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General: JUAN BAUTISTA ALBERDI EL CRIMEN DE LA GUERRA
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De: albi (Mensaje original) |
Enviado: 22/11/2010 19:00 |
Capítulo I. Derecho histórico de la guerra
I. Origen histórico del derecho de la guerra - II. Naturaleza del crimen de la guerra - III. Sentido sofístico
en que la guerra es un derecho - IV. Fundamento racional del derecho de la guerra - V. La guerra como
justicia penal - VI. Orígenes y causas bárbaras de la guerra en los tiempos actuales - VII. Solución de los
conflictos por el poder.
I. Origen histórico del derecho de la guerra
El crimen de la guerra.
Esta palabra nos sorprende, sólo en fuerza del grande hábito que
tenemos de esta otra, que es la realmente incomprensible y monstruosa:
el derecho de la
guerra,
es decir, el derecho del homicidio, del robo, del incendio, de la devastación en la
más grande escala posible; porque esto es la guerra, y si no es esto, la guerra no es la
guerra.
Estos actos son
crímenes por las leyes de todas las naciones del mundo. La guerra los
sanciona y convierte en actos honestos y legítimos, viniendo a ser en realidad la guerra el
derecho del crimen,
contrasentido espantoso y sacrílego, que es un sarcasmo contra la
civilización.
Esto se explica por la historia. El derecho de gentes que practicamos es
romano de origen
como nuestra raza y nuestra civilización.
El derecho de gentes romano
I , era el derecho del pueblo romano para con el extranjero.
Y como el
extranjero para el romano era sinónimo del bárbaro y del enemigo, todo su
derecho externo era equivalente al
derecho de la guerra.
El acto que era un crimen de un romano para con otro, no lo era de un romano para con el
extranjero.
Era natural que para ellos hubiese dos derechos y dos justicias, porque todos los hombres
no eran hermanos, ni todos iguales. Más tarde ha venido la moral cristiana, pero han
quedado siempre las dos justicias del derecho romano, viviendo a su lado, como rutina
más fuerte que la ley.
Se cree generalmente que no hemos tomado a los romanos sino su
derecho civil:
ciertamente que era lo mejor de su legislación, porque era la ley con que se trataban a sí
mismos: la caridad en la casa.
Pero en lo que tenían de peor, es lo que más les hemos tomado, que es su derecho público
externo e interno: el despotismo y la guerra, o más bien la guerra en sus dos fases.
Les hemos tomado la guerra, es decir, el crimen, como medio legal de discusión, y sobre
todo de engrandecimiento, la guerra, es decir, el crimen como manantial de la riqueza, y
la guerra, es decir, siempre el crimen como medio de gobierno interior. De la guerra es
nacido el gobierno de la espada, el gobierno militar, el gobierno del ejército que es el
gobierno de la fuerza sustituida a la justicia y al derecho como principio de autoridad. No
pudiendo hacer que lo que es justo sea fuerte, se ha hecho que lo que es fuerte sea justo
(Pascal).
Maquiavelo vino en pos del renacimiento de las letras romanas y griegas, y lo que se
llama el
maquiavelismo no es más que el derecho público romano restaurado. No se dirá
que Maquiavelo tuvo otra fuente de doctrina que la historia romana, en cuyo
conocimiento era profundo. El fraude en la política, el dolo en el gobierno, el engaño en
las relaciones de los Estados, no es la invención del republicano de Florencia, que, al
contrario, amaba la libertad y la sirvió bajo los Médicis en los tiempos floridos de la Italia
moderna. Todas las doctrinas malsanas que se atribuyen a la invención de Maquiavelo,
las habían practicado los romanos. Montesquieu nos ha demostrado el secreto ominoso de
su engrandecimiento. Una grandeza nacida del olvido del derecho debió necesariamente
naufragar en el abismo de su cuna, y así aconteció para la educación política del género
humano.
La educación se hace, no hay que dudarlo, pero con lentitud.
Todavía somos romanos en el modo de entender y practicar las máximas del derecho
público o del gobierno de los pueblos.
Para no probarlo sino por un ejemplo estrepitoso y actual, veamos la Prusia de 1866
1.
Ella ha demostrado ser el país del derecho romano por excelencia, no sólo como ciencia y
estudio, sino como práctica. Niebühr y Savigny no podían dejar de producir a Bismarck,
digno de un asiento en el Senado Romano de los tiempos en que Cartago, Egipto y la
Grecia, eran tomados como materiales brutos para la constitución del edificio romano.
El olvido franco y candoroso del derecho, la conquista inconsciente, por decirlo así, el
despojo y la anexión violenta, practicados como medios legales de engrandecimiento, la
necesidad de ser grande y poderoso por vía de lujo, invocada como razón legítima para
apoderarse del débil y comerlo, son simples máximas del derecho de gentes romano
II, que
consideró la guerra como una industria tan legítima como lo es para nosotros el comercio,
la agricultura, el trabajo industrial. No es más que un vestigio de esa política, la que la
Europa sorprendida sin razón admira en el conde de Bismarck.
Así se explica la repulsión instintiva contra el derecho público romano, de los talentos
que se inspiraron en la democracia cristiana y moderna, tales como Tocqueville,
Laboulaye, Acollas, Chevalier, Coquerel, etc.
La democracia no se engaña en su aversión instintiva al cesarismo. Es la antipatía del
derecho a la fuerza como base de autoridad; de la razón al capricho como regla de
gobierno.
La espada de la justicia no es la espada de la guerra. La justicia, lejos de ser beligerante,
es ajena de interés y es neutral en el debate sometido a su fallo. La guerra deja de ser
guerra si no es el duelo de dos litigantes armados que se hacen justicia mutua por la
fuerza de su espada.
La espada de la guerra es la espada de la parte litigante, es decir, parcial y necesariamente
injusta.
II. Naturaleza del crimen de la guerra
El crimen de la guerra
es el de la justicia ejercida de un modo criminal, pues también la
justicia puede servir de instrumento del crimen, y nada lo prueba mejor que la guerra
misma, la cual es un
derecho, como lo demuestra Grocio, pero un derecho que, debiendo
ser ejercido por la parte interesada, erigida en juez de su cuestión, no puede
humanamente dejar de ser parcial en su favor al ejercerlo, y en esa parcialidad,
generalmente enorme, reside el crimen de la guerra.
La guerra es el crimen de los soberanos, es decir, de los encargados de ejercer el derecho
del Estado a juzgar su pleito con otro Estado.
Toda guerra es presumida justa porque todo acto soberano, como acto legal, es decir, del
legislador, es presumido justo. Pero como todo juez deja de ser justo cuando juzga su
propio pleito, la guerra, por ser la justicia de la parte, se presume injusta de derecho.
La guerra considerada como crimen, -el
crimen de la guerra- no puede ser objeto de un
libro, sino de un capítulo del libro que trata del derecho de las Naciones entre sí: es el
capítulo del derecho penal internacional. Pero ese capítulo es dominado por el libro en su
principio y doctrina. Así, hablar del crimen de la guerra, es tocar todo el derecho de
gentes por su base.
El crimen de la guerra reside en las relaciones de la guerra con la moral, con la justicia
absoluta, con la religión aplicada y práctica, porque esto es lo que forma la ley natural o
el derecho natural de las naciones, como de los individuos
III.
Que el crimen sea cometido por uno o por mil, contra uno o contra mil, el crimen en sí
mismo es siempre el crimen.
Para probar que la guerra es un crimen, es decir, una violencia de la justicia en el
exterminio de seres libres y jurídicos, el proceder debe ser el mismo que el derecho penal
emplea diariamente para probar la criminalidad de un hecho y de un hombre.
La estadística no es un medio de probar que la guerra es un crimen. Si lo que es crimen,
tratándose de uno, lo es igualmente tratándose de mil, y el número y la cantidad pueden
servir para la apreciación de las circunstancias del crimen, no para su naturaleza esencial,
que reside toda en sus relaciones con la ley moral.
La moral cristiana, es la moral de la civilización actual por excelencia; o al menos no hay
moral civilizada que no coincida con ella en su incompatibilidad absoluta con la guerra.
El cristianismo como la ley fundamental de la sociedad moderna, es la abolición de la
guerra, o mejor dicho, su condenación como un crimen.
Ante la ley distintiva de la cristiandad, la guerra es evidentemente un crimen. Negar la
posibilidad de su abolición definitiva y absoluta, es poner en duda la practicabilidad de la
ley cristiana.
El R. Padre Jacinto decía en su discurso (del 24 de junio de 1863), que el catecismo de la
religión cristiana es el catecismo de la paz. Era hablar con la modestia de un sacerdote de
Jesucristo.
El Evangelio es el derecho de gentes moderno, es la verdadera ley de las naciones
civilizadas, como es la ley privada de los hombres civilizados.
El día que el Cristo ha dicho:
Presentad la otra mejilla al que os dé una bofetada, la
victoria ha cambiado de naturaleza y de asiento, la gloria humana ha cambiado de
principio.
El cesarismo ha recibido con esa gran palabra su herida de muerte. Las armas que eran
todo su honor, han dejado de ser útiles para la protección del derecho refugiado en la
generosidad sublime y heroica.
La gloria desde entonces no está del lado de las armas, sino vecina de los mártires;
ejemplo: el mismo Cristo, cuya humillación y castigo sufrido sin defensa, es el símbolo
de la grandeza sobrehumana. Todos los Césares se han postrado a los pies del sublime
abofeteado.
Por el arma de su humildad, el cristianismo ha conquistado las dos cosas más grandes de
la tierra: la paz y la libertad.
Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad, era como decir paz a los humildes,
libertad a los mansos, porque la buena voluntad es la que sabe ceder pudiendo resistir.
La razón porque sólo son libres los humildes, es que la humildad, como la libertad, es el
respeto del hombre al hombre; es la libertad del uno, que se inclina respetuosa ante la
libertad de su semejante; es la lib ertad de cada uno erigida en majestad ante la libertad del
otro.
No tiene otro secreto ese amor respetuoso por la paz, que distingue a los pueblos libres.
El hombre libre, por su naturaleza moral, se acerca del cordero más que del león: es
manso y paciente por su naturaleza esencial, y esa mansedumbre es el signo y el resorte
de la libertad, porque es ejercida por el hombre respecto del hombre.
Todo pueblo en que el hombre es violento, es pueblo esclavo.
La violencia, es decir la guerra, está en cada hombre, como la libertad, vive en cada
viviente, donde ella vive en realidad.
La paz, no vive en los tratados ni en las leyes internacionales escritas; existe en la
constitución moral de cada hombre; en el modo de ser que su voluntad ha recibido de la
ley moral según la cual ha sido educado. El cristiano, es el hombre de paz, o no es
cristiano.
Que la humildad cristiana es el alma de la sociedad civilizada moderna, a cada instante se
nos escapa una prueba involuntaria. Ante un agravio contestado por un acto de
generosidad, todos maquinalmente exclamamos:
-¡qué noble! ¡qué grande! -Ante un acto
de venganza, decimos al contrario:
-¡qué cobarde! ¡qué bajo! ¡qué estrecho! -Si la gloria
y el honor son del grande y del noble, no del cobarde, la gloria es del que sabe ve ncer su
instinto de destruir, no del que cede miserablemente a ese instinto animal. El grande, el
magnánimo es el que sabe perdonar las grandes y magnas ofensas. Cuanto más grande es
la ofensa perdonada, más grande es la nobleza del que perdona.
Por lo demás, conviene no olvidar que no siempre la guerra es crimen: también es la
justicia cuando es el castigo del crimen de la guerra criminal. En la criminalidad
internacional sucede lo que en la civil o doméstica: el homicidio es crimen cuando lo
comete el asesino, y es justicia cuando lo hace ejecutar el juez.
Lo triste es que la guerra puede ser abolida como justicia, es decir, como la pena de
muerte de las naciones; pero abolirla como crimen, es como abolir el crimen mismo, que,
lejos de ser obra de la ley, es la violación de la ley. En esta virtud, las guerras serán
progresivamente más raras por la misma causa que disminuye el número de crímenes: la
civilización moral Y material, es decir, la mejora del hombre.
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:01 |
IV. Fundamento racional del derecho de la guerra
La guerra no puede tener más que un fundamento legítimo, y es el derecho de defender la
propia existencia. En este sentido, el derecho de matar se funda en el derecho de vivir, y
sólo en defensa de la vida se puede quitar la vida. En saliendo de ahí el homicidio es
asesinato, sea de hombre a hombre, sea de nación a nación. El derecho de mil no pesa
más que el derecho de uno solo en la balanza de la justicia; y mil derechos juntos no
pueden hacer que lo que es crimen sea un acto legítimo.
Basta eso solo para que todo el que hace la guerra pretenda que la hace en su defensa.
Nadie se confiesa agresor, lo mismo en las querellas individuales que en las de pueblo a
pueblo
2.
Pero como los dos no pueden ser agresores, ni los dos defensores a la vez, uno debe ser
necesariamente el agresor, el atentador, el iniciador de la guerra y por tanto el
criminal.
¿Qué clase de agresión puede ser causa justificativa de un acto tan terrible como la
guerra? Ninguna otra que la guerra misma. Sólo el peligro de perecer puede justificar el
derecho de matar de un pueblo honesto.
La guerra empieza a ser un crimen desde que su empleo excede la necesidad estricta de
salvar la propia existencia. No es un derecho, sino como defensa. Considerada como
agresión es atentado. Luego en toda guerra hay un criminal.
La defensa se convierte en agresión, el derecho en crimen, desde que el tamaño del mal
hecho por la necesidad de la defensa excede del tamaño del mal hecho por vía de
agresión no provocada.
Hay o debe haber una escala proporcional de penas y delitos en el derecho internacional
criminal, como la hay en el derecho criminal interno o doméstico.
Pero esa proporcionalidad será eternamente platónica Y nominal en el derecho de gentes,
mientras el juez llamado a fijar el castigo que pertenece al delito sea la parte misma
ofendida, para cuyo egoísmo es posible que no haya jamás un castigo condigno del
ataque inferido a su amor propio, a su ambición, a su derecho mismo.
Sólo así se explica que una Nación fuerte haga expiar por otra relativamente débil, lo que
su vanidad quiere considerar como un ataque hecho a su
dignidad, a su honor, a su
rango,
con la sangre de miles de sus ciudadanos o la pérdida de una parte de su territorio
o de toda su independencia.
V. La guerra como justicia penal
La guerra es un modo que usan las naciones de administrarse la justicia criminal unas a
otras con esta particularidad, que en todo proceso cada parte es a la vez juez y reo, fiscal
y acusado, es decir, el juez y el ladrón, el juez y el matador.
Como la guerra no emplea sino castigos corporales y sangrientos, es claro que los hechos
de su jurisdicción deben ser todos criminales.
La guerra, entonces, viene a ser en el derecho internacional, el derecho criminal de las
naciones.
En efecto, no toda guerra es crimen; ella es a la vez, según la intención, crimen y justicia,
como el homicidio sin razón es asesinato, y el que hace el juez en la persona del asesino
es justicia.
Queda, es verdad, por saberse si la
pena de muerte es legítima. Si es problemático el
derecho de matar a un asesino ¿cómo no lo será el de matar a miles de soldados que
hieren por orden de sus gobiernos?
Es la guerra una justicia sin juez, hecha por las
partes y, naturalmente, parcial y mal
hecha. Más bien dicho, es una justicia administrada por los reos de modo que sus fallos se
confunden con sus iniquidades y sus crímenes. Es una justicia que se confunde con la
criminalidad.
Y esto es lo que recibe en muchos libros el nombre de una rama del
derecho de gentes. Si
las hienas y los tigres pudiesen reflexionar y hablar de nuestras cosas humanas como los
salvajes, ellos reivindicarían para sí, aun de éstos mismos, el derecho de propiedad de
nuestro sistema de enjuiciamiento criminal internacional.
Lo singular es que los tigres no se comen unos a otros en sus discus iones, por vía de
argumentación ni las hienas se hacen la guerra unas a otras, ni las víboras emplean entre
sí mismas el veneno de que están armadas.
Sólo el hombre, que se cree formado a imagen de Dios, es decir, el símbolo terrestre de la
bondad absoluta, no se contenta con matar a los animales para comerlos; con quitarles la
piel para proteger la que ya tienen sus pies y sus manos; con dejar sin lana a los carneros,
para cubrir con ella la desnudez de su cuerpo; con quitar a los gusanos la seda que
trabajan, para vestirse; a las abejas, la miel que elaboran para su sustento; a los pájaros,
sus plumas; a las plantas, las flores que sirven a su regeneración; a las perlas y corales su
existencia misteriosa para servir a la vanidad de la bella mitad del hombre sino que hace
con su mismo semejante (a quien llama su
hermano), lo que no hace el tigre con el tigre,
la hiena con la hiena, el oso con el oso: lo mata no para comerlo (lo cual sería una
circunstancia atenuante) sino por darse el placer de no verlo vivir. Así, el antropófago es
más excusable que el hombre civilizado en sus guerras y destrucción de mera vanidad y
lujo.
Es curioso que para justificar esas venganzas haya prostituido su razón misma, en que se
distingue de las bestias. Cuesta creer, en efecto, que se denomine
ciencia del derecho de
gentes
la teoría y la doctrina de los crímenes de guerra.
¿Qué extraño es que Grocio, el verdadero creador del
derecho de gentes moderno, haya
desconocido el fundamento racional del derecho de la guerra? Kent, otro pensador de su
talla, no lo ha encontrado más comprensible; y los que han sacado sus ideas de sus
cerebros realmente humanos, como Cobden y los de su escuela, han visto en la guerra, no
un
derecho sino un crimen, es decir, la muerte del derecho.
Se habla de los progresos de la guerra por el lado de la humanidad. Lo más de ello es un
sarcasmo. Esta humanidad se cree mejorada y transformada, porque en vez de quemar
apuñala; en vez de matar con lanzas, mata con balas de fusil; en vez de matar lentamente,
mata en un instante.
La humanidad de la guerra en esta forma, recuerda la fábula del carnero y la liebre. -¿En
qué forma prefiere usted ser frita? -Es que no quiero ser frita de ningún modo. -Usted
elude la cuestión: no se trata de dejar a usted viva, sino de saber la forma en que debe ser
frita y comida.
