SÃO PAULO – El Brasil ha cambiado espectacularmente en los quince últimos años. Ha dado a su economía la orientación adecuada, ha reducido la pobreza, la disminuido la desigualdad y ha consolidado su democracia. Los fantasmas del pasado –autoritarismo, persecución política y censura– han quedado atrás, después de que la democracia brasileña pasara con éxito por pruebas importantes como un proceso por desafuero a un presidente y el ascenso a la presidencia de un antiguo dirigente sindical.
El Brasil ha pasado ahora por otra prueba: la de tener a una mujer en la cima del poder ejecutivo. Los imperativos que afronta la presidenta electa, Dilma Rousseff, son enormes, pero también lo son sus ventajas. Se han puesto las bases para un desarrollo económico rápido y no hay nada que indique la posibilidad de un cambio importante en las metas de inflación, en la autonomía del banco central o en el tipo de cambio flotante.
Roussef debe su victoria al presidente saliente, Inácio Lula da Silva, y al éxito de su administración.
Sabe que los avances del Brasil durante el mandato de Lula estuvieron respaldados por un crecimiento económico estable, transferencias sociales superiores a las familias pobres, como, por ejemplo, Bolsa Familia, y a la democracia.
Cambio necesario. Pero ¿seguirá dando resultado la misma fórmula para el Brasil en el futuro? Hay señales que avisan de que se debe hacer más, porque la estabilidad económica no produce dinamismo automáticamente. Tampoco la democracia es sinónima de instituciones fuertes y la protección social no puede substituir a un mercado laboral eficiente.
Para que el Brasil compita en el mercado internacional, resulta esencial una mayor inversión y la economía del país necesita una sacudida en materia de innovación. La productividad es escasa y la incorporación de la nueva tecnología sigue limitada a un grupo minoritario de empresas. Sin una transformación estructural, el Brasil no podrá mantener su crecimiento durante mucho tiempo.
Naturalmente, la intervención estatal en la economía corre el riesgo de asfixiar el dinamismo de las empresas y las iniciativas privadas del Brasil. Por otra parte, si el Estado no hace nada, la estructura económica podría permanecer inalterada, lo que dejaría al Brasil dependiente de las materias primas.
No hay una solución fácil para ese problema. Por eso, el imperativo principal para la nueva Presidenta seguirá siendo el esfuerzo de Lula para construir una nueva relación entre los sectores público y privado: un modelo que pueda combinar la transparencia y las medidas prácticas y que no caiga en el estatismo centralizador ni ceda ante los mercados.
La forma como Rousseff dirija ese esfuerzo será la demostración más clara de sus capacidad de mando. Los ocho años de Lula en el cargo mostraron a los países en desarrollo de todo el mundo que el Estado no puede hacerlo todo, sin por ello dejar de revelar con la misma claridad, incluso a los más ortodoxos, que los intereses de los mercados no siempre coinciden con los del país.
La gran presencia del Estado durante el mandato de Lula ayudó al Brasil a encontrar de nuevo su rumbo. El imperativo de los quince próximos años será el de consolidar los avances logrados, seguir reduciendo la desigualdad social y erradicar la pobreza extrema. Para lograrlo, hay que conseguir un nuevo apoyo a las reformas tributaria, laboral y política que en tiempos formaron parte del programa de Lula.
Más innovación y dinamismo. El Brasil ha avanzado mucho, pero, para competir con China, la India, Corea del Sur, Rusia y otros países en ascenso, el predominio de los productos con poco valor añadido debe dar paso al ascenso de una economía basada en empresas más innovadoras y dinámicas. De lo contrario, el país no logrará brillar demasiado, al mantenerse en la periferia del mercado mundial.
Entretanto, los segmentos de la población del Brasil que acaban de entrar en el mercado, si bien se muestran entusiastas con sus mejoras sociales, necesitan un apoyo duradero para consolidar los logros obtenidos en su nivel de vida. De hecho, una gran parte de la población subiste con empleos de poca productividad. Sus avances dependen, por tanto, de la mejora real de la calidad de un sistema educativo concebido para el Brasil del pasado.
Así, pues, junto a los tres pilares del éxito de Lula –crecimiento económico, redistribución de la riqueza y democracia– hacen falta dos más: la educación y la innovación, para consolidar el crecimiento económico del Brasil y lograr instituciones de mayor calidad.
Las política brasileña no siempre ha sido admirable, pero hoy está claro que el Brasil ha madurado más rápidamente que su minoría selecta.
Esperemos que Rousseff siga reduciendo ese desfase y pueda dar a los brasileños el país que merecen.