionan y ligan indisolublemente.

Esta solidaridad, que se agranda Y fortifica con los progresos de la civilización, excluye

la idea de que un pueblo pueda ser neutral o ajeno del todo a la guerra en que dos o más

pueblos de la gran sociedad humana hieren intereses que son de toda la comunidad dicha

neutral, no solamente de los dos estados dichos beligerantes.

III. La misma fuerza del sentimiento

Los neutrales que no saben armarse para imponer la paz en su defensa, merecen perder la

soberanía que no saben defender ni hacer respetar.

Sólo la impotencia física puede ser su excusa; pero siendo ellos la mayoría de los pueblos

de un continente, su impotencia nace de su aislamiento y desunión, es decir, de una falta

de que son responsables ellos mismos ante la civilización común y ante el interés bien

entendido de cada uno.

La neutralidad que no es armada no es neutralidad, porque su debilidad la subyuga al

beligerante a quien estorba. Pero como no hay arma capaz de sustituir a la unión en

poder, la neutralidad será siempre una quimera si no es la actitud general y común del

mundo entero, ligado o entendido a ese fin por un pacto tácito o expreso.

El día que, la neutralidad se constituya, arme y organice de este modo, la paz del mundo

dejará de ser una utopía.

Esa liga, felizmente, esa organización vendrá por sí misma, como resultado espontáneo y

lógico de la coexistencia de muchos estados ajenos a la razón local o parcial que pone en

guerra a dos o más de ellos. Si esa asociación no ha existido en otros tiempos, es porque

no existían los asociados de que debía formarse la liga. No había más que un estado; era

Roma. Era el mundo romano. Cuando Roma hacía la guerra, había beligerantes, pero no

neutrales; o más bien que una guerra, en el sentido actual de esta palabra, era el proceso y

el castigo que el mundo romano infligía al pueblo extranjero que se hacía culpable de

infidencia o agresión a su respecto.

Los neutrales dejarán de serlo a medida que adquieran el sentimiento de que son el

mundo, y que la parte ofendida en toda guerra son ellos mismos, es decir, la sociedad

humana, como en cada estado lo es la sociedad del país, para toda riña armada y

sangrienta entre dos o más de sus individuos.

Lo que ha oscurecido hasta aquí el derecho del mundo neutral o no beligerante a ejercer

una intervención judicial en toda contienda violenta en que el derecho universal es

atacado, es el error de considerar el derecho de gentes como un derecho aparte y distinto

del que protege la persona de cada hombre en la sociedad de cada país.

El derecho es uno y universal, como la gravitación. Cada cuerpo gravita según su forma y

sustancia, pero todos gravitan según la misma ley. Del mismo modo todas las criaturas

humanas obedecen en las relaciones recíprocas en que su naturaleza social las hace vivir

a un mismo derecho, que no es sino la ley natural según la cual se producen y equilibran

las facultades de que cada hombre está dotado para proveer a su existencia. El derecho de

cada hombre expira donde empieza el derecho de su semejante; y la justicia no es otra

cosa que la medida común del derecho de cada hombre.

El mismo derecho sirve de ley natural al hombre individual que al hombre colectivo, a la

persona del hombre para con el hombre, y a la persona del Estado (que no es más que el

hombre visto colectivamente) para con el Estado.

En virtud de esa generalidad del derecho, todo acto en que un hombre lo quebranta en

perjuicio de otro hombre, es un doble ultraje hecho al hombre ofendido y a la sociedad

toda entera, que vive bajo el amparo del derecho

XXXIII; y todo acto en que un estado lo

quebranta en daño de otro estado, es igualmente un doble atentado contra este estado y

contra la sociedad entera de las naciones, que vive bajo la custodia de ese mismo

derecho.

De ahí, es la sociedad nacional la misma autoridad para intervenir en la represión de las

violencias parciales en que es atropellado el derecho internacional o universal, que asiste

a la sociedad en cada estado para intervenir en la represión de las violencias parciales,

cometidas contra el derecho común en perjuicio inmediato y directo de un individuo.

Es Grocio mismo, padre del derecho internacional moderno, el que enseña esta doctrina

que alarma a los que sólo se preocupan de la independencia o libertad exterior de los

estados, sin atender a la institución de una autoridad común de todos ellos que debe servir

de garantía a la independencia de cada uno.

Bien puede suceder (y es la razón plausible de esa aberración) que esa autoridad, antes de

ser liberal o protectriz de la libertad de cada estado, empiece por ser arbitraria y

despótica, pero ¿existe sobre la tierra autoridad alguna, por justa y liberal que sea, que no

haya empezado por ser despótica?

El despotismo no es un derecho, no es un bien, es al contrario un mal, pero un mal que es

como la condición inevitable y natural de todo poder humano, por legítimo que sea.

Si por el temor de ver disminuida la independencia de los estados, se resiste a la

institución de una autoridad común del mundo para todos ellos, la guerra y la violencia

tendrán que ser la ley permanente de la humanidad, porque a falta de juez común, cada

estado tendrá que hacerse justicia a sí mismo, lo que vale decir injusticia a su enemigo

débil.

Y para evitar el despotismo inofensivo de todos, cada uno estará expuesto al despotismo

terrible de cada uno.

IV. El sentimentalismo universal

Uno de los elementos contrarios a la guerra, en cuanto sirven a la constitución de una

soberanía universal llamada a reemplazarla en la decisión de los conflictos parciales de

los pueblos, es, pues, el desarrollo de más en más creciente de esa tercera entidad que se

llama los

neutrales; esa otra actitud, diferente del estado de guerra, la cual se llama

neutralidad,

y envuelve esencialmente la segunda condición del juez, que es la

imparcialidad.

Los

neutrales, que son aquellos que no se ingieren ni participan de la guerra, son los

jueces naturales de los beligerantes por tres razones principales: Primera: porque no son

parte en el conflicto. Segunda: porque son capaces, a causa de su ingerencia en la guerra,

de la imparcialidad que no puede tener el beligerante. Tercera: porque los neutrales

representan y son la sociedad entera del género humano, depositaria de la soberanía

judicial del mundo, mientras que los beligerantes, son dos entes aislados y solitarios, que

sólo representan el desorden y la violación escandalosa del derecho internacional o

universal.

El derecho soberano del mundo neutral se hace cada día más evidente, por la apelación

instintiva que hacen a él, los mismos estados que pretenden resolver sus pleitos por la

guerra

XXXIV. Ellos dudan de la justicia de sus medios de solución, cuando apelan al juez

competente.

Así, el desarrollo del derecho o la autoridad de los neutros, significa la reducción y

disminución del derecho pretendido de los beligerantes, y si no significa eso, no significa

nada.

Ese doble movimiento inverso, es un progreso de civilización política.

El poder de los neutros, se desarrolla por sí mismo, porque no es más que la difusión y la

propagación del poder en los pueblos, que hasta aquí han vivido impotentes y

despreciados de los fuertes, y la difusión del poder no es más que la propagación y

vulgarización de la riqueza, de la inteligencia, de la educación, de la cultura, que los

pueblos más adelantados trasmiten a los otros, para las necesidades mismas de su propia

existencia civilizada.

La idea de la

neutralidad supone la de la guerra. Si no hubiese beligerantes, no habría

neutrales.

Pero este aspecto de la guerra, visto desde el punto del que no participa de ella,

es ya un progreso, porque ya es mucho que haya quien pueda ser un espectador de la

guerra sin estar forzado a tomar en ella una parte.

La existencia de esa tercera entidad se ha hecho posible desde que el poder ha dejado de

ser el monopolio de un pueblo solo. Y la producción o aparición de esa entidad pacífica

en faz de dos entidades en guerra, ha puesto a la humanidad en el camino que conduce al

hallazgo de un juez imparcial para la decisión de las cuestiones que no pueden ser

resueltas con justicia por la fuerza brutal de las partes interesadas.

Multiplicad el número de los neutrales y su importancia respectiva y dais fuerza con eso

sólo a la tercera entidad, que un día será el juez competente y exclusivo de los

beligerantes, porque esa tercera entidad neutral no es otra cosa que el mundo entero,

menos dos o tres de sus miembros constitutivos.

Generalizar la neutralidad, es localizar la guerra, es decir, aislarla en su monstruosidad

escandalosa, y reducirla poco a poco a avergonzarse de ella misma en presencia del

mundo digno y tranquilo, que la contempla horrorizado desde el terreno honroso del

derecho universal.

Los neutrales son la regla, es decir, la expresión de la ley o del derecho, que es la regla,

los beligerantes son o representan la excepción a la regla, es decir, el desvío y salida de la

regla.

El mundo debe ser gobernado por la regla, no por la excepción; por los neutrales, no por

los beligerantes.

Cuando los

neutrales hayan llegado a ser todo el mundo, la idea de neutralidad dará risa,

como daría risa hoy día el oír llamar neutral a todo el pueblo de que se compone un

Estado, considerado en su actitud de no participación en la riña ocurrida entre dos de sus

individuos.

V. Los neutrales

Así, la justicia de la guerra, es atribución exclusiva del neutral, es decir, del que no es

beligerante ni parte directamente interesada en el debate.

Y como no hay guerra que pueda ser universal, como toda guerra, de ordinario, es un

duelo singular de dos o tres Estados, se sigue que el

neutral a ese debate, no es ni más ni

menos que todo el género humano.

Así, lo que se toma como extensión creciente del derecho de los neutros, no es más que el

desarrollo del derecho del mundo no beligerante a ser juez de los debates locales de sus

miembros.

El mundo no es neutral sino en cuanto deja de ser beligerante en un encuentro dado,

como el Estado es neutral porque es ajeno al choque singular de los individuos de su

seno.

Pero la neutralidad no es sino guerra, si se la considera como la indiferencia o el

desinterés absoluto, pues así como el Estado hace suyo, porque lo es, el interés y el

castigo de todo crimen privado, la sociedad del género humano o los neutros, son los

realmente interesados y competentes para intervenir en la defensa del derecho violado

contra ella misma en la persona de uno de sus miembros.

Sin duda que es un progreso el desarrollo del derecho de los neutros comparado con el

tiempo en que la neutralidad o imparcialidad era imposible, cuando Roma que era el

mundo, poniéndose en guerra con un enemigo, no dejaba a su lado un solo espectador

desinteresado en la lucha.

Pero la neutralidad es un progreso relativo que no tarda en convertirse en un atraso

relativo.

Sin faltar a su deber y abdicar su derecho, el mundo no puede ser neutral en una guerra

que lo daña aunque no sea beligerante.

La neutralidad es el egoísmo, es la complicidad, cuando por ella abdica el mundo su

derecho de impedir y resistir un choque violento y arbitrario en que el derecho general de

la humanidad es vulnerado de una y otra parte.

¿Qué se diría de un juez, que ante el encuentro culpable de dos hombres, se declarara

neutral y les dejase despedazarse? Que se hacía cómplice del delito ante la sociedad

ofendida y traicionada por él.

Que el mundo no posea los medios de ejercer su soberanía judicial contra los Estados que

se hacen culpables del crimen de la guerra, no quita eso que le asista ese derecho

soberano, y ya es poco, en el sentido de la adquisición de esos medios, el reconocimiento

del derecho del mundo a ponerlos en ejercicio, como en la historia del derecho interno de

cada Estado, el reconocimiento del principio de la soberanía popular ha precedido a la

toma de posesión y ejercicio de esa soberanía.

Así el desarrollo del derecho de autoridad de los neutros, es decir, del mundo entero,

menos uno

XXXV o dos estados en guerra, es el principio de la formación de un juez

universal, con la imparcialidad esencial de todo juez para regular y decidir las contiendas

entregadas hoy a la fuerza propia y personal de cada contendor interesado.

La neutralidad representa la civilización internacional, como única depositaria de la

justicia del mundo


Respuesta  Mensaje 20 de 47 en el tema 
De: albi Enviado: 22/11/2010 19:13

VI. Neutralización de todos los Estados

Si en tiempo de los romanos la idea de un Estado esencialmente neutral por sistema,

como en la

Suiza, la Bélgica, los Principados UnidosXXXVI, hubiera dado que reír, por

absurda, ¿por qué no llegaría un día en que lo que hoy es excepción, viniese a ser la regla

de vida normal de todos los Estados? ¿Por qué sus territorios no serían todos

neutralizados, a punto de no dejar a la guerra un palmo de tierra en el mundo en que

poner su pie?

Tal sería el resultado que produciría en la condición de los pueblos la abolición de la

guerra.

Un pueblo neutralizado, es como un pueblo internacional, patria en cierto modo de todo

hombre de paz.

Esos son los pueblos llamados a formar la sociedad internacional o el pueblo-mundo, a su

imagen de ellos.

El rey de los belgas, Leopoldo I, no debió a su carácter todo su rol de juez de paz de los

pueblos, sino a la condición neutral de su país. No quedaría otro rol a los soberanos todos

del mundo el día que fuese neutralizada la tierra.

Como hay pueblos internacionales, también hay hombres internacionales; y son éstos los

que han formado o formulado el derecho internacional moderno.

VII. Extraterritorialidad

La extraterritorialidad, o el beneficio por el cual cada Estado se considera incompetente

para ser juez de los representantes de otro Estado, en el caso mismo de tenerlos en su

territorio, podría verse como la premisa de una gran consecuencia lógica, a saber: que si

el Estado A, no tiene jurisdicción sobre el Estado B, aun dentro de su territorio de A,

menos puede tenerla dentro del territorio de B, el que ni en su suelo propio tiene su

jurisdicción sobre el representante del Estado extranjero, menos puede tener una

jurisdicción absoluta en el suelo del extranjero, no sólo sobre el representante, sino sobre

el Estado mismo que él representa.

Lo contrario, da lugar a este absurdo ridículo: que el mismo que renuncia su jurisdicción

sobre el soberano extraño que habita en casa, cuando están en paz, se arma de una

jurisdicción de su hechura, la más absoluta, para juzgar al

soberano extranjero en su

territorio extranjero, el día que la paz deja de existir entre uno y otro.

Un derecho que existe o deja de existir, según el buen humor del que pretende poseerlo,

no es un derecho sino un despotismo.

Entre el privilegio de extraterritorialidad que un Estado concede a otro Estado extranjero,

dentro de su propio suelo, y el privilegio que ese primer Estado se concede a sí mismo de

entrar en el suelo extranjero de su ex-amigo y manejarse en él como en su propio

territorio, el día que está enojado, lo justo sería renunciar a los dos privilegios y reducirse

al simple respeto del derecho, que asegura a cada Estado la inviolabilidad de su territorio

por el otro Estado, en tiempo de guerra como en tiempo de paz, exactamente como según

el derecho civil común, la casa de un ciudadano es inviolable para otro ciudadano, en el

caso mismo en que este último abunde del derecho de quejarse.

Si la libertad individual es paradoja cua ndo el hogar no es inviolable, la libertad

individual o independencia del Estado es un sofisma si su territorio deja de ser inviolable.

Sólo el mundo, en su interés general, tiene el derecho de

allanar esa inviolabilidad, en el

caso excepcional de un crimen que le autorice a buscar su defensa o su seguridad por ese

requisito extremo y calamitoso.


Respuesta  Mensaje 21 de 47 en el tema 
De: albi Enviado: 22/11/2010 19:14

Capítulo X. Pueblo-mundo

I. Derechos internacionales del hombre - II. Pueblo-mundo - III. Pretendida influencia benéfica de la guerra

- IV. Crecimiento espontáneo de la autoridad - V. La organización del mundo - VI. La organización natural

- VII. La naturaleza humana - VIII. Analogía biológica - IX. De tales leyes - X. El derecho internacional -

XI. Si no Estados Unidos de Europa, será una organización común - XII. Pasos hacia la unidad - XIII. El

mar como influencia - XIV. El vapor y el comercio - XV. El derecho internacional - XVI. Inventores y

descubridores - XVII. Ingenieros - XVIII. La ley precede a la conciencia de ella - XIX. Asociación entre

ciudadanos - XX. La federación - XXI. Unión continental - XXII. El canal de Suez.

I. Derechos internacionales del hombre

Las personas favoritas del derecho internacional son los Estados, pero como éstos se

componen de hombres, la persona del hombre no es extraña al derecho internacional.

Son miembros de la humanidad, como sociedad, no solamente los Estados, sino los

individuos de que los Estados se componen

XXXVII.

En último análisis el hombre individual es la unidad elemental de toda sociedad humana,

y todo derecho, por colectivo y general que sea, se resuelve al fin en último término en un

derecho del hombre.

El derecho internacional, según esto, es un derecho del hombre, como lo es del Estado, y

si él puede ser desconocido y violado en detrimento del hombre lo mismo que del Estado,

tanto puede invocar su protección el hombre individual, como puede invocarlo el Estado,

de que es miembro el hombre.

Quien dice invocar el derecho internacional, dice pedir la intervención de la sociedad

internacional o del mundo, que tiene por ley de existencia ese derecho, en defensa del

derecho atropellado.

Así, cuando uno o muchos individuos de un Estado son atropellados en sus derechos

internacionales, es decir, de miembros de la sociedad de la humanidad, aunque sea por el

gobierno de su país, ellos pueden, invocando el derecho internacional, pedir al mundo

que lo haga respetar en sus personas, aunque sea contra el gobierno de su país.

La intervención que piden, no la piden en nombre del Estado: sólo el gobierno es órgano

para hablar en nombre del Estado. La piden en su nombre propio, por el derecho

internacional que los protege en sus garantías de libertad, vida, seguridad, igualdad,

etc.

XXXVIII.

Así se explica el derecho del mundo a intervenir por la abolición de la esclavitud civil,

crimen cometido contra la humanidad

XXXIX.

Y como la esclavitud política no es más que una variedad de la confiscación de la libertad

del hombre, llegará día en que también ella sea causa de intervención, según el derecho

internacional, en favor de la víctima de la tiranía de los gobiernos criminales.

Se han celebrado alianzas de intervención en favor de los poderes que se han llamado

alianzas santas,

¿por qué no se celebrarían con el objeto de sostener las libertades del

hombre y colocarlas bajo la custodia del mundo civilizado de que es miembro?

La musa de la libertad ha tenido la intuición de estos principios cuando Beranger ha

saludado la

santa alianza de los pueblos.

II. Pueblo-mundo

La idea de que puede haber dos justicias, una que regla las relaciones del romano con el

romano, y otra que regla las relaciones jurídicas del romano con el griego u otro

extranjero, ha dado lugar a la confusión que existe en la rama del derecho que ha venido a

ser con los progresos de la humanidad la más importante de todas, por ser la que regla las

relaciones jurídicas de las naciones entre sí, dentro de esa sociedad universal que se llama

el mundo civilizado.

Todo se aclara y simplifica ante la idea de un derecho único y universal.