VI. Orígenes y causas bárbaras de la guerra en los tiempos actuales
Uno de los motivos o de los pretextos más a la moda para las guerras de nuestro tiempo,
es el interés o la necesidad de completarse territorialmente. Ningún Estado se considera
completo, al revés de los hombres, que todos se creen perfectos. Y como la idea de lo que
es completo o incompleto es puramente relativa, lo que es completo hoy día no tardará en
dejar de serlo o parecerlo, siendo hoy motivo de estarse en paz lo que mañana será razón
para ponerse en guerra.
De todos los pretextos de la guerra, es el más injusto y arbitrario. El se da la mano con el
de la desigualdad de fortunas, invocado por los socialistas como motivo para reconstruir
la sociedad civil, sobre la iniquidad de un nivel que suprima las variedades fecundas de la
naturaleza humana.
Lo singular es que los propagadores de ese socialismo internacional no son los estados
más débiles y más pobres, sino al contrario, los más poderosos y extensos; lo que prueba
que su ambición injusta es una variedad del anhelo ambicioso de ciertos imperios a la
dominación universal o continental. En el socialismo de los individuos, la guerra viene de
los desheredados; en el socialismo internacional del mundo, la perturbación viene de los
más bien dotados. Lejos de servir de equilibrio, tales guerras tienen por objeto
perturbarlo, en beneficio de los fuertes y en daño de los débiles. La iniquidad es el sello
que distingue tales guerras.
Con otro nombre, ese ha sido y será el motivo principal y eterno de todas las guerras
humanas: la ambición, el deseo instintivo del hombre de someter a su voluntad el mayor
número posible de hombres, de territorio, de riqueza, de poder y autoridad.
Este deseo, fuente de perturbación, no puede encontrar su correctivo sino en sí mismo. Es
preciso que él se estrelle en su semejante para que sepa moderarse, y es lo que sucede
cuando el poder, es decir, la inteligencia, la voluntad y la acción dejan de ser el
monopolio de uno o de pocos y se vuelve patrimonio de muchos o de los más.
La justicia internacional, es decir, la independencia limitada por la independencia,
empieza a ser reconocida y respetada por los Estados desde que muchos Estados
coexisten a la vez.
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:02 |
VII. Solución de los conflictos por el poder
Por lo general, en Sud-América la guerra no tiene más que un objeto y un fin, aunque lo
cubran mil pretextos: es el interés de ocupar y poseer el poder. El poder es la expresión
más algebraica y general de todos los goces y ventajas de la vida terrestre, y se diría que
de la vida futura misma, al ver el ahínco con que lo pretende el gobierno de la Iglesia, es
decir, de la grande asociación de las almas.
Falta saber, ¿dónde y cuándo no ha sido ese el motivo motor y secreto de todas las
guerras de los hombres?
El que pelea por límites, pelea por la mayor o menor extensión de su poder. El que pelea
por la independencia nacional o provincial, pelea por ser poseedor del poder que retiene
el extranjero. El que pelea por el establecimiento de un gobierno mejor que el que existe,
pelea por tener parte en el nuevo gobierno. El que pelea por derechos y libertades, pelea
por la extensión de su poder personal, porque el derecho es la
facultad o poder de
disponer de algún bien. El que pelea por la sucesión de un derecho soberano, pelea,
naturalmente, en el interés de poseerlo en parte.
¿Qué es el poder en su sentido filosófico? -La extensión del
yo, el ensanche y alcance de
nuestra acción individual o colectiva en el mundo, que sirve de teatro a nuestra
existencia. Y como cada hombre y cada grupo de hombres, busca el poder por una
necesidad de su naturaleza, los conflictos son la consecuencia de esa identidad de miras;
pero tras esa consecuencia, viene otra, que es la paz o solución de los conflictos por el
respeto del derecho o ley natural por el cual el poder de cada uno es el límite del poder de
su semejante.
Habrá conflictos mientras haya antagonismos de intereses y voluntades entre los seres
semejantes; y los habrá mientras sus aspiraciones naturales tengan un objeto común e
idéntico.
Pero esos conflictos dejarán de existir por su solución natural, que reside en el respeto del
derecho que protege a todos y a cada uno. Así, los conflictos no tendrán lugar sino para
buscar y encontrar esa solución, en que consiste la paz, o concierto y armonía de todos
los derechos semejantes.
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:03 |
Capítulo II. Naturaleza jurídica de la guerra
I. Distinción entre crimen y retribución de la agresión - II. Los poderes soberanos cometen crímenes - III.
Análisis del crimen de la guerra - IV. La unidad de la justicia - V. La guerra como justicia - VI. La locura
de la guerra - VII. Barbarie esencial de la guerra - VIII. La guerra es un sofisma: elude las cuestiones, no
las resuelve - IX. Base natural del derecho internacional de la guerra y de la paz - X. El derecho
internacional - XI. El derecho de la guerra - XII. Naturaleza viciosa del derecho de la guerra - XIII. El
duelo - XIV. Son los que forjan las querellas los que deben reñir - XV. Peligros del derecho de la propia
defensa - XVI. La guerra es inobjetable si se coloca fuera de toda sospecha de interés.
I. Distinción entre crimen y retribución de la agresión
La
Justicia y el Crimen están armados de una espada. Naturalmente, la espada es para
herir y matar. Ambos matan.
¿Por qué la muerte que da la una es un acto de justicia, y la que da el otro es un
crimen ?
Porque la una es un acto de
defensa y la otra es un acto de agresión: la una es la defensa
del derecho; la otra es un ataque contra el derecho que protege a todos.
Así, la muerte violenta de un hombre, es un bien o es un mal, es un acto de justicia o es
un crimen, según el motivo y la mira que preside a su ejecución.
Lo que sucede entre la sociedad y un solo hombre, sucede entre una sociedad y otra
sociedad, entre nación y nación.
Toda guerra, como toda violencia sangrienta, es un crimen o es un acto de justicia, según
la causa moral que la origina.
II. Los poderes soberanos cometen crímenes
Se dice legal la muerte que hace el juez, porque mata en nombre de la ley que protege a la
sociedad. Pero no todo lo que es legal es justo, y el juez mismo es un asesino cuando
mata sin justicia. No basta ser juez para ser justo, ni hasta ser soberano, es decir, tener el
derecho de castigar, para que el castigo deje de ser un crimen, si es injusto.
Siendo la guerra un crimen que no puede ser cometido sino por un soberano, es decir, por
el único que puede hacerla legalmente, se presume que toda guerra es legal, a causa de
que toda guerra es hecha por el que hace la ley.
Pero como el que hace la ley no hace la justicia o el derecho, el soberano puede ser
responsable de un crimen, cuando hace una ley que es la violación del derecho, lo mismo
que el último culpable.
Y es indudable que el derecho puede ser hollado por medio de una ley, como puede serlo
por el puñal de un asesino.
Luego el legislador, no por ser legislador está exento de ser un criminal, y la ley no por
ser ley está exenta de ser un crimen, si con el nombre de ley ella es un acto atentatorio
contra el derecho.
Así la guerra puede ser legal, en cuanto es hecha por el legislador, sin dejar de ser
criminal en cuanto es hecha contra el derecho.
De ahí viene que toda guerra es legal por ambas partes, si por ambas partes es hecha por
los soberanos; pero como la justicia es una, ella ocupa en toda guerra el polo opuesto del
crimen, es decir, que en toda guerra hay un criminal y un juez.
La guerra puede ser el único medio de hacerse justicia a falta de un juez; pero es un
medio primitivo, salvaje y anti-civilizado, cuya desaparición es el primer paso de la
civilización en la organización interior de cada Estado. Mientras él viva entre nación y
nación, se puede decir que los Estados civilizados siguen siendo salvajes en su
administración de justicia internacional.
III. Análisis del crimen de la guerra
La guerra puede ser considerada a la vez como un
crimen, si es hecha en violación del
derecho; como un
castigo penal de ese crimen, si es hecha en defe nsa del derecho, como
un procedimiento desesperado en que cada litigante es juez y parte, y en que la fuerza
triunfante recibe el nombre de justicia.
El
crimen de la guerra puede estar en su objeto cuando tiene por mira la conquista, la
destrucción estéril, la mera venganza, la destrucción de la libertad o independencia de un
Estado y la esclavitud de sus habitantes; en sus
medios, cuando es hecho por la traición,
el
dolo, el incendio, el veneno, la corrupción, el soborno, es decir, por las armas del
crimen ordinario, en vez de hacerse por la fuerza limpia, abierta, franca y leal; o en sus
resultados
y efectos, cuando la guerra, siendo justa en su origen, degenera en conquista,
opresión y exterminio.
IV. La unidad de la justicia
Si el derecho es uno, ¿puede la guerra, que es un
crimen entre los particulares, ser un
derecho
entre las Naciones?
La ley civil de todo país culto condena el acto de hacerse justicia a sí mismo. ¿Por qué?
Porque el interés propio entiende siempre por
justicia, lo que es iniquidad para el interés
ajeno.
Lo que es regla en el hombre individual, lo es en el hombre colectivo.
Decir que a falta de juez es lícito hacerse justicia a sí mismo, es como decir que a falta de
juez cada uno tiene derecho de ser injusto.
Todo el derecho de la guerra gira sobre esta regla insensata. Lo que se llama
derecho de
la guerra
de nación a nación, es lo mismo que se llama crimen de la guerra de hombre a
hombre.
No habrá paz ni justicia internacional, sino cuando se aplique a las naciones el derecho de
los hombres.
Toda nación, como todo hombre, comete violencia cuando persigue por vía de hecho aun
lo mismo que le pertenece.
Toda violencia envuelve presunción de injusticia y crimen.
La violencia no tiene o no debe tener jamás razón; y toda guerra en cuanto violencia,
debe ser presumida injusta y criminal, por la regla de que nadie puede ser juez y parte, sin
ser injusto.
La unidad del derecho es el santo remedio de la reforma del derecho internacional sobre
sus cimientos naturales.
V. La guerra como justicia
En el derecho internacional, no toda violencia es la guerra, como en el derecho privado
no toda ejecución es una pena corporal.
Hay ejecuciones civiles, como hay ejecuciones penales.
Toda ejecución, es verdad, implica violencia. El juez civil que ejecuta al deudor civil, usa
de la violencia, como el juez del crimen se sirve de ella cuando hace ahorcar al criminal.
Pero hay violencias que sólo se ejercen en las propiedades, y otras que sólo se ejercen en
las personas.
Las primeras constituyen, en derecho internacional, las
represalias, los bloqueos, los
rehenes,
etc.; las segundas constituyen la guerra, es decir, la sangre.
La ejecución corporal por deudas, barbarie de otras edades, acaba de abolirse por la
civilización en materia de derecho civil privado; ¿quedaría vigente la ejecución corporal
por deudas, es decir, la guerra por deudas, en materia de derecho internacional? Si la una
es la
barbarie, ¿la otra sería la civilización?
Las guerras por deudas son la pura barbarie
IV.
Las guerras, por intereses materiales de orden territorial, marítimo o comercial, de que no
depende o en que no está interesada la vida del Estado, son la barbarie pura. Ellas son la
aplicación de penas sangrientas a la solución de pleitos internacionales realmente
civiles
o
comerciales.
Las guerras por pretendidas ofensas hechas al honor nacional, son guerras de barbarie,
porque de tales ofensas no puede nacer jamás la muerte del Estado.
El hombre no tiene derecho de matar al hombre, sino en defensa de su propia vida; y el
derecho que no tiene el hombre, no lo tiene el Estado (que no es sino el hombre
considerado en cierta posición).
La guerra no es legítima sino como pena judicial de un crimen. Pero ¿puede un Estado
hacerse culpable de un crimen?
No hay crimen donde no hay intención criminal. ¿Se concibe que veinte o treinta
millones de seres humanos se concierten para perpetrar un crimen, a sabiendas y
premeditadamente, contra otros veinte o treinta millones de seres humanos?
La idea de un crimen nacional es absurda, imposible; aún en el caso imposible en que la
nación se gobierne a sí misma como un solo hombre.
VI. La locura de la guerra
La palabra
guerra justa, envuelve un contrasentido salvaje; es lo mismo que decir,
crimen justo, crimen santo, crimen legal.
No puede haber guerra justa, porque no hay guerra juiciosa.
La guerra es la pérdida temporal del juicio. Es la enajenación mental, especie de locura o
monomanía, más o menos crítica o transitoria.
Al menos es un hecho que, en el estado de guerra, nada hacen los hombres que no sea una
locura, nada que no sea malo, feo, indigno del hombre bueno.
De una y otra parte, todo cuanto hacen los hombres en guerra para sostener su derecho,
como llaman a su encono, a su egoísmo salvaje, es torpe, cruel, bárbaro
V.
El hombre en guerra no merece la amistad del hombre en paz. La guerra, como el crimen,
sabe suspender todo contacto social alrededor del que se hace culpable e ese crimen
contra el género humano; como el que riñe obliga a las gentes honestas a apartar sus
miradas del espectáculo inmoral de su violencia.
Guerra civilizada
es un barbarismo equivalente al de barbarie civilizada.
Excluir a los salvajes de la guerra internacional, es privar a la guerra de sus soldados
naturales.
VII. Barbarie esencial de la guerra
Para saber si los fines de una guerra son
civilizados, no hay sino que ver cuáles son los
medios de que la guerra se sirve para llegar a su fin.
Lejos de ser cierto que el
fin justifica los medios, son los medios los que justifican el fin,
en la guerra todavía más que en la política.
Cuando los medios son bárbaros y salvajes, es imposible admitir que la guerra pueda
tener fines civilizados.
Así, hasta en la guerra contra los salvajes, un pueblo civilizado no debe emplear medios
que no sean dignos de él mismo, ya que no del salvaje.
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De: albi |
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VIII. La guerra es un sofisma: elude las cuestiones..., no las resuelve
La guerra es una manera de solución, que se acerca más bien del azar, del juego y de la
casualidad. Por eso se habla de la
suerte de las armas, como de la suerte de los dados.
Así considerada, es más inteligible como mera solución brutal o bestial.
La guerra, según esto, da la razón al que tiene la
suerte de vencer. Es la fortuna ciega de
las armas elevada al rango del derecho.
Viene a ser la guerra, en tal caso, una manera de juego, en que, la
suerte de las batallas
decide de lo justo y de lo injusto.
A ese doble título de juego y de bestialidad, la guerra es un oprobio de la especie humana
y una negación completa de la civilización.
La fuerza ciega y la fortuna sin ojos, no pueden resolver lo que la vista clara de la
inteligencia no acierta a resolver.
Es verdad que esta vista clara pertenece sólo a la justicia, pues el interés y la pasión
ciegan los ojos del que se erige en juez de su enemigo.
Para ser juez
imparcial, es preciso no ser parte en la disputa: es decir, es preciso ser
neutral.
Neutralidad e imparcialidad,
son casi sinónimos: y en la lengua ordinaria, parcialidad es
sinónimo de
injusticia.
Luego el juez único de los estados que combaten sobre un punto litigioso, es el mundo
neutral. Y como no hay guerra que no redunde en perjuicio del mundo neutral, su
competencia para juzgarla descansa sobre un doble título de imparcialidad y
conveniencia: no conveniencia en que triunfe una parte más que otra, sino en que no
pidan a la guerra la solución imposible de sus conflictos.
Pero si es verdad que la guerra empieza desde que falta el juez (lo cual quiere decir que la
iniquidad se vuelve justicia en la ausencia del juez), la guerra será la justicia ordinaria de
las naciones mientras ellas vivan sin un juez común y universal.
¿Dejará de existir ese juez mientras las naciones vivan independientes de toda autoridad
común constituida expresamente por ellas? Yo creo que la falta de esa autoridad así
constituida no impide la posibilidad de una
opinión, es decir, de un juicio, de un fallo,
emitido por la mayoría de las naciones, sobre el debate que divide a dos o más de ellas.
Desde que esa opinión existe, o es posible, la ley internacional y la justicia pronunciada
según ella, son posibles, porque entre las naciones, como entre los individuos, en la
sociedad mundo como en la sociedad nación, la ley no es otra cosa que la expresión de la
opinión general, y la mejor sentencia judicial es la que concuerda completamente con la
conciencia pública.
La
opinión del mundo ha dejado de ser un nombre y se ha vuelto un hecho posible y
práctico desde que la prensa, la tribuna, la electricidad y el vapor, se han encargado de
recoger los votos del mundo entero sobre todos los debates que lo afectan (como son
todos aquellos en que corre sangre humana), facilitando su escrutinio imparcial y libre, y
dándolo a conocer por las mil trompetas de la prensa libre
VI.
Juzgar los crímenes es más que castigarlos, porque no es el castigo el que arruina al
criminal, es la sentencia: el azote que nos da el cochero por inadvertencia, es un accidente
de nada: el que nos da el juez, aunque sea más suave, nos arruina para toda la vida.
El condenado por contumacia v. g., no escapa por eso a su destrucción moral.
IX. Base natural del derecho internacional de la guerra y de la paz
El derecho es uno para todo el género humano, en virtud de la unidad misma del género
humano.
La unidad del derecho, como ley jurídica del hombre: esta es la grande y simple base en
que debe ser construido todo el edificio del derecho humano.
Dejemos de ver tantos derechos como actitudes y contactos tiene el hombre sobre la
tierra; un derecho para el hombre como miembro de la
familia; otro derecho para el
hombre como
comerciante; otro para el hombre como agricultor; otro para el hombre
político;
otro para dentro de casa, otro para los de fuera.
Toda la confusión y la oscuridad, en la percepció n de un derecho simple y claro como
regla moral del hombre, viene de ese Olimpo o multitud de Dioses que no viven sino en
la fantasía del legislador humano.
Un solo Dios, un solo hombre como especie, un solo derecho como ley de la especie
humana.
Esto interesa sobre todo a la faz del derecho denominado
internacional, en cuanto regla
las relaciones jurídicas del hombre de una nación con el hombre de otra nación; o lo que
es lo mismo, de una nación o colección de hombres, con otra colección o nación
diferente.
Entre un
hombre y un Estado, no hay más que esta diferencia en cuanto al derecho: que el
uno es el
hombre aislado, el otro el hombre colectivo.
Pero el derecho de una colección de hombres no es más ni menos que el de un hombre
solo.
