Mercedes y Audis, todos negros y con las lunas tintadas, se cruzan por unos amplios bulevares cuyos setos han sido cortados al milímetro. Con idéntica simetría se distribuye un centenar de casas unifamiliares de tres plantas, cuyo color rojo contrasta con las humeantes chimeneas que se perfilan en el horizonte. Y, junto a un parque con pagodas, se termina de construir uno de los rascacielos más altos del mundo.
Huaxi, un pueblo a 120 kilómetros de Shanghái en la provincia de Jiangsu, se enorgullece de ser el más rico de China porque sus habitantes tienen unos ingresos anuales de 80.000 yuanes (9.348 euros), siete veces la renta media nacional. Dicho mérito se debe a Wu Renbao, el secretario del Partido Comunista que en 1968, y desoyendo las proclamas maoístas de la Revolución Cultural, montó en secreto una fábrica de aperos de labranza con el dinero que reunieron los 800 campesinos que vivían entonces en el pueblo. Desafiando a las autoridades, la fábrica fue un éxito empresarial que mejoró las condiciones de vida del pueblo.
Capitalismo en los 70
Tras la muerte de Mao Zedong, cuando Deng Xiaoping inició la política de apertura y reforma a finales de los 70, en Huaxi ya sabían de qué estaba hablando: del capitalismo. En 1992, después de que el «Pequeño Timonel» proclamara que «enriquecerse es glorioso», Wu Renbao le pidió al Gobierno un millón de yuanes (116.942 euros) para comprar hierro, acero y aluminio. En los meses posteriores, los precios se dispararon por el «boom» de la construcción y Huaxi multiplicó sus beneficios.
Gracias a tal operación y la experiencia acumulada, Wu Renbao fundó en 1994 el Grupo Huaxi, un conglomerado industrial con 30.000 empleados que factura cada año más de 50.000 millones de yuanes (5.847 millones de euros) y tiene negocios tan diversos como la siderurgia, la confección, el turismo o la fibra química.
Pero la empresa sigue funcionando como una comuna socialista que divide sus beneficios en forma de viviendas, coches, arroz, aceite y prestaciones sociales a los vecinos originales que montaron la primera fábrica de Wu Renbao, quienes deben reinvertir un 80 por ciento de sus ganancias en la compañía. A orillas de un lago artificial, éstos viven en una urbanización con 400 chalés de 500 metros cuadrados que parece sacada de una lujosa zona residencial a las afueras de cualquier ciudad europea.
La propaganda oficial asegura que la educación y la sanidad son gratuitas para los 60.000 habitantes de Huaxi, que ha engordado su población original de 1.500 personas (400 familias) al absorber 20 pueblos de alrededor. Pero lo cierto es que 25.000 son trabajadores que vienen de otros lugares y no disfrutan de las mismas condiciones de vida que los altos cargos de la empresa, gerifaltes a su vez del Partido Comunista.
Estos residen en impolutas y señoriales mansiones enseñadas por la propaganda, que siempre muestra una misma casa-museo donde un piano Bellini, una televisión Hitachi de 52 pulgadas, la cocina y unas botellas de güisqui del mueble bar, están limpios y ordenados. «Antes vivíamos en una humilde casa de campo, pero nuestra vida cambió cuando mi hijo empezó a escribir discursos para el secretario del Partido», explica Ge Xiufang. A su lado, un portavoz del Gobierno pontifica que «Huaxi está en el extremo del socialismo y el principio del comunismo porque se aprovecha de la economía de mercado para repartir los beneficios entre el pueblo».
Sin embargo, los obreros de las fábricas ocupan destartalados barracones mientras dos millones de turistas visitan cada año el pueblo, «parque temático» del desarrollo del país. Huaxi es una metáfora de esta China dividida entre la élite política negociante y millones de «currantes» que trabajan por sueldos de miseria usados como combustible humano.