¿Cuál es, en efecto, el eterno objeto del derecho por dondequiera que se considere? El

hombre siempre el hombre.

Ya se considere el hombre ante su semejante aislado e individualmente, ya se considere

en masa o colectivamente, el derecho es el mismo, y sus objetos son los mismos.

Así, Grocio dice con razón que tantas cuantas son las fuentes de procesos entre los

hombres, tantas son las causas de guerra entre los pueblos o colecciones de hombres, y el

cuadro de las acciones o medios de hacer valer su derecho en materia

civil, coincide del

todo con el de las acciones internacionales en materia de

derecho de gentes.

En efecto, todas las acciones internacionales tienen por objeto defender la personalidad

del estado y sus dominios y derechos

cara a cara del estado extranjero, reivindicar y

recuperar lo que es propio del estado o se le debe, y castigar al estado extranjero que se

hace culpable de una infamia contra la Patria.

La peculiaridad de lo que se llama el

derecho de gentes, reside especialmente en estos

dos grandes hechos: 1º Que el hombre individual es representado por la sociedad de que

es miembro, constituida en persona política, a la faz de su semejante constituido en la

misma situación: 2º Que por resultado de la independencia absoluta de esa persona

política llamada el Estado, no hay código ni juez para la decisión de los conflictos

ocurridos entre Estado y Estado, y cada Estado es a la vez justiciable, juez, abogado,

alguacil y verdugo.

Como no basta que una Nación reclame pacífica y puramente en nombre de la razón que

cree tener, lo que es suyo, para que su razón sea escuchada por el que tiene interés en no

escucharla, o cree con buena fe lo contrario; como no basta que un estado carezca de

razón en el despojo o agravio que hace a otro estado, para que lo devuelva, por sólo un

razonamiento, la fuerza ejercida por el estado que en todo pleito de individuo a individuo

hace prevalecer la razón de uno contra el error del otro, viene a ser también el único

resorte para hacer cumplir el derecho de una Nación desconocido por otra. Pero entre

individuo e individuo, el estado es el juez que hace valer esa fuerza, y ese juez

imparcial

falta en la sociedad de estado y estado, porque los pueblos viven en lo que se llama

estado de naturaleza,

es decir, aislados e independientes respecto de toda autoridad

común y suprema a la de cada uno.

A falta de ese juez común, que debería serlo por analogía ese

estado-mundo que se llama

el género humano, cada estado es abogado, soldado y juez de su propio pleito, por el

empleo de la fuerza decisoria.

Basta esto sólo para ver que la fuerza propia tiene que ser la última razón decisoria de los

pleitos internacionales, es decir, la guerra en que se resumen todas las acciones del

derecho de gentes,

tanto civiles como penales.

Y que esa manera de administrar justicia no sólo tiene este defecto de degenerar en la

guerra que mata la cuestión en vez de resolverla, sino que no es ni merece el nombre de

justicia un procedimiento en que cada litigante es

parte, testigo, juez y verdugo.

Esa justicia entre hombre y hombre se llama

crimen; ¿cómo sería un derecho entre

nación y nación?

Mientras dure esa situación de cosas, la civilización puede jactarse de haber resuelto mil

problemas sociales injustos, menos el más importante de todos, que es el de la justicia

internacional.

Y como no se divisa el día en que los soberanos consientan en ser súbditos de un poder

universal, el único medio de escapar a esa justicia extraña, que se confunde con el

crimen, es no pleitear jamás.

Y para inspirar horror a esa justicia de las fieras y de los salvajes, indigna del hombre, se

debe calificar toda guerra, en cuanto defensa de sí mismo, como un crimen contra la

humanidad.

Lo que la razón no resuelve por la discusión, no puede ser resuelto por la espada.

Lejos de ser la última razón del derecho, la espada es la primera razón del crimen.

Toda defensa de sí mismo es presumida crimen, en tanto que no se prueba lo contrario,

porque es contra la naturaleza humana que el hombre pueda ser a la vez parte interesada y

juez imparcial de su enemigo.

La guerra debe ser considerada como un crimen por regla general, un derecho por

excepción rarísima.

Yo prefiero la definición de

Cicerón a la de Grocio, por más humana. La guerra, dice el

primero

es una contienda que se resuelve por la fuerza animal. Grocio cree que la guerra

es el estado en que el hombre se sirve de esa lógica, no la acción de usarla.

Es mejor admitir que la guerra es una acción fugaz y efímera, como los arranques súbitos

o impremeditados, que la violencia ejercida contra nosotros del mismo modo nos arranca.

Considerada como un

derecho excepcional de la propia defensa, no puede tener otro

carácter.

Considerada como

crimen, es decir, como es de ordinario, no puede ser admitida como

un

estado o situación regular y normal, porque el asesinato, el robo, el incendio, no

pueden ser erigidos en sistema durable ni por un instante.

Considerada como

defensa suprema de sí mismo, sólo debe ser admitida como un

accidente, un hecho aislado y fugaz, como es por su naturaleza todo asalto criminal capaz

de motivarla.

En una palabra, si la guerra como crimen no puede ser un estado durable de cosas,

tampoco puede serlo la guerra considerada como justicia o como castigo.

Toda guerra que se prolonga más que el atentado que le sirve de motivo o pretexto,

degenera en crimen y debe ser presumida tal.

III. Pretendida influencia benéfica de la guerra

La guerra considerada como pena jurídica del crimen de la guerra, ha podido hacer creer

en la acción de su influencia benéfica en la educación y en la mejora del género humano,

en virtud de la influencia semejante que se atribuye a la penalidad ordinaria en la

educación interior del país.

Pero esa acción es dudosa, en este caso, porque el penado las más de las veces no es el

criminal sino el débil. Bien puede el débil estar lleno de justicia; si combate con el

criminal poderoso, será vencido y castigado, sin ser por eso culpable.

Una justicia penal en que el juez y el verdugo son la parte misma interesada, es

monstruosa, y no puede ser propia sino para depravar y destruir toda noción de justicia y

de moralidad, lejos de ser apta para educar al género humano en la práctica de lo que es

bueno y honesto.

Si la pena, es decir, la aplicación de la guerra como castigo de la guerra o de otra injuria,

fuese pronunciada por el mundo imparcial, la presunción de justicia acompañaría a la de

la imparcialidad presumible en el mundo neutral. Pero una pena aplicada por el interés,

por el odio, por la ambición, por la envidia, no puede dejar de ser inicua, o cuando menos

desproporcionada e injusta en esta desproporción.

De donde se infiere que la guerra, considerada por su mejor lado, que es el de justicia

penal, es incapaz radicalmente de producir la mejora y civilización del género humano.

¿Qué de más absurdo, por otra parte, que el pretender que el exterminio en masa de

millones de hombres útiles, la devastación de las ciudades y de los campos, el incendio,

la ruina, el engaño, el fraude, la profanación, puedan ser medios de educar y mejorar la

especie humana?

Toda justicia hecha por la parte, toda defensa de sí mismo, es presumida crimen hasta que

no se pruebe lo contrario; y esta regla de derecho penal es aplicable sobre todo a la

guerra.

La guerra más bien fundada y justificada por la parte, envuelve la presunción del crimen,

en cuanto es la parte agraviada la que se hace justicia a sí misma.

Así, la regla de que en toda guerra

ambas partes tienen razón, debe ceder a esta otra: que

los dos beligerantes son culpables,

hasta que el pueblo-mundo, único juez competente

para pronunciar el fallo, no lo haya pronunciado en vista de la evidencia y de su

convicción de gran jurado de las naciones.

Así como la ley de cada Estado condena como culpables a todos los individuos que riñen

y dañan entre sí, no sólo porque haciéndose jueces de sí mismos eluden la autoridad a que

deben someter su contestación, sino porque la pretendida justicia hecha a sí mismo,

encubre casi siempre la iniquidad hecha al contendor, así la ley internacional, fundada en

idéntico princ ipio, debe condenar a todos los Estados que para dirimir una cuestión de

interés o de honor acuden a sus propias armas para destruirse mutuamente.

Y así como la sociedad venga en la víctima de un crimen un ultraje hecho a toda ella en

la persona del ofendido, la sociedad- mundo tiene el derecho de considerar y condenar

como un ultraje hecho al derecho de cada Estado el que es hecho a un Estado en

particular.

IV. Crecimiento espontáneo de la autoridad

Una nación que no está constituida en Estado, es decir, un pueblo que vive sin

autoridades comunes, representa el mundo de Hobbes, la guerra de todos contra todos.

Cada hombre es su propio juez y el juez de su adversario. La guerra es su enjuiciamiento

civil y criminal, su doble código de procedimientos. Es el estado de perfecta barbarie

erigido en institución permanente hasta que cese por la aparición y presencia de las

autoridades comunes encargadas de dirimir y regular las diferencias de las partes.

Esas autoridades no presiden a la formación del Estado, sino que la acompañan, y se

puede decir que su instalación constituye cabalmente la formación de una Nación en

estado regular.

Lo que sucede a este respecto en la historia de cada estado, tiene que suceder en la

formación de esa especie de estado conjunto de estados que ha de acabar por ser la

confederación del género humano. Con la formación espontánea de esa asociación, y

como elemento y condición de ella, han de aparecer instituciones internacionales

encargadas de decidir y reglar, en nombre de la autoridad soberana del mundo-unido, las

diferencias abandonadas hoy a la pasión y al egoísmo de las partes interesadas en servirse

del daño ajeno.

Así como el establecimiento de los tribunales ha puesto fin en cada Estado a las peleas y

conflictos armados con que sus habitantes discutían y dirimían sus pleitos en la edad

salvaje, así el establecimiento inevitable y necesario de un modo regular de justicia

internacional, hará desaparecer la guerra, que se define hoy día: un pleito decidido por la

fuerza del pleiteante más fuerte en poder o en astucia.

Los pleitos de las naciones no serán dirimidos con justicia, sino cuando los decida su

magistrado y juez neutral, la humanidad, es decir, el mundo de los neutrales, la masa de

los Estados ajenos a la contie nda que debe ser prevenida o juzgada y decidida.

Grocio,

mejor que nadie, ha previsto el advenimiento de esa institución por estas

palabras:

"...Il serait utile, il serait même en quelque façon nécessaire qu'il y ait certaines

assemblées des puissances chrétiennes, où les différends des unes seraient terminées par

celles qui n'auraient pas d'intérêt dans l'affaire, et où même on prendrait des mesures pour

forcer les parties à recevoir la paix a des conditions équitables"

8.

V. La organización del mundo

Si hay un pueblo que esté llamado a realizar perpetuamente el gobierno de sí mismo

(self

government),

es ese pueblo compuesto de pueblos que se llama sociedad de las naciones.

Es más verosímil que cada nación acabe por gobernarse en sus negocios propios, como se

gobierna el

pueblo-mundo, es decir, sin autoridades comunes, que no el que la humanidad

llegue a constituirse una autoridad universal a imagen de la de cada nación.

Pero la ausencia de una autoridad común no implica la ausencia de una ley común, ni la

ausencia de una ley significa la ausencia de un gobierno: prueba de ello es la nación

misma del

gobierno de sí propio, es decir, gobierno sin autoridad; y de la practicabilidad

de este modo de gobiernos es la mejor prueba el de las naciones que se gobiernan a sí

mismas por el derecho llamado internacional en sus negocios continentales.

El derecho se revela y prolonga por sí mismo a todas las existenc ias que comprenden que

él es una condición de salud común; y cuando no lo comprenden, lo practican sin

comprenderlo, por el instinto de la propia conservación.

Será pues un pueblo que vivirá perpetuamente sin gobierno, en el sentido que esta palabra

gobierno tiene dentro de cada nación. La sociedad de las Naciones no se regirá por otra

regla, que la que preside a una reunión de particulares en sociedad privada: cada uno se

tiene en su deber por mero respeto a la opinión de todos.

Así, lejos de ser el gobierno interior el polo de imitación a que marcha la sociedad de las

Naciones, es esta sociedad el modelo de imitación a que marcha el interno

XL.

La ausencia del gobierno, según esto, no quiere decir la ausencia de la ley. La ley existe

sin necesidad de que ningún legislador la haya dado. Basta que una vez, cualquiera la

haya señalado y dado a conocer a los demás como ley natural de la universal sociedad; es

decir, como la condición esencial de su existencia, según la cual pueden todos los

miembros de la familia humana marchar en armonía, en progreso, en paz y en libertad.

Los órganos libres de esa ley de vida común y general, que preside naturalmente al

mundo de las naciones como la ley de gravitación que preside al mundo físico, son los

autores de lo que se llama el

derecho de gentes. Su autoridad es la que tienen los libros en

que se consignan las reglas de urbanidad y buena sociedad entre particulares. Grocio, por

ejemplo, es el lord Chesterfield de las naciones. Los tratados no son más que la

consagración escrita y expresa entre varias naciones, de esas reglas preexistentes por sí

mismas y consignadas en los libros de la ciencia moral que estudian los principios de

buena conducta según los cuales pueden vivir relacionadas las naciones sin dañarse

mutuamente.

Cuando una reunión se compone de gentes bien educadas, el orden se conserva sin

ninguna especie de autoridad; cuando se compone de todo el mundo, la cosa es diferente.

Queda por saber, según esto, si la armonía entre las naciones será la misma cuando la

sociedad se componga de esos seres bien educados que se llaman gobiernos monárquicos,

que cuando se formen indistintamente de todo el mundo sin distinción de rango ni

educación.

¿Serán las democracias del porvenir más capaces de orden y tranquilidad internacional

que lo son las monarquías del pasado? ¿La agitación que en lo interior produce la vida

libre será conciliable con la paz inalterable en lo exterior?

Los

Estados Unidos, rodeados de pueblos monárquicos en América XLI, no pueden

resolver esta cuestión por la autoridad de su ejemplo, porque no sabemos si la paz

exterior en que han vivido es un mérito de ellos, o pertenece a la cordura de sus vecinos.

Las democracias de la América del Sud no han repetido al pie de la letra el cuadro

pacífico de una sociedad privada compuesta de caballeros bien educados.

VI. La organización natural

Para que las naciones formen un pueblo y se gobiernen por leyes comunes, no es

necesario que se constituyan en confederación, ni tengan autoridades comunes a la

imagen de las de cada Estado.

Esa sociedad existe ya, por la ley natural que ha creado la de cada nación. Cada día se

hace más estrecha por el poder mismo de la necesidad que las naciones tienen de

estrecharse para ser cada una más rica, más feliz, más fuerte, más libre. A medida que el

espacio desaparece bajo el poder milagroso del vapor y de la electricidad; que el bienestar

de los pueblos se hace solidario por la obra de ese agente internacional que se llama

comercio, que anuda, encadena y traba los intereses unos con otros mejor que lo haría

toda la diplomacia del mundo, las naciones se encuentran acercadas una de otra, como

formando un solo país

9.

Cada ferrocarril internacional equivale a diez alianzas; cada empréstito extranjero, es una

frontera suprimida. Los tres cables atlánticos han suprimido y enterrado la

doctrina de

Monroe

sin el menor protocolo.

La prensa, es decir, esta luz que se arrojan unas a otras las naciones, sobre todo lo que

interesa a sus destinos de cada día, y sin cuyo auxilio toda nación pierde su derrotero y

deja de saber dónde está y a dónde va; la prensa, alumbrada por la libertad, es decir, por

la ingerencia de los pueblos en la gestión de sus destinos, hace posible la formación de

una opinión internacional y general, que suple al gobierno que falta al pueblo-mundo.

El ojo de ese juez que todo lo ve y todo lo juzga sin temor, porque nadie es más fuerte

que todo el mundo, es causa de que los crímenes de un soberano se hagan cada día menos

practicables.

¿Cómo se forma un poder general? Multiplicando los poderes locales. Para hacerse

una,

la Francia ha dividido sus provincias en departamentos.

¿Cómo hacer para multiplicar los

poderes locales (que son las naciones) del pueblomundo?

¿Dividiéndolos como los departame ntos? No: al revés; aumentando el número de

las grandes naciones por la aglomeración de las pequeñas, que parece ser la tendencia

natural de la humanidad en estas edades civilizadas. Cuando en lugar de cinco grandes

Estados haya veinte, el poder de cada uno será mejor. Luego las grandes aglomeraciones

no son contrarias a la constitución de la sociedad internacional en un poder de más en

más democrático

XLII.

Respuesta  Mensaje 22 de 47 en el tema 
De: albi Enviado: 22/11/2010 19:15

VII. La naturaleza humana

La gran faz de la democracia moderna, es la

democracia internacional, el advenimiento

del mundo al gobierno del mundo, la

soberanía del pueblo-mundo, como garantía de la

soberanía nacional.

Si ese rey de los reyes, si ese soberano de los soberanos, no ejerce todavía su soberanía,

no por eso deja de tenerla y de ser esa soberanía la suprema y más alta de las soberanías

de la tierra.

Si el hecho de que no la ejerce hoy por un poder organizado, fuese razón para negar que

el mundo es el soberano de los soberanos, no habría hoy mismo soberanía alguna

nacional admisible, porque en ninguna nación existe hasta aquí sino nominalmente lo que

se llama soberanía del pueblo.

Pero la prueba de que es un hecho, aunque no constituido todavía, es que los soberanos

actuales, cada vez que quieren justificar su conducta hacia otros Estados, apelan

instintivamente a ese juez supremo de las naciones que se llama el género humano,

pueblo-mundo.

Ese pueblo y su soberanía se elaboran y constituyen por sí mismos, en virtud de las leyes

naturales que presiden el desarrollo individual y colectivo del hombre y a su naturaleza

indefinidamente perfectible.

El principio natural que ha creado cada nación, es el mismo que hará nacer y formarse

esa última y suprema nación compuesta de naciones, que es el corolario, complemento y

garantía del edificio de cada nación, como el de cada nación lo es del de sus provincias,

departamentos, comunas, familias y ciudades.

La idea de la patria, no excluye la de un pueblo-mundo, la del género humano formando

una sola sociedad superior y complementaria de las demás.

La

patria, al contrario, es conciliable con la existencia del pueblo multíplice compuesto

de patrias nacionales, como la individualidad del hombre es compatible con la existencia

del Estado de que es miembro.

La

independencia nacional será en el pueblo mundo la libertad del ciudadano-Nación,

como la libertad

individual, es la independencia de cada hombre, dentro del Estado de

que es miembro.

Cada hombre hoy mismo tiene varias patrias que lejos de contradecirse, se apoyan y

sostienen.

Desde luego la

provincia o localidad de su nacimiento o de su domicilio, después la

Nación

de que la provincia es parte integrante, después el continente en que está la

Nación, y por fin el mundo de que el continente es parte.

Así, a medida que el hombre se desenvuelve y se hace más capaz de generalización, se

apercibe de que su patria completa y definitiva, digna de él es la tierra en toda su

redondez, y que en los dominios del hombre definitivo jamás se pone el sol.