Esta es la faz última y suprema del derecho que no se ha revelado al hombre sino
mediante siglos de un progreso o maduramiento que le ha permitido adquirir la
conciencia de su unidad e identidad universal como especie inteligente y libre.
Lo que se llama
derecho de gentes, es el derecho humano visto por su aspecto más
general, más elevado, más interesante.
Lo que parece excepción tiende a ser la regla general y definitiva, como las
gentes, que
para el pueblo romano eran los
extranjeros, es decir, la excepción, lo accesorio, lo de
menos, tienden hoy a ser el todo, lo principal, el mundo.
Si es extranjero para una nación todo hombre que no es de esa nación, el extranjero viene
a ser el género humano en su totalidad, menos el puñado de hombres que tiene la
modestia de creerse la parte principal del género humano.
Sólo en la Roma, señora del mundo de su tiempo, ha podido no ser ridícula esa ilusión;
pero ahora que hay tantas Romas como naciones, y que toda nación es Roma cuando
menos en derecho y cultura, el extranjero significa el todo, el ciudadano es la excepción.
El derecho humano es la regla común y general, el derecho nacional o civil, es la vanidad
excepcional de esa regla.
El derecho internacional de la guerra, como el de la paz, no es, según esto, el derecho de
los beligerantes; sino el derecho común y general del mundo no beligerante, con respecto
a ese desorden que se llama la guerra y a esos culpables, que se llaman
beligerantes:
como el derecho penal ordinario no es el derecho de los delincuentes, sino el derecho de
la sociedad contra los delincuentes que la ofenden en la persona de uno de sus miembros.
Si la soberanía del género humano no tiene un brazo y un poder constituido para ejercer y
aplicar su derecho a los Estados culpables que la ofenden en la persona de uno de sus
miembros, no por eso deja ella de ser una voluntad viva y palpitante, como la soberanía
del pueblo ha existido como un derecho humano antes de que ningún pueblo la hubiese
proclamado, constituido y ejercido por leyes expresas.
En la esfera del pueblo-mundo, como ha sucedido en la de cada estado individual, la
autoridad empezará a existir como opinión, como juicio, como fallo, antes de existir
como coacción y poder material.
Ya empieza a existir hoy mismo en esta forma la autoridad del género humano respecto
de cada nación, y las naciones empiezan a reconocerla, desde que apelan a ella cada vez
que necesitan merecer un buen concepto, una buena opinión, es decir, la absolución de
alguna falta contra el derecho, en sus duelos singulares, en que consisten sus guerras.
El poder de excomunión, el poder de reprobación, el poder de execración, que no es el
más pequeño, ha de preceder, en la constitución del pueblo- mundo, al de aplicar castigos
corporales. Y aunque jamás llegue a constituirse este último, la eficacia del juicio
universal, que ha de ser cada día más grande, ha de bastar para disminuir por el desprecio
y la abominación la repetición del crimen de hacerse justicia a sí mismo a cañonazos, que
acabará por hacerse incompatible con la dignidad y responsabilidad de conducta en que
reside el verdadero poder de todo pueblo, como de todo hombre.
Si el hombre ve el mundo a través de su patria; si ve su patria como el centro y cabeza del
mundo, eso depende de su naturaleza finita y limitada.
También considera a todos los demás hombres de su país al través de su persona
individual; y en cierto modo, Dios lo ha hecho centro del mundo que se despliega a su
alrededor para mejor conservar su existencia.
El hombre cree que la Tierra es el más grande de los planetas del universo, porque es el
que está mas cerca de él, y su cercanía le ofusca y alucina sobre sus dimensiones y papel
en el universo. Los astros del firmamento, que son todo, parecen a sus ojos chispas
insignificantes. Ha necesitado de los ojos de Newton, para ver que la tierra es un punto.
Por una causa semejante, con el
derecho universal sucederá un poco lo que en la
gravitación universal.
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:04 |
X. El derecho internacional
El
derecho de gentes no es más que el derecho civil del género humano.
Se llama
internacional, como podría llamarse interpersonal, según que el derecho,
universal y único, como la gravitación, regla las relaciones de nación a nación o de
persona a persona.
En derecho de gentes, como en derecho civil, se llama
persona jurídica el hombre
considerado en su estado
VII . Pues bien, el hombre considerado colectivamente, formando
un grupo con cierto número de hombres, constituye una persona que se llama
nación.
Así, la nación, como persona pública, no es más que el
hombre considerado en cierto
estado
VIII.
De aquí se sigue que el derecho que sirve de ley natural para reglar las relaciones de
hombre a hombre en el seno de la nación, es idéntico y el mismo que regla las relaciones
de nación a nación.
Sin embargo de esto, los que ninguna duda abrigan de que el derecho existe como ley
viva y natural de existencia entre hombre y hombre, dentro de un mismo Estado,
consideran como una quimera la existencia de ese derecho como ley viva y natural de las
relaciones de nación a nación, es decir, de grupo a grupo de hombres semejantes y
hermanos por linaje y religión.
La preponderancia absoluta y limitada, en un momento dado de la historia del pueblo que
ha escrito el derecho conocido, es decir, el
pueblo romano, ha contribuido a mantener esa
preocupación por el prestigio monumental de su derecho escrito.
Pero la aparición y creación en la faz de la tierra de una multitud de naciones iguales en
fuerza, civilización y poder, ha bastado para destruir por sí misma la estrecha idea que el
pueblo romano concibió del derecho natural como regla civil de las relaciones de nación
a nación.
Sin embargo, aunque es admitida y reconocida la existencia de ese derecho, él no tiene la
sanción coercitiva, que convierte en ley práctica y obligatoria dentro de cada Estado, el
derecho natural del individuo y del ciudadano.
¿Qué le falta al derecho, en su papel de regla internacional, para tener la sanción y fuerza
obligatoria que tiene el derecho en su forma y manifestación de ley nacional o
internacional? Que exista un gobierno que lo escriba como ley, lo aplique como juez, y lo
ejecute como soberano; y que ese gobierno sea universal, como el derecho mismo.
Para que exista un gobierno internacional o común de todos los pueblos que forman la
humanidad, ¿qué se necesita? Que la masa de las naciones que pueblan la tierra forme
una misma y sola sociedad, y se constituya bajo una especie de federación como los
Estados Unidos de la humanidad.
Esa sociedad está en formación, y toda la labor en que consiste el desarrollo histórico de
los progresos humanos, no es otra cosa que la historia de ese trabajo gradual, de que está
encargada la naturaleza perfectible del hombre. Los gobiernos, los sabios, los
acontecimientos de la historia, son instrumentos providenciales de la construcción secular
de ese grande edificio del pueblo- mundo, que acabará por constituirse sobre las mismas
bases, según las mismas leyes fundamentales de la naturaleza moral del hombre, en que
reposa la constitución de cada Estado separadamente.
XI. El derecho de la guerra
El
derecho de gentes visto como derecho interno y privado de la humanidad, se presta
como el derecho interno de cada nación, a la gran división en
derecho penal y derecho
civil,
según que tiene por objeto reglar las consecuencias jurídicas de un acto culpable, o
de un acto lícito del hombre.
En lo internacional, el primero se llama
derecho de la guerra, el otro es el derecho de la
paz
IX.
Así, el
derecho internacional de la guerra, no es más que el derecho penal y criminal de
la humanidad.
Pero por la constitución que hoy tiene, más bien que un derecho a la pena,
es un derecho al crimen, pues de diez casos, nueve veces la guerra es un crimen
judiciario, en lugar de ser una pena judiciaria.
A menudo la guerra es un crimen judiciario, que, como el duelo y la riña privada, tiene
siempre dos culpables: el beligerante que ataca y el beligerante que se defiende.
Nada más fácil que demostrar esta verdad, con los principios más admitidos del derecho
penal.
El juez, que a sabiendas juzga, condena y castiga a su enemigo personal, deja de ser juez,
y no es más que un delincuente. El juez que a sabiendas, sirve por su fallo, su propio
interés personal, su propio odio, su propia y personal venganza, en el fallo que fulmina
contra su ene migo privado, no es un juez, es un criminal. Su decisión no es una sentencia,
es un crimen; su castigo no es una pena, es un atentado; la muerte que ordena, no es una
pena de muerte, es un asesinato judicial; él es un asesino, no un ministro de la vindicta
pública. Su justicia, en una palabra, no es más que iniquidad y el verdadero enemigo de la
sociedad es el encargado de defenderla.
Si el derecho penal de un pueblo, no tiene ni puede tener otros fundamentos jurídicos que
el derecho penal del hombre; si la justicia es la medida del derecho, y no hay dos justicias
en la tierra, ¿cómo puede ser
derecho en una nación lo que es crimen en un hombre?
Pues bien: esta hipótesis monstruosa es el tipo de la organización que hoy tiene el
llamado derecho penal de las naciones, o por otro nombre el
derecho internacional de la
guerra.
Lo que son condiciones del crimen jurídico en el
derecho interno de cada país, son
elementos esenciales en el
derecho externo o internacional de los Estados.
Es decir, que en el juicio o procedimiento penal de las naciones, son requisitos esenciales
del singular derecho que el justiciable sea enemigo personal del juez, que el juez se
defienda y juzgue su propio pleito personal, y que el objeto de la cuestión sea un interés
particular y personal del juez y del reo.
En virtud de esta anomalía el hombre actual se presenta bajo dos faces: en lo interior de
su patria es un ente civilizado y culto; fuera de sus fronteras, es un salvaje del desierto.
La justicia para él expira en la frontera de su país.
Lo que es justo al Norte de los Pirineos es injusto al Mediodía de esas montañas, según el
dicho de Pascal.
Lo que es legítimo entre un francés y un español, es crimen entre un francés y un francés.
Lo que hoy se llama civilización no es más que una semi- civilización o semi-barbarie; y
el pueblo más culto es un pueblo semi- salvaje en su manera de ser errante, insumiso, sin
ley ni gobierno.
Es el punto vulnerable y frágil de la civilización actual. Sus representantes más
adelantados no son más que pueblos semi-civilizados, en su manera internacional de
existir que tiene por condición la guerra como su justicia ordinaria.
XII. Naturaleza viciosa del derecho de la guerra
El mal de la guerra no consiste en el empleo de la violencia, sino en que sea la parte
interesada la que se encargue del uso de la violencia.
Ya se sabe que no hay justicia que tenga que usar de la violencia para hacerse respetar y
cumplir; pero la violencia que hace un juez, deja de ser un mal porque el juez no tiene o
no debe tener interés directo y personal en ejercerla sin necesidad, ni exagerarla, ni
torcerla en su aplicación jurídica.
Si todos los actos de que consta la guerra, por duros que se supongan, fuesen ejercidos
contra el Estado culpable del crimen de la guerra o de otro crimen, por un tribunal
internacional compuesto de jueces desinteresados en el proceso, la guerra dejaría de ser
un mal, y sus durezas, al contrario, serían un medio de salud, como lo son para el Estado
las penas aplicadas a los crímenes comunes.
Bien podréis mejorar, suavizar, civilizar la guerra cuanto queráis; mientras le dejéis su
carácter actual, que consiste en la violencia puesta en manos de la parte ofendida, para
que se haga juez criminal de su adversario, la guerra será la iniquidad y casi siempre el
crimen contra el crimen.
No hay más que un medio de transformar la guerra en el sentido de su legalidad: es
arrancar el ejercicio de sus violencias de entre las manos de sus beligerantes y entregarlo
a la humanidad convertida en Corte soberana de justicia internacional y representada para
ello por los Estados más civilizados de la tierra.
Consiste en sustituir la violencia necesariamente injusta y culpable de la parte interesada,
por la violencia presumida justa en razón del desinterés del juez; es colocar en lugar de la
justicia injusta que se hace por sí mismo, la justicia justa, que sólo puede ser hecha por un
tercero; la justicia temible del odio y del interés armado, por la justicia del juez que juzga
sin odio y sin interés.
XIII. El duelo
El que mata a un hombre armado y en estado de defenderse, no asesina. El asesinato
implica la alevosía, la seguridad o irresponsabilidad del matador. Mata o muere en pelea.
Pero la pelea, es decir, el homicidio mutuo, ¿no es por lo mismo un crimen y un crimen
doble por decirlo así?
Abolido el duelo judicial entre los individuos, y calificado como un crimen, porque lo es
en efecto, ¿puede ser conservado como derecho entre los Estados?
La guerra, en todo caso, como duelo judicial de dos Estados, es tan digna de abolición,
como lo ha sido entre los individuos por las leyes esenciales del hombre en su manera de
razonar y juzgar.
XIV. Son los que forjan las querellas los que deben reñir
Si la guerra moderna es hecha
contra el gobierno del país y no contra el pueblo de ese
país, ¿por qué no admitir también que la guerra es hecha
por el gobierno y no por el
pueblo
del país en cuyo nombre se lleva la guerra a otro país?
La verdad es que la guerra moderna tiene lugar entre un Es tado y un Estado, no entre los
individuos de ambos Estados
X. Pero, como los Estados no obran en la guerra ni en la paz
sino por el órgano de sus gobiernos, se puede decir que la guerra tiene lugar entre
gobierno y gobierno, entre poder y poder, entre soberano y soberano: es la lucha armada
de dos gobiernos obrando cada uno en nombre de su Estado respectivo.
Pero, si los gobiernos hallan cómodo hacerse representar en la pelea por los ejércitos,
justo es que admitan el derecho de los Estados de hacerse representar en los hechos de la
guerra por sus gobiernos respectivos.
Colocar la guerra en este terreno, es reducir el círculo y alcance de sus efectos
desastrosos.
Los pueblos democráticos, es decir, soberanos y dueños de sí mismos, deberían hacer lo
que hacían los reyes soberanos del pasado: los reyes hacían pelear a sus pueblos,
quedando en la paz de sus palacios. Los pueblos -reyes o soberanos, -deberían hacer
pelear a sus gobiernos delegados, sin salir ellos de su actitud de amigos.
Es lo que hacían los
galos primitivos, cuyo ejemplo de libertad, citado por Grocio, vale la
pena de señalarse a la civilización de este siglo democrático.
"Si por azar sobreviene alguna diferencia entre sus reyes, todos ellos (los antiguos
francos) se ponen en campaña, es verdad, en actitud de combatir y resolver la querella
por las armas. Pero desde que los ejércitos se encuentran en presencia uno del otro,
vuelven a la concordia, deponiendo sus armas; y persuaden a sus reyes de resolver la
diferencia por las vías de la justicia; o, si no lo quieren, de combatir ellos mismos entre sí
en combate singular y de terminar el negocio a sus propios riesgos y peligros, no
juzgando que sea equitativo y bien hecho, o que convenga a las instituciones de la patria,
el conmover o trastornar la prosperidad pública a causa de sus resentimientos
particulares"
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:05 |
XV. Peligros del derecho de la propia defensa
El
derecho de defensa es muy legítimo sin duda; pero tiene el inconveniente de
confundirse con el derecho de ofensa, siendo imposible que el interés propio no crea de
buena fe que se
defiende cuando en realidad ofende.
Distinguir la
ofensa de la defensa, es, en resumen, todo el papel de la justicia humana.
Para ser capaz de percibir esa diferencia, se necesita no ser ni
ofensor ni defensor; es
preciso ser neutral, y sólo el neutral puede ser juez capaz de discernir sin cegarse, quién
es el
ofensor y quién el defensor.
Si dejáis a la parte el derecho de calificar su actitud como actitud defensiva, no tendréis
sino defensores en los conflictos internacionales. Jamás tendréis un ofensor, porque nadie
se confiesa tal. Si dais al uno el derecho de calificarse a sí mismo como defensor, ¿por
qué no daréis ese mismo derecho al otro? Todos tendrán justicia, si todos son jueces de su
causa.
Esto es lo que sucede actualmente.
Así, porque todas las guerras son
legales, es decir, hechas por el legislador, se ha
concluido que todas las guerras son
justas, lo que es muy diferente. Porque todos los
indignados tengan derecho de litigar, no es decir que todos tengan justicia en sus litigios.
XVI. La guerra es inobjetable si se coloca fuera de toda sospecha de interés
La guerra, en cierto modo, es un sistema o expediente de procedimiento o enjuiciamiento,
en el que cada parte litigante tiene necesidad de ser su juez propio y juez de su
adversario, a falta de un juez ajeno de interés en el debate.
Todos los principios y leyes de la civilización sobre la guerra, tienen por objeto mantener
al beligerante dentro de los límites del juez, es decir, en el empleo de la violencia, ni más
ni menos que como la emplea el juez desinteresado en el conflicto.
El problema de la civilización es difícil, en cuanto se opone a la naturaleza y manera de
ser natural del hombre; pero es de menor dificultad para el Estado, por ser una persona
moral
XI, quedar ajeno de la pasión en la gestión de su violencia inevitable y legítima, que
lo es a un hombre individual, que se defiende a sí mismo y se juzga a sí mismo, cuando el
odio y el interés lo divide de su semejante.
No es el uso de la violencia lo que constituye el mal de la guerra; el mal reside en que la
violencia es usada con injusticia porque es administrada por el interés A empeñado en
destruir el interés B.
Sacad la violencia de entre las manos de la parte interesada en usarla en su favor
exclusivo y colocadla en manos de la sociedad de las naciones, y la guerra asume
entonces su carácter de mero derecho penal. Por mejor decir, la guerra deja de ser guerra,
y se convierte en la acción coercitiva de la sociedad de las naciones, ejercida por los
poderes delegatarios de ella para ese fin de orden universal contra el Estado que se hace
culpable de la violación de ese orden.
Capítulo III. Creadores del derecho de gentes
I. Lo que es derecho de gentes - II. El comercio como influencia legislativa - III. Influencia del comercio -
IV. La libertad como influencia unificadora.
I. Lo que es el derecho de gentes
El derecho internacional no es más que el derecho civil del género humano, y esta verdad
es confirmada cada vez que se dice que toda guerra entre pueblos civilizados y cristianos,
tiende a ser guerra civil.
El derecho es uno y universal, como la gravitación; no hay más que un derecho, como no
hay más que una atracción.
De sus varias aplicaciones recibe diversos nombres, y la apariencia de diversas clases de
derecho. Se llama de
gentes cuando regla las relaciones de las naciones, como se llama
comercial
cuando regla las relaciones de los comerciantes, o penal cuando regla los
castigos correctivos de los crímenes y delitos.
