Capítulo I. Derecho histórico de la guerra
I. Origen histórico del derecho de la guerra - II. Naturaleza del crimen de la guerra - III. Sentido sofístico
en que la guerra es un derecho - IV. Fundamento racional del derecho de la guerra - V. La guerra como
justicia penal - VI. Orígenes y causas bárbaras de la guerra en los tiempos actuales - VII. Solución de los
conflictos por el poder.
I. Origen histórico del derecho de la guerra
El crimen de la guerra.
Esta palabra nos sorprende, sólo en fuerza del grande hábito que
tenemos de esta otra, que es la realmente incomprensible y monstruosa:
el derecho de la
guerra,
es decir, el derecho del homicidio, del robo, del incendio, de la devastación en la
más grande escala posible; porque esto es la guerra, y si no es esto, la guerra no es la
guerra.
Estos actos son
crímenes por las leyes de todas las naciones del mundo. La guerra los
sanciona y convierte en actos honestos y legítimos, viniendo a ser en realidad la guerra el
derecho del crimen,
contrasentido espantoso y sacrílego, que es un sarcasmo contra la
civilización.
Esto se explica por la historia. El derecho de gentes que practicamos es
romano de origen
como nuestra raza y nuestra civilización.
El derecho de gentes romano
I , era el derecho del pueblo romano para con el extranjero.
Y como el
extranjero para el romano era sinónimo del bárbaro y del enemigo, todo su
derecho externo era equivalente al
derecho de la guerra.
El acto que era un crimen de un romano para con otro, no lo era de un romano para con el
extranjero.
Era natural que para ellos hubiese dos derechos y dos justicias, porque todos los hombres
no eran hermanos, ni todos iguales. Más tarde ha venido la moral cristiana, pero han
quedado siempre las dos justicias del derecho romano, viviendo a su lado, como rutina
más fuerte que la ley.
Se cree generalmente que no hemos tomado a los romanos sino su
derecho civil:
ciertamente que era lo mejor de su legislación, porque era la ley con que se trataban a sí
mismos: la caridad en la casa.
Pero en lo que tenían de peor, es lo que más les hemos tomado, que es su derecho público
externo e interno: el despotismo y la guerra, o más bien la guerra en sus dos fases.
Les hemos tomado la guerra, es decir, el crimen, como medio legal de discusión, y sobre
todo de engrandecimiento, la guerra, es decir, el crimen como manantial de la riqueza, y
la guerra, es decir, siempre el crimen como medio de gobierno interior. De la guerra es
nacido el gobierno de la espada, el gobierno militar, el gobierno del ejército que es el
gobierno de la fuerza sustituida a la justicia y al derecho como principio de autoridad. No
pudiendo hacer que lo que es justo sea fuerte, se ha hecho que lo que es fuerte sea justo
(Pascal).
Maquiavelo vino en pos del renacimiento de las letras romanas y griegas, y lo que se
llama el
maquiavelismo no es más que el derecho público romano restaurado. No se dirá
que Maquiavelo tuvo otra fuente de doctrina que la historia romana, en cuyo
conocimiento era profundo. El fraude en la política, el dolo en el gobierno, el engaño en
las relaciones de los Estados, no es la invención del republicano de Florencia, que, al
contrario, amaba la libertad y la sirvió bajo los Médicis en los tiempos floridos de la Italia
moderna. Todas las doctrinas malsanas que se atribuyen a la invención de Maquiavelo,
las habían practicado los romanos. Montesquieu nos ha demostrado el secreto ominoso de
su engrandecimiento. Una grandeza nacida del olvido del derecho debió necesariamente
naufragar en el abismo de su cuna, y así aconteció para la educación política del género
humano.
La educación se hace, no hay que dudarlo, pero con lentitud.
Todavía somos romanos en el modo de entender y practicar las máximas del derecho
público o del gobierno de los pueblos.
Para no probarlo sino por un ejemplo estrepitoso y actual, veamos la Prusia de 1866
1.