VIII. Analogía biológica

Que las naciones tienden o gravitan hacia la formación de una sola y grande nación

universal, es lo que la historia no escrita de los hechos que todos ven, no deja lugar a

dudas.

La ley que los conduce en esa dirección, es la ley natural que ha formado las sociedades

diversas que hoy existen, que serán otras tantas unidades constitutivas del conjunto o

agregado de todas ellas en un vasto cuerpo internacional, comprensivo de la parte

civilizada de la especie humana.

Pertenecer a ese agregado, ser unidad de su organismo, será prenda y condición de la

civilización de cada sociedad.

Esa ley común a todos los seres vivientes y orgánicos, no será otra que la

evolución, por

la cual explican los naturalistas la formación, la estructura u organización y las funciones

de todo cuerpo orgánico.

Si la denominación de

cuerpo dada a un Estado, si la palabra, cuerpo social, lejos de ser

una mera figura de retórica, expresa la realidad de un hecho natural, según los

biologistas

y

sociologistas modernos, no hay razón para no considerar el conjunto de las naciones

como un cuerpo único, cuyos órganos son las naciones consideradas separadamente. Ese

cuerpo no existe ya formado, pero existe al menos la prueba de que tiende a formarse, por

la misma ley que ha formado cada una de las sociedades actuales que han de ser unidades

constitutivas de él.

Si la

biología ha servido a los sociólogos para explicar por la ley natural de la evolución,

la creación, estructura y funciones del ente vital llamado

sociedad, ¿por qué no serviría

también para explicar esa entidad de la misma casta, que se puede denominar la

sociedad

de las Naciones?

La aplicación de la biología, al estudio de la sociología internacional, será una nue va faz,

llena de luz, de la ciencia del derecho de gentes.

¿Cuál será la condición vital de ese grande organismo de la sociedad o mundo

internacional? Como en la composición de todo ente orgánico: la separación de sus partes

para trabajos o funciones especiales, y la dependencia mutua, para el cambio recíproco de

sus productos.

La división del

trabajo, de que depende la vida y el progreso del trabajo, no es aplicable

únicamente a la industria y al comercio, lo es igualmente a todos los elementos de la

sociedad, como ley natural que es todo organismo viviente, pues hay una

división

fisiológica del trabajo

en la constitución de todo ser viviente organizado según un tipo

superior, como lo observa

Milne Edwards.

No hay organización, sino embrión, masa informe, cuando no hay separación de partes

entre las que pertenecen a un conjunto por la especialidad y diversidad de sus funciones:

ni la hay tampoco cuando no hay dependencia mutua de esas partes para el cambio del

producto de su labor respectiva en la obra de su vida común.

El cuerpo humano no sería un cuerpo orgánico, si sus órganos no fuesen variados y

diferentes en su labor común, y dependientes a la vez unos de otros para su alimentación

y desarrollo. A cada órgano corresponde su función y su labor especial, -es decir, su

esfera, su papel, su dominio y jurisdicción en el organismo,- a todos su dependencia

mutua por el cambio y para el cambio de lo que cada uno elabora, por lo que cada uno

necesita para vivir.

Ese es el modelo de toda organización individual, o social, o internacional.

El que ha organizado ese modelo, es el autor de todos los organismos constituidos según

su plan. Ese es el autor y ejecutor de esa ley que se llama la

evolución natural, de que son

producto los cuerpos sociales de toda escala, como los individuos de toda especie.

Es ahí donde el derecho de gentes debe buscar el verdadero origen, la verdadera noción y

esfera de la

independencia de cada nación, así como el origen, naturaleza y límite de la

dependencia mutua de cada nación;

la primera, para lo que es producir mucho, bien y

mejor, la segunda, para lo que es cambiar lo que cada una ha producido al favor de su

separación o independencia, para lo que cada una necesita de las otras para satisfacer su

necesidad de vivir bien.

La separación o nacionalidad en Estado independiente y la unión o dependencia que la

civilización o ley internacional impone a cada nación respecto de las otras, esa

dependencia y esa independencia, dejan de ser legítimas desde que dejan de ser orgánicas

y vitales al organismo del ente social llamado

mundo civilizado XLIII.

El aislamiento absoluto de una sociedad, es una amputación hecha al mundo social.

Matar un órgano, es dañar a todo el organismo, cuando no exponerlo a su destrucción si

el órgano es capital. La dependencia ilimitada es la destrucción, es la muerte del

organismo encontrada por el camino opuesto, porque es la destrucción del separatismo o

división del trabajo que permite multiplicar las especies de productos en la escala infinita

en que los demanda la perfectibilidad indefinida del hombre.

Para cambiar sus servicios y los productos de su especialidad, las unidades sociales del

gran cuerpo internacional necesitan comunicarse mutuamente con la presteza, facilidad y

seguridad, con que se auxilian los órganos de un mismo cuerpo orgánico

XLIV. Esos

medios auxiliares de comunicación o de unidad y de vitalidad común, por mejor decirlo,

son el

libre cambio, los ferrocarriles, las líneas de vapores o puentes marítimos entre

Estado y Estado, los telégrafos, las postas, las monedas, las ideas, las creencias, las artes,

todo, en fin, lo que tiende a hacer más solidaria la existencia colectiva del hombre

perfeccionado en esa sociedad llamada a constituirse con los seres que forman la especie

humana.

IX. De tales leyes

Esas leyes naturales de la sociedad universal deben ser estudiadas, no para sancionarse

por los gobiernos, sino para no contrariar su sanción que ya tienen de la naturaleza

XLV.

Que los hombres las creen o las desechen, no quitará eso que existan y se cumplan.

Las sociedades no han sido creadas por los gobiernos. Local, nacional o universal, toda

sociedad es el producto de una evolución o creación de la misma naturaleza orgánica,

cualquiera que sea su forma. Los gobiernos mismos son el producto de esa ley, lejos de

ser sus padres. Ellos son parte y condición natural del organismo social.

De mil modos puede ser contrariada en su juego y mecanismo la ley de la evolución

natural, pero ninguno más frecuente y desastroso que el de la política prohibitiva en

general, y el de la política proteccionista en particular. El proteccionismo desconoce el

papel orgánico de la nación en la construcción o estructura de la sociedad universal de las

naciones. Pretendiendo convertir en un ser completo el Estado que es un órgano del gran

cuerpo internacional, hace lo que el fisiologista que pretendiese emancipar a la cabeza,

respecto del corazón, en lo tocante a la producción de la sangre; y que para realizar esta

independencia empezase por cortar los canales o arterias por donde la cabeza recibía la

sangre que le enviaba el corazón, para en seguida dotar a la cabeza de un corazón suyo y

especial. No tendría tiempo de realizar este último prodigio, después de realizado el

anterior, es decir, de cortada la cabeza, porque la muerte sería la consecuencia de esa

medida proteccionista, no sólo para la cabeza, sino también para el corazón, es decir, para

todo el cuerpo organizado a que antes pertenecía. Un

cuerpo orgánico es un Estado, en

que cada órgano es un

ciudadano, es decir, un miembro, una unidad constitutiva del

conjunto social, llamado

cuerpo orgánico.

X. El derecho internacional

El

derecho de gentes no será otra cosa que el desorden y la iniquidad constituidos en

organización permanente del género humano, en tanto que repose en otras bases que las

del derecho interno de cada Estado.

Pero la organización del derecho interno de un Estado es el resultado de la existencia de

ese Estado, es decir, de una sociedad de hombres gobernados por una legislación y un

gobierno común, que son su obra.

Es preciso que las naciones de que se compone la humanidad formen una especie de

sociedad o de unidad, para que su unión se haga capaz de una legislación y de un

gobierno más o menos común.

Esta obra está en vías de constituirse por la fuerza de las cosas, bajo la acción de los

progresos y mejoramientos de la especie humana que se operan en toda la extensión de la

tierra que le sirve de morada común.

Este movimiento de unificación o consolidación del género humano, en los distintos

continentes de que se compone el planeta que le sirve de patria común, forma una faz de

la vida de la humanidad, y basta esto sólo para que ella se desenvuelva y progrese por sí

misma, como ley esencial de su vitalidad.

El derecho internacional y sus progresos, no son la causa productora del movimiento

humano hacia la unidad general, sino la condición inseparable de ese movimiento y su

resultado natural y espontáneo.

Lo que a este respecto ha sucedido en el desarrollo de cada estado, sucede también en el

de ese pueblo que tiende a formarse de todas las naciones conocidas.

Las sociedades todas preceden en su formación a la del derecho considerado como

ciencia y como legislación; lo cual constituye uno de los últimos mejoramientos,

destinados a garantirlo y fijar el legado de la tradición viva.

La vida y la sociedad internacional deben preceder naturalmente al desarrollo del derecho

internacional como legislación y como ciencia.

Todo lo que propenda a aproximar y a unir las naciones entre sí moral, intelectual y

materialmente, sirve a la constitución del derecho de gentes o interior del género humano,

sobre el pie de eficacia y de imparcialidad en que descansa el derecho interno de cada

estado; por la razón de que tiende a formar y constituir de todas las naciones una grande y

universal asociación susceptible de leyes y de gobierno más o menos común.

Sin duda que a medida que se extiende toda asociación, se hace menos capaz de

centralismo, o los centros, por decirlo así, se multiplican

XLVI. Pero la descentralización no

es inconciliable con la unidad, y lejos de eso se completa mutuamente con el orden

social, como en el organismo animal en que cada órgano tiene dos vidas, una suya y

local, otra general.

XI. Si no Estados Unidos de Europa, será una organización común

El día que las naciones formen una especie de sociedad se verá producirse por ese hecho

mismo y en virtud de la misma ley que ha hecho nacer la autoridad en cada estado, una

autoridad más o menos universal, encargada de formular y aplicar la ley natural que

preside el desarrollo de esa asociación de Estados.

Y aunque ese gobierno del género humano, o de su porción más civilizada, no llegue a

constituirse jamás como el de un estado dividido en los tres poderes conocidos, no por

eso dejará de producirse en otra forma adecuada al modo de ser de esa sociedad aparte.

No se verán tal vez los

Estados Unidos de la Europa, ni mucho menos los Estados

Unidos del mundo,

constituidos a ejemplo de los Estados Unidos de América; porque las

naciones de la Europa no son fragmentos de un mismo pueblo que habla un mismo

idioma, practica un mismo gobierno, tiene una misma legislación y un mismo origen y

pasado histórico, como les sucede a los

Estados Unidos de América XLVII.

No será la España una especie de Pensilvania, ni la Italia un Michigan, ni la Francia una

New York, ni el Portugal un Massachusetts, ni la Rusia un Tennessee, etc. Pero no por

eso Europa será incapaz de cierta unidad que facilite el establecimiento de cierta

autoridad que releve a cada estado del papel imposible y odioso de hacerse justicia a sí

mismo, asumiendo a la vez los tres papeles contradictores e imposibles de parte litigante,

juez, testigo, y verdugo de su enemigo personal.

El que la constitución de una autoridad imparcial, que juzgue en nombre del mundo ajeno

a la disputa de dos estados, presente dificultades cuya solución no se divisa, no es razón

para erigir en derecho regular y permanente, lo que no es más que la negación del

derecho o su violación escandalosa y criminal.

Si la guerra es un derecho, su ejercicio no puede ser dejado sin absurdo a la parte

interesada en abusar de él. Como castigo penal de un crimen, como defensa de un

derecho atropellado, como medio de reparación de un daño inferido, como garantía

preventiva de un daño inminente, la guerra debe ser ejercida por la sociedad del género

humano, no por la parte interesada, si ha de ser admitida como un derecho internacional.

No hay derecho respetado donde no hay justicia que le sirva de medida; ni justicia donde

no hay juez; ni juez donde falta la imparcialidad; ni puede haber imparcialidad donde no

hay desinterés inmediato y directo en el conflicto.


Respuesta  Mensaje 23 de 47 en el tema 
De: albi Enviado: 22/11/2010 19:15

XII. Pasos hacia la unidad

Son desde ahora mismo grandes pasos conducentes y preparatorios de la unión del género

humano (que no dejará jamás de ser una unidad multíplice), y de la formación de

autoridades que ejerzan su soberanía judicial en la decisión de las contiendas parciales de

sus miembros, que hoy se definen por la fuerza material de los contendientes, los

siguientes:

Primero: la formación de grandes unidades continentales, que serán como las secciones

del poder central del mundo. Las divisiones de la Tierra, que sirve de patria común del

género humano, en grandes y apartados continentes, determinan ya esa manera de

constituir la autoridad del mundo en varias y vastas circunscripciones, humanitarias o

internacionales.

Es natural cuando menos que esas grandes uniones continentales o seccionales precedan

en su formación a la constitución de un poder humano central como ha precedido la

unidad de cada nación a la del todo universal que se ve venir en lo futuro desde la época

en que Grocio concibió el derecho internacional como el derecho de la humanidad

considerada en su vasto conjunto.

A la idea del mundo-unido o del pueblo-mundo ha de preceder la idea de la unión

europea o los

Estados Unidos de Europa, la unión del mundo americano, o cosa

semejante a una división interna y doméstica, diremos así, del vasto conjunto del género

humano en secciones continentales, coincidiendo con las demarcaciones que dividen la

Tierra que sirve de patria común del género humano.

Ese desarrollo natural del mundo se deja prever desde ahora por estas palabras que

acusan instintivamente la intuición de ese futuro más que probable: tales como las de

Estados Unidos de Europa, Imperio o Monarquía continental, Unión del mundo

americano,

etc.

Otro paso en el sentido de la centralización del mundo para el gobierno de sus intereses,

es la celebración de congresos continentales, como los que se han reunido en Europa y en

América a principios de este siglo. Es verdad que de un congreso a la instalación de un

poder común, hay gran distancia; pero es un hecho, que ningún poder central existe en

América o Europa, de carácter nacional, que no haya comenzado y sido precedido de

congregaciones de representantes u órganos de diversas regiones tendientes a buscar y

encontrar un centro de unión permanente.

A esos Congresos o Parlamentos internacionales se deben los tratados generales que han

servido hasta aquí como de ley fundamental o constitución internacional de la Europa y

de ambas Américas.

Esos Congresos existen ya de hecho, de un modo permanente, aunque indirecto, en los

diversos

cuerpos diplomáticos, que se encuentran instalados y formados alrededor de

cada uno de los grandes gobiernos del mundo. Sin formar ni constituir cuerpos, esa

congregación accidental de representantes de los varios

Estados del mundo, ha recibido

instintivamente el nombre de

cuerpo, que ha de acabar por asumir en nombre de la

necesidad de dar al mundo autoridades permanentes para el arraigo y decisión regular,

pacífica, civilizada, de sus conflictos naturales que hoy se cortan sin decidirse ni

resolverse, a cañonazos.

Esos

cuerpos diplomáticos o internacionales representan al mundo entero unido en cada

nación para tratar negocios de Estado a Estado.

A menudo se forman de su seno

conferencias o especie de Congresos que resuelven o

previenen conflictos capaces de ensangrentarse.

El día que los miembros soberanos

XLVIII de esos cuerpos internacionales recibieran dobles

credenciales, para la corte de su residencia común y para unos con otros respectivamente,

esas cooperaciones podrían asumir, según las circunstancias, el rango de

Cortes de

Justicia internacionales,

llamadas a fallar en nombre del interés o del derecho

interpretado por la mayoría de las naciones, los conflictos parciales que amenazan la

tranquilidad de todas ellas, o los respetos debidos al derecho que a todas ellas protege.

XIII. El mar como influencia

Otro instrumento de la unidad del género humano, es la mar, con los ríos navegables que

desaguan en ella.

"La mer c'est le marché du monde" ha dicho Theodoret.

El mar que representa los dos tercios de nuestro planeta, es el terreno común del género

humano.

El es libre en su conjunto y en sus detalles, es decir, en sus mares accesorios y

mediterráneos y en los ríos navegables, que son como sus ramos mediterráneos.

Las trabas que por siglos han entorpecido su libertad, han alejado el reino de la paz,

manteniendo a las Naciones en el aislamiento anticivilizado que las hace no tener el

gobierno común previsto por los genios de Grocio, Rousseau, Kant, Bentham, etc., etc.

El mar une los dos mundos lejos de separarlos.

La geografía y los descubrimientos recientes de que ha sido objeto, ha completado la de

la tierra y hecho del mar la patria favorita y común de todas las naciones.

Cubierto de los tesoros del mundo, que representan las propiedades que moviliza el

comercio, él reclama en su superficie el imperio del derecho que protege la propiedad

privada en tierra firme.

La supresión del corso, es una media garantía que, dejando en pie el derecho de

apresamiento, ha suprimido la piratería autorizada de los particulares, conservando la de

los gobiernos

XLIX.

XIV. El vapor y el comercio

Dividido por el mar,

decían los antiguos porque no eran navegantes. Unido por el mar, es

la solución de los modernos, porque el mar es un puente que une sus orillas, para pueblos

navegantes, como los modernos.

El vapor no sólo ha suprimido la tierra como espacio, sino el mar. Como el pájaro, el

hombre se ha emancipado de la tierra y del agua, para cruzar el espacio casi en alas del

aire.

El vapor une los pueblos porque une los territorios y los países.

El vapor es el brazo del cristianismo. El uno hace de la tierra una sola y común mansión

del género humano; el otro proclama una sola familia de hermanos todo lo que el vapor

amontona.

El comercio moderno, con las formas de su crédito, con su prodigiosa letra

que cambia
 

los capitales de nación a nación sin sacarlos de su plaza; con sus Bancos; sus empréstitos

internacionales; sus monedas universales, como el oro y la plata; que con sus pesos y

medidas tiende a la misma uniformidad que las cifras de la aritmética y del cálculo; con

sus canales y ferrocarriles, sus telégrafos, sus postas, sus libertades nuevas, sus tratados,

sus cónsule s, es el auxiliar material más poderoso de que dispongan, en servicio de la

unión y de la unidad del género humano, la religión y la ciencia, que hacen de todos los

pueblos una misma familia de hermanos habitando un planeta que les sirve de morada

común.

XV. El derecho internacional

EL

derecho internacional será una palabra vana mientras no exista una autoridad

internacional capaz de convertir ese derecho en ley y de hacer de esta ley un hecho vivo y

palpitante. Será lo que sería el

código civil de un Estado que careciese absolutamente de

gobierno y de autoridades civiles: un catecismo de moral o de religión; lo que es el

código de la civilidad

o buenas maneras actualmente: ley que uno sigue o desconoce a su

albedrío. Cada casa, cada familia, cada hombre tendrían que vivir armados para hacerse

respetar en sus derechos de propiedad, vida, libertad, etc.