Por eso es que los objetos del derecho internacional son los mismos que los del derecho
civil:
personas, es decir, Estados, considerados en su condición soberana; cosas , es
decir, territorios, mares, ríos, montañas, etc., considerados en sí mismos y en sus
relaciones con los Estados que los adquieren, poseen y transfieren, es decir, tratados,
convenios, cesiones, herencias, etc.
Acciones XII, es decir, diplomacia y guerra, según que
la acción es
civil o penal.
La
guerra, es el derecho penal y criminal de las naciones entre sí.
Considerados bajo este aspecto, los principios que rigen sus prácticas son los mismos que
sustentan el derecho penal de cada Estado.
Bastará colocar en este terreno el derecho de gentes y sobre todo el
crimen de la guerra,
para colocar la criminalidad internacional o la guerra en el camino de transformación
filantrópica y cristiana que la civilización ha traído en la legislación penal común de cada
Estado.
Aplicad al crimen de la guerra los principios del derecho común penal sobre la
responsabilidad,
sobre la complicidad, la intención, etc., y su castigo se hará tan seguro y
eficaz como su repetición se hará menos frecuente.
Ante criminales coronados, investidos del poder de
fabricar justicia, no es fácil
convencerles de su crimen, ni mucho menos castigarlos. Aquí es donde surge la
peculiaridad del derecho penal internacional: que es la falta de una autoridad universal
que lo promulgue y sancione.
Encargados de hacer que lo que es justo sea fuerte, ellos han hecho que lo que es fuerte
sea justo.
Pero las condiciones de la fuerza se modifican y alteran cada día, bajo los progresos que
hace el género humano en su manera de ser.
La fuerza se difunde y generaliza, con la difusión de la riqueza, de las luces, de la
educación, del bienestar. Propagar la luz y la riqueza, es divulgar la fuerza, es desarmar a
los soberanos del poder monopolista de hacer justicia con lo que es fuerza.
Desarmados de la fuerza los soberanos, no harán que lo que es fuerte sea justo; y cuando
se hagan culpables del crimen de la guerra, la justicia del mundo los juzgará como al
común de los criminales.
No importa que no haya un tribunal internacional que les aplique un castigo por su
crimen, con tal que haya una opinión universal que pronuncie la sentencia de su crimen.
La sentencia en sí misma es el más alto y tremendo castigo. El asesino no es abominado
por el castigo que ha sufrido, sino por la calificación de asesino que ha merecido y
recibido.
II. El comercio como influencia legislativa
No es Grocio, en cierto modo, el creador del derecho de gentes moderno; lo es el
comercio. Grocio mismo es la obra del comercio, pues la Holanda, su país, ha
contribuido, por su vocación comercial y marítima, a formar la vida internacional de los
pueblos modernos como ningún otro país civilizado. El comercio, que es el gran
pacificador del mundo después del cristianismo, es la industria internacional y universal
por excelencia, pues no es otra cosa que el intercambio de los productos peculiares de los
pueblos, que permite a cada uno ganar en ello su vida y vivir vida más confortable, más
civilizada, más feliz.
Si queréis que el reino de la paz acelere su venida, dad toda la plenitud de sus poderes y
libertades al pacificador universal.
Cada tarifa, cada prohibición aduanera, cada requisito inquisitorial de la frontera, es una
atadura puesta a los pies del pacificador; es un cimiento puesto a la guerra.
Las tarifas y las aduanas, impuestos que gravitan sobre la paz del mundo, son como otros
tantos
Pirineos que hacen de cada nación una España, como otras tantas murallas de la
China
que hacen de cada Estado un Celeste Imperio, en aislamiento.
Todo lo que entorpece y paraliza la acción humanitaria y pacificadora del comercio, aleja
el reino de la paz y mantiene a los pueblos en ese aislamiento del hombre primitivo que
se llama
estado de naturaleza. ¿Qué importa que las naciones lleguen a su más alto grado
de civilización interior, si en su vida externa y general, que es la más importante, siguen
viviendo en la condición de los salvajes mansos o medio civilizados?
A medida que el comercio unifica el mundo, las aduanas nacionales van quedando de la
condición que eran las aduanas interiores o domésticas. Y como la unidad de cada nación
culta se ha formado por la supresión de las aduanas provinciales, así la unidad del pueblomundo
ha de venir tras la supresión de esas barreras fiscales, que despedazan la
integridad del género humano en otros tantos campos rivales y enemigos.
Si la guerra no existe sino porque falta un juez internacional, y si este juez falta sólo
porque no existe unidad y cohesión entre los Estados que forman la cristiandad, la
perpetuidad de la guerra será la consecuencia inevitable y lógica de todas las trabas que
impiden al comercio apoyado en el cristianismo que hermana a las Naciones, hacer del
mundo un solo país, por el vínculo de los intereses materiales más esenciales a la vida
civilizada
XIII.
No son los autores del derecho internacional los que han de desenvolver el derecho
internacional.
Para desenvolver el derecho internacional como ciencia, para darle el imperio del mundo
como ley, lo que importa es crear la materia internacional, la cosa internacional, la vida
internacional, es decir, la unión de las Naciones en un vasto cuerpo social de tantas
cabezas como Estados, gobernado por un pensamiento, por una opinión, por un juez
universal y común.
El derecho vendrá por sí mismo como ley de vida de ese cuerpo.
Lo demás, es querer establecer el equilibrio en un líquido, antes que el líquido exista.
Vaciar el líquido en un tonel y equilibrarlo o nivelarlo, es todo uno.
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:06 |
III. Influencia del comercio
Si Grocio no hubiese sido holandés, es decir, hijo del primer país comercial de su tiempo,
no hubiera producido su libro del derecho de la guerra y de la paz, pues aunque lo
compuso en Francia, lo produjo con gérmenes y elementos holandeses. Alberico
Gentile
XIV, su predecesor, debió también a su origen italiano y a su domicilio en
Inglaterra, sus inspiraciones sobre el derecho internacional, a causa del rol comercial de
la Italia de su tiempo y de la Inglaterra de todas las edades, isleña y marítima por su
geografía, como la Holanda. Por eso es que Inglaterra y Estados Unidos han producido
los primeros libros contemporáneos del derecho internacional, porque esos pueblos, por
su condición comercial, son como los correos y mensajeros de todas las naciones.
Prueba de ello es que Grocio, con su bagaje de máximas romanas y griegas, ha quedado
atrás de los adelantos que el comercio creciente ha hecho hacer al mundo moderno a
favor del vapor, del telégrafo eléctrico, de los descubrimientos geográficos, científicos e
industriales, y sobre todo de los sentimientos cristianos que tienden a hermanar y
emparentar más y más a las naciones entre sí.
Se habla mucho y con abatimiento de los adelantos y conquistas del arte militar en el
sentido de la destrucción; pero se olvida, que la paz hace conquistas y descubrimientos
más poderosos en el sentido de asegurar y extender su imperio entre las naciones. Cada
ferro-carril internacional vale dos tratados de comercio, porque el ferro-carril es el
hecho,
de que el tratado es la
expresión. Cada empréstito extranjero, equivale a un tratado de
neutralidad.
No hay congreso europeo que equivalga a una grande exposición universal, y la telegrafía
eléctrica cambia la faz de la diplomacia, reuniendo a los soberanos del mundo en
congreso permanente sin sacarlos de sus palacios, reunidos en un punto por la supresión
del espacio. Cada restricción comercial que sucumbe, cada tarifa que desaparece, cada
libertad que se levanta, cada frontera que se allana, son otras tantas conquistas que hace
el derecho de gentes en el sentido de la paz, más eficazmente que por los mejores libros y
doctrinas.
De todos los instrumentos de poder y mando de que se arma la paz, ninguno más
poderoso que la libertad. Siendo la libertad la intervención del pueblo en la gestión de sus
cosas, ella basta para que el pueblo no decrete jamás su propio exterminio.
IV. La libertad como influencia unificadora
Cada escritor de derecho de gentes es a su pesar la expresión del país a que pertenece; y
cada país tiene las ideas de su edad, de su condición, de su estado de civilización.
El derecho de gentes moderno, es decir, la creencia y la idea de que la guerra carece de
fundamento jurídico, ha surgido, naturalmente, de la cabeza de un hombre perteneciente a
un país clásico del derecho y del deber, términos correlativos de un hecho de dos fases,
pues el deber no es más que el derecho reconocido y respetado, y viceversa. La libre
Holanda
inspiró el derecho de gentes moderno, como había creado el gobierno libre y
moderno. País comercial a la vez que libre, miró en el extranjero no un enemigo sino un
colaborador de su grandeza propia, y al revés de los romanos, no tuvo para con las
naciones extranjeras otro derecho aparte y diferente del que se aplicaba a sí mismo en su
gobierno interior.
Ver en las otras naciones otras tantas ramas de la misma familia humana, era encontrar de
un golpe el derecho internacional verdadero. Esto es lo que hizo Grocio inspirado en el
cristianismo y la libertad.
La Suiza, la Inglaterra, la Alemania, los Estados Unidos, han producido después por la
misma razón los autores y los libros más humanos del derecho de gentes moderno; pero
los países meridionales, que por su situación geográfica han vivido bajo las tradiciones
del derecho romano, han producido guerreros en lugar de grandes libros de derecho
internacional, y sus gobiernos militares han tratado al extranjero más o menos con el
mismo derecho que a sus propios pueblos, es decir, con el derecho de la fuerza.
¿Cómo se explica que ni la Francia, ni la Italia hayan producido un autor célebre de
derecho de gentes, habiendo producido tantos autores y tantos libros notables de derecho
civil o privado?
XV.
Es que el derecho de gentes, no es más que el derecho público exterior, y en el mundo
latino por excelencia, es decir, gobernado por las tradiciones imperiales y los papas, ha
sido siempre más lícito estudiar la familia, la propiedad, la sociedad, que no el gobierno,
la política y las cosas del Estado. Grocio, en su tiempo, no podía tener otro origen que la
Holanda. Si el gobierno francés de entonces protegió sus trabajos, fue porque coincidían
con sus intereses y miras exteriores del momento; pero la inspiración de sus doctrinas
tenía por cuna la libertad de su propio país originario. Luis XIV protegía en Grocio, al
desterrado por su enemiga Holanda; y por un engaño feliz, en odio al gobierno libre
protegía la libertad en persona.
Las verdades de Grocio, como las de Adam Smith, se han quedado ahogadas por interés
egoísta y dominante de los gobiernos, que han seguido dilapidando la sangre y la fortuna
de las naciones que esos dos genios tutelares de la humanidad enseñaron a economizar y
guardar.
Grocio y Smith han enseñado, mejor que Vauban y Federico, el arte de robustecer el
poder militar de las naciones: consiste simplemente en darles la paz a cuya sombra
crecerán la riqueza, la población, la civilización, que son la fuerza y el vigor por
excelencia.
Que el poder resulta del número en lo militar como en todo, lo prueba el hecho simple
que un Estado de treinta millones de habitantes es más fuerte que otro de quince millones,
en igualdad de condiciones. Luego la guerra, erigida en constitución política, es lo más
propio que se puede imaginar para producir la debilidad de un estado, por estos dos
medios infalibles: evitando los nacimientos y multiplicando las muertes. No dejar nacer y
hacer morir a los habitantes, es despoblar el país, o retardar su población, y como un país
no es fuerte por la tierra y las piedras de que se compone su suelo, sino por sus hombres
XVI
, el medio natural de aumentar su poder, no es aumentar su suelo, sino aumentar el
número de sus habitantes y la capacidad moral, material e intelectual de sus habitantes.
Pero este es el arte militar de Adam Smith y de Grocio, no el de Vauban ni de Condé.
El poder militar de una nación reside todo entero en sus finanzas, pues como lo han dicho
los mejores militares, el nervio de la guerra es el dinero, varilla mágica que levanta los
ejércitos y las escuadras en el espacio de tiempo en que las hadas de la fábula construyen
sus palacios. Pero las finanzas o la riqueza del gobierno es planta parásita de la riqueza
nacional; la nación se hace rica y fuerte trabajando, no peleando, ahorrando su sangre y
su oro por la paz que fecunda, no por la guerra que desangra, que despuebla, empobrece y
esteriliza, hasta que trae, como su resultado, la conquista. La guerra, como el juego, acaba
siempre por la ruina.
En cuanto al suelo mismo, el secreto de su ensanche es el vigor de la salud, y el bienestar
interior como en el hombre es la razón de su corpulencia.
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:06 |
Capítulo IV. Responsabilidades
I. Complicidad y responsabilidad del crimen de la guerra - II. Glorificación de la guerra - III. Sanción penal
contra los individuos - IV. Responsabilidad de los individuos - V. Responsabilidad de los Estados - VI. El
establecimiento de la responsabilidad individual - VII. Prueba de guerra.
I. Complicidad y responsabilidad del crimen de la guerra
La guerra ha sido hecha casi siempre por procuración. Sus verdaderos y únicos autores,
que han sido los jefes de las Naciones, se han hecho representar en la tarea poco
agradable de pelear y morir
4; cuando han asistido a las batallas lo han hecho con todas las
precauciones posibles para no exponerse a morir. Más bien han asistido para hacer pelear,
que para pelear. Todos saben cuál es el lugar del generalísimo en las batallas. Por eso es
tan raro que muera uno de ellos. Las guerras serían menos frecuentes si los que las hacen
tuvieran que exponer su vida a sus resultados sangrientos. La irresponsabilidad directa y
física es lo que las multiplica.
Pues bien: un medio simple de prevenir cuando menos su frecuencia, sería el de distribuir
la responsabilidad moral de su perpetración entre los que las decretan y los que la
ejecutan. Si la guerra es un crimen, el primer culpable de ese crimen es el soberano que la
emprende. Y de todos los actores de que la guerra se compone, debe ser culpable, en
recta administración de justicia internacional, el que, la manda hacer. Si esos actos son el
homicidio, el incendio, el saqueo, el despojo, los jefes de las naciones en guerra deben ser
declarados, cuando la guerra es reconocida como injusta, como verdaderos asesinos,
incendiarios, ladrones, expoliadores, etc.; y si sus ejércitos los ponen al abrigo de todo
castigo popular, nada debe abrigarlos contra el castigo de opinión infligido por la voz de
la conciencia pública indignada y por los fallos de la historia, fundados en la moral única
y sola, que regla todos los actos de la vida sin admitir dos especies de moral, una para los
reyes, otra para los hombres; una que condena al asesino de un hombre y otra que
absuelve el asesinato cuando la víctima, en vez de ser un hombre, es un millón de
hombres.
La sanción
XVII del crimen de la guerra deja de existir para sus verdaderos autores par
causa de esta distinción falaz que todo lo pierde en materia de justicia.
La guerra se purificaría de mil prácticas que son el baldón de la humanidad, si el que la
manda hacer fuese sujeto a los principios comunes de la complicidad, y hecho
responsable de cada infamia, en el mismo grado que su perpetrador inmediato y
subalterno
5.
II. Glorificación de la guerra
Considerada la guerra como un crimen, ningún soberano se ha confesado su autor;
cuando se ha considerado como gloria y honor, todos se la han apropiado. La justicia les
ha arrancado esta confesión de que debe tomar nota la conciencia justiciera de la
humanidad.
Una vez glorificado el crimen de la guerra, los señores de las naciones han hecho de su
perpetración el tejido de su vida.
De ahí resulta que la historia, constituida en biografía de los reyes, no ha sido otra cosa
que la historia de la guerra. Y como si la pluma no bastase a la historia, la pintura ha sido
llamada en su auxilio, y hemos tenido un nuevo documento justificativo del crimen que
tiene por autores responsables a los jefes de las naciones.
La pintura histórica no nos ha representado otra cosa que batallas, sangre, muertos, sitios,
asaltos, incendios, como la obra gloriosa y digna de memoria de los reyes, sus autores y
ejecutores inmediatos.
¿Qué ha sido un museo de pintura histórica? Un hospital de sangre, una carnicería, en que
no se ven sino cadáveres, agonizantes, heridos, ruinas y estragos de todo género. Tales
imágenes han sido convertidas en objeto de recreo por la clemencia de los reyes.
Imaginad que, en vez de ser pintados, esos horrores fuesen reales y verdaderos, y que el
paseante que los recorre en las galerías de un palacio, oyese las lamentaciones y los
gemidos de los moribundos, sintiese el olor de la sangre y de los cadáveres, viese el suelo
cubierto de manos, de piernas, de cráneos separados de sus cuerpos, ¿se daría por
encantado de una revista de tal espectáculo? ¿Se sentiría penetrado de admiración, por los
autores principales de esas atrocidades? ¿ No se creería más bien en los salones infectos y
lúgubres de un hospital, que en las galerías de un palacio? ¿No se sentiría poseído de una
horrible curiosidad por ver la cara del monstruo que había autorizado, o decretado, o
consentido en tales horrores?
Sólo la costumbre y la consagración hecha de ese crimen por los depositarios supremos
de la autoridad de las naciones, es decir, por sus autores mismos, han podido pervertir
nuestro sentido moral, hasta hacernos ver esos cuadros no sólo sin horror, sino con una
especie de placer y admiración.
III. Sanción penal contra los individuos
Probablemente no llegará jamás el día en que la guerra desaparezca del todo de entre los
hombres. No se conoce el grado de civilización, el estado religioso, el orden social, su
condición, la raza por perfeccionada que esté, en que los conflictos sangrientos de
hombre a hombre no presenten ejemplos. ¿Por qué no será lo mismo con los conflictos de
nación a nación?
Pero indudablemente las guerras serán más raras a medida que la responsabilidad de sus
efectos se hagan sentir en todos los que las promueven y suscitan. Mientras haya unos
que las hacen y otros que las hacen hacer; mientras se mate y se muera por procuración,
no se ve por qué motivo pueden llegar a ser menos frecuentes las guerras; pues aunque
las causas de codicia, de ignorancia y de atraso que antes las motivaban, se hayan
modificado o disminuido, quedan y quedarán siempre subsistentes las pasiones, la
susceptibilidad, las vanidades que son siempre compatibles con todos los grados de
civilización. Así es que toda la sanción penal que hace cuerdo al loco mismo, el castigo
de la falta, no podrá ser capaz de contener a los que encienden con tanta facilidad las
guerras sólo porque están seguros de la impunidad de los asesinatos, de los robos, de los
incendios, de los estragos de todo género de que la guerra se compone.