Ella ha demostrado ser el país del derecho romano por excelencia, no sólo como ciencia y
estudio, sino como práctica. Niebühr y Savigny no podían dejar de producir a Bismarck,
digno de un asiento en el Senado Romano de los tiempos en que Cartago, Egipto y la
Grecia, eran tomados como materiales brutos para la constitución del edificio romano.
El olvido franco y candoroso del derecho, la conquista inconsciente, por decirlo así, el
despojo y la anexión violenta, practicados como medios legales de engrandecimiento, la
necesidad de ser grande y poderoso por vía de lujo, invocada como razón legítima para
apoderarse del débil y comerlo, son simples máximas del derecho de gentes romano
II, que
consideró la guerra como una industria tan legítima como lo es para nosotros el comercio,
la agricultura, el trabajo industrial. No es más que un vestigio de esa política, la que la
Europa sorprendida sin razón admira en el conde de Bismarck.
Así se explica la repulsión instintiva contra el derecho público romano, de los talentos
que se inspiraron en la democracia cristiana y moderna, tales como Tocqueville,
Laboulaye, Acollas, Chevalier, Coquerel, etc.
La democracia no se engaña en su aversión instintiva al cesarismo. Es la antipatía del
derecho a la fuerza como base de autoridad; de la razón al capricho como regla de
gobierno.
La espada de la justicia no es la espada de la guerra. La justicia, lejos de ser beligerante,
es ajena de interés y es neutral en el debate sometido a su fallo. La guerra deja de ser
guerra si no es el duelo de dos litigantes armados que se hacen justicia mutua por la
fuerza de su espada.
La espada de la guerra es la espada de la parte litigante, es decir, parcial y necesariamente
injusta.
II. Naturaleza del crimen de la guerra
El crimen de la guerra
es el de la justicia ejercida de un modo criminal, pues también la
justicia puede servir de instrumento del crimen, y nada lo prueba mejor que la guerra
misma, la cual es un
derecho, como lo demuestra Grocio, pero un derecho que, debiendo
ser ejercido por la parte interesada, erigida en juez de su cuestión, no puede
humanamente dejar de ser parcial en su favor al ejercerlo, y en esa parcialidad,
generalmente enorme, reside el crimen de la guerra.
La guerra es el crimen de los soberanos, es decir, de los encargados de ejercer el derecho
del Estado a juzgar su pleito con otro Estado.
Toda guerra es presumida justa porque todo acto soberano, como acto legal, es decir, del
legislador, es presumido justo. Pero como todo juez deja de ser justo cuando juzga su
propio pleito, la guerra, por ser la justicia de la parte, se presume injusta de derecho.
La guerra considerada como crimen, -el
crimen de la guerra- no puede ser objeto de un
libro, sino de un capítulo del libro que trata del derecho de las Naciones entre sí: es el
capítulo del derecho penal internacional. Pero ese capítulo es dominado por el libro en su
principio y doctrina. Así, hablar del crimen de la guerra, es tocar todo el derecho de
gentes por su base.
El crimen de la guerra reside en las relaciones de la guerra con la moral, con la justicia
absoluta, con la religión aplicada y práctica, porque esto es lo que forma la ley natural o
el derecho natural de las naciones, como de los individuos
III.
Que el crimen sea cometido por uno o por mil, contra uno o contra mil, el crimen en sí
mismo es siempre el crimen.
Para probar que la guerra es un crimen, es decir, una violencia de la justicia en el
exterminio de seres libres y jurídicos, el proceder debe ser el mismo que el derecho penal
emplea diariamente para probar la criminalidad de un hecho y de un hombre.
La estadística no es un medio de probar que la guerra es un crimen. Si lo que es crimen,
tratándose de uno, lo es igualmente tratándose de mil, y el número y la cantidad pueden
servir para la apreciación de las circunstancias del crimen, no para su naturaleza esencial,
que reside toda en sus relaciones con la ley moral.
La moral cristiana, es la moral de la civilización actual por excelencia; o al menos no hay
moral civilizada que no coincida con ella en su incompatibilidad absoluta con la guerra.
El cristianismo como la ley fundamental de la sociedad moderna, es la abolición de la
guerra, o mejor dicho, su condenación como un crimen.