Así, el problema del derecho internacional no consiste en investigar sus principios y

preceptos, sino en encontrar la autoridad que los promulgue y los haga observar como ley

L

 

respecto de otro de la Araucania. Ellos están ligados por un cuerpo tan numeroso de

principios, de intereses, de costumbres y leyes, que forman todo un código; o lo que es lo

mismo, todo un orden político y social de ser considerado como un solo cuerpo

compuesto de dos cuerpos. Lo que digo de un inglés y un francés, lo aplico a los

individuos de todas las naciones de la Europa.

Esta sociedad de sociedades no está formada, pero está en formación y acabará por ser un

hecho más o menos acabado, pero más completo que lo ha sido antes de ahora, por la

acción de una ley natural que impele a todos los pueblos en el sentido de esa última faz

de su vida social y colectiva, cuyo primer grado es la familia y cuyo último término es la

humanidad.

La misma

ciencia del derecho internacional, lejos de ser la cuna y origen de esa unidad

de las naciones, es un resultado y síntoma de ello.

Las naciones no se han acercado y unido entre sí mismas, por los consejos de Alberico

Gentile o de Hugo Grocio sino por el imperio de sus intereses recíprocos y los impulsos

instintivos de su razón y de su raza esencialmente social.

Las luces de la ciencia han podido concurrir al logro creciente de ese resultado, pero más

que la ciencia del derecho internacional propiamente dicho, han contribuido los que en

otras ciencias físicas y morales han encontrado el medio de acercar a los pueblos entre sí

mismos hasta formar la grande asociación, que constituye el

mundo civilizado.

Son estos obreros de la unidad del género humano, los verdaderos padres y creadores del

derecho internacional, más bien que no lo son los sabios y publicistas ocupados en

escribir la ley ya existente y viva, según la cual se produce y alimenta la existencia de

toda asociación de hombres.

XVI. Inventores y descubridores

Para dar una idea de esta falange de obreros indirectos del derecho internacional, como

obreros directos que son de la unidad del género humano, citaremos y pondremos antes

que los Alberico Gentile, los Grocio y Cía.:

-Al descubridor ignoto de la Brújula;

-A Cristóbal Colón, descubridor del nuevo mundo;

- Vasco de Gama, descubridor del camino naval, que une al Oriente con el Occidente;

- Gutenberg, el descubridor de la imprenta, que es el ferrocarril del pensamiento;

- Fulton, el inventor del buque a vapor;

- Stephenson, el inventor de la locomotora que simboliza todo el valor del ferrocarril;

-El teniente Mauren, creador de la geografía de la mar, esta parte de la tierra en que todas

las naciones son compatriotas y copropietarias;

- Hughes Morse, por cuyos aparatos telegráficos todos los pueblos del globo están

presentes en un punto;

- Lesseps, el nuevo Vasco de Gama, que reúne el mérito de haber creado a las puertas de

la Europa el camino de Oriente que el otro descubrió en un extremo del Africa.

- Codben, el destructor de las aduanas, más aislantes que las Cordilleras y los Istmos.

Estos y los de la falange tendrán más parte que los autores de derecho internacional en la

formación del

pueblo-mundo, que ha de producir la autoridad o gobierno universal, sin el

cual no es la ley de las naciones más eficaz que cualquiera otra ley de Dios o religión por

santa y bella que sea.

XVII. Ingenieros

Después del comercio y de los comerciantes, el derecho de gentes no tiene obreros ni

apóstoles más eficaces ni activos que los ingenieros civiles y los ingenieros militares.

Los dos gobiernan y dirigen las fuerzas naturales en servicio y satisfacción de las

necesidades del hombre; pero el ingeniero civil es la regla, el militar es la excepción,

como la guerra es excepción del estado natural de paz.

El ingeniero hace los caminos, los puentes, los canales, los puertos, los muelles, los

buques, las máquinas, que reglan los procederes industriales para producir las riquezas

que las naciones cambian entre sí al favor de las instancias, abreviadas y facilitadas por

los ingenieros.

La religión cristiana debe más al ingeniero que al sacerdote su propagación al través de la

tierra, porque él acerca y une materialmente a los hombres en la hermandad que el

cristianismo establece moralmente.

El ingeniero es el soldado de la naturaleza; el oficial natural, que tiene a su cargo el

mando de esos soldados formados por Dios mismo, que representan esas fuerzas

eternamente activas y militantes, que se llaman el vapor, la electricidad, el gas, la

gravitación, el viento, el agua, el calor, el nivel.

Esos son los que hacen de todas las naciones una sola Nación, dividida en secciones

nacionales, autónomas, sin dejar de ser integrantes del pueblo-mundo.

Mientras los guerreros no hacen más que retardar el acaecimiento de ese evento salvador

del genio humano, los ingenieros hacen por su realización más que los más célebres

guerreros que la historia recuerde.

Vendrá un día en que los nombres de Colón, Fulton, Watt, Stephenson, Brind,

Arkwnight, Newton, etc., harán olvidar los nombres de Alejandro, de César y Napoleón.

Los guerreros han propendido a la unión del género humano por la espada y la sangre, es

decir, por el sacrificio de unos a otros; los ingenieros han servido a la realización de ese

fin, por el aumento de las comodidades y de los goces, por el desarrollo de la riqueza, del

bienestar y de la población.

XVIII. La ley precede a la conciencia de ella

No es el todo escribir el derecho de gentes y darlo a conocer. Con sólo eso no se extingue

la iniquidad en la vida práctica de las naciones.

En derecho internacional como en toda especie de derecho, la cuestión principal no es

conocerlo, sino practicarlo como hábito y costumbre: tal vez sin conocerlo.

Desde que el derecho llega a ser la manera de obrar, la conducta habitual de un hombre

para con otro hombre, o de un estado para con otro estado, la autoridad o gobierno común

de esos hombres o de esos estados, está constituida en cierto modo y en el mejor modo.

Su derecho común es un hecho vivaz aunque no sea un texto ni un libro, y ese modo de

existir es ya una manera de gobierno.

Como esta manera de gobierno que consiste en la práctica instintiva del derecho es una

necesidad de cada hombre y de cada Estado, él se produce, constituye y rige por sí

mismo, antes de discutirse y de escribirse.

Cuando la discusión y la escrituración vienen más tarde, ya él existe por la acción misma

de la naturaleza, pues el derecho es la ley natural según la cual muchos seres libres

coexisten juntos no sólo sin dañarse, sino para fortificarse por el hecho de su misma

asociación o coexistencia unida.

El gobierno común de las naciones existe ya en esa forma hasta un cierto grado, desde

que el respeto de los unos para los otros en su derecho respectivo, empieza a serles un

hábito de vida práctica, una regla de conducta.

Lo que falta a ese gobierno (que es su forma aparente y material, es decir, su código

escrito a su personal), es lo de menos para el interés de su existencia.

Pero esta falta o deficiencia no quita que el gobierno internacional exista en la mejor

forma, es decir, como hábito y costumbre, como una segunda naturaleza, producida por la

necesidad de vivir seguros a favor del mutuo respeto.

Que ese gobierno existe embrionario, informe y falto de una constitución regular, no

quita que en cierto modo exista y que esté en camino de perfeccionarse.

Nadie admitirá que las naciones cultas vivan la vida que hoy llevan, en el estado dicho de

naturaleza, es decir, en el estado de barbarie, y que un

francés, no sea hoy más que un

indio pampa para con un

inglés.
.

Pero tal autoridad no existirá ni podrá jamás existir, mientras no exista una asociación

que de todas las naciones unidas forme una especie de grande Estado complejo tan vasto

como la humanidad, o cuando menos como los continentes en que se divide la tierra que

sirve de morada común al género humano. La autoridad y la asociación son dos hechos

de que el primero es producto lógico y natural del otro. Una sociedad puede existir sin

gobierno, aunque malísimamente; pero un gobierno no puede existir ni bien ni mal sin

sociedad o nación.

Dada una sociedad compuesta de todas las naciones, la autoridad surgirá de ese hecho por

sí misma, como la condición natural e inevitable de su existencia, derivada de la

necesidad de fijar y hacer cumplir el derecho, que es la ley de vida de toda asociación

humana.

La cuestión es saber si la sociedad de las naciones existe hoy día, aunque no sea sino de

un modo embrionario; o si esa sociedad falta del todo.

Y antes de esta cuestión, esta otra: las naciones en que se distribuye el género humano

¿pueden formar un solo cuerpo al través del espacio, que las separa unas de otras hasta

hacer de ellas meros puntos perdidos en el espacio inmenso de nuestro planeta?

El espacio, que separa entre sí mismos a los pueblos que componen el imperio ruso, es

mucho mayor que el que separa a los Estados de que se forma la Europa Occidental; y si

los primeros no son obstáculos para que exista la unidad política de la Rusia, ¿por qué lo

sería para la unidad internacional de los Estados europeos?

Una prueba de que la sociedad de las naciones civilizadas puede existir y constituir una

especie de unión compleja, es que en realidad existe ya aunque de una manera

incompleta.

No dirá nadie que la relación jurídica y social de un francés respecto de un inglés, es la

del hombre en el estado de pura naturaleza, es decir, la de un salvaje de la Pampa

LI,

Respuesta  Mensaje 24 de 47 en el tema 
De: albi Enviado: 22/11/2010 19:16

XIX. Asociación entre ciudadanos

Puede ser que el gobierno internacional del pueblo-mundo no llegue a existir jamás de

otro modo sobre la tierra; y que lejos de constituirse a imagen y semejanza del gobierno

interior de cada estado, sea el de cada estado el que tenga que modelarse y constituirse a

semejanza del gobierno del mundo, dechado perfecto del

self government, pues cada

estado se maneja y gobierna por sí mismo.

Es decir que en vez de esperar que cada Estado se haga súbdito de un Estado universal, es

más fácil que cada hombre se erija en Potencia o Estado doméstico dentro de su país y

respecto de sus conciudadanos.

Pero así como es inconcebible, la hipótesis de una libertad individual sin la existencia del

Estado que le sirva de protección y garantía, tampoco es comprensible la hipótesis de una

nación perfectamente independiente, sin la existencia de una sociedad más general, que le

sirva de protección y garantía moral cuando menos, contra toda violencia hecha a su

existencia independiente y soberana.

XX. La federación

La idea de buscar la paz y la seguridad a cada nación en la asociación de todas por el

estilo en que están ligados los individuos que forman cada Estado, ha surgido en las

cabezas más capaces de sentir esta dirección natural en que marcha por su propio instinto

de conservación y mejora la familia humana, que forma hoy el mundo civilizado.

Esa idea ha tenido por sostenedores y partidarios convencidos, a:

Grocio; Enrique IV; Sully; Abate de Saint Pierre, J. J. Rousseau; Jeremías Bentham;

Kant; Fichte.

Todos los más célebres publicistas del día.

Tenida un día por utopía, ho y es considerada como natural, tan posible y obvia, como la

idea de la sociedad nacional según la cual los hombres existen reunidos en cuerpo de

nación.

Se ha criticado el

proyecto de paz perpetua de Pierre, porque proponía por su artículo

tercero que cada nación renunciase al empleo de las armas para hacerse justicia a sí

misma, y por el artículo cuarto que se compeliese por las armas al estado recalcitrante en

caso de la inejecución del pacto internacional general.

Pero, ¿qué otra cosa han hecho los hombres, que se encuentran reunidos en el seno de

cada nación? Cada individuo ha renunciado a las vías de hecho para dirimir sus querellas

privadas, al entrar en sociedad, y han establecido que la fuerza colectivamente sería

empleada para compeler a cumplirla en caso de inejecución de aquella renuncia, al

individuo que se aparta de ella.

La guerra no es un mal como violencia, sino porque la violencia es de ordinario injusta

cuando es hecha por la parte contendora, en lugar de serlo por un juez imparcial, pero el

juez no deja de ser justo, útil, bueno porque use de la fuerza para hacer cumplir su fallo.

La guerra de todos contra uno es el único medio de prevenir la guerra de uno contra otro,

sea porque se trate de Estados o de individuos.

La fuerza no es presumida justa, sino cuando es empleada por el desinterés, y sólo es

presumible su desinterés completo en la totalidad del cuerpo del estado, que se encarga

de resolver una diferencia entre dos o más de sus miembros.

Hasta aquí el derecho internacional ha sido el mayor obstáculo de sí mismo, el derecho

internacional convencional o positivo, ha sido más bien un obstáculo del derecho

internacional natural. La razón de ello es que los convenios no han pasado entre las

naciones, sino entre sus gobiernos, divididos entre sí por celos, rivalidades y

antagonismos de poder y de ambición.

Sus convenciones o tratados han tenido por objeto consagrar y garantir esas divisiones,

lejos de suprimirlas. Ese ha sido el sentido y carácter dominante de los tratados de límites

o de fronteras, de comercio o de tarifas aduaneras, etc.

Estos tratados, lejos de hacer del mundo un todo, han tenido por objeto dividir el género

humano en tantos mundos como naciones.

Pero lo que ese derecho inter- gubernamental más bien que internacional, ha procurado

dividir, en provecho del poder de cada gobierno y perjuicio del poder del mundo unido,

ha marchado hacia la centralización y unión por la obra del comercio, de la industria y de

la ciencia, tanto como por el instinto de sociabilidad de que está dotada la familia

humana.

Un nuevo derecho de gentes derogatorio y reaccionario del pasado, ha sido la

consecuencia natural del cambio, por el cual las naciones caminan a tomar en sus manos

la gestión de sus destinos políticos, antes de ahora manejados por sus gobiernos

absolutos.

El nuevo derecho por ser realmente

internacional, es decir, estipulado entre nación y

nación, será centralista y unionista, como el antiguo era separatista, porque los pueblos

tienen tanto interés en formar un solo cuerpo de sociedad, como los gobiernos absolutos

tenían en que formaran divisiones infinitas e incoherentes. Dentro o fuera de los Estados

no se ha formado jamás, una unión que no haya sido obra de los pueblos contra la

resistencia de los gobiernos, por la razón sencilla de que toda unión envuelve la supresión

de uno o más gobiernos, y ningún gobierno desea desaparecer, ni total ni parcialmente.

La ley de unión que arrastra al mundo a tomar una forma que haga posible la existencia

de un poder encargado de administrar la justicia internacional, dejada hoy al interés de

cada Estado, no llegará ciertamente a producir la supresión de los gobiernos unidos que

hoy existen, pero traerá la disminución de su poder, en el interés del poder general y

común, que se compondrá de las funciones internacionales, de que se desprenden los

otros, como los poderes de Provincias se han visto disminuidos el día de la formación del

poder central o nacional en el interior de cada Estado.

La subordinación o limitación del poder soberano de cada Nación a la soberanía suprema

del género humano, será el más alto término de la civilización política del mundo, que

hasta hoy está lejos de existir en igual grado que existe en el gobierno interior de los

países civilizados.

La civilización política del mundo tiende a disminuir de más en más la soberanía de cada

nación y a convertirla de más en más en un poder interior y doméstico respecto del gran

poder del mundo todo, organizado en una vasta asociación, destinada a garantizar la

existencia de cada soberanía nacional, en compensación de la pérdida que en gran

necesidad les hace sufrir.

Por mejor decir, no hay tal pérdida, pues lo que parece tal no es más que un cambio de

modo de ejercer un poder que guarda siempre su integridad inherente y específica,

diremos así.

La grande asociación de que los Estados se hacen miembros interiores y subalternos, no

hace más que garantizar y asegurarles el poder, que parece disminuirles.

Como entre las libertades de los individuos, la independencia de cada Estado tiene por

límite la independencia de los otros.

XXI. Unión continental

Antes de que el mundo llegue a formar una sola y vasta asociación, lo natural será que se

organice en otras tantas y grandes secciones unitarias, como continentes. Ya se habla de

los

Estados Unidos de la Europa, al mismo tiempo que en el otro lado del Atlántico se

habla de la

Unión Americana. Estas ideas no significan sino la forma más práctica o

practicable de la centralización internacional del género humano que empieza a existir en

las ideas, porque ya está relativamente en los hechos, por la obra de los impulsos

instintivos de la humanidad civilizada.

¿Civilizada,

no es equivalente de asociada, unida, ligada entre sí?

No sólo los continentes, sino las creencias religiosas y las razas serán los elementos que

determinen las grandes divisiones geográficas de la humanidad, en las grandes secciones

internacionales de que acabamos de hablar.

Así la

cristiandad formará un mundo parcial o gran cuerpo internacional, otro sería

formado por los pueblos mahometanos, otros por los que profesan la religión de la India.

La

comunidad de opinión, en que reside la ley, requiere, para constituirse, la comunidad

de idioma, de origen histórico, de usos y creencias.

XXII. El canal de Suez

Todo lo que empuja y ayuda al mundo en el sentido de su unión y centralismo, concurre a

la creación de un juez internacional.

Así, la apertura del Canal de Suez, que une los países de Oriente a los del Mediterráneo,

sirve a la institución de la justicia del mundo mejor que todos los tratados de derecho

internacional; y el diplomático Lesseps que ha promovido y llevado a cabo esa obra, ha

hecho más por el derecho internacional que todo un congreso de Reyes. Los emperadores

se han acercado y unido bajo la influencia de su obra de unificación internacional.


Respuesta  Mensaje 25 de 47 en el tema 
De: albi Enviado: 22/11/2010 19:17

Capítulo XI. La guerra o el cesarismo en el Nuevo Mundo

I. La independencia exterior - II. Razones para la afición a la guerra - III. San Martín y su acción - IV.

Carrera de San Martín - V. Poesía - VI. La guerra no logra dar la libertad - VII. Liberalismo militarista -

VIII. El militarismo inconsistente - IX. La guerra, esencialmente reaccionaria - X. Libre comercio.

I. La independencia exterior

Ninguna de las causas ordinarias de la guerra en Europa, existe en la América del Sud.

Las diez y seis Repúblicas

LII que la pueblan, hablan la misma lengua, son la misma raza,

profesan la misma religión, tienen la misma forma de gobierno, el mismo sistema de

pesas y medidas, la misma legislación civil, las mismas costumbres, y cada una posee

cincuenta veces más territorio que el que necesita.

A pesar de esa rara y feliz uniformidad, la América del Sud es la tierra clásica de la

guerra, en tal grado que ha llegado a ser allí el estado normal, una especie de forma de

gobierno, asimilada de tal modo con todas las fases de su vida actual, que a nadie ocurre

allí que la guerra puede ser un crimen.

Le faltaba un libro en que se le enseñe que la guerra es la civilización, y acaba de

adquirirlo, coronado y sancionado en cierto modo por los cuidados de los amigos de la

paz en París. El abate Saint Pierre fue arrojado de la Academia porque predicó la paz

perpetua; Calvo ha entrado en la Academia por su apología de la guerra.