Yo sé que no es fácil castigar a un asesino que dispone de un ejército de quinientos mil
cómplices armados y victoriosos; pero si el castigo material no puede alcanzarlo por
encima de sus bayonetas, para el castigo moral de la opinión pública no hay baluartes ni
fortalezas que protejan al culpable; y los fallos de la opinión van allí donde van los
juicios de la doctrina y de la ciencia que estudia lo justo y lo injusto en la conducta de las
naciones y de sus gobiernos, como la luz cruza el espacio y el fluido magnético los
cuerpos sólidos.
Fluido imponderable de un género aparte, para el cual no hay barrera ni obstáculo que no
le sea tan accesible como a la electricidad y el calor, la opinión pública hiere al criminal
en sus alturas mismas
XVIII y las leyes de la naturaleza moral del hombre hacen el resto
para el complemento de su ruina con el cadáver dejado en pie.
Nerón, Cómodo, Domiciano
son asesinos declarados tales por el fallo del género humano,
y condenados a la suerte de los asesinos aleves. Si ellos se levantaran de sus sepulcros y
se presentasen ante las generaciones de esta época, serían despedazados como fieras por
la venganza popular.
Pues bien, este agente imponderable -la
opinión- que antes necesitaba de siglos para
concentrarse y producir su justiciera explosión, hoy se encuentra en el momento y en el
punto en que la justicia hollada lo hace necesario, al favor de ese mecanismo de mil
resortes producido por el genio de la civilización moderna y compuesto de esos
conductores maravillosos, que se llaman la prensa, el ferrocarril, el buque a vapor, el
telégrafo eléctrico, los bancos o el crédito, el comercio, la tolerancia, la libertad, la
ciencia. Formado el rayo, falta saber sobre qué cabeza debe caer.
IV. Responsabilidad de los individuos
"Decimos, pues, en primer lugar (habla Grocio, lib. III, cap. X,
De la Guerra y la Paz ),
que si la causa de la guerra es injusta, en el caso mismo en que fuese emprendida de una
manera solemne (legal), todos los actos que nacen de ella son injustos, de una injusticia
íntima; de suerte que aquellos que a sabiendas cometen tales actos, o cooperan a ellos,
deben ser considerados como perteneciendo al número de los que no pueden llegar al
reino celestial sin penitencia. Ahora bien, la verdadera penitencia exige absolutamente
que aquel que ha causado perjuicio, sea matando, sea deteriorando los bienes, sea
ejerciendo actos de pillaje, repare este mismo perjuicio".
"Ahora bien, están obligados a la restitución, según las reglas que hemos explicado de
una manera general en otra parte, aquellos que han sido los autores de la guerra, sea por
derecho de autoridad, sea por su consejo; se trata, bien entendido, de todas las cosas que
siguen ordinariamente a la guerra; y aún de las consecuencias extraordinarias, si ellos han
ordenado o aconsejado alguna cosa semejante, o si pudiendo impedirla, ellos no la han
impedido. Es así que los generales son responsables de las cosas que se han hecho bajo su
mando; y que los soldados que han concurrido a algún acto común, por ejemplo, el
incendio de una ciudad, son responsables solidariamente."
Si este principio es aplicable a la responsabilidad civil de los males de la guerra, con
doble razón lo es a la responsabilidad penal (cuando es posible hacerla efectiva) de la
guerra, considerada como crimen.
Vattel protesta contra esta doctrina de Grocio; pero es Grocio el juez de apelación de
Vattel, no viceversa. Es una fortuna para nuestra tesis la autoridad de Grocio en su
servicio.
V. Responsabilidad de los Estados
Todo lo que distingue al soberano moderno
XIX del soberano de otra edad, es la
responsabilidad.
En esta parte el soberano se acerca de más en más a la condición de un
Presidente de República, por la simple razón de que el soberano moderno es un
soberano
democrático,
cuya soberanía no es suya propia, sino de la nació n, que delega su ejercicio
en una familia, sin abdicarlo. Esta familia, que es la familia o dinastía reinante, no es más
que depositaria de un poder ajeno. Como tal depositaria, debe al depositante una cuenta
continua de la gestión de su poder. Esta responsabilidad es toda la esencia del gobierno
representativo, es decir, del verdadero gobierno libre y moderno. Si suprimís esta
responsabilidad, convertís al depositario en propietario del poder soberano, es decir, en el
rey absoluto de los siglos de barbarie y de violencia.
El sistema, que quita la responsabilidad al soberano y la da a sus ministros, hace del
soberano una ficción de tal, un simulacro de soberano, un mito, un símbolo de soberano,
que
reina pero no gobiernaXX; es decir, un soberano inútil, pues ya basta para ese papel la
nación misma, que también reina sin gobernar.
Este sistema es la transacción del pasado con el presente en materia de gobierno. El
gobierno moderno salido entero de la soberanía popular, tiende a suprimir ese simulacro
inútil de comitente, que sólo sirve para eludir u oscurecer la responsabilidad, es decir, la
obligación de todo mandatario de dar cuenta de la gestión de su mandato al comitente,
que es uno, en materia de gobierno: la nación. Donde hay dos comitentes que reinan sin
gobernar, el uno mediato, el otro inmediato, la responsabilidad se vuelve incierta, porque
deja de ser cierto el
comitente.
"Responsabilidad,
palabra capital (dice Renán), y que encierra el secreto de casi todas las
reformas morales de nuestro tiempo". A ese dominio pertenecen, en primera línea, las
reformas políticas. Si en las cosas de la familia y de la sociedad civil la responsabilidad
es base capital, ¿qué será en los asuntos de las naciones y de los imperios?
Con sólo dar toda la responsabilidad de la guerra a los autores de la guerra, la repetición
de este crimen de lesa humanidad se hará de más en más fenomenal. Pero la guerra es un
acto de gobierno reputado como acto o prerrogativa del gobierno por todas las
constituciones. Se declaran por el gobierno, se hacen por el gobierno, se concluyen por el
gobierno. Luego la cabeza del gobierno responde de ella en primera línea. No porque su
poder, es decir, la fuerza lo exima del castigo, lo excusa de la responsabilidad del crimen.
La impunidad no es la absolución. El proceso no hace el crimen, y el verdadero castigo
del criminal no consiste en sufrir la pena, sino en merecerla; no es la pena material lo que
constituye la sanción, sino la sentencia. Es la sentencia, la que destruye al culpable, no la
efusión de su sangre por un medio u otro. Pero la sentencia, para ser eficaz, debe fundarse
en la ley. Que la ley universal, que la ley de todo el mundo, es decir, que la razón libre de
las naciones, empiece a señalar como el autor del crimen de la guerra al que es cabeza del
gobierno que lo ejecuta.
Es a la ciencia del gobierno exterior, es decir del
derecho de gentes penal a quien toca
investigar los principios y los medios de la legislación más capaces de poner a la familia
de las naciones al abrigo del crimen de la guerra, que destruye su bienestar y retarda sus
progresos.
Pero, de cierto, que si la ciencia y la ley admiten la existencia posible de criminales
privilegiados y excepcionales, asesinos inviolables, ladrones irresponsables, bandidos
reales e imperiales, todo el mecanismo del mundo político y moral viene por tierra. Los
sabios y legisladores van más lejos que Dios mismo, que no ha tenido una sola ley que no
tenga su sanción o castigo, que se produce naturalmente contra todo infractor sin
excepción. Rico o pobre, rey o siervo, el que mete el dedo en el fuego, se quema. He ahí
la justicia natural. Así está legislado el mundo físico y así lo está el mundo moral. Toda
violación del orden natural, lleva consigo su castigo; todo violador o infractor es
delincuente, y su delito podrá escapar al castigo del hombre, pero no al de Dios, aquí en
la tierra, sin ir, más lejos. La sociedad no necesita infligirlo; le basta declarar el crimen y
el criminal y darlos a conocer de todos. Es imposible llevar más lejos el remedio. El que
mata a su semejante, se suicida; el que roba se expropia él mismo, a una condición, y es
que todo el mundo sepa que un asesinato, un robo han sido cometidos y conozca al que
ha cometido el robo y el asesinato. Con esto sólo, con tal que sea infalible, el criminal
está castigado y perdido hasta que no se rehabilite por el bien.
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:07 |
VI. El establecimiento de la responsabilidad individual
La responsabilidad penal será al fin el único medio eficaz de prevenir el crimen de la
guerra, como lo es de todos los crímenes en general.
Mientras los autores principales del crimen de la guerra gocen de inmunidad y privilegios
para perpetrarlo en nombre de la justicia y de la ley, la guerra no tendrá ninguna razón
para dejar de existir. Ella se repetirá eternamente como los actos lícitos de la vida
ordinaria.
Reducid la guerra al común de los crímenes y a los autores de ella al común de los
criminales, y su repetición se hará tan excepcional y fenomenal, como la del asesinato o
la del robo ordinario.
No sólo es posible la confusión del crimen de la guerra con el crimen del asesino y del
ladrón, sino que es un escándalo inmoral el que esa confusión no exista: y esa
escandalosa distinción es todo el origen presente de la guerra. No habría sino que
aplicarle esta doctrina simple para verla desaparecer o disminuir.
El que manda asesinar y aprovecha del asesinato, es un asesino.
El que autoriza el robo y medra del robo es un ladrón.
El que ordena el incendio y el corso, es un bandido, es un pirata.
Para los asesinos, los ladrones y los bandidos, es el cadalso, no el trono; es la infamia, no
el honor ni la majestad del mando.
VII. Prueba de guerra
Todo Estado que no puede dar diez pruebas auténticas de diez tentativas hechas para
prevenir una guerra como el último medio de hacer respetar su derecho, debe ser
responsable del crimen de la guerra ante la opinión del mundo civilizado, si quiere figurar
en él como pueblo honesto y respetable.
Capítulo V. Efectos de la guerra
I. Pérdida de la libertad y la propiedad - II. Simulación especiosa de riqueza - III. Pérdida de población -
IV. Pérdidas indirectas - V. Auxiliares de la guerra - VI. De otros males anexos y accesorios de la guerra -
VII. Supresión internacional de la libertad - VIII. De los servicios que puede recibir la guerra de los amigos
de la paz - IX. Guerra y patriotismo.
I. Pérdida de la libertad y la propiedad
El primer efe cto de la guerra -efecto infalible-, es un cambio en la constitución interior
del país, en detrimento de su libertad, es decir, de la participación del pueblo en el
gobierno de sus cosas. Este resultado es grave pues desde que sus cosas dejen de ser
conducidas por él mismo, sus cosas irán mal.
La guerra puede ser fértil en victorias, en adquisiciones de territorios, de preponderancia,
de aliados sumisos y útiles; ella cuesta siempre la pérdida de su libertad al país que la
convierte en hábito y costumbre.
Y no puede dejar de convertirse en hábito permanente una vez comenzada, pues en lo
interior como en lo exterior, la guerra vive de la guerra.
Ella crea al soldado, la gloria del soldado, el héroe, el candidato, el ejército y el soberano.
Este soberano, que ha debido su ser a la espada, y que ha resuelto por ella todas las
cuestiones que le han dado el poder, no dejará ese instrumento para gobernar a sus
gobernados en cambio de la razón que de nada le ha servido.
Así todo país guerrero acaba por sufrir la suerte que él pensó infligir a sus enemigos por
medio de la guerra. Su poder soberano no pasará a manos del extranjero, pero saldrá
siempre de sus manos para quedar en las de esa especie de estado en el estado, en las de
ese pueblo aparte y privilegiado que se llama el
ejército. La soberanía nacional se
personifica en la soberanía del ejército; y el ejército hace y mantiene los emperadores que
el pueblo no puede evitar.
La guerra trae consigo la ciencia y el arte de la guerra, el soldado de profesión, el cuartel,
el ejército, la disciplina; y, a la imagen de este mundo excepcional y privilegiado, se
forma y amolda poco a poco la sociedad entera. Como en el ejército, la individualidad del
hombre desaparece en la unidad de la masa, y el Estado viene a ser como el ejército, un
ente orgánico, una unidad compuesta de unidades, que han pasado a ser las moléculas de
ese grande y único cuerpo que se llama el Estado, cuya acción se ejerce por intermedio
del ejército y cuya inteligencia se personaliza en la del soberano.
He ahí los efectos políticos de la guerra, según lo demuestra la historia de todos los países
y el más simple sentido común.
A la pérdida de la libertad, sigue la pérdida de la riqueza como efecto necesario de la
guerra; y con sólo esto es ya responsable de los dos más grandes crímenes, que son:
esclavizar y empobrecer a la nación, si estas calamidades son dos y no una sola.
La riqueza y la libertad son dos hechos que se suponen mutuamente. Ni puede nacer ni
existir la riqueza donde falta la libertad, ni la libertad es comprensible sin la posesión de
los medios de realizar su voluntad propia.
La libertad es una, pero tiene mil faces. De cada faz hace una libertad aparte nuestra
facultad natural de abstraer. De la tiranía, que no es más que el polo negativo de la
libertad, se puede decir otro tanto. Examinadlo bien: donde una libertad esencial del
hombre está confiscada, es casi seguro que están confiscadas todas. Paralizad la libertad
del pensamiento, que es la faz suprema y culminante de la libertad multíplice, y con sólo
eso dejáis sin ejercicio la libertad de conciencia o religiosa, la libertad política, las
libertades de industria, de comercio, de circulación, de asociación, de publicación, etc.
La riqueza deja de nacer donde estos tres modos del trabajo que son su fuente natural -la
agricultura,
el comercio, la industria-, están paralizados o entorpecidos por las
necesidades de un orden de cosas militar, y ese régimen no puede dejar de producir esa
paralización en ellas, por estas razones bien sencillas.
La guerra quita a la agricultura, a la industria y al comercio sus mejores brazos, que son
los más jóvenes y fuertes, y de productores y creadores de la riqueza, que esos hombres
debían ser, se convierten, por las necesidades del orden militar, no en meros
consumidores estériles, sino además en destructores de profesión, que viven del trabajo
de los menos fuertes, como un pueblo conquistador vive de un pueblo conquistado.
Cuando digo la guerra, digo el ejército, que no es más que la expresión de la guerra en
reposo, lo cual no es equivalente a la paz. La paz armada es una campaña sin pólvora
contra el país.
El soldado actual se diferencia del soldado romano en esto: que el soldado romano se
hacía vestir, alimentar y alojar por el trabajo del extranjero sometido; mientras que el
soldado moderno recibe ese socorro de la gran mayoría del pueblo de su propia nación
convertida en tributario del ejército, es decir, de un puñado privilegiado de sus hijos: el
menos digno de serlo, como sucede a menudo con toda aristocracia.
Es innegable que la nación trata al ejército mejor que a sí misma, pues le consagra los tres
tercios del producto de su contribución nacional. Invoco el presupuesto de todas las
naciones civilizadas: el gasto de guerra y marina, es decir, del ejército, absorbe las tres
cuartas partes; el resto es para el culto, la educación, los trabajos de pública utilidad, el
gobierno interior y la policía de seguridad, que no son sino un apéndice civil del ejército
y de la guerra, como lo veremos ahora.
No hablo de una nación, hablo de todas. No aludo a los Imperios, hablo también de las
Repúblicas. No me contraigo a Europa; hago la historia de la América.
Sólo el Asia, el Africa y la América indígena, es decir, sólo los pueblos salvajes, son
excepción de esta regla de los pueblos civilizados y cristianos.
Con cierta razón se ríen ellos de nuestra civilización; no porque adoremos la guerra que
ellos adoran, sino porque los consideramos salvajes al mismo tiempo que nuestra
civilización les copia su culto militar. Ellos al menos no se dicen
hermanos e hijos de un
Dios común.
Los salvajes nos hacen justicia. Nada cautiva su predilección entre los imbéciles de
nuestra civilización, como un arnés de guerra, un fusil, una espada, un uniforme. En ese
punto son gentes civilizadas a nuestro modo.
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:07 |
II. Simulación especiosa de riqueza
La riqueza, que a veces aparenta florecer bajo el orden militar de cosas, no es un
desmentido de lo que dejamos dicho, sino una prueba más de su verdad.
Es que la riqueza, que es útil a la libertad, es indispensable a la guerra; ella tiene eso de
semejante a la providencia, hace vivir a los señores y a los esclavos.
Como equivalente del poder, la riqueza es un instrumento de la guerra que los reasume
todos. Así, la guerra tiene su economía política peculiar y propia. Ella sabe poblar a su
modo, instruir a su modo, producir a su modo, cultivar a su modo y comerciar a su modo.
También tiene su modo peculiar de emplear la libertad. Como a la más fecunda de sus
esclavas, la guerra emplea la libertad, a veces, para hacerla producir el dinero necesario al
ejército y a sus campañas. Sólo en ese sentido es liberal el gobierno militar.
La economía política de la guerra, fomenta la riqueza de la nación en cuanto es necesaria
a la vida del ejército, como el cultivador de flores parásitas cuida con esmero la vida de
los árboles que las sustentan, no por el árbol sino por sus parásitos.
Por estas causas y por algunas otras eventuales, se han visto grandes propiedades al lado
y en seguida de guerras terribles; y los partidarios de ella, como sistema, han concluido
que la guerra era la causa de esas prosperidades. Porque las guerras no han podido
estorbar la prosperidad nacida del poder vital de los pueblos, se ha concluido que ellas
eran la causa de ese progreso.
Los incendios, las pestes y los terremotos no han impedido que la humanidad prosiga sus
progresos en la civilización; ¿debemos concluir de ahí que los incendios y las pestes han
sido causa del progreso de los pueblos?
III. Pérdida de población
Tras la pérdida de la libertad y de la riqueza, la guerra trae al país que se invetera en ella
la pérdida de su población, es decir, su disminución, su apocamiento como nación
importante. La extensión de la población, más que la del territorio, forma la magnitud de
un Estado.
No es en los campos de batalla, no es en los hospitales de campaña donde la guerra hace
sus más grandes bajas en el censo de la población; es en las emigraciones que el temor de
la conscripción produce; es en las familias que dejan de formarse por causa de la
dedicación a la guerra de la numerosa juventud más apta para el matrimonio; es en la
desmoralización de las costumbres, que engendra el celibato forzado de millares de
hombres jóvenes; es en las inmigraciones, que previene y estorba la perspectiva de sus
estragos en la suerte del país en guerra; es en el olvido de todo espíritu de libertad que
produce en la población el largo hábito de la obediencia automática del soldado. Entre el
soldado disciplinado y el ciudadano libre hay la diferencia que entre el vagón y una
locomotora: el uno es máquina que obedece, la otra es agente motor.