Ante la ley distintiva de la cristiandad, la guerra es evidentemente un crimen. Negar la
posibilidad de su abolición definitiva y absoluta, es poner en duda la practicabilidad de la
ley cristiana.
El R. Padre Jacinto decía en su discurso (del 24 de junio de 1863), que el catecismo de la
religión cristiana es el catecismo de la paz. Era hablar con la modestia de un sacerdote de
Jesucristo.
El Evangelio es el derecho de gentes moderno, es la verdadera ley de las naciones
civilizadas, como es la ley privada de los hombres civilizados.
El día que el Cristo ha dicho:
Presentad la otra mejilla al que os dé una bofetada, la
victoria ha cambiado de naturaleza y de asiento, la gloria humana ha cambiado de
principio.
El cesarismo ha recibido con esa gran palabra su herida de muerte. Las armas que eran
todo su honor, han dejado de ser útiles para la protección del derecho refugiado en la
generosidad sublime y heroica.
La gloria desde entonces no está del lado de las armas, sino vecina de los mártires;
ejemplo: el mismo Cristo, cuya humillación y castigo sufrido sin defensa, es el símbolo
de la grandeza sobrehumana. Todos los Césares se han postrado a los pies del sublime
abofeteado.
Por el arma de su humildad, el cristianismo ha conquistado las dos cosas más grandes de
la tierra: la paz y la libertad.
Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad, era como decir paz a los humildes,
libertad a los mansos, porque la buena voluntad es la que sabe ceder pudiendo resistir.
La razón porque sólo son libres los humildes, es que la humildad, como la libertad, es el
respeto del hombre al hombre; es la libertad del uno, que se inclina respetuosa ante la
libertad de su semejante; es la lib ertad de cada uno erigida en majestad ante la libertad del
otro.
No tiene otro secreto ese amor respetuoso por la paz, que distingue a los pueblos libres.
El hombre libre, por su naturaleza moral, se acerca del cordero más que del león: es
manso y paciente por su naturaleza esencial, y esa mansedumbre es el signo y el resorte
de la libertad, porque es ejercida por el hombre respecto del hombre.
Todo pueblo en que el hombre es violento, es pueblo esclavo.
La violencia, es decir la guerra, está en cada hombre, como la libertad, vive en cada
viviente, donde ella vive en realidad.
La paz, no vive en los tratados ni en las leyes internacionales escritas; existe en la
constitución moral de cada hombre; en el modo de ser que su voluntad ha recibido de la
ley moral según la cual ha sido educado. El cristiano, es el hombre de paz, o no es
cristiano.
Que la humildad cristiana es el alma de la sociedad civilizada moderna, a cada instante se
nos escapa una prueba involuntaria. Ante un agravio contestado por un acto de
generosidad, todos maquinalmente exclamamos:
-¡qué noble! ¡qué grande! -Ante un acto
de venganza, decimos al contrario:
-¡qué cobarde! ¡qué bajo! ¡qué estrecho! -Si la gloria
y el honor son del grande y del noble, no del cobarde, la gloria es del que sabe ve ncer su
instinto de destruir, no del que cede miserablemente a ese instinto animal. El grande, el
magnánimo es el que sabe perdonar las grandes y magnas ofensas. Cuanto más grande es
la ofensa perdonada, más grande es la nobleza del que perdona.
Por lo demás, conviene no olvidar que no siempre la guerra es crimen: también es la
justicia cuando es el castigo del crimen de la guerra criminal. En la criminalidad
internacional sucede lo que en la civil o doméstica: el homicidio es crimen cuando lo
comete el asesino, y es justicia cuando lo hace ejecutar el juez.
Lo triste es que la guerra puede ser abolida como justicia, es decir, como la pena de
muerte de las naciones; pero abolirla como crimen, es como abolir el crimen mismo, que,
lejos de ser obra de la ley, es la violación de la ley. En esta virtud, las guerras serán
progresivamente más raras por la misma causa que disminuye el número de crímenes: la
civilización moral Y material, es decir, la mejora del hombre.