Y sin embargo, si hay en la tierra un lugar donde sea un crimen, es en la América del

Sud; desde luego, porque sus condiciones de homogeneidad le quitan a la guerra toda

razón de ser, y en seguida porque la guerra se opone de frente a la satisfacción de la

necesidad de ese continente desierto, que es la de poblarse como la América del Norte,

con las inmigraciones de la Europa civilizada, que no van a donde hay guerra. La guerra

debe allí a una causa especial su falso prestigio, y es que el grande hecho de civilización

que Sud América ha realizado en este siglo, es la revolución y la guerra de su

independencia.

Aunque la independencia tenga otras causas naturales, que son bien conocidas, la guerra

se lleva ese honor, que lisonjea e interesa a los pueblos de Sud América.

La guerra que tuvo por objeto la conquista de la

libertad exterior, es decir, de la

independencia

y autonomía del pueblo americano respecto de la Europa, ha degenerado

en lo que más tarde ha tenido por objeto, o por pretexto, la conquista de la

libertad

interior.

Pero como estas dos libertades no se conquistan por los mismos medios, buscar

el establecimiento de la libertad interior por la guerra, en lugar de buscarlo por la paz, es

como obligar a la tierra a que produzca trigo a fuerza de agitarla y revolverla

continuamente, es decir, a fuerza de impedir que ella lo produzca.

La guerra pudo producir la destrucción material del gobierno español en América, en un

corto período: esto se concibe. Pero jamás podría tener igual eficacia en la creación de un

gobierno libre, porque el gobierno libre, es el país mismo gobernándose a sí mismo; y el

gobierno de sí mismo es una educación, es un hábito, es toda una vida de aprendizaje

libre.

La guerra civil permanente ha producido allá su resultado natural, la desaparición de la

libertad interior, y en los más agitados de esos países, la casi desaparición de su libertad

exterior, es decir, su independencia.

No hay más que dos Estados que hayan logrado establecer su libertad interior y son los

que la han buscado y obtenido al favor de la paz excepcional de que han gozado desde su

independencia. Chile y el Brasil

LIII han probado en la América del Sud lo que la América

del Norte nos demuestra hace sesenta años: que la paz es la causa principal de su grande

libertad, y que ambas son la causa de su gran prosperidad.

II. Razones para la afición a la guerra

Cuando la

libertad no es pretexto de la guerra, lo es la gloria, el honor nacional.

Como Sud América no ha contribuido a la obra de la civilización general sino por el

trabajo de la guerra de su independencia, la única gloria que allí existe es la gloria militar,

los únicos grandes hombres son grandes guerreros.

Ninguna invención como la de Franklin, como la de Fulton, como la del telégrafo

eléctrico y tantas otras que el mundo civilizado debe a la América del Norte, ha ilustrado

hasta aquí a la América del Sud. Ni en las ciencias físicas, ni en las conquistas de la

industria, ni en ramo alguno de los conocimientos humanos, conoce el mundo una gloria

sudamericana que se pueda llamar universal.

Todo el círculo de sus grandes hombres se reduce al de sus grandes militares del tiempo

de la guerra de la independencia. Chile tal vez fuera una excepción, si él mismo no diese

a sus guerreros las estatuas y honores que apenas ha consagrado hasta aquí a sus grandes

ciudadanos, más acreedores a sus respetos que sus grandes militares; pues la

independencia americana es más bien el producto de la civilización general de este siglo,

que del azar de dos o tres batallas.

Nada puede servir más eficazmente a los intereses de la paz de Sud América, que la

destrucción de esos falsos ídolos militares, por el estudio y divulgación de la historia

verdadera de la independencia de Sud América, hecho del punto de vista de las causas

generales y naturales que la han producido.

Lo que ha sido el producto lógico y natural de las necesidades e intereses de la

civilización, ha sido adjudicado a cierto número de hombres por el paganismo ignorante

de los pueblos, que no ve más que la mano de los hombres donde no hay sino la mano de

Dios, es decir, del progreso natural de las cosas; por la vanidad nacional y por el egoísmo

de las familias de los supuestos héroes, suplantadas, en nombre de la gloria, a las familias

aristocráticas derrocadas en nombre de la democracia.

Para cierta manera de hacer la historia, la América del Sud vegetaría hasta hoy en poder

de España, si la casualidad no hubiese hecho que nazcan un Belgrano, un San Martín, un

Bolívar, etc.

Si estos guerreros han arrancado la América al poder español, a sus antagonistas vencidos

debe España atribuir su pérdida; pero no lo hace. La España, que sabe mejor que nadie a

quién debe la pérdida de América, se guarda bien de atribuirla a Tristán, a Pezuela, a

Osorio, a Laserna, a Olañeta, elevados por su gratitud al sacrificio de sus servicios

impotentes desempeñados en las derrotas de

Maipú, Tucumán, Ayacucho, etc., a los más

altos rangos.

La breva cayó cuando estaba madura y porque estuvo madura, como dijo Saavedra, el

jefe militar de la revolución de Mayo, en Buenos Aires, que no quiso proclamar la

caducidad de los Borbones hasta que no supo que habían caducado en España por la

mano de Napoleón.

Toda la filosofía de la historia de la independencia de Sud América, está formulada en

esas palabras del general Saavedra.

III. San Martín y su acción

Lo que no hubiese hecho San Martín, lo habría hecho Bolívar; a falta de un Bolívar,

habría habido un Sucre; a falta de un Sucre, un Córdoba, etc. Cuando un brazo es

necesario para la ejecución de una ley de mejoramiento y progreso, la fecundidad de la

humanidad lo sugiere no importa con qué nombre.

No dar a los grandes principios, a los soberanos intereses, a las causas generales y

naturales de progreso, que gobiernan y rigen el mundo hacia lo mejor, el papel natural

que la ceguedad de un paganismo estrecho les quita para darlo a ciertos hombres, es erigir

a los hombres al rango de causas y de principios, es desconocer y perder de vista las

bases incontrastables en que descansa el progreso humano y que deben ser las bases

firmes e invencibles de su fe.

IV. Carrera de San Martín

Es imposible establecer que la guerra es un crimen, y al mismo tiempo santificar a los

guerreros, autores o instrumentos de ese crimen; como es imposible deificar a los

guerreros, sin santificar la guerra virtualmente. No pretendo que un soldado debe ser

tenido por criminal, a causa de que la guerra es un crimen. Bien sabemos que a menudo

es una víctima, cuando mata lo mismo que cuando muere. Su posición a menudo es la del

ejecutor de altas obras:

como quiera que la justicia penal sea administrada, el verdugo es

culpable en medio de su desgracia. Casi siempre el oficial está en el caso del soldado.

Pero a medida que se eleva su rango, su responsabilidad no es la misma en el crimen o en

la justicia de la guerra.

Para estimar la guerra en su valor, nada como estudiar a los guerreros.

Lejos de ser un crimen, la guerra de la independencia de Sud América, fue un grande acto

de justicia por parte de ese país.

Pero esa justicia se obró por un movimiento general de la opinión de América, por las

necesidades instintivas de la civilización, por la acción espontánea de los acontecimientos

gobernados por leyes que presiden al progreso humano, más bien que por la acción y la

iniciativa de ningún guerrero. Su honor pertenece a la América entera, que supo entender

su época y seguirla.

Ensayemos la verificación de esta verdad en el estudio de la primera gloria argentina,

estando al testimonio de las estatuas

LIV, que son el culto que la posteridad de los pueblos

tributa a sus grandes servidores

LV. Ese país ha hecho de un soldado, la primera de sus

glorias. Un soldado puede merecerla como Washington; pero la gloria de Washington no

es la de la guerra; es la de la libertad. Un pueblo en que cada nuevo ciudadano se

fundiese en el molde de Washington, no sería un pueblo de soldados, sino un pueblo de

grandes ciudadanos, de verdaderos modelos de patriotismo. Pero San Martín, ¿puede ser

el tipo de los patriotas que la República Argentina necesita para ser un país igual a los

Estados Unidos? Este punto interesa a la educación de las generaciones jóvenes y la gran

cuestión de la paz continua y frecuente, ya que no perpetua.

San Martín, nacido en el Río de la Plata, recibió su educación en España, metrópoli de

aquel país, entonces su colonia. Dedicado a la carrera militar, sirvió diez y ocho años a la

causa de la monarquía absoluta, bajo los Borbones, y peleó en su defensa contra las

campañas de propaganda liberal de la revolución francesa de 1789. En 1812, dos años

después que estalló la revolución de Mayo de 1810, en el Río de la Plata, San Martín

siguió la idea que le inspiró, no su amor al suelo de su origen, sino al consejo de un

general inglés, de los que deseaban la emancipación de Sud América para las necesidades

del comercio británico. Trasladado al Plata, entró en su ejército patriota con su grado

español de sargento mayor. Su primer trabajo político fue la promoción de una Logia o

sociedad

secreta, que ya no podía tener objeto a los dos años de hecha la revolución de

libertad, que se podía predicar, servir y difundir a la luz del día y a cara descubierta. A la

formación de la Logia sucedió, un cambio de gobierno contra los autores de la revolución

patriótica, que fueron reemplazados por los patriotas de la Logia, naturalmente. De ese

gobierno recibió San Martín su grado de general y el mando del ejército patriota,

destinado a libertar las provincias arge ntinas del alto Perú, ocupadas por los españoles.

Llegado a Tucumán, San Martín no halló prudente atacar de faz a los ejércitos españoles,

que acababan de derrotar al general Belgrano en el territorio argentino del Norte, de que

seguían poseedores. San Martín concibió el plan prudente de atacarlos por retaguardia, es

decir, por Lima, dirigiéndose por Chile, que en ese momento (1813) estaba libre de los

españoles. Para preparar su ejército, San Martín se hizo nombrar gobernador de

Mendoza, provincia vecina de Chile, y se dirigía a tomar posesión de su mando, cuando

los españoles restauraron su autoridad en Chile. Era una nueva contrariedad para la

campaña de retaguardia, que los patriotas de Chile, refugiados en suelo argentino,

contribuyeron grandemente a remover. A la cabeza de un pequeño ejército aliado de

chilenos y argentinos San Martín cruzó los Andes, sorprendió y batió a los españoles en

Chacabuco

el 12 de Febrero de 1817. Regresado al Plata, en vez de perseguir hasta

concluir a los españoles en el Sud, al año siguiente, después de muchos contrastes, tuvo

que dar una segunda batalla en

Maipú, el 5 de Abril de 1818, a la cabeza de ocho mil

hombres, de la que no se repusieron los realistas. Esa batalla es el gran título de la gloria

de San Martín. Ella libertaba a Chile, pero dejaba siempre a los españoles en posesión de

las provincias argentinas del Norte. Toda la misión de San Martín era libertar esta parte

del suelo de su país de sus dominadores españoles. Para eso iba al Perú; Chile para él era

el camino del Perú, el Perú era su camino para las provincias argentinas del Desaguadero,

objetivo único de su campaña. A la cabeza de una expedición aliada, San Martín en 1821

entró en Lima, que se pronunció contra los españoles y le recibió sin lucha, como

libertador. En vez de seguir su campaña militar hasta libertar el suelo argentino, que

ocupaban todavía los españoles, San Martín aceptó el gobierno civil y político del Perú, y

se puso a gobernar ese país, que no era el suyo. Como los españoles ocupaban el Sud del

Perú, San Martín quiso agrandar el país de su mando, por la anexión del Ecuador, que por

su parte apetecía Bolívar para componer la República de Colombia. Esta emulación,

ajena de la guerra, esterilizó su entrevista de Guayaquil, durante la cual fue derrocado

Monteagudo, en quien había delegado su gobierno Lima, por una revolución popular,

ante la cual San Martín, desencantado, abdicó no sólo el gobierno del Perú sino el mando

del ejército aliado; dejó la campaña a la mitad y a las provincias argentinas del Norte en

poder de los españoles, hasta que Bolívar las libertó en Ayacucho, en 1825, con cuyo

motivo dejaron de ser argentinas para componer la república de Bolivia. Al cabo de diez

años (la mitad casi del tiempo que dio al servicio de España), San Martín dejó la América

en 1822, y vino a Europa, donde vivió bajo el poder de los Borbones, que no pudo

destruir en su país, hasta que murió en 1850, emigrado a tres mil leguas de su país. ¿Qué

hizo de su espada de Chacabuco y Maipú antes de morir? La dejó por testamento al

general Rosas, por sus resistencias a la Europa liberal, en que él había preferido vivir y

morir, y donde está hoy día su legatario el general Rosas junto con su legado de la espada

de San Martín, que no lo ha librado de ser derrocado y desterrado por sus compatriotas y

vecinos, no por la Europa, que hoy hospeda a San Martín, a Rosas y a la espada que echó

a los europeos de Chile.


Respuesta  Mensaje 26 de 47 en el tema 
De: albi Enviado: 22/11/2010 19:17

Es dudoso que Plutarco hubiera comprendido entre los ilustres modelos al guerrero

propuesto a la juventud argentina como un tipo glorioso de imitación.

Yo creo que el Dr. Moreno, haciendo abrir el comercio de Buenos Aires a la Inglaterra en

1809 con las doctrinas de Adam Smith en sus manos, y Rivadavia promoviendo la

inmigración de la Europa en el Plata, la libertad religiosa, los tratados de libre comercio y

la educación popular, han merecido mejor que no importa cuál soldado, las estatuas que

están lejos de tener.

Yo no altero la verdad de la historia por amor a la paz, y los que me hallen severo

respecto de San Martín, no pensarían lo mismo si estudiaran a este hombre célebre en los

libros de Gervinus, profesor de Heidelberg, o en las confidencias del actual Presidente de

la República Argentina

10.

La vida de San Martín prueba dos cosas: que la revolución, más grande y elevada que él,

no es obra suya, sino de causas de un orden superior, que merecen señalarse al culto y al

respeto de la juventud en la gestión de su vida política; y que la admiración y la imitación

de San Martín no es el medio de elevar a las generaciones jóvenes de la República

Argentina a la inteligencia y aptitud de sus altos destinos de civilización y libertad

americana.

V. Poesía

A la poesía de las estatuas se añade la poesía de los versos, como estímulo de los gustos

por la guerra y la carrera militar, en Sud América.

Toda la poesía de la guerra, toda la literatura argentina, es la expresión de su historia

militar.

La lira argentina, repertorio de sus poesías populares más queridas, se compone

de cantos a los héroes y a las batallas de la independencia. Le ha bastado fundirse en el

molde de la poesía española, eterna epopeya militar.

Pero lo peor de todo es que en esta pasión de guerra, lo más es prosa, y que en esta prosa

no es todo entusiasmo de patria. El árbol de la libertad, en América, no es un arbusto

destinado a ornar los jardines. Es como el árbol del pan, que da frutos, así como da flores.

Y los frutos son más preciosos que sus flores, para el cultivador de espada especialmente.

Un joven abraza la carrera de San Martín para ser un segundo San Martín. Pero como la

independencia no se conquista todos los días, después de conquistada y reconocida una

vez, se emprenden guerras de libertad interior que producen, si no la gloria, al menos el

grado militar de San Martín. El grado de General, es el pan y el rango asegurados para

toda la vida. Al son de los cantos contra el crimen de los privilegios y de los poderes

vitalicios, los Generales (aun los poetas generales), se avienen sin dificultad con su

empleo vitalicio de General, y lo disfrutan modestamente en plena república.

El fierro de la espada excede en fecundidad al del arado, en este sentido, que no sólo da

honor y plata, sino que da el gobierno. Por la regla de que ser libre es tener parte en el

gobierno, los generales buscan el gobierno nada más que por el noble anhelo de ser

libres. Pero este modo de ser libres no tiene más que un inconveniente y es que es

incompatible con la libertad del adversario. Es la libertad del partido que gobierna,

fundada en la opresión del partido que obedece: o por mejor decir, es la guerra en

disponibilidad, que sólo espera la ocasión para tomar el mando de la situación. El

gobierno de un partido no es un gobierno entero; es la mitad de un gobierno, que

representa la mitad del país

LVI. Cada uno de sus actos, es la mitad de un acto, es decir, la

mitad de una ley, la mitad de un decreto, la mitad de una sentencia, y toda su autoridad

no es más que una mitad de la autoridad verdadera, que sólo merece un medio respeto y

una media obediencia, porque sólo expresa la mitad del derecho y la mitad de la justicia.

Los liberales de espada no suben al poder de un salto: eso tendría el aire de un asalto.

Suben por la escala majestuosa de la gloria. Ganan la gloria en las batallas, y la gloria,

agradecida, les da el gobierno, que es la libertad de hacer del vencido lo que quieran.

Si la poesía es como la lanza de Aquiles, a ella le tocará curar por la comedia el mal que

ha producido por el lirismo.

La poesía de la paz necesita un Cervantes de la América del Sud, para purgarla por la

risa, de la raza de Quijotes y Sanchos, que lejos de crear la libertad a fuerza de violencia,

es decir, por la tiranía de la espada, no hace más que precipitar esa parte del mundo en la

barbarie, despoblándola de sus habitantes europeos, espantando la inmigración, y dando

por resultado un caudal tiránico en vez de una sola libertad: tiranías de la paz y de la más

terrible especie, que son las que se cubren con bellos colores de libertad, para oprimir con

más eficacia.

No hay guerra en Sud América, que no invoque por motivo los grandes intereses de la

civilización; ni despotismo que no invoque la más santa libertad. La dictadura de Rosas

se apoyaba en la libertad del continente americano. Quiroga devastaba y cubría de sangre

el suelo argentino en nombre de la libertad, y fue víctima de su idea de proclamar una

Constitución, según la crónica viva de ese país, confirmada en ese punto por una carta en

que el

defensor de la libertad del continente americano probó al defensor de la libertad

del pueblo argentino,

que el país no estaba en estado de constituirse, es decir, de ser libre

(porque constituir un país no es más que entregarle la gestión de sus destinos políticos).

VI. La guerra no logra dar la libertad

Esos dos soldados de la libertad, según la fórmula de Washington, y su reinado militar de

veinte años, han sido destruidos por otros libertadores de espada en nombre de la libertad,

que han pretendido servir mejor que sus predecesores, sin cambiar de método, es decir,

siempre por la espada y por la guerra.

Uno de ellos ha hecho tres campañas, que han terminado por tres batallas decisivas:

Caseros, Cepeda, Pavón.

Las tres han sido dadas por la libertad naturalmente. Sin

perjuicio de esta mira, que no es un hecho todavía, las tres batallas han producido al autor

estos servicios: la primera le ha dado la Presidencia de la República, la segunda una

fortuna colosal, y la tercera la seguridad de esa fortuna. No pretendo que esta haya sido

su mira; digo que este ha sido el resultado.