Este tercer crimen de la guerra -el despoblar la nación- es doblemente desastroso en los
países nuevos de América, donde el acrecentamiento de su escasísima población es la
condición fundamental de su progreso y desarrollo.
En todos los países que han vivido largos años bajo gobiernos militares en que la guerra
extranjera es a menudo un expediente de gobierno interior, la población ha disminuido o
quedado estacionaria. Ejemplos de ello son la España, la Francia y los más de los Estados
de la América del Sud, el suelo del cesarismo sin corona.
Si es verdad que la población se desarrolla en proporción de las subsistencias, la guerra,
que siempre tiene por efecto inmediato y natural el disminuirlas, viene a ser por ese lado
otra causa de paralización en el progreso de la población.
La guerra disminuye la población de los Estados, cegando los manantiales de la riqueza y
del bienestar de sus habitantes, que no se multiplican espontáneamente sino al favor de
esos beneficios fecundos.
En una palabra, la guerra es al organismo general del Estado lo que la enfermedad al
cuerpo humano: una causa de decrepitud y aniquilamiento general, pues no hay órga no ni
función, que no se resienta de sus efectos letales. Y aunque haya guerras, como hay
enfermedades, que ocasionalmente traen a la salud cambios excepcionalmente favorables,
la regla general es que la guerra como la enfermedad, conducen al exterminio y a la
muerte, no a la salud.
A nadie se oculta que muchas guerras, de las que registra la historia, han servido para
producir en los destinos de más de una nación los cambios más favorables a su progreso y
civilización, como más de un enfermo ha debido su salvación a una medicina fuerte y
terrible; pero nadie deducirá de estos hechos, en cierto modo fenomenales como regla
general de política y de tratamiento médico, que se deben suscitar guerras para aumentar
la riqueza y la población del país, ni que se deba sangrar y purgar al que no está enfermo,
para robustecerlo más de lo que está naturalmente.
IV. Pérdidas indirectas
Los gastos del Estado en la ejecución de una guerra, forman la parte más pequeña de los
estragos que ella opera en los capitales y en las fortunas de los particulares, directa o
indirectamente. Estos estragos no se dejan ver con la misma claridad que los otros,
porque no hay una contabilidad colectiva de las fortunas y propiedades privadas en que
aparezca el saldo, al fin de la guerra. Pero evidentemente son los más considerables
porque pesan sobre todo el capital de la Nación.
Se ven a veces grandes fortunas parciales que se forman en medio de la guerra, y tal vez a
causa de ella; pero esas fortunas excepcionales, que sólo favorecen a pocos individuos y a
una que otra localidad, no destruyen la regla de que la guerra es causa de
empobrecimiento para la población en general.
Desde luego, el aumento de la deuda pública, por empréstitos o emisiones de fondos a
interés, exigidos siempre por la guerra, disminuye el haber de los particulares, aumenta el
monto de las contribuciones, y es indudable que una guerra pesa siempre sobre muchas
generaciones, empobreciendo a los que viven y a los que no han nacido.
Por grande que sea el mal que la guerra haga al enemigo, mayor es el mal que hace al
país propio; pues el aumento de la deuda, quiere decir la disminución de haber de cada
habitante, que, en lugar de pagar una contribución como diez, la paga como veinte para
cubrir los intereses de la deuda, que originó la guerra.
No es necesario que la guerra estalle para producir sus efectos desastrosos. Su mera
perspectiva, su simple nombre hace víctimas, pues paraliza los mercados, las industrias,
las empresas, el comercio, y surgen las crisis, las quiebras, la miseria y el hambre.
Y no por ser lejana es menos desastrosa la guerra al país que la hace. La distancia, al
contrario, alimenta los sacrificios que ella cuesta en hombres, dinero y tiempo; y aunque
el dinero del país se gaste en los antípodas, no por eso el bolsillo del país deja de sentir su
ausencia, y en cualquier latitud del globo que caiga la sangre del soldado, su familia no se
libra del luto porque habite a tres mil leguas. En las guerras vecinas, se salvan los
heridos; en las guerras lejanas, todo herido es un cadáver. Todo el que invade un país
antípoda quema sus naves sin saberlo; y si no logra conquistar, es conquistado.
Y así como no es preciso que la guerra estalle para producir desgracias, así después que
ha pasado sigue castigando al país que la produjo, hasta en sus remotas generaciones,
obligadas a expiar, con el dinero de su bolsillo y el pan de sus familias, el asesinato
internacional que cometieron sus padres y abuelos.
V. Auxiliares de la guerra
La guerra es un estado, un oficio, una profesión, que hace vivir a millones de hombres.
Los militares forman su menor parte. La más numerosa y activa, la forman los
industriales que fabrican las armas y máquinas de guerra, de mar y tierra, las municiones,
los pertrechos; los que cultivan y enseñan la guerra como ciencia.
Abolir la guerra, es tocar al pan de todo ese mundo.
Quien dice militares, alude a los soberanos que lo son casi todos, a una clase privilegiada
y aristocrática de altos funcionarios, de gran influjo en el gobierno de las naciones, sobre
todo de las Repúblicas; a glorias o vanaglorias, a títulos, a rangos de familias que tienen
en la guerra su razón de ser.
La paz perpetua sería una plaga para todo ese mundo.
Así Saint Pierre, su apóstol, fue echado de la Academia por su proyecto de paz perpetua,
y Enrique IV fue echado de este mundo por el puñal de Ravaillac, la víspera de
plantificar ese designio.
Como la guerra ocupa el poder y tiene el gobierno de los pueblos, ella es la ley del
mundo; y la paz no puede tomarle su ascendiente sino por una reacción o revolución sin
armas que constituye este problema casi insoluble: el de un ángel desarmado, que tiene
que vencer y desarmar a Marte sin lucha ni sangre.
Pero como la paz tiene por ejército a todo el mundo, y como todo el mundo es más que el
ejército, la paz tiene al fin que salir victoriosa y tomar el gobierno del mundo, a medida
que los pueblos ilustrándose y mejorándose, se apoderen de sus destinos y se gobiernen a
sí mismos; es decir, a medida que se hagan más y más libres, como tiene que suceder por
la ley natural de su ser progresista y perfectible.
Así, la libertad traerá la paz, porque la libertad y la paz son la regla, y la guerra es la
excepción.
El día que el pueblo se haga ejército y gobierno, la guerra dejará de existir, porque dejará
de ser el monopolio industrial de una clase que la cultiva en su interés.
VI. De otros males anexos y accesorios de la guerra
No todas las operaciones de la guerra se hacen por los ejércitos y en los campos de
batalla. Sin hablar de los bloqueos, de las interdicciones, de las embajadas, que se
emplean para hostilizar al enemigo; sin hablar de la guerra de propaganda, de denigración
y de injuria por la prensa y la palabra, dentro y fuera del país en guerra; hay la guerra de
policía, la guerra de espionaje y delación, la guerra de intriga y de inquisición secreta, de
persecución sorda y subterránea, en que se emplea un ejército numeroso de soldados
ocultos, de todo sexo, de todo rango, de toda nacionalidad, que hacen más estragos en la
sociedad beligerante que la metralla del cañón, y que cuesta más dinero que todo un
cuerpo de ejército. Hay además, la guerra de maquinación, de soborno, de zapa y mina,
de conspiración sorda, en que los millones de pesos constituyen la munición de guerra, y
todo el móvil, toda el alma. Hay además, la guerra de desmoralización, de disolución, de
desmembración, de descomposición social del país beligerante, que pudre las
generaciones que quedan vivas, y cuya corrupción deja rara vez de alcanzar al corruptor
mismo, es decir, al país y gobierno que emplean tales medios de guerra.
¿Qué se hace de este ejército subterráneo después de la campaña? Es más peligroso que
el otro en sus destinos ulteriores.
El soldado que ha hecho el papel de león, peleando a cara descubierta en el campo de
batalla, vuelve a su hogar con su estima intacta, aunque sus manos vengan cubiertas de
sangre. La convención ha sancionado el asesinato, cuando es hecho en grande escala y en
nombre de la patria, es decir, con intención sana aunque equivocada.
Pero el que se ha encargado de desempeñar las funciones de la serpiente, de la araña
venenosa, del reptil inmundo, ¿qué papel digno y honesto puede hacer en la sociedad de
su país, después de terminada la gue rra?
El derecho de la guerra,
ha logrado sustraer del verdugo y de la execración pública al
homicida que se sirve de un fusil o de un cañón en un campo de batalla, pero no ha
logrado justificar al envenenador, al falsificador, al calumniador, al espión o ladrón del
secreto privado, al corruptor, que siempre es cómplice del corrompido, al que usa llaves
falsas, escaleras de cuerda, puñal envenenado
XXI.
La guerra que ha creado esa milicia, ha creado un remedio, que es una verdadera
enfermedad. El arsénico, los venenos, pueden servir para dar salud; pero el cólera no es el
remedio de la fiebre amarilla, ni el crimen puede ser remedio del crimen.
El regreso de ese ejército al seno de la nación que ha tenido la desgracia de emplearlo
contra el enemigo, se convierte en el castigo de su crimen, pues rara vez deja de poner su
táctica y sus armas al servicio de la guerra civil, en que la guerra extranjera se transforma
casi siempre. Y cuando no existe la guerra, sirve para envenenar y corromper la paz
misma, pues la sociedad, la familia, la administración pública, todo queda expuesto al
alcance de su acción deletérea y corruptora. El país tiene que defenderse de tales
defensores, empleando los medios con que se extinguen las víboras y los insectos
venenosos, lo cual viene a ser una especie de homeopatía, o el ataque de los
semejantes
por sus semejantes
( simila similibus curantur ): un doble extracto del mal, que no es otra
cosa que una doble calamidad.
Estos efectos de la guerra se hacen sentir principalmente en los pequeños Estados como
los de Sud América, donde la insuficiencia de los medios militares obliga a los
beligerantes a suplirlos por el uso de todas esas cobardías peculiares de la debilidad y de
la pobreza, y que se hacen sentir con menos actividad en las guerras de la Europa.
La
guerra de policía es una invención que se ha hecho conocer en el Río de la Plata por
un partido que pretende representar la libertad, es decir, la antítesis de toda policía
represiva Y perseguidora. Su nombre es un contrasentido. La guerra es un derecho
internacional o de partidos interiores capaces de llegar a ser beligerantes.
¡Guerra de policía!
Curioso barbarismo. La guerra es un proceder legitimado por el
derecho de gentes: es un proceso irregular, en que cada combatiente, es juez y parte, actor
y reo. Sólo entonces, cada parte es beligerante, y sólo hay guerra entre beligerantes, es
decir, entre
Estados soberanos y reconocidos, porque hacer la guerra lícita es practicar un
acto de soberanía. Sólo el soberano legítimo, puede hacer legítima guerra.
Dar el nombre de guerra al choque del juez con el reo ordinario, es hacer del ladrón
común un beligerante, es decir, un soberano.
Es la consagración y dignificación del vandalaje, lejos de ser su represión. Ese es el
resultado real, pero otro es el tenido en mira. ¿Cuál? Tratar al
beligerante como al
criminal privado, en cuanto a los medios de perseguirlo. La calificación no es mala en
este sentido, pero a una condición, de ser recíproco su empleo a fin de que la justicia sea
igual y completa en sus aplicaciones; pues si la guerra en favor del derecho de resistencia
es un crimen ordinario, no lo es menos la guerra en favor del derecho de opresión, aunque
el opresor se llame soberano
XXII.
Si el
gobierno cree que todos sus medios son lícitos, porque representa el principio de
autoridad,
el ciudadano no es inferior en posición a ese respecto, pues representa el
principio de
libertad, más alto que el de autoridad. La autoridad es hecha para la libertad,
y no la libertad para la autoridad. Si la libertad individual, que es el hombre, estuviese
protegida por sí misma, la autoridad no tendría objeto ni razón de existir.
Así, en el conflicto de la autoridad con la libertad, es decir, del Estado con el individuo,
el derecho de los medios es idéntico en extensión si no mayor al de la libertad. Así, toda
constitución libre después de enunciar los poderes del gobierno, consagra este otro de los
ciudadanos unidos que los iguala en nivel a todos aquellos, a saber: el de la resistencia o
desobediencia
XXIII. |
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:08 |
VII. Supresión internacional de la libertad
En la América del Sud cada República era una tribuna de libertad para la República
vecina, y era el único modo como podía existir respetada la libertad política. La
diplomacia de sus gobiernos empieza a encontrar el medio de quitar a la libertad este
refugio en la celebración de
tratados de extradición y de régimen postal.
Pero, perseguir a los escritores y a los escritos de oposición liberal, en el país extranjero
que les sirve de tribuna, es violar el derecho de gentes liberal, que los protege lejos de
condenarlos. ¿Qué se hace para eludir este obstáculo? Se les persigue no como
delincuentes políticos, sino como delincuentes ordinarios; se transforma el crimen de
oposición, es decir, de libertad, en algún crimen de estafa o de asesinato, y aunque no se
pruebe jamás, por la razón de que no existe, bastará exhibir piezas que justifiquen la
extradición, para dar alcance a la persona del opositor político, y suprimirlo o
enmudecerle en nombre de la justicia criminal ordinaria.
El crimen de esta diplomacia dolosa, tendrá el castigo que merece y que recibirá sin duda
en servicio de la libertad misma, dando lugar a que los mismos signatarios de los tratados
de extradición, sean extraídos del país extranjero de su refugio el día que la fuerza de las
cosas los despoje del poder y los eche en la oposición liberal.
VIII. De los servicios que puede recibir la guerra de los amigos de la paz
No basta predicar la abolición de la guerra para fundar el reinado de la paz. Es preciso
cuidar de no encenderla con la mejor intención de abolirla. Se puede atacar a la guerra de
frente, y servirla por los flancos sin saberlo ni quererlo. Este peligro viene de nuestras
pasiones y parcialidades naturales a todos los hombres, amigos y enemigos de la paz; y
de nuestros hábitos sociales pertenecientes al orden fundado en la guerra, es decir, a la
sociedad actual.
Los hábitos belicosos nos dominan de tal modo, que hasta para perseguir la guerra nos
valemos de la guerra; ejemplo de ello es este concurso mismo provocado en honor y
provecho de un vencedor de sus contendores o concurrentes literarios.
Otro ejemplo puede ser el honor discernido al que firma un libro en que se hace la
apología y la santificación de la guerra, por consideración a ese libro mismo. Si premiáis
las apologías de la guerra, dais una prima al que se burla de vuestra propaganda pacífica.
Otro ejemplo puede ser el de la indiferencia con que se mira una guerra que sirve a
nuestro partido, a nuestras esperanzas, a nuestras ambiciones. Toda la doctrina de la paz
degenera en pura comedia si la guerra que sirve al engrandecimiento de la dinastía A, no
nos causa el mismo horror que la que robustece a la dinastía B; si la guerra que sirve a la
dilatación de nuestro país, no nos causa la misma repulsión que la que engrandece al país
vecino.
Cuenta lord Byron una especie probablemente humorística recogida en sus viajes a Italia:
que el marqués de Beccaria, después de publicar su disertación sobre los delitos y las
penas, en que aboga por la abolición de la pena capital, fue víctima de un robo que le hizo
su doméstico, de su reloj de bolsillo, y que al descubrir al autor, exclamó
involuntariamente:
¡que lo ahorquen!
Este cuento malicioso expresa cuando menos la realidad del escollo que dejamos
señalado. Los abolicionistas de la pena de muerte aplicada a las naciones, debemos cuidar
de no hacer lo que el marqués de Beccaria, el día que se pida la sangre de un pueblo que
resiste con su espada lo que conviene a nuestro egoísmo. El verdadero medio de atacar la
guerra que nos daña, es atacar la guerra que nos sirve.
Hay filántropos para quienes la guerra es un crimen, cuando ella sirve para aumentar el
poder de una dinastía, la de Napoleón, por ejemplo; pero si la guerra sirve para aumentar
el poder de una dinastía rival, la de Orleans, v. g., la guerra deja de ser crimen y se
convierte en justicia criminal. La abolición de la guerra tiene que luchar con estas
dificultades de nuestra flaqueza humana, pero no por eso dejará de realizarse un día.
Cuando se ofrecen premios al mejor libro que se escriba contra el crimen de la guerra, se
emplea la guerra como medio de abolirla. Un certamen es un combate; y un premio, es
una herida, hecha a los excluidos de él.
Cuando coronáis un libro que hace la apología de la guerra, dando al autor un asiento en
la Academia de las ciencias morales y políticas, fomentáis la guerra sin perjuicio de
vuestro amor a la paz. Luis XIV era más lógico echando a Saint Pierre de la Academia
porque proponía la paz perpetua.
¡Qué de veces el amor a la paz no es más que un medio de hacer la oposición política a
un gobierno militar! No basta sino que el poder pase a manos de los filántropos y que la
guerra sea el medio de conservarlo o extenderlo, para que su doctrina general admita una
excepción que la derogue enteramente.
Raro es el hombre que no está por la paz, pero es más raro el amigo de la paz, que no
quiera una guerra previa. Así lo fue Enrique IV, y lo son Víctor Hugo y los filántropos
del día
XXIV.
Enrique IV quería la paz perpetua, previa una guerra para abatir al Austria, y Víctor Hugo
está por la paz universal, después de una guerra para destruir a Napoleón.
IX. Guerra y patriotismo
No se puede modificar el alcance de los efectos de la guerra, sin modificar paralelamente
el de los deberes del patriotismo.
Para que la guerra deje de ver enemigos en los particulares del Estado enemigo, es
indispensable que esos particulares se abstengan de secundar y pelear a la par del ejército
de su país
XXV. |
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:09 |
Capítulo VI. Abolición de la guerra
I. La difusión de la cultura - II. Influencias que obran contra la guerra - III. Autodestructividad del mal - IV.
Cristianismo. -Comercio - V. Ineficacia de la diplomacia - VI. Emblemas de la guerra - VII. La gloria -
VIII. Gloria pacífica - IX. El mejor preservativo de la guerra - X. Influencia de las relaciones exteriores.
I. La difusión de la cultura
¡Abolir la
guerra! Utopía. Es como abolir el crimen, como abolir la pena.
La guerra como crimen, vivirá como el hombre; la guerra como pena de ese crimen, no
será menos duradera que el hombre.
¿Qué hacer a su respecto? En calidad de pena, suavizarla según el nuevo derecho penal
común; en calidad de crimen, prevenirlo como a lo común de los crímenes, por la
educación del género humano.
Esta educación se hace por sí misma. La operan las cosas, la ayudan los libros y las
doctrinas, la confirman las necesidades del hombre civilizado.
No será de resultas de la idea más o menos justa que se haga de la guerra, que ella se hará
menos frecuente. El criminal ordinario no delinque por un error de su espíritu; en el modo
de evitar el derecho criminal, las más veces sabe que es criminal; el ladrón sabe siempre
que el robo es crimen y jamás roba porque piense que el robar es honesto. El crimen se
impone a su conducta por una situación violenta y triste, por un vicio, por un odio.
Bastaría una situación opuesta para que el crimen dejase de ocurrir.
El crimen de la guerra no difiere de los otros en su manera de producirse. Los soberanos
se abstendrán de cometerlo, a medida que otra situación más feliz de las naciones les dé
lo que su ambición pedía a las guerras; a medida que la economía política les dé lo que
antes les daba la conquista, es decir, el robo internacional; a medida que el miedo al
desprecio del mundo les haga abstenerse de hacer lo que es despreciable y ominoso.
II. Influencias que obran contra la guerra
La guerra no será abolida del todo; pero llegará a ser menos frecuente, menos durable,
menos general, menos cruel y desastrosa.
Ya lo es hoy mismo en comparación de tiempos pasados, y no hay por qué dudar de que
las causas que la han modificado hasta aquí, sigan obrando en lo venidero en el mismo
sentido de mejora; como se han cambiado las penas, como los crímenes se han hecho
menos frecuentes por los progresos de la civilización.
Ese cambio estaría lejos de realizarse si su ejecución estuviese encomendada a los
guerreros, es decir, a los soberanos. Ellos, al contrario, están ocupados de fomentar las
invenciones de máquinas y procederes de guerra más y más destructores.
No son la política ni la diplomacia las que han de sacar a los pueblos de su aislamiento
para formar esa sociedad de pueblos que se llama el género humano. Serán los intereses
Y las necesidades de la civilización de los pueblos mismos, como ha sucedido hasta aquí.
Desde luego el comercio, industria esencialmente internacional que hace de más en más
solidarios los intereses, el bienestar y la seguridad de las naciones. El comercio es el
pacificador del mundo.
Luego, las vías de comunicación y las comunicaciones que el comercio crea y necesita
para su labor de asimilación.
Luego, la libertad, es decir, la intervención de cada Estado
XXVI en la gestión de sus
negocios y gobierno de sus destinos, que basta por sí sola para que los pueblos no
decreten la efusión de su propia sangre y de sus propios caudales.
Pero sobre todo, el agente más poderoso de la paz, es la
neutralidad, fenómeno moderno
que no conocieron los antiguos. Cuando Roma era el mundo, no había neutrales si Roma
entraba en guerra.
III. Autodestructividad del mal
Se habla con cierto pavor por el porvenir del mundo, de los inventos de máquinas de
destrucción que hace cada día el arte de la guerra; pero se olvida que la paz no es menos
fértil en conquistas e invenciones que hacen de la guerra una eventualidad más y más
imposible.
Con sus inventos la guerra se suicida en cierto modo, porque agrava su crimen y confirma
su monstruosidad.
Y es tal la fatalidad con que todas las fuerzas humanas trabajan en el sentido de hacer del
género humano una vasta creación de pueblos, que hasta la guerra misma, queriendo
contrariar ese resultado, le sirve a su pesar, acercando entre sí a los mismos pueblos que
tratan de destruirse. Este hecho de la historia ha dado lugar a la doctrina que ha visto en
la guerra un elemento de civilización, como podrían poseerlo también la peste, el
incendio, el terremoto, que son causa ocasional de reconstrucciones nuevas, más bellas y
perfectas que las obras desaparecidas.
En ese sentido negativo, la tiranía misma, la intolerancia, las preocupaciones del
fanatismo, han contribuido al cruzamiento y enlace de las naciones, por las emigraciones
y proscripciones a que han dado lugar. La tiranía de Carlos I de Inglaterra, tiene gran
parte en la población y civilización de la América del Norte. La persecución de los
Hugonotes ha dado un impulso a la industria inglesa. Ya hemos dicho que Alberto
Gentile y Hugo Grocio no serían los autores del derecho de gentes moderno, sin el
destierro que los sacó de Italia y Holanda para habitar lares extranjeros. La moderna
política de unión entre la Inglaterra y la Francia no sería tal vez un hecho, hoy día, si
largos años de emigración en Inglaterra no hubieran hecho de Napoleón III el más
ainglesado de todos los franceses.
IV. Cristianismo. Comercio
Pero ¿qué causa pondrá principalmente fin a la repetición de los casos de guerra entre
nación y nación? La misma que ha hecho cesar las riñas y peleas entre los particulares de
un mismo Estado: el establecimiento de tribunales sustituidos a las partes para la decisión
de sus diferencias.
¿Qué circunstancias han preparado y facilitado el establecimiento de los tribunales
interiores de cada Estado? La consolidación del país en un cuerpo de Nación, bajo un
gobierno común y central para todo él.
Este mismo será el camino que conduzca a la asociación de las naciones que forman el
pueblo-mundo, en la adquisición de lo s tribunales que han de sustituir a las naciones
beligerantes en la decisión de sus contiendas.
Así, todo lo que conduzca a suprimir las distancias y barreras que estorban a los pueblos
acercarse y formar un cuerpo de asociación general, tendrá por resultado disminuir la
repetición de las guerras internacionales hasta extinguirlas o disminuirlas a lo menos.
Cread el pueblo internacional, o mejor dicho, dejadle nacer y crecer por sí mismo, en
virtud de la ley que os hace crecer a vos mismo, y el derecho internacional, como ley
viva, estará formado por sí mismo y con sólo eso. Cuando vaciáis un líquido en una
fuente, no tenéis necesidad de ocuparos de su nivel: él mismo se cuida de eso y se nivela
mejor que lo haría el primer geómetra. La humanidad es como ese líquido. Donde quiera
que derraméis grandes porciones de ella, la veréis nivelarse por sí misma, según esa ley
de gravitación moral que se llama el derecho. Antes de darse cuenta del derecho, ya el
derecho la gobierna, como se para y camina el hombre en dos pies antes de tener idea de
la dinámica.
Así, dejad que trabajen en el sentido de una organización internacional del género
humano los siguientes elementos conducentes a esa organización espontánea:
Primero. El cristianismo y su propagación, si no como dogma, al menos doctrina moral.
El derecho no excluye a los mahometanos, ni a los hijos de Confucio; son ellos, al
contrario, los que lo excluyen, pues es un hecho que son los pueblos cristianos los que
han dado a conocer hasta hoy el derecho internaciona l moderno.
La moral cristiana no necesita más que una cosa para completar la conquista del mundo,
en el sentido de su amalgama: que la desarméis de todo instrumento de violencia y le
dejéis sus armas naturales, que son la libertad, la persuasión, la belleza. Un sacerdote de
Jesucristo armado de cañones rayados y fusiles de Chassepot para imponer una ley que se
impone por su propio encanto, es cuando menos un error que aleja al mundo de la
constitución de su unidad. Para convencer al mundo de la belleza de la Venus del
Capitolio, no han sido necesarias las penas del infierno y de la Inquisición; ni Maquiavelo
ha tenido que seguir el menor invento a la tiranía para imponer a los ojos la belleza de la
Venus de Médicis. Dad a leer el Evangelio a un hombre de sentido común; y si no corren
de sus ojos esas dulces lágrimas que hace verter la más sublime acción, la más alta y
noble poesía, decid que ese hombre no tiene alma o carece de un sentido, pues ni Rafael,
ni el Ticiano, ni Miguel Angel, han dado a Jesús la belleza que tiene su doctrina por sí
misma. Conquistando a los conquistadores del mundo, el cristianismo ha probado ser la
moral de los hombres libres, pues los germanos han encontrado en él la expresión y la
fórmula de sus instintos de libertad nativa.
Segundo. Después del cristianismo, que ha enseñado a los pueblos modernos a
considerarse como una familia de hermanos, nacidos de un padre común, ningún
elemento ha trabajado más activa y eficazmente en la unión del género humano como el
comercio, que une a lo s pueblos en el interés común de alimentarse, de vestirse, de
mejorarse, de defenderse del mal físico, de gozar, de vivir vida confortable y civilizada.
El comercio, ha hecho sentir a los pueblos, antes que se den cuenta de ello, que la unión
de todos ellos multiplica el poder y la importancia de cada uno por el número de sus
contactos internacionales.
El comercio es el principal creador del derecho internacional, como constructor
incomparable de la unidad y mancomunidad del género humano. El ha creado a Alberico
Gentile y a Grocio, inspirados por la Inglaterra y la Holanda, los dos pueblos comerciales
por excelencia, es decir, los dos pueblos más internacionales de la tierra por su rol de
mensajeros y conductores de las Naciones.
El derecho de gentes moderno, como hecho vivo y como ciencia, ha nacido en el siglo
XVI, siglo de las empresas gigantescas del comercio, de los grandes descubrimientos
geográficos, de los grandes viajes, de las grandes y colosales empresas de inmigración y
de colonización de los pueblos civilizados de la Europa en los mundos desconocidos
hasta entonces.
Esas conquistas del genio del hombre en el sentido de la concentración del género
humano, han sido preparadas y servidas por otras tantas que han hecho en el dominio de
las ciencias los Copérnico, Galileo, Newton, Colón, Vasco de Gama, etc.
Poniendo al mundo en el camino de su consolidación por la acción de sus instituciones
sociales y necesidades recíprocas, estas ciencias han preparado la materia viva, el hecho
palpitante del derecho internacional, que es la organización del género humano en una
vasta asociación de todos los pueblos que lo forman.
El comercio, que ha realizado hasta hoy las inspiraciones del cristianismo y de la ciencia,
será el que trabaje en lo futuro en el complemento o coronamiento de la civilización
moderna, que no será más que una semi- civilización, mientras no exista un medio por el
cual pueda la soberanía del género humano ejercer su intervención en el desenlace y
arreglo de los conflictos parciales, dejados ho y a la pasión y a la arbitrariedad de cada
parte interesada en desconocer y violar el derecho de su contraparte.
La ciencia del derecho hará mucho en este sentido; pero más hará el comercio, pues el
mundo es gobernado, en sus grandes direcciones, más bien por los intereses que por las
ideas.
Para completar su grande obra de unificación y pacificación del género humano, el
comercio no necesita más que una cosa, como la religión cristiana: que se le deje el uso
de su más completa y entera libertad.
¿Qué importa que su genio haya inspirado los inventos del ferrocarril, del buque a vapor,
del telégrafo eléctrico, del cambio, del crédito, y que posea en estos instrumentos las
armas capaces de concluir con la guerra, si le atáis las manos y le impedís emplearlos?
La libertad del vapor, la libertad de la electricidad, significan las libertades del comercio
o de la vida internacional, como la libertad de la prensa, que es el ferrocarril del
pensamiento, significa la libertad de las ideas.
Cada tarifa prohibitiva o protectriz del atraso privilegiado, es un Pirineo, que hace de
cada nación una España o una China, en aislamiento.
Las tarifas de ese género superan a las montañas, en que no admiten túneles subterráneos.
Las tarifas sirven a la guerra mejor que las fortificaciones, porque estorban por sistema y
pacíficamente la unión de las naciones en un todo común y solidario, capaz de una
justicia internacional destinada a reemplazar la guerra, que es la justicia internacional que
hoy existe.
Cada ferrocarril internacional, por el contrario, vale diez tratados de comercio, como
instrumento de unificación internacional; el telégrafo, suprimiendo el espacio, reúne a los
soberanos en congreso permanente y universal sin sacarlos de sus palacios. Los tres
cables trasatlánticos, son la derogación tácita de la doctrina de Monroe, mejor que
hubieran podido estipularla tres congresos de ambos mundos.
Y si las tarifas son impenetrables al vapor, tanto peor para ellas, pues ese agente
omnipotente se las llevará por delante enteras y de una pieza.
Por los conductos de comunicación que abre el comercio entre Estado y Estado, y tras él,
se precipitan las expediciones de las ciencias, las misiones de la religión, las grandes
emigraciones de los pueblos y las masas de visitantes, que por placer, por curiosidad y
para educarse, se envían unas a otras las naciones modernas; y la consolidación del
género humano en su vasta unidad, recibe de la acción de esos elementos un desarrollo
más y más acelerado.
Pero ninguna fuerza trabaja con igual eficacia en el sentido de esa labor de unificación,
como la libertad de los pueblos, es decir, la participación de los pueblos en la gestión y
gobierno de sus destinos propios.
La libertad es el instrumento mágico de unificación y pacificación de los Estados entre sí,
porque un pueblo no necesita sino ser árbitro de sus destinos, para guardarse de verter su
sangre y su fortuna en guerras producidas las más veces por la ambición criminal de los
gobiernos.
A medida que los pueblos son dueños de sí mismos, su primer movimiento es buscar la
unión fraternal de los demás. Es fácil observar que los pueblos más libres son los que más
viajan en el mundo, los que más salen de sus fronteras y se mezclan con los otros, los que
más extranjeros reciben en su seno. Ejemplo de ello, la Holanda, la Inglaterra, los Estados
Unidos, la Suiza, la Bélgica, la Alemania. El comercio y la navegación no son sino la
forma económica de su libertad política; pero la más alta función de esta libertad en
servicio de la paz, consiste en la abstención sistemática y normal de toda empresa de
guerra contra otra nación.
Y como el progreso creciente de cada pueblo en el sentido de su civilización y
mejoramiento, trae consigo como condición y resultado la intervención creciente del
pueblo en la gestión de su gobierno, con los progresos de la libertad de cada país se
operan paralelamente los que hace el género en la dirección de su organización en un
cuerpo más o menos homogéneo, susceptible de recibir instituciones de carácter
judiciario, por las cuales puede el mundo ejercer su soberanía en la decisión de los pleitos
de sus miembros nacionales, que hoy se dirimen por la fuerza armada de cada litigante,
como en pleno desierto y en plena barbarie.
Que ese progreso viene paso a paso, la historia de la civilización moderna lo demuestra; y
la garantía de que acabará de llegar del todo, es que viene, no por la fuerza de los
gobiernos, sino por la fuerza de las cosas contra la resistencia misma de los gobiernos.
Hoy parece paradoja. ¿Quién en los siglos IX y X no hubiese llamado paradoja a la idea
de que la Francia entera llegaría a tener un solo gobierno para los infinitos países y
pueblos de que se componen su nación y su suelo?
V.
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:10 |
V. Ineficacia de la diplomacia
Sin duda que la diplomacia es preferible a la guerra como medio de resolver los
conflictos internacionales, pero no es más capaz que la guerra de resolverlos en el sentido
de la justicia, porque al fin la diplomacia no es más que la acción de las partes
interesadas; acción pacífica, si se quiere, pero parcial siempre, como la guerra, en cuanto
a acción de las partes interesadas.
La diplomacia, como todos los medios amigables, puede ser una manera de
prevenir los
conflictos, pero no de
resolverlos una vez producidos.
Es raro el conflicto que se resuelve por la simple voluntad de las partes en contienda.
Es preciso que una tercera voluntad las decida a recibir la solución que, rara vez o nunca,
agrada a la voluntad de las partes interesadas admitir.
Esa tercera voluntad es la de la sociedad entera, y sólo porque es de toda ella tiene la
fuerza necesaria de imponerse en nombre de la justicia, mejor interpretada por el que no
es parte interesada en el conflicto. Si los más ven mejor la justicia que los menos, no es
porque muchos ojos vean más que pocos ojos; sino porque los más son más capaces de
imparcialidad y desinterés.
La diplomacia es un medio preferible a la guerra; pero ella, como la guerra, significa la
ausencia de juez, la falta de autoridad común. Son las partes abandonadas a sí mismas; es
una justicia que los litigantes se administran a sí propios; justicia imposible, por lo tanto,
que casi siempre degenera en guerra para no llegar a otro resultado que el de matar la
cuestión a cañonazos en vez de resolverla.
No hay solución amigable, como no hay sentencia o justicia de amigos. Donde hay
amistad no hay conflicto, porque la amistad le impide nacer. Donde hay conflicto la
amistad no existe, y por eso es que hay conflicto.
El conflicto reside en las voluntades
XXVII, más bien que en los derechos y en los intereses.
La amistad y la justicia debían ser inseparables; en la realidad casi son inconciliables. La
amistad que ve con los ojos de la justicia, no es amistad: es indiferencia. La justicia que
ve con los ojos de la amistad, deja de ser justicia recta
XXVIII.
Renunciar su derecho, no es resolver el conflicto; es cortarlo en germen, es prevenirlo,
impedir que nazca.
La transacción, es la paz negociada antes que estalle la guerra.
Apelar a un común amigo, es ya buscar un juez; un juez de paz o de conciliación, pero
juez en cuanto parte desinteresada en el conflicto.
Un juez que es juez porque la voluntad del justiciable quiere aceptar su fallo, no es un
juez en realidad, porque es un juez sin autoridad coercitiva, propia y suya.
Donde la fuerza del juez no puede imponerse a la fuerza de las partes en conflicto, la
guerra es inevitable.
Así, el arbitraje y los buenos oficios, son apenas el primer paso hacia la adquisición del
juez internacional que busca la paz del mundo, que sólo hallará en una organización de la
sociedad internacional del género humano.
VI. Emblemas de la guerra
La guerra entra de tal modo en la complexión y contextura de la sociedad actual, que para
suprimir la guerra sería preciso refundir la actual sociedad desde los cimientos.
Esto es lo que se opera desde la aparición del cris tianismo, frente a la sociedad de origen
greco-romano, es decir, militar y guerrero.
La sociedad actual es la mezcla de los dos tipos: el de la guerra o pagano, el de la paz o
cristiano.