Si esto no fuese verdad, la República no hubiese premiado con la Presidencia, el servicio

del que la ha libertado en 1861 de su libertador de 1852.

Este otro, que es el vencedor de Pavón, ha servido a la libertad de su país (que todavía se

hace esperar) por diez campañas y diez batallas, dentro y fuera de su suelo, contra

propios y extranjeros.

La República ha perdido, en la última de esas campañas que lleva ya cinco años, veinte

mil hombres, sesenta millones de pesos fuertes, su reputación de salubridad (confirmada

por su nombre de

Buenos Aires ), por la adquisición del cólera asiático, sus archivos

incendiados dos veces por

casualidad, toda la riqueza de algunas provincias; pero su

autor conserva su vida, ha recibido un premio popular de cien mil francos, y una

condecoración ducal del emperador su aliado.

En cuanto a la libertad de la República, servida por esa guerra, oigamos a su autor mismo

sobre lo que ha ganado; ningún testimonio menos sospechoso... Descendido de la

presidencia, hoy se ocupa de delatar al gobierno de su sucesor como la tiranía más

sangrienta que haya sufrido el país desde que existe.

Y sin embargo, todos saben que su sucesor sigue su mismo método, pues prosigue su

campaña de libertad, que según él, es la misma de San Martín y Alvear contra los

Borbones y los Braganzas, (aunque es un Borbón emparentado en Braganza el que dirige

la

bandera de Mayo por el sendero de la gloria argentina ).

Lo que podemos decir, por nuestra parte, es que la libertad que los presidentes Mitre y

Sarmiento han servido por la guerra contra el Paraguay, cuesta a la República Argentina,

diez veces más sangre y diez veces más dinero que le costó toda la guerra de su

independencia contra España; y que si esta guerra produjo la independencia del país

respecto de la corona de España, la otra está produciendo la enfeudación de la Repúb lica

a la corona del Brasil.

En cuanto a la libertad interior nacida de esas campañas, su medida entera y exacta,

reside en este simple hecho: el autor de estas líneas es acusado de traición por el gobierno

de su país, por los escritos en que ha condenado esa guerra y ha probado que no puede

tener otro resultado que el de desarmar a la República de su aliado natural y servir al

engrandecimiento de su antagonista tradicional, que es el imperio del Brasil, único

refugio de la esclavitud civil en América

LVII.

El autor se ve desterrado por los

liberales de su país y por el crimen de que son cuerpo de

delito sus libros; por haber defendido la libertad de América en el derecho desconocido a

una de las Repúblicas, por un imperio mal conformado, que necesita destruir y suceder a

sus vecinos más bien dotados que él, a unos como aliados y a otros como enemigos. Para

las Repúblicas de Sud América tan hostil es el odio como la amistad del imperio

portugués de origen y raza.

Si no fuese que ellas son buscadas y arrastradas por el imperio a la alianza que las

convierte en su feudo, lejos de buscar ellas al imperio, se diría que están más atrasadas

que los indios que ocupan sus desiertos. Pero es la verdad que el Brasil las arrastra

cuando parece que es impelido por ellas y que ellas ceden cuando parecen impulsar y

solicitar. Obediente a la corriente de los hechos, Mitre no ha podido no buscar al Brasil.

VII. Liberalismo militarista

La guerra de propaganda liberal es uno de los legados degenerados de la guerra de la

independencia. La comunidad de enemigo y de objeto que distinguió la guerra por la cual

todos los pueblos de Sud América trabajaban contra su dominador común, el poder

español, ha dejado la costumbre a cada Estado de creer que su causa es la de América en

toda guerra con un poder europeo, y que es la vieja causa de la libertad la que sostiene

contra su vecino sea cual fuere.

Como guerras sin objeto real y verdadero, que sólo invocan grandes ideas de otro tiempo

para enmascarar motivos egoístas y culpables, las guerras de propaganda son en Sud

América, más que en otra parte, contrarias al derecho de gentes y constituyen, un

verdadero crimen contra la civilización del nuevo mundo, que no es a ninguno de sus

nuevos estados en particular a quien toca el rol de civilizar a sus iguales, sino al viejo

mundo culto, dejado en contacto libre y estrecho con todas y cada una de las secciones de

Sud América.

VIII. El militarismo inconsistente

Los liberales de Sud América quieren a la vez dos cosas que se excluyen entre sí: la

gloria

y la libertad. Casi siempre la una es el premio de la otra. La gloria a menudo

cuesta el sacrificio de la libertad, lejos de ser capaz de producirla. La gloria militar, que

es la gloria por excelencia, es la exaltación de un hombre al rango de soberano de los

otros, por obra del entusiasmo nacional, es decir, de la pasión más capaz de cegar la vista,

que es la de la vanidad nacional. El castigo providencial de todo país que amasa su gloria

con la ruina de su adversario, es la pérdida de su propia libertad, es decir, la traslación de

su gobierno propio a manos del héroe que le ha servido su vanidad.

Si la revolución de Sud América ha tenido por objeto la libertad, es decir, el gobierno del

país por el país, y no por el ejército, nada puede perjudicar más al objeto de la revolución,

que la gloria militar, privilegio del ejército y del poder de la espada en que el pueblo no

tiene parte alguna.

El gobierno de la gloria, el poder de la victoria, es el gobierno sin el país, es decir, el

gobierno sin la libertad, porque todo gobierno del país sin el concurso del país, es la

negación de toda libertad, en el sentido que esta palabra tiene en Inglaterra, en Estados

Unidos, en Bélgica, en Suiza.

Así, el atraso, la barbarie, la opresión están representadas en Sud América por la espada y

por el elemento militar, que a su vez representa la guerra civil convertida en industria, en

oficio de vivir, en orden permanente y normal (si el caos puede ser normal).

IX. La guerra, esencialmente reaccionaria

La guerra en Sud América, sea cual fuere su objeto y pretexto; la guerra en sí misma es,

por sus efectos reales y prácticos, la anti-revolución, la reacción, la vuelta a un estado de

cosas peor que el antiguo régimen colonial: es decir, un crimen de lesa América y lesa

civilización.

La guerra permanente cruza de este modo los objetos tenidos en mira por la revolución de

América a saber:

Ella estorba la constitución de un gobierno patrio, pues su objeto constante es cabalmente

destruido tan pronto como existe con la mira de ejercerlo, y mantiene al país en anarquía,

es decir, en la peor guerra: la de todos contra todos.

La guerra disminuye el número de la población indígena o nacional, y estorba el aumento

de la población extranjera por inmigraciones de pobladores civilizados: no se puede hacer

a Sud América un crimen más desastroso.

Despoblarla es entregarla al conquistador extranjero.

La guerra es la muerte de la agricultura y del comercio y su resultado en Sud América es

el empobrecimiento y la miseria de sus pueblos; es decir, fuente de miseria, de pobreza y

debilidad.

La guerra aumenta la deuda pública, y sus intereses crecientes obligan al país a pagar

contribuciones enormes que no dejan nacer la riqueza y el progreso del país.

La guerra engendra la dictadura y el gobierno militar creando un estado de cosas anormal

y excepcional incompatible con toda clase de libertad política. La ley marcial convertida

en ley permanente es el entierro de toda libertad.

La guerra compromete la independencia del Estado inveterado en sus estragos, porque lo

debilita y precipita en alianzas de vasallaje y de ruina, con poderes interesados en

destruirlo.

La guerra absorbe el presupuesto de gastos, deja a la educación y a la industria sin

cuidados, los trabajos y empresas desamparados, y todo el tesoro público convertido en

beneficio permanente de una aristocracia especial compuesta de patriotas, de liberales y

de propagandistas de civilización por oficio y estado.

La guerra constituida en estado permanente y nacional del país, pone en ridículo la

república, hace de esta forma de gobierno el escarnio del mundo.

En una palabra, la guerra civil o semi- civil, que existe en Sud América erigida en

institución permanente y manera normal de existir, es la antítesis y el reverso de la guerra

de su independencia y de su revolución contra España.

Ella es tan baja por su objeto, tan desastrosa por sus efectos, tan retrógrada y

embrutecedora por sus consecuencias necesarias, como la guerra de la independencia fue

grande, noble, gloriosa por sus motivos, miras y resultados.

Los héroes de la guerra civil son monstruosos y abominables pigmeos lejos de ser rivales

de Bolívar, de Sucre, de Belgrano y San Martín.


Respuesta  Mensaje 27 de 47 en el tema 
De: albi Enviado: 22/11/2010 19:20

X. Libre comercio

¿Queréis establecer la paz entre las naciones hasta hacerles de ella una necesidad de vida

o muerte?

Dejad que las naciones dependan unas de otras para su subsistencia, comodidad y

grandeza. ¿Por qué medio? Por el de una libertad completa dejada al comercio o cambio

de sus productos y ventajas respectivas. La paz internacional de ese modo será para ellas,

el pan, el vestido, el bienestar, el alimento y el aire de cada día.

Esa dependencia mutua y recíproca, por el noble vínculo de los intereses, que deja intacta

la soberanía de cada uno, no solamente aleja la guerra porque es destructora para todos,

sino que también hace de todas las naciones una especie de nación universal, unificando

y consolidando sus intereses, y facilita por este medio la institución de un poder

internacional, destinado a reemplazar el triste recurso de la defensa propia en el juicio y

decisión de los conflictos internacionales: recurso que en vez de suplir a la justicia, se

acerca y confunde a menudo con el crimen.

¿Creéis que haya inconveniente en que una nación dependa de otra para la satisfacción de

las necesidades de su vida civilizada? ¿Por qué razón? Porque en caso de guerra y de

incomunicación, cada país debe poder encontrar en su seno todo lo que necesita.

Es hacer de la hipótesis de una eventualidad de barbarie, cada día más rara, una especie

de ley natural permanente del hombre civilizado.

Es como si el planeta que habitamos se considerase defectuoso porque recibe de un astro

extranjero, el sol, la luz y el calor que produce la vegetación y la vida animal de que se

mantiene el mundo animado, que anima su superficie.

Por fortuna la libertad de los cambios está en las necesidades de la vida humana, y se

impondrá como ley natural de las naciones a pesar de todas las preocupaciones y errores.

La industria de una nación que pide al gobierno protección contra la industria de otra

nación que la hostiliza por su mera superioridad, saca al gobierno de su rol, y da ella

misma una prueba de cobardía vergonzosa.

El gobierno no ha sido instituido para el bien especial de este o de aquel oficio; sino para

el bien del Estado todo entero. El gobierno no es el patrón y protector de los comerciantes

o de los marinos, o de los fabricantes; es el mero guardián de las leyes, que protegen a

todos por igual en el goce de su derecho de vivir barato, más precioso que el producir y

vender caro.

Limitar o restringir la entrada de los bellos productos de fuera, para dar precio a los

productos inferiores de casa, es como poner trabas a la entrada en el país de las bonitas

mujeres extranjeras, para que se casen mejor las mujeres feas; es impedir que entren los

rubios y los blancos, porque los mulatos, que forman el fondo de la nación, serán

excluidos por las mujeres, a causa de su inferioridad.

Teméis los estragos sin sangre de la concurrencia comercial e industrial, y no teméis las

batallas sangrientas de la guerra. Un país que ha vencido al extranjero en los campos de

batalla, y que pide a su gobierno que proteja su inepcia e incapacidad por el brazo de la

fuerza contra la sombra que le da el brillo del extranjero, prueba una pusilanimidad

inexplicable y vergonzosa.

Si es gloria vencer al extranjero por la espada mayor es vencerlo por el talento, porque lo

primero es común a las bestias, lo segundo es peculiar al hombre.

Notas de Thomas Baty

a.

Se ha dicho que en 1834. Creo que es un error.

b.

El escudo de armas de Alberdi, publicado por El Diario, de acuerdo con un bosquejo

hallado entre los manuscritos de aquél, consiste en "tres fajas de azur sobre campo de

oro; orla de plata y un gajo de vid frutescente". Las fajas están salpicadas de púrpura, sea

casual o deliberadamente, aunque lo más probable es lo primero, porque en el campo no

aparece ninguna de esas salpicaduras. No deja de ser interesante notar que hay una

familia inglesa

de Albing, cuyas armas son: tres fajas de gules en campo de plata.

También las armas de

Govery o Guevera (Lincoln) son: sobre campo de oro, tres fajas

armiñadas y cuarteladas de gules; cinco berros de plata en sotuer y orla con leyenda:

A

MAYOR VICTORIA DELLAS ES EL BIEN MER CELLAS

. Las fajas y la orla parecen

 

c.

"La soberanía del pueblo no es la voluntad colectiva del pueblo; es la razón colectiva

del pueblo; la razón es superior a la voluntad; principio divino, origen único de todo

poder legítimo sobre la tierra." (Obras completas, I, 189.)

I.

El autor no se refiere al jus gentium (nota de Mr. Baty).

II.

Aquí tampoco es el just gentium.
 

III.

Cf. Lorimer. Institutes of the law of nations (Wriuburgh, 1883): "La luz de las

naciones es la luz de la Naturaleza, realizada en las relaciones de comunidades políticas

distintas" (p. 10).

IV.

"El lector no olvidará que la tenaz labor del eminente compatriota del autor, el Dr.

Drago, aseguró en la segunda Conferencia de La Haya, en 1907, la adopción del principio

de que el cobro de deudas a sus súbditos nunca debe ser causa de guerra por una nación

contra otra, aunque ella fuese caracterizada (a instancia de los Estados Unidos) por el

empleo de fuerzas armadas, como un medio de apoyar las resoluciones de un tribunal

arbitral. Esto de que sea necesario interponer la sanción de un tribunal arbritral para hacer

posible el cobro de deuda reclamada, por la fuerza como antes, es un error, que sin duda

necesita revisión y enmienda, tanto más cuando se considerasen las exageradas

pretensiones que exponen los que se consideran amparados por un derecho contractual

contra un gobierno."

V.

"La guerra es el infierno", por el general Sherman. E.E.U.U.

VI.

La influencia de la prensa es menor ahora: cf. Belloc, passim.

VII.

Homo cum sux stata consideratus.

VIII.

Cf. T. A. Walker, Science of International Law. (Cambridge, 1893), pág. 44, "El

hombre en su carácter de miembro del Estado": "Las leyes civiles son reglas de conducta

observadas por los hombres, o por hombres considerados en su correlación recíproca

como miembros del mismo Estado. Las leyes internacionales, como reglas de conducta

observadas por los hombres entre sí como miembros de diferentes estados,

aunque sean

miembros del mismo Círculo Internacional

".

IX.

Otros han visto en el "Derecho de la guerra" una analogía más exacta con el derecho

procesal (civil y criminal); los medios de obtener satisfacción por los derechos violadas.

Pero la sanción violenta de la guerra sugerirá siempre inevitablemente el procedimiento

fiscal más que el civil.

X.

Desde que el autor escribió, se ha producido una resurrección de este principio de

Franklin y Rousseau, que se hayaba entonces en pleno camino de volverse axiomático.

Opiniones colectivistas modernas tienden a identificar el individuo con el Estado, así en

sus faltas como en sus buenas acciones, de manera a poder soportar la doctrina de una

escuela muy distinta, la de los militaristas, quienes consideran que la presión sobre los

individuos privados, es permitible como un medio propio para reducir al enemigo a la

razón. Los atroces sentimientos de Sherman (citado por Pearce Higgins, "La guerra" y

"El ciudadano privado", pág. 65), al objeto de que la población enemiga se rinda a una

cuantía de la extensa miseria, respira un aliento de barbarie mucho más propio de los

Hunos que de cristianos. Se sostiene seriamente por algunos defensores de la política de

la "Kriegsraison", o "necesidad militar", que no hay ultraje o daño, por atroy que él sea,

que no deba ser infligido a las personas particulares, si ello ha de conducir a la feliz

terminación de la guerra. La ha inferido expresamente para causar terror, e inducir al

enemigo a someterse, o subordinado a alguna operación militar particular, no parece

considerarse el punto como digno de tomarse en cuenta. Semejante posición debe sólo ser

imitada como de muy poco valor para el crédito del corazón o la cabeza de los que la

mantienen.

XI.

Una persona metafórica o imaginaria.

XII.

En la edición de 1895 de los Escritos póstumos, decía aquí "Anexiones". Era un

error evidente de copia. Así lo consigna también Mr. Baty en su traducción, y en la nota

de la página 51 dice: "La palabra española es "anexiones". Esto parece un error de

amanuense, pues la referencia es clara a la triple división de los

Institutos de Justiniano

(persona, res, actiones);

y el término acción está inmediatamente empleado para expresar

las ramas civil y penal del título. (Nota de Joaquín V. González).

XIII.

"Mr. J. Chamberlain realizaba la reacción del comercio y el sentimiento, cuando

lanzó su celebrada propaganda, no importa lo que pudiera pensar de la elevación del

sentimiento."

XIV.

Ver, en cuanto Gentile, Holland, Studies in International Laco; and Law Magazine,

vol. 34, p.210.

XV.

El autor se refiere probablemente al período de formación del derecho internacional,

p.e. los siglos XVII y XVIII.

XVI.

"¿Qué constituye un Estado?... ...Hombres que conocen sus deberes Pero también

sus derechos, y, conociéndolos se atreven a sostenerlos. Y la ley soberana, esa voluntad

reunida, sobre tronos y globos elevados. Como emperatriz, coronando el bien,

reprimiento el mal."

Sir W. Jones ofter Alcaeus.

XVII.

"Es decir, penalidad apropiada."

XVIII.

"2. Samuel, II, 25"

XIX.

Soberano está usado aquí, no en el sentido de poder supremo en un Estado (el

sentido tan primitivo en el jurisprudencia inglesa y tan frecuente en las especulaciones

juristas filosóficos ingleses), sino en su sentido popular de cabeza coronada de un Estado.

XX.

Cf. Carlisle, Latter day Pamphiets, passim.

XXI.

El autor no entiende significar que la opinión pública condena el uso de medios

evasivos, como las escaleras de cuerdas, las llaves falsas en tiempo de guerra, pero que,

cuando la guerra abierta fuera tolerada por la costumbre, el empleo de medios

subterráneos como esos serían universalmente reprobados. Debe recordarse, sin embargo,

que el empleo del veneno, y el engaño (así como el espionaje) son prohibidos aún en

tiempo de guerra, por el Código ordinario del derecho internacional.

XXII.

El autor discute aquí una práctica de ciertos partidos que se han apoderado con el

nombre del poder, de dignificar con el nombre de guerra, sus operaciones de policía

contra sus adversarios políticos. Cf. los procedimientos británicos contra los "docait"

(ladrones en banda en la India).

XXIII.