A esto se debe que el mismo cristianismo ha sido considerado como conciliable con la
guerra, y la prueba viviente de esta extraña doctrina es que el Vicario del mismo
Jesucristo en la tierra ciñe una espada, lleva una corona de Rey, es decir, de jefe temporal
de un poder militar, tiene cañones, ejércitos, da batallas, las premia, las festeja, sin
perjuicio del quinto mandato de la ley cristiana, que ordena
no matar.
La ley de paz, o el cristianismo, ha santificado a muchos guerreros, que ocupan los altares
católicos, tales como San Jorge, San Luis y tantos otros santos de espada. Pero esto ya es
menos asombroso que un Vicario de Jesucristo armado de cañones rayados y de fusiles
Chassepot,
es decir, de las armas más destructoras que conoce el arte militar.
La justicia es representada con una espada en la mano.
La ciencia, por la figura mitológica de Pallas o Minerva, que viste un casco guerrero y
lleva una lanza.
El gobierno civil y político es representado por diversos signos o instrumentos más o
menos coercitivos, como la espada, el bastón, el cetro.
Poder quiere decir sable, en el
vocabulario del gobierno de los pueblos.
El honor, es el orgullo del mérito que se prueba por las armas. El caballero es un hombre
de espada, que sabe batirse y matar a su adversario.
El ornamento del diplomático, es decir, del negociador de la paz de las naciones, es la
espada.
La etiqueta de los reyes quiere que un caballero no se mezcle con las damas en los
salones de la Corte sino armado de una espada.
El bigote es el signo del guerrero, porque esconde la boca, que traiciona la dulzura del
corazó n. Nada más que la supresión del bigote sería ya una conquista en favor de la paz,
porque la boca, como órgano telegráfico del corazón, habla más a los ojos que a los
oídos. Naturalmente el bigote es de rigor en los tiempos y bajo los gobiernos militares; es
un coquetismo de guerra; un signo de amable y elegante ferocidad.
VII. La gloria
Una de las causas ocultas y no confesadas de la guerra, reside en las preocupaciones, en
la vanidad, la idolatría por lo que se llama gloria. La gloria es el ruido entusiasta y
simpático que se produce alrededor de un hombre.
Pero hay gloria y gloria. La gloria en general es el honor de la victoria del hombre sobre
el mal.
Pero el mal es un hombre en las edades en que el hombre reviste de su personalidad todos
los hechos y cosas naturales que se tocan con él. El hombre primitivo, como el niño, todo
lo personaliza.
El mal es un individuo que se llama el
diablo; la parte, es una persona humana.
Desde que se conocen las leyes naturales que gobiernan al hombre mismo, el mal deja de
ser un hombre poco a poco. Es un hecho, que existe en la naturaleza.
La guerra entonces cambia de objeto; es contra la naturaleza enemiga, no contra el
hombre. La victoria cambia de objeto y de enemigos, y la gloria cambia de naturaleza.
La gloria de Newton, de Galileo, de Lavoisier, de Cristóbal Colón, de Fulton, de
Stephenson, deja en la oscuridad la del bárbaro guerrero que ha brillado en la edad de
tinieblas, cuando se creía que enterrar un hombre era matar el error, la ignorancia, la
pobreza, el crimen, la epidemia.
La guerra, como el crimen, puede seguir siendo productiva de lucro para el que la hace
con éxito; pero no de gloria, si ella no deriva del triunfo de una idea, del hallazgo de una
verdad, de un secreto natural fecundo en bienes para la humanidad.
Las armas de la idea son la lógica, la observación, la expresión elocuente, no la espada.
De otro modo es la gloria un puro paganismo. Nos reímos de los dioses mitológicos de la
antigüedad pagana y de los santos de los católicos; pero, ¿somos otra cosa que idólatras y
paganos cuando tributamos culto a los grandes matadores de hombres, erigidos en semidioses
por la enormidad de sus crímenes? ¿No nos parecemos a los salvajes de Africa que
rinden culto a las serpientes como a divinidades, sólo porque son venenosas y mortales
sus mordeduras?
Damos a los hombres el rango de
principios; a la verdad, le damos carne y huesos; y a
estos simulacros sacrílegos y grotescos les alzamos altares sólo porque han osado ellos
mismos dar a su espada el rango de la
verdad y del derecho.
Entrar en las vías de ese paganismo político es dejar sin su culto estimulante a las
verdades que interesan al género humano en las personas gloriosas de sus descubridores.
La poesía, la pintura, la escultura pueden dar a esas grandes verdades, un cuerpo, una
imagen digna de ellos; pero es un sacrilegio el reemplazarlas por los hombres en el
tributo del culto que merecen.
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:10 |
VIII. Gloria pacífica
Los pueblos son los árbitros de la gloria; ellos la dispensan, no los reyes. La gloria no se
hace por decretos: la gloria oficial es ridícula. La gloria popular, es la gloria por esencia.
Luego los pueblos, con sólo el manejo de este talismán, tienen en su mano el gobierno de
sus propios destinos. En faz de las estatuas con que los reyes glorifican a los cómplices
de sus devastaciones, los pueblos tienen el derecho de erigir las estatuas de los gloriosos
vencedores de la oscuridad, del espacio, del abismo de los mares, de la pobreza, de las
fuerzas de la naturaleza puestas al servicio del hombre, como el calor, la electricidad, el
gas, el vapor, el fuego, el agua, la tierra, el hierro, etc.
Los nobles héroes de la ciencia, en lugar de los bárbaros héroes del sable. Los que
extienden, ayudan, realizan, significan la vida, no los que la suprimen so pretexto de
servirla; los que cubren de alegría, de abundancia, de felicidad las naciones, no los que
las incendian, destruyen, empobrecen, enlutan y sepultan.
IX. El mejor preservativo de la guerra
No hay un preservativo más poderoso de la guerra, no hay un medio más radical de
conseguir su supresión lenta y difícil, que la libertad.
La libertad es y consiste en el gobierno del país por el país
XXIX. Un gobierno libre en este
sentido, no necesita ejércitos poderosos, ni siquiera de un ejercito débil, para sostenerse.
Pero, no puede existir sin un ejército, el gobierno que no es ejercido por el país. Este
gobierno, en rigor, es un poder usurpado al país, que no puede por lo tanto dejar de ser su
antagonista ya que no su adversario. Para someter a este adversario, el gobierno necesita
de un ejército fuerte y permanente como una institución fundamental.
Para ocultar esta func ión anti- nacional del ejército, para legitimar su existencia a los ojos
del país, que lo forma con sus mejores hijos y con la mayor parte de su tesoro, se ocupa al
ejército en guerras extranjeras, que no tienen a menudo más causa ni razón de ser que la
de emplear el ejército, que es preciso mantener como instrumento de gobierno interior.
Las guerras sobrevienen, porque existen ejércitos y escuadras; y los ejércitos y escuadras
existen porque son indispensables y el único apoyo de los gobiernos que no son libres, es
decir, del país por el país.
No hay prueba más completa que la que esta verdad recibe del testimonio uniforme y
constante de la historia.
Los países libres no tienen grandes ejércitos permanentes, porque no necesitan de ellos
para ejercer sobre sí mismos su propia autoridad; y son los que viven en paz más
permanente porque no necesitan guerras para ocupar ejércitos, que no tienen ni necesitan
tener. Son ejemplos de esta verdad, la Inglaterra, los Estados Unidos, la Holanda, etc., y
de la verdad contraria es una prueba histórica el ejemplo de todos los gobiernos tiránicos
y despóticos, que viven constantemente en guerras suscitadas y sostenidas por sistema,
para justificar dos misterios de política interior: la necesidad de mantener un fuerte
ejército, que es toda la razón de su poder sobre el país; y un estado de crisis y de
indisposición permanente que autorice el empleo de los medios excepcionales de formar
y sostener el ejército y de suscitar las guerras que su empleo exterior hace necesarias.
Así, para llegar a la posesión y goce de una paz permanente, y suprimir, en cierto modo la
guerra, el camino lógico y natural es la disminución y supresión de los ejércitos; y para
llegar a suprimir los ejércitos, no hay otro medio que el establecimiento de la libertad del
país entendida a la inglesa o la norteamericana, la cual consiste en el gobierno del país
por el país; pues basta que el país tome en sus manos su propio gobierno, para que se
guarde de prodigar su sangre y su oro en formar ejércitos para hacer guerras que se hacen
siempre con la sangre y el oro del país, es decir, siempre en su pérdida y jamás en su
ventaja.
X. Influencia de las relaciones exteriores
Si el derecho interior, que organiza y rige al gobierno de un país, es de ordinario todo el
secreto y razón de su política exterior, no es menos cierto que el derecho exterior o
internacional es a menudo causa y razón de ser del derecho interno de un Estado.
Por el derecho internacional, es decir, por las alianzas, se hacen servir los ejércitos del
extranjero a la supresión de la libertad interior, o lo que es igual, a la confiscación del
gobierno del país por el país; y cuando no los ejércitos del extranjero, al menos su
cooperación política, su acción indirecta de carácter moral y fiscal, al mismo objeto.
Tal ha sido en tiempos no remotos el derecho internacional de los gobiernos absolutos y
despóticos: su última página fue el tratado de la Santa Alianza. Pero el derecho de ese
internacionalismo,
de esa diplomacia de opresión y de ruina para la libertad interior,
fueron los tratados españoles y portugueses de los tiempos de Carlos V, Felipe II y
posteriores reyes absolutos, de España y Portugal, sobre todo en lo concerniente a sus
colonias de América, guardadas por esa legislación como claustros o posesiones cerradas
herméticamente y en estado de guerra frecuente para el acceso del extranjero.
Esos son los tratados internacionales que se han reunido y publicado recientemente (¡por
un americano!) con el nombre de
Tratados de los Estados de la América del Sud: los
tratados españoles y portugueses, el derecho internacional de España y Portugal, de sus
tiempos más atrasados y tenebrosos en materia de gobierno interior y exterior, los que un
republicano
(de Sud América, es verdad) ha reimpreso para utilidad y servicio de los
gobiernos modernos de las Repúblicas de la América antes española.
Y algunos de estos gobiernos han costeado con gruesas sumas de su tesoro la exhumación
de esos fósiles abominables y abominados, que la mano de la civilización moderna había
enterrado en servicio de su causa. Naturalmente, el gobierno del Brasil es uno de ellos
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 19:11 |
Capítulo VII. El soldado de la paz
I. La paz es una educación - II. Valor fundamental de la cultura - III. La paz y la libertad.
I. La paz es una educación
La paz es una educación como la libertad, las condiciones del hombre de paz son las
mismas que las del hombre de libertad.
La primera de ellas es la mansedumbre, el respeto del hombre al hombre, la
buena
voluntad,
es decir, la voluntad que cede, que transige, que perdona.
No hay paz en la tierra sino para los hombres de buena voluntad.
Es por eso que los pueblos más severamente cristia nos, son los más pacíficos y los más
libres: porque la paz, como la libertad, vive de transacciones.
Disputar su derecho, era el carácter del hombre antiguo; abdicarlo en los altares de la paz
con su semejante, es el sello del hombre nuevo.
No es cristiano, es decir, no es moderno, el hombre que no sabe ceder de su derecho, ser
grande noble, generoso.
No hay dos cristianismos: uno para los individuos, otro para las naciones.
La nación, que no sabe ceder de su derecho en beneficio de otra nación, es incapaz de paz
estable. No pertenece a la civilización moderna, es decir, a la cristiandad, por su moral
práctica.
La ley de la antigua civilización era el
derecho. Desde Jesucristo la civilización moderna
tiene por regla fundamental, lo que es
honesto, lo que es bueno.
Ceder de su derecho internacional en provecho de otra nación, no es disminuirse,
deteriorarse, empobrecerse. La grandeza del vecino, forma parte elemental e inviolable de
la nuestra y la más alta economía política concuerda en este punto del modo má s absoluto
con las nociones de la política cristiana, quiero decir, honesta, buena, grande.
Estas no son ideas místicas. La historia más real las confirma. Grecia y Roma, los países
del
derecho, hicieron de la guerra un sistema político; la Inglaterra, la Holanda, la
América del Norte, países cristianos, son los primeros que han hecho de la paz un sistema
político, una base de gobierno.
II. Valor fundamental de la cultura
Formad el hombre de paz, si queréis ver reinar la paz entre los hombres.
La paz, como la libertad, como la autoridad, como la ley y toda institución humana, vive
en el hombre y no en los textos escritos.
Los textos son a la ley viva, lo que los retratos a las personas; a menudo la imagen de lo
que ha muerto.
La ley escrita es el retrato, la fotografía de la ley verdadera, que no vive en parte alguna
cuando no vive en el hombre, es decir, en las costumbres y hábitos cotidianos del
hombre; pero no vive en las costumbres del hombre lo que no vive en su voluntad, que es
la fuerza impulsiva de los actos humanos.
Es preciso educar las voluntades si se quiere arraigar la paz de las naciones.
La voluntad, doble fenómeno moral y físico, se educa por la moral religiosa o racional, y
por afectos físicos que obran sobre la moral. Y como no hay moral que haya subordinado
la paz a la buena voluntad tanto como la moral cristiana, se puede decir que la voluntad
del hombre de paz es la voluntad del cristiano, es decir, la
buena voluntad. La prueba de
esta verdad nos rodea.
Llamamos bueno, no al hombre meramente justo, sino al hombre honesto, es decir, más
que justo. Todo el cristianismo consiste, como moral, en la sustitución de la honestidad a
la justicia.
La justicia está armada de una espada; el derecho es duro, como el acero; la honestidad
está desarmada, y con eso solo, su poder no reconoce resistencia: es suave y dócil como
el vapor, y por eso es omnipotente como el vapor mismo, que debe todo su poder a su
aptitud de contraerse. No debe ser fuerte lo que no es capaz de comprensión: ley de los
dos mundos físico y moral
XXX.
La
buena voluntad, que es la única predestinada a la paz, es la voluntad que cede, que
perdona, que abdica su derecho, cuando su derecho lastima el bienestar de su prójimo. En
moral como en economía, hacer el bien del prójimo, es hacer el propio bien.
Presentad la otra mejilla al que os dé un bofetón,
es una hermosa e inimitable figura de
expresión que significa una verdad inmortal, a saber: ceded en vez de disputar: la paz
vale todas las riquezas; la bondad vale diez veces la justicia. Cambiar el bien por el bien,
es hazaña de que son capaces los tigres, las víboras, los animales más feroces. Dar flores
al que nos insulta, regar el campo del que nos maldice, es cosa de que sólo es capaz el
hombre, porque sólo él es capaz de imitar a Dios en ese punto.
Todo el hombre moderno, el
hombre de Jesucristo, consiste en que su voluntad tiene por
regla la
bondad en lugar de la justicia. El que no es más que justo, es casi un hombre
malo. Se pueden practicar todas las iniquidades sin sacar el pie de la justicia.
Bondad
es sinónimo de favor, concesión, beneficio, y nada puede dar el hombre generoso
de más caro que su derecho.
La buena voluntad en que descansa la paz de hombre a hombre, es la base de la paz de
Estado a Estado. La voluntad cristiana, es la ley común del hombre y del Estado que
desean vivir en paz.
III. La paz y la libertad
Pero la paz es la fusión de todas las libertades necesarias, como el color blanco, que la
simboliza, es la fusión de los colores prismáticos.
Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra libertad a los hombres de buena voluntad: es
una traducción de la palabra del Evangelio, que se presta a las aseveraciones de la política
más alta y positiva.
La
paz significa el orden; pero el orden no es orden sino cuando la libertad significa
poder.
Regla infalible de política: la voluntad que no está educada para la paz, no es
capaz de libertad, ni de gobierno.
El
poder y la libertad no son dos cosas, sino una misma cosa vista bajo dos aspectos. La
libertad
es el poder del gobernado, y el poder es la libertad del gobernante; es decir, que
en el ciudadano el poder se llama libertad y en el gobierno la libertad se llama facultad o
poder.
Pero el
poder, en cuanto libertad, no se nivela o distribuye de ese modo entre el
gobernante y el gobernado, sino mediante esa
buena voluntad que es el resorte de la paz y
del orden; de esa voluntad buena y mansa que hace al gobernante más que justo, es decir,
honesto, y al gobernado honesto, manso también, es decir, más que justo.
Así, el tipo del hombre libre es el hombre de paz y de orden; y el tipo del hombre de paz
es el hombre de
buena voluntad, es decir el bueno, el manso, el paciente, el noble.
Sólo en los países libres he conocido este tipo del ciudadano manso, paciente y bueno; y
en los Estados Unidos, más todavía que en Inglaterra y en Suiza. En todos los países sin
libertad, he notado que cada hombre es un tirano.
Es lo que no quieren creer los hombres del tipo greco-romano: que el hombre de libertad,
tiene más del carnero que del león, y que no es capaz de libertad sino porque es capaz de
mansedumbre. Amansar al hombre, domar su voluntad animal, por decirlo así, es darle la
aptitud de la libertad y de la paz, es decir del gobierno civilizado, que es el gobierno sin
destrucción y sin guerra.
Los cristianos del día no son guerreros sino porque todavía tienen más de romanos y de
griegos, es decir, de paganos, que de germanos y cristianos.
La misión más bella del cristianismo no ha empezado; es la de ser el código civil de las
naciones, la ley práctica de la conducta de todos los instantes.
¡Quién lo creyera! Después de mil ochocientos sesenta y nueve años el cristianismo es un
mundo de oro, de luz y de esperanza que flota sobre la cabeza de la humanidad: una
especie de platonismo celeste y divino, que no acaba de convertirse en realidad. El siglo
de oro de la moral cristiana no ha pasado; todo el porvenir de la humanidad pertenece a
esa moral divina que hace de la voluntad honesta y buena la única senda para llegar a ser
libre, fuerte, estable y feliz.
La paz está en el hombre, o no está en ninguna parte. Como toda institución humana, la
paz no tiene existencia si no tiene vida, es decir, si no es un hábito del hombre, un modo
de ser del hombre, un rasgo de su complexión moral.
En vano
escribiréis la paz, para el hombre que no está amoldado en ese tipo por la obra
de la educación; su paz escrita, será como su libertad escrita: la burla de su conducta real.
Dejadme ver dos hombres, tomados a la casualidad, discutir un asunto vital para ellos, y
os digo cuál es la constitución de su país.
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