"La dificultad consiste en establecer una autoridad que decida entre el individuo y

el Gobierno. Los costes de justicia son dispendiosos, dilatorios, y en contacto con los

ministerios. Sus sentencias no son ejecutadas por ellos mismos, y dependen de la buena

voluntad del Gabinete o del comandante en jefe para ser convertidos en hecho. La

verdadera solución parece estar en la educación del pueblo en los principios de la

Constitución, de manera que el policiano común o el soldado sientan la ilegitimidad de su

resistencia, jus tamente como el centinela ordinario inglés vacilaría para obedecer a su

oficial si le ordenase poner la mano sobre el soberano."

XXIV.

Nombres prominentes podrían agregarse hoy entre los publicistas de Europa y

América.

XXV.

Esta sección que, sin duda alguna, el autor habría desarrollado en detalle, sienta un

principio que ha sido consagrado casi con sus mismas palabras por la Convención de

Bruselas de 1874 y por las sucesivas conferencias de La Haya. Prusia y sus aliados en

1870 reforzaron la obligación de los no combatientes por medios especialmente

vigorosos. Ella aún aparentó prohibir a los no combatientes de abandonar definitivamente

esa condición y de tomar las armas contra los invasores germanos.

XXVI.

La expresión es elíptica. El sentido pleno es "por los individuos que componen

cada estado

".

XXVII.

Esto concuerda bien con las conclusiones de la moderna filosofía hegeliana.

XXVIII.

"En la práctica, o sea, en la teoría 'amistad y justicia, deberían ser

inseparables.'"

"Ic praive his justice; eran

such his pitying lore S deem." Whitice.

XXIX.

País, no pueblo.

XXX.

Nótese la anticipación del título de la bien conocida obra del profesor H.

Drummond.

XXXI.

Esto es, "aún el Estado beligerante. La neutralidad será el derecho establecido de

los individuos dentro de sus límites".

XXXII.

De intervención.

XXXIII.

"Es decir, no solamente contra la ley del país en particular. Esta ley nacional es

sólo un aspecto del derecho universal."

XXXIV.

Los sucesos de las guerras de 1899-1901, y 1904-5, de la Confederación naval

de Londres, parece sugerir lo contrario. Como lo nota el profesor Higgins.

(La guerra y el

ciudadno privado),

la última (con la cual él coloca a la conferencia de La Haya de 1907),

fue una conferencia de beligerantes, en el sentido de que beligerantes obtuvieron victorias

diplomáticas sobre neutrales. En el hecho, en Londres, los neutrales apenas fueron

consultados. Y el profesor Higgins señala el Congreso de París de 1856 como la línea

más alta del derecho neutral. El profesor Kleen y otros han manifestado opiniones

semejantes.

"Aún es probable que sólo fuera un 'recul pour mieux sauter'. Los acontecimientos de

1899-1900 afectaron muy poco a los neutrales. Los de 1904-5 revelaron una gran parte de

sus derechos. Cuando (como los casos de Málaca y Doggenbank) ellos ocurrieron cerca

de casa, fueron resueltos de manera favorable de los neutrales. Las discusiones en los

congresos de La Haya y de Londres fueron académicas; una próxima y prolongada guerra

marítima corregirá sus veleidades de beligerancia."

XXXV.

"Uno", porque los otros beligerantes pueden ser perfectamente inocentes, y

retener su participación en la común conciencia del mundo.

XXXVI.

Holland ha repudiado cada uno de tales "estatus".

XXXVII.

"En último análisis, el individuo no es la unidad elemental de todas las

sociedades humanas; y toda ley, aunque se exprese en términos generales o colectivos, se

resuelve en último término, si llevamos el examen más lejos, es una ley para algún ser

humano."

XXXVIII.

"La cuestión de los derechos naturales de un individuo, a parte de, o contra el

Estado al cual pertenece, ha sido muy discutida desde el notorio caso de Savorkor. Sir

Thomas Barday, entre otras autoridades, sostiene que el derecho internacional comprende

propiamente todas las cuestiones internacionales, las conciernientes a los individuos así

como a los Estados. Savorkor, que fue aprehendido en el suelo de Francia, virtualmente

por pesqueros ingleses, pudo, en este sentido, haber invocado la protección del derecho

internacional personalmente, y sin relación con el derecho de que Francia pudo haber

declinado el hacerlo. Como punto de lucha, sabemos que Francia se desentendió de la

cuestión."

XXXIX.

"Este derecho, si existe, ciertamente nunca ha sido ejercido. La esclavitud que

existió en los Estados Unidos hasta 1862 y en Sudamérica aún más tarde, nunca fue

materia de ninguna protesta internacional. Ni el tráfico comercial de hoy, de Australia o

el Pacífico, es inquirido en ninguna forma por naciones extranjeras."

XL.

Cf. T. Baty, International Law. Londres, 1909; p. 334. "Porque nuestras soberanías

nacionales perseveran la paz interna y hacen justicia rudimentaria dentro de sus

dominios, el grito inconsciente levantado por una soberanía universal del mismo tipo. La

dureza de la vida es manifiesta. Como declaraba Mr. Frédéric Passy el otro día en el

Senado: la omnipotencia parlamentaria está extinguiendo la libertad en Francia. No es,

por cierto, éste el tiempo a propósito para copiar las crudezas de las legislaturas absolutas

y las legislaturas privilegiadas en la esfera de las relaciones internacionales. Están siendo

abandonadas a la esfera en la cual han sido copiadas, y nosotros también podemos, lo

mismo, copiar la edición suspirada."

XLI.

"México y Brasil, así como el Canadá colonial, eran entonces monárquicos."

XLII.

"Y sin embargo, el plan del Dr. H. Torbol ( Localism ) para un extremo

fraccionamiento

del furor político. Al reconocer que 'la interposición del pueblo en su

propio Gobierno' puede convertirse en una tragicomedia, y que es indudablemente una

desilusión cuando se trata de una vasta unidad política, el Dr. Torbol recomienda acordar

los más plenos poderes a pequeñas localidades cuyos miembros se conocen bien entre sí.

El actual 'pueblo' es de otro modo aplastado por los inevitables obstáculos físicos para la

efectiva participación en la función gubernativa, aunque sea el simple nombramiento de

sus gobernantes. El gran éxito de la cooperación local en agricultura en Dinamarca ha

conducido al Dr. Torbol (D Norre Nebel, en Jutlandia) a desarrollar la idea de la

cooperación vecinal en otras esferas."

XLIII.

¿Por qué solamente al mundo civilizado? Si buscamos la respuesta a esa cuestión,

concluiremos probablemente que no es el hombre, sino el más elevado principio en el

hombre y en la Naturaleza, aquellos cuya conservación debe ser objeto de la ley.

XLIV.

¿Estaremos en error al decir aún más allá?

XLV.

Cf. T. Baty, International Law, p.346. "Su intromisión -del gobierno- puede

retardar la unión y allí concluye su autoridad.

XLVI.

Cf. la sugestión del Dr. Torbol, referida en la nota supra.

XLVII.

Cf. T. Baty, International Law, p.301.

XLVIII.

En cuanto representan soberanos.

XLIX.

En momento actual (1912), la insistencia de la Gran Bretaña en el mantenimiento

del derecho de captura de la propiedad privada en el mar que incidentalmente constituye

la más formidable amenaza para sus más grandes intereses, es el gran obstáculo para la

disminución de los gastos navales alemanes y para la consiguiente reducción de los

gastos militares en todo el mundo. El argumento constante de todo alemán es que

mientras Gran Bretaña hace presa del comercio, las grandes flotas de la marina mercante

alemana deben ser protegidas por una fuerza naval suficientemente poderosa para

asegurar su respeto. El corso fue abolido en el nombre en 1856; pero, como lo nota el

autor, los ataques al comercio por buques del Gobierno eran todavía permitidos. Por

tanto, tenemos una cosecha de cruceros de "reserva", constituidos bajo el patrimonio

general del Gobierno, que algunos autores sostienen que han restablecido el corso bajo

otro nombre. Pues el antiguo corso nunca fue exento de control naval ni nada semejante.

L.

No necesariamente por la fuerza; pero sí por su promulgación autorizativa con valor

universalmente convincente. (Cf. cap. III, § 1; IV, §§ 3, 4; VIII, § 1

supra; IX, § 5 infra;

X, § 6).

LI.

"La pradería, llanura sin árboles de la porción meridional de Sudamérica al este de los

Andes."

característicamente españolas; no obstante, derivan de las antiguas armas de Borgoña:

oro, cuatro fajas de azur, orla de gules.


Respuesta  Mensaje 28 de 47 en el tema 
De: albi Enviado: 22/11/2010 19:21

Notas del autor

1.

Estas páginas fueron escritas en los primeros días de 1870, poco antes de la guerra

franco-prusiana. Por lo que hace a esta última véase más adelante las notas encabezadas

con el título de la "Guerra Moderna", en la edición citada.

2.

Al oír a los beligerantes se diría que todos se defienden y ninguno ataca, en cuyo caso

los gobiernos vendrían a ser en blandura más semejantes al cordero, que al tigre. Sin

embargo, ninguno quiere ser simbolizado por un cordero o una paloma: y todos se hacen

representar en sus escudos por el león, el águila, el gallo, el toro, animales bravos y

agresores. Esos símbolos son en sí mismos una instrucción.

3.

Grocio, libro II, cap. XXIII.

4.

La prueba de esto es que nadie va a la guerra por gusto. El soldado va por fuerza. ¿Qué

es la conscripción, si no? Y donde la conscripción del Estado falta, existe la conscripción

de la necesidad, la pobreza que "fuerza al voluntario".

El día que la contribución de sangre se vote por el pueblo pobre, que la paga, su

presupuesto de efusión, es decir, la guerra, será más rara. Pero votar su contribución es

ser libre. A medida que los pueblos se pertenezcan a sí mismos, es decir, se gobiernen por

sí, sean libres, irán menos a la guerra. (Ejemplos: Inglaterra, Estados Unidos, Bélgica,

etc.)

5.

Ved Grocio lib. III, cap. X. "De la Paz y de la guerra".

6.

Véase sobre esto la doctrina del art. 48 y su nota del "Derecho internacional codificado

de Bluntschli" que dice:

"Los Estados Unidos de la América del Norte no están de pleno derecho obligados por

los tratados concluídos por los reyes de Inglaterra con los Estados extranjeros, en la

época en que las colonias de América del Norte hacían aún parte del imperio británico."

7.

Ved Grocio, tom. 3, pág. 228, párr. III.

8.

Livre II, chap. XXIII. "Le droit de la paix et de la guerre".

9.

The diversity of nationals institutions shows little sign of yielding to Mr. Tennyson's

ideal of the "federation of the world", governed by a general: "Parliament of man"; but

the nations are slowly securing some of the benefits of a common government. The

intermitent but certain extension of free trade is the most important step to wards that

solidarity of civilization wich the Roman Empire once realized. - "The Times", 7

September 1874.

10.

"San Martín -nos escribía Sarmiento en 1852- fue una víctima, pero su expatriación

fue una expiación. Sus violencias, pero sobre todo la sombra de Manuel Rodríguez, se

levantaron contra él y lo anonadaron...

"Hoy es Rosas el proscripto. Sus afinidades las encuentra en el apoyo que prestó al tirano

por lo que Ud. ha dicho, por el sentimiento de repulsión al extranjero...

"Fundemos de una vez nuestro tribunal histórico, seamos justos, pero dejemos de ser

panegiristas de cuanta maldad se ha cometido...

"Una alabanza eterna de nuestros personajes históricos, fabulosos todos, es la vergüenza

y la condenación nuestra..."


Respuesta  Mensaje 29 de 47 en el tema 
De: albi Enviado: 22/11/2010 19:24

El crimen de la guerra

 

 

Juan Bautista Alberdi

 

 

Fuente:

Obras selectas , Nueva edición ordenada, revisada y precedida de una

introducción por el Dr. Joaquín V. González, Buenos Aires, Librería "La Facultad" de

Juan Roldán, 1920, t. XVI.

Indice

Prefacio a la edición inglesa

Prefacio

Capítulo I. Derecho histórico de la guerra

I. Origen histórico del derecho de la guerra

II. Naturaleza del crimen de la guerra

III. Sentido sofístico en que la guerra es un derecho

IV. Fundamento racional del derecho de la guerra

V. La guerra como justicia penal

VI. Orígenes y causas bárbaras de la guerra en los tiempos actuales

VII. Solución de los conflictos por el poder

Capítulo II. Naturaleza jurídica de la guerra

I. Distinción entre crimen y retribución de la agresión

II. Los poderes soberanos cometen crímenes

III. Análisis del crimen de la guerra

IV. La unidad de la justicia

V. La guerra como justicia

VI. La locura de la guerra

VII. Barbarie esencial de la guerra

VIII. La guerra es un sofisma: elude las cuestiones, no las resuelve

IX. Base natural del derecho internacional de la guerra y de la paz

X. El derecho internacional

XI. El derecho de la guerra

XII. Naturaleza viciosa del derecho de la guerra

XIII. El duelo

XIV. Son los que forjan las querellas los que deben reñir

XV. Peligros del derecho de la propia defensa

XVI. La guerra es inobjetable si se coloca fuera de toda sospecha de interés

Capítulo III. Creadores del derecho de gentes

I. Lo que es derecho de gentes

II. El comercio como influencia legislativa

III. Influencia del comercio

IV. La libertad como influencia unificadora

Capítulo IV. Responsabilidades

I. Complicidad y responsabilidad del crimen de la guerra

II. Glorificación de la guerra

III. Sanción penal contra los individuos

IV. Responsabilidad de los individuos

V. Responsabilidad de los Estados

VI. El establecimiento de la responsabilidad individual

VII. Prueba de guerra

Capítulo V. Efectos de la guerra

I. Pérdida de la libertad y la propiedad

II. Simulación especiosa de riqueza

III. Pérdida de población

IV. Pérdidas indirectas

V. Auxiliares de la guerra

VI. De otros males anexos y accesorios de la guerra

VII. Supresión internacional de la libertad

VIII. De los servicios que puede recibir la guerra de los amigos de la paz

IX. Guerra y patriotismo

Capítulo VI. Abolición de la guerra

I. La difusión de la cultura

II. Influencias que obran contra la guerra

III. Autodestructividad del mal

IV. Cristianismo. -Comercio

V. Ineficacia de la diplomacia

VI. Emblemas de la guerra

VII. La gloria

VIII. Gloria pacífica

IX. El mejor preservativo de la guerra

X. Influencia de las relaciones exteriores

Capítulo VII. El soldado de la paz

I. La paz es una educación

II. Valor fundamental de la cultura

III. La paz y la libertad

Capítulo VIII. El soldado del porvenir

I. La publicidad de la sentencia

II. La profesión de la guerra

III. Análisis

IV. La espada virgen

V. El guardia nacional

VI. El soldado de la ciencia

Capítulo IX. Neutralidad

I. La sociedad universal

II. Representación de la unidad

III. La misma fuerza del sentimiento

IV. El sentimentalismo universal

V. Los neutrales

VI. Neutralización de todos los Estados

VII. Extraterritorialidad

Capítulo X. Pueblo-mundo

I. Derechos internacionales del hombre

II. Pueblo-mundo

III. Pretendida influencia benéfica de la guerra

IV. Crecimiento espontáneo de la autoridad

V. La organización del mundo

VI. La organización natural

VII. La naturaleza humana

VIII. Analogía biológica

IX. De tales leyes

X. El derecho internacional

XI. Si no Estados Unidos de Europa, será una organización común

XII. Pasos hacia la unidad

XIII. El mar como influencia

XIV. El vapor y el comercio

XV. El derecho internacional

XVI. Inventores y descubridores

XVII. Ingenieros

XVIII. La ley precede a la conciencia de ella

XIX. Asociación entre ciudadanos

XX. La federación

XXI. Unión continental

XXII. El canal de Suez

Capítulo XI. La guerra o el cesarismo en el Nuevo Mundo

I. La independencia exterior

II. Razones para la afición a la guerra

III. San Martín y su acción

IV. Carrera de San Martín

V. Poesía

VI. La guerra no logra dar la libertad

VII. Liberalismo militarista

VIII. El militarismo inconsistente

IX. La guerra, esencialmente reaccionaria

X. Libre comercio

Notas de Thomas Baty

Notas del autor

Prefacio a la edición inglesa

Con razón se ha dicho de

El crimen de la guerra que "si en lugar de haber aparecido en la

América española hubiese sido publicado en francés en París, Londres o Berlín habría

producido sensación, circulado profusamente en numerosas ediciones y, a estas fechas, se

hubiera conquistado el subtítulo de

EI Evangelio de la paz.
 

Tal apreciación es alta, pero merecida. Vistas elevadas, pero intensamente prácticas;

amplia base filosófica; frases cristalinas, cortantes; estilo fácil y epigramático; profundo

conocimiento de la historia y de la ciencia política son cualidades que no adornan a todos

los trabajos literarios de carácter pacifista.

El Crimen de la guerra

es una obra póstuma. Si el autor la hubiese preparado para la

imprenta, es indudable que habríala expurgado de ciertas redundancias y hubiera

desarrollado con más amplitud la relación de las diversas secciones; habría dado mayor

extensión a algunas de éstas, tal como se encuentran, son poco más que notas concisas

destinadas a subsiguiente desenvolvimiento, e incorporado al texto los

Apuntes sobre la

guerra

que aparecen a modo de apéndice del libro, y que en la forma que están pueden

compararse a una mina de oro donde el mineral yace rico y en abundancia, pero sin

cerner. Es de suponer, también, que había modificado el

parti pris contra Prusia que,

particularmente en estos últimos

Apuntes, está demasiado manifiesto. Y pudo haber sido

tocado, con la magia de la fábula, cierto apego al bienestar material y las invenciones y

los experimentos científicos del siglo XIX.

Pero dejando a un lado estos pormenores que en su casi totalidad son de forma, el lector

del siglo XX se asombrará a cada momento ante la manera como Alberdi, hace cuarenta

años, previó los problemas y anticipó las doctrinas de hoy. Si es un argumento contra la

autenticidad del libro de Daniel el hecho de describir minuciosamente el autor la política

del tiempo de Antíoco, también lo será algún día contra la existencia de Alberdi que

hablara el lenguaje de 1912. La necesidad de una autoridad internacional; la de limitarla

con severas restricciones; la posibilidad de que pueda descansar solamente sobre la

autoridad moral; la improbabilidad de su establecimiento sobre el modelo de las

instituciones parlamentarias; la ambición de Alemania; sus efectos en la desviación del

derecho de gentes, todos esos temas de Alberdi son la última palabra del día. En cierta

ocasión dijo que había establecido su "domicilio de elección", en el porvenir. El lector

podrá juzgar cuanta verdad encierra esa imagen.

Juan Bautista Alberdi nació el 29 de agosto de 1810, el año de la Independencia

sudamericana en Tucumán al Norte de la República Argentina. Su padre y todos sus

antepasados fueron vizcaínos, y aquél eligió esa región como la más semejante, por su

clima, a su nativa Vizcaya.

Su madre, que murió al darle a luz, llamábase Josefina Rosa y era hija del Sr. Araoz. Alta

y hermosa, su unión con el recio y atezado vasco produjo uno de los caracteres más

notables de la historia argentina. A los sentimientos vascos de autonomía local de su

padre atribuye Alberdi su ardiente individualismo; pero la claridad y la frescura de su

pensamiento y su admiración por la serenidad anglosajona, es muy posible que

proviniesen del alto y hermoso linaje materno. Juan B. Alberdi fue el más joven y el

sobreviviente de cinco hermanos.

Habiendo terminado en Buenos Aires sus estudios de leyes, dejó su patria en 1838

a , sin

recibirse de abogado, porque se negó a prestar el obligado juramento de fidelidad al

dictador Rozas. Como otros muchos opositores a Rozas, marchó a Montevideo y prestó

no pocos servicios a la Banda Oriental, hoy República del Uruguay. Cuatro años después

pasó a Chile, donde permaneció tres años más ejerciendo la abogacía. Allí escribió su

obra monumental que puede considerarse como el verdadero fundamento de la moderna

prosperidad argentina:

Bases y puntos de partida para la organización política de la

República Argentina.

(Besançon, 1856.)

Es ésta una obra clásica de teoría constitucional y de ciencia política, así reconocida aún

por los enemigos de Alberdi. En 1852 la dictadura de Rozas llegó a su fin, mediante la

revolución encabezada por Urquiza, que le arrojó del poder. Alberdi hizo conocer a

Urquiza sus

Bases, que suplieron plenamente las necesidades de aquel momento político

y establecieron la reputación de Alberdi más allá de todo cálculo. Urquiza le confió el

cargo de ministro plenipotenciario ante las principales cortes de Europa. Era de la mayor

necesidad tener en ese puesto un estadista eminente, por dos razones: España no había

reconocido aún la independencia nacional, y urgía alcanzar ese reconocimiento. Esta era

una dificultad crónica; pero la otra era aguda. La ciudad de Buenos Aires, negándose a

aceptar el papel de

prima inter pares se había pronunciado bajo la conducta de Mitre,

quien se presentaba ante Europa como el legítimo sucesor de la República indivisa.

Alberdi, provinciano y amante de la libertad, se adhirió a la República "provincial", que

había sentado sus reales en Paraná. Consistía su delicada misión en probar a las Cortes -

no interesadas aún en ningún sentido- que Urquiza, y no Mitre, era el legítimo sucesor del

poder reconocido del Estado, y que, según había dicho Pío IX,

Mitre era una mitra sin

diócesis.

Pero Buenos Aires era poderosa y en su calidad de puerto de mar, absorbía la

atención de los extranjeros y los recursos del país.

A los ocho años de la caída de Rozas, en 1860, la verdaderamente incomprensible batalla

de Pavón hizo de Buenos Aires la dueña y señora de las provincias. Alberdi fue revocado

en sus funciones y quedó en París trabajando como abogado.

En 1879, bajo la benigna presidencia de Avellaneda, regresó a su patria, elegido diputado

por Tucumán, su provincia natal. Su oposición a aquellos dos colosos gemelos, Mitre y

Sarmiento, se había basado en todo tiempo sobre principios, solamente sobre principios;

ninguna causa de animosidad personal oponíase a la reconciliación, ni quedaban heridas

sin cicatrizar. No conservaba el ánimo de Alberdi ninguna amargura por motivo de los

sacrificios que le había impuesto la tenacidad con que cada uno de los tres había

defendido los principios a que, respectivamente, se había vinculado. Alberdi fue elegido

vicepresidente de la Cámara y, admirablemente adecuado para el puesto, parecía que le

estuviera reservado como digna coronación de su carrera.

Pero el destino lo quiso de otro modo. La Constitución de 1880 puso a Buenos Aires en el

lugar que le correspondía, según lo ordenado en 1852. Nuevamente Buenos Aires se negó

a someterse. En 1881 una serie de decretos estableció su preeminencia Y Alberdi hubo de

abandonar otra vez su patria. Tres años más tarde murió en París. Sus restos fueron

repatriados a Buenos Aires en 1902, levantándose una estatua a su memoria; otra existe

en su pueblo natal, Tucumán, y en Buenos Aires está, además, acordada la erección de un

hermoso obelisco conmemorativo. Con ocasión de la solemnidad de 1902 se acuñó una

medalla que muestra la cabeza de Alberdi, con sus bien recortadas facciones y su boca

sensual, en la que se dibuja una delicada ironía

b. Pero su más hermoso, su perdurable

monumento, le constituyen sus

Obras completas (Buenos Aires, 1887), en ocho

volúmenes, y sus

Escritos póstumos (1895), en diez y seis volúmenes, de los cuales, el

segundo está formado por

El crimen de la guerra.
 

El motivo principal del libro es la injusticia de la guerra. El litigante que marcha a la

guerra, es juez en propia causa; esto es, no es juez en absoluto, porque no tiene esa

imparcialidad que es la condición esencial del juez. Para sostener su tesis, Alberdi no

recurre a presentar los horrores de la guerra. No es sentimentalista: en el capítulo X,

párrafo 20, declara formalmente que "la guerra no es un mal como violencia".

Acepta de buen grado cualquier violencia, si quien la inflige es la conciencia general. Si

consultamos sus tratados constitucionales, probablemente encontraremos, además, que es

un gran error identificar la conciencia general, con los impulsos momentáneos y mal

informados de la pasión

c. Interpretada así su afirmación, equivale teóricamente a decir

que cualquier daño meramente físico, aunque sea extremo, no puede, en absoluto, ser

condenado como tal, está probado por la conciencia universal ilustrada. Esto, sin

embargo, es una proposición académica. Los males que causa la guerra en la práctica, son

infligidos contra la conciencia universal por una parte interesada que no tienen derecho a

erigirse en juez.

Su tesis principal es ésta: La guerra nos causa horror porque, esencialmente, es una

injusticia.

El libro comienza con un examen del "Origen histórico del Derecho de la Guerra".

Alberdi atribuye su injusticia a las prácticas de los tiempos clásicos, y, particularmente,

de Roma, donde ningún extranjero tenía derechos contra el Estado. La adhesión de

Grocio a los principios romanos tuvo desastrosa influencia en el Derecho Internacional

moderno. Es necesario tener en cuenta, que lo que condena Alberdi es el Derecho Privado

de Roma, ni las analogías que, provechosamente, extrajo Grocio de él para el arreglo de

las disputas internacionales. Es el opresivo y arrogante Derecho Público Romano, el que

Alberdi considera como el generador del repulsivo Derecho de la Guerra moderna. En el

capítulo siguiente, sobre la "Naturaleza Jurídica de la Guerra", desarrolla en todos sus

aspectos la tesis que condena la guerra por su condición de juez en causa propia. En el

tercero traza a grandes rasgos los orígenes de la Legislación Internacional, y pone de

manifiesto las grandes desventuras que por su conexión con el comercio y la libertad ha

arrojado sobre éstos. Menosprecia, naturalmente, la obra de los juristas, que considera

únicamente como la adopción de las prácticas ya establecidas por los hombres, lo cual,

desde luego, es en cierto modo una verdad evidente. El inmediato capítulo está dedicado

a la determinación de la responsabilidad por la guerra; y aquí el cándido individualismo

del autor le conduce a dejar de lado las crueles teorías de la "responsabilidad colectiva",

tan extendidas aún, por desdicha, y a recomendar que a los ministros y generales se les

exija responsabilidad directa por sus actos directos.

A continuación, en el capítulo V, analiza Alberdi los males que la guerra lleva consigo.

Desapasionadamente señala las pérdidas que aun el beligerante victorioso sufre en su

libertad, en su propiedad, en su población y en su

moral; y en el capítulo VI indica el

único remedio positivo, la cultura. El VII, que titula, algo fantásticamente,

El Soldado de

la Paz

muestra con toda claridad la manera cómo ha de crearse esa atmósfera de cultura

pacífica. En oposición a las ideas de los que ven en el espíritu belicoso la única garantía

de la libertad nacional, afirma que la paz y la libertad son complementarias, y que no es

más libre una sociedad porque cada uno de sus miembros esté preparado para lanzarse a

la lucha. El capítulo VIII tiene por objeto demostrar que aún el soldado profesional se

está despojando de sus características guerreras, y tiende a identificarse con el "Soldado

de la Paz" -el Guardia Nacional del Mundo. El IX vuelve al tema original de la autoridad

del

Orbis terrarum como securus judex. Esta autoridad final no es otra cosa que los

desdeñados neutrales, que tan poco considerados han sido en comparación con los

beligerantes. ¿Por qué no hacer que cada nación esté permanentemente neutralizada,

como Bélgica y Suiza? ¿Por qué no llegar a hacer que se considere como imperdonable

crimen, para una nación, cruzar por la fuerza las fronteras de otra? En el capítulo X

expone minuciosamente la teoría del "Pueblo Mundo", constituido por la normal,

desinteresada y universal opinión de los hombres de toda la tierra. Demuestra en él cómo

los individuos podrían para ello confiar en sus propias fuerzas, independientemente y aun

en contra de sus propios gobiernos. Opina el autor que la cristalización de esta fuerza

universal debe ser gradual, espontánea y basada en el sentimiento común, más bien que

sobre compromisos o pactos escritos; y cuán distinto sería esto a que imitase los

Gobiernos dictatoriales de los Estados existentes. Invoca la analogía de la teoría

evolucionista, y demuestra que la legislación es más bien que la creación, la expresión del

derecho; el cual, en realidad, existe en las necesidades de la naturaleza humana. Su

capitulo último, titulado "La Guerra del Cesarismo en el Nuevo Mundo", investiga la

causa de esa afición a la guerra, que con sucesos muy recientes caracteriza a la América

del Sur. Descubre esa causa en el hecho de que la gloria de ese continente -su gran

contribución al beneficio de la humanidad- consiste en la realización de su

independencia. Esto tuvo que hacerse por medio de la fuerza; y la consecuencia fue una

ilógica glorificación dela guerra

per se, aun emprendida sin una causa de absoluta

justicia. Traza a grandes rasgos la historia de la República Argentina, y muestra cómo la

guerra condujo a la dictadura, y la dictadura a la guerra.

Los

Apuntes sobre la guerra, que forman un a modo de apéndice, contienen gran copia

de datos y observaciones de gran valor que probablemente tenía la intención de incluir en

el cuerpo principal del libro, ya en forma de notas, ya como texto. Están relacionados

íntima y constantemente con el texto, que complementa en importantes puntos. Aparte de

una notable amplificación de las doctrinas del autor acerca de la guerra, considerada

como injusticia, y de la organización universal, contienen, desde el párrafo 20 hasta el

final, un detenido examen del espíritu con que la guerra franco-prusiana fue emprendida

y sostenida por Prusia. Aquí vuelve el autor a su comparación favorita de Alemania con

el Imperio romano, y en los párrafos 47 y 48 predice enteramente y de una manera

asombrosa la situación germano-británica del presente momento.

Su admiración por la serenidad inglesa, por su habilidad práctica y su industria, no tiene

límites; y también por ese individualismo y esa seguridad en sí propio -características del

pueblo inglés- que en estos últimos veinte años han llegado a ser poco más que un

recuerdo. Y entiende que una nación que busca vivir por la guerra y no por la industria

(aquí se anticipa a H. Spencer), marcha a su ruina. Es opuesto al colectivismo en todas

sus formas y aspectos, como una mixtificación de la voluntad general - lo que no ha

impedido a Juan Jaurés hacer los más calurosos elogios de este libro en una lectura

pública que dio en Buenos Aires en 1911-. Como ejemplo de su espíritu epigramático,

citaremos únicamente su observación: que la paz no viene por la guerra; viene por el

sosiego.

Pocas palabras debemos añadir para poner de manifiesto el concepto del Derecho, según

Alberdi.

Los legisladores y los estadistas ingleses están acostumbrados, desde hace mucho tiempo,

a considerar el Derecho como la expresión de la voluntad arbitraria de un Soberano-Rey

o Parlamento. La ausencia de una Constitución escrita les ha llevado a preguntarse a sí

mismos: "¿Qué es lo que confiere este poder al Soberano y le impone limitaciones?

Porque las 1imitaciones existen: el Parlamento carece de poder, a menos que actúe en

cierta forma legal determinada. Pero el poder, generalmente ilimitado, del Parlamento

llena todo el campo visual, y olvidamos inquirir qué o quién lo crea. Parece que existiera

por sí, y así ha sido durante trescientos años.

Un legislador continental o un estadista escocés entiende, por el contrario, que el derecho

es algo más que la orden de un déspota. Frente al déspota y creando y limitando al

déspota, está la fuerza del derecho, que reside en la conciencia universal de una soberanía

suprema. Esto no es simple moralidad; es ley estricta: tan ley como una sanción del

Parlamento, y perdura sobre los actos de naturaleza humana.

Esta concepción de un derecho trascendental, diferente de la moralidad, resulta oscura y

de difícil comprensión para los tratadistas ingleses; pero no es más difícil ni más oscura

que la naturaleza humana. Esta existe, y por lo tanto, tiene su conciencia común de lo que

es estrictamente obligatorio. En virtud de esta común humanidad, de esta conciencia

universal -nosotros diríamos más llanamente, el derecho natural- existen los diferentes

estados y sus diversas leyes nacionales En virtud de esto, también los soberanos y los

legisladores derivan sus poderes y sus limitaciones. Las particulares legislaciones

nacionales son únicamente las facetas de este principio universal - la conciencia que la

naturaleza tiene de reglas estrictamente obligatorias.

El derecho puede ser contradicho; pero no puede ser resistido permanentemente.

Oponerse a él es cometer una maldad. Descubrirle y seguirle, es ser legislador. "Un Dios,

una Humanidad, un Derecho, su guía", tal es la inspirada frase de Juan Bautista Alberdi.

Thomas Baty

[En su edición Joaquín V. González reproduce una nota explicativa al siguiente PREFACIO, escrita por el

señor Franciso Cruz, editor de las

Obras Póstumas

 

"Algún tiempo antes de estallar la guerra franco-prusiana, la

Liga Internacional y

permanente de la Paz,

abrió en 1870 una subscripción con el objeto de acordar un premio

de cinco mil francos al autor de la mejor obra popular contra la guerra.

"Explicando en una nota el motivo de su determinación de tomar parte en el concurso, el

Dr. Alberdi, dice: 'Si el autor escribiese no sería por el premio, sino previa renuncia de él

en la hipótesis de merecerlo, por ceder a una idea preconcebida que coincide con la del

concurso, y sólo por llamar la atención sobre ella en una ocasión especial, en el interés de

América.'

de Juan Bautista Alberdi.]

 

(1810-1884)

 

/1870


Respuesta  Mensaje 30 de 47 en el tema 
De: albi Enviado: 22/11/2010 19:24

Para el prefacio

La victoria en los certámenes, como en los combates, no es la obra del que juzga. El juez

la declara, pero no la

hace ni la da. Son los vencidos los que hacen al vencedor. A este

título concurro en esta lucha: busco el honor de caer en obsequio del laureado de la paz.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Concurro desde fuera para escapar a toda sospecha de interés, a toda herida de amor

propio, a todo motivo de aplaudir el desastre de los excluidos. Asisto por las ventanas a

ver el festín desde fuera, sin tomar parte de él, como el mosquetero de un baile en Sud-

América, como el neutral en la lucha, que, aunque de honor y filantropía, es lucha y

guerra. Es emplear la guerra para remediar la guerra, homeopatía en que no creo.

Si no escribo en la mejor lengua, escribo en la que hablan cuarenta millones de hombres

montados en guerra por su temperamento y por su historia.

Pertenezco al suelo abusivo de la guerra, que es la América del Sud, donde la necesidad

de hombres es tan grande como la desesperación de ellos por los horrores de la guerra

inacabable. Es otra de las causas de mi presencia extraña en este concurso de

inteligencias superiores a la mía.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Juan Bautista Alberdi


Respuesta  Mensaje 31 de 47 en el tema 
De: albi Enviado: 22/11/2010 19:25
GENTILEZA DE :

Respuesta  Mensaje 32 de 47 en el tema 
De: albi Enviado: 22/11/2010 19:35
"En todas las guerras, el campo de batalla y la lista de bajas son ocupados mayoritariamente por jóvenes pobres, con los mínimos rangos militares. En Vietnam, tres de cada cuatro norteamericanos muertos tenían entre 17 y 22 años y su grado era inferior al de sargento. El sistema de reclutamiento, especialmente sus excepciones, era groseramente inequitativo. Concedía prórrogas generosas a los matriculados en universidades. Permitía así a ricos y astutos -el ex vicepresidente Quayle, el presidente Clinton, y el actual presidente Bush, por ejemplo- evitar el servicio, condenando al resto, principalmente negros y proletarios blancos, a pelear y, en una alta proporción, a morir. Dentro de las fuerzas, la proporción de negros, en relación con los blancos, fue más alta en los roles combatientes que en los no combatientes. En la guerra de las Malvinas, todos los oficiales pudieron evacuar el crucero "General Belgrano". Los cientos de muertos fueron conscriptos y suboficiales de rango ínfimo. En el ejército argentino menos de uno por cada diez muertos fueron oficiales. En la armada, los oficiales muertos fueron nueve contra ciento treinta conscriptos y más de doscientos suboficiales. En la guerra del Golfo Pérsico, en el lado norteamericano, aunque los negros constituían sólo el 14 por ciento de la población en condiciones de alistamiento, eran, sin embargo, el 22 por ciento de los efectivamente reclutados. En el ejército, que se suponía el segmento más vulnerable y riesgoso, esa cifra subía al 28 por ciento. Los hijos del 15 por ciento más rico de la población estaban presentes en la guerra en una proporción de un quinto respecto del promedio nacional. Entre los alistados sólo el 20 por ciento tenía un progenitor con graduación universitaria. La progenie del poder estaba lejos de las arenas de Arabia Saudita. Sólo dos miembros del Congreso y ningún integrante del gabinete de Bush, padre, tenían hijos en la guerra. Los responsables estaban aislados de las consecuencias de sus decisiones y opiniones sobre la guerra. "Animémonos y vayan", esa exhortación irrisoria que los argentinos le atribuimos a un general brasileño del siglo pasado, define en buena medida una constante de todos las guerras.
En estos años bélicos tiene sentido volver a las páginas de nuestro promotor de la paz."

SALVADOR MARÍA LOZADA

Notas
* Presidente del IADE. Presidente honorario de la Asociación Internacional de Derecho Constitucional (Belgrado)
** RE 195


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