Las personas que tienen creencias religiosas suelen decir que quienes (al morir) se van de “esta vida”, pasan así a la “otra vida”, los buenos al cielo y los malos al infierno. A lo que se suele añadir una precisión: en el cielo sólo pueden entrar los que llegan allí enteramente purificados y para eso está el purgatorio.
La creencia en la otra vida resulta comprensible si tenemos en cuenta las muchas limitaciones que tiene esta vida. Siempre ha existido gente (mucha gente) que anhela la felicidad sin límites. Como hay gente que, habida cuenta de tantas injusticias como hay en este mundo, esperan que Dios castigue a los malos y canallas en el otro mundo. Parece lógico, por tanto, que haya gente que alimenta creencias en premios y castigos más allá de la muerte.
Así las cosas, lo primero que conviene tener en cuenta, al hablar de este oscuro y complicado asunto, es que las creencias relativas a la otra vida tienen lógicamente consecuencias (para bien o para mal) en esta vida. Lo más seguro es que, por ejemplo, cuando el franciscano Maximiliano Kolbe se dejó matar para salvar a un compañero, en un campo de concentración de la última guerra mundial, tomó aquella decisión ejemplar motivado por el amor cristiano y por la esperanza en la felicidad de la vida futura.
Como también se puede dar por seguro que los pilotos camicaces, que se mataron matando a miles de personas en la Torres Gemelas de Nueva York, cometieron semejante atrocidad por motivaciones políticas reforzadas, en última instancia, por el deseo de llegar al paraíso celestial. No cabe duda que la esperanza en la otra vida puede ser un estímulo para el bien o una amenaza para el mal.
Por eso no es de extrañar que los predicadores de la “otra vida” hayan utilizado tantas veces el argumento del cielo y del infierno para motivar a los fieles, unas veces, para lograr objetivos ejemplares; y en otros casos para someter a los crédulos, para asustar a personas de buena voluntad o a gentes ingenuas, sin reparar en que, a base de sermones truculentos, han abrumado a no pocas psicologías débiles, han llevado a mucha gente a los confesionarios y hasta se ha negociado la otra vida mediante indulgencias que han dejado pingües beneficios, limosnas, herencias y otras ventajas de mayor o menor cuantía.
¿Qué hay después de la muerte? Como es lógico, todo lo que trasciende esta vida pertenece al ámbito de lo trascendente. Y lo trascendente es, por definición, lo que no está a nuestro alcance, o sea lo que no conocemos ni podemos conocer. Por tanto, ponerse a decir, determinar, precisar y explicar lo que ocurre después de la muerte es un alarde que entraña tanto atrevimiento como ingenuidad, ya que eso es lo mismo que hablar de lo que no sabemos, ni podemos saber.
Pero, ¿no está todo eso dicho en la Biblia y en los libros sagrados? ¿no está definido por los papas y los concilios de la Iglesia? Seamos lógicos, sinceros y honestos. Todos los libros sagrados, incluida la Biblia, todo lo que han dicho los papas y los concilios, todo eso está dicho “desde la inmanencia” y, por tanto, es “inmanente”. Es decir, todo eso no puede alcanzar aquellas realidades que, por definición, nos trascienden. En otras palabras, aquellas realidades que no están a nuestro alcance. Y si lo están, es que no se nos habla de “lo trascendente”, sino de “lo inmanente”, disfrazado de falsa “divinidad”.
La fe no es un saber basado en argumentos demostrables por la evidencia. La fe es una “convicción libre”. En el caso de la fe cristiana, esa convicción lleva en sí la esperanza en que la muerte no tiene la última palabra. Es la convicción de la pervivencia en una plenitud de vida, sin que podamos precisar más en que pueda consistir esa plenitud. Y en cuanto al infierno, si efectivamente Dios es justo, hará justicia, sin que podamos saber cómo se hará esa justicia.
Pero hablar del infierno, como se suele hacer en los catecismos y sermones al uso, con todo el respeto del mundo, yo no creo que eso pueda ser verdad. Por una razón que, para mí al menos, es incontestable. El infierno, por definición, es un castigo eterno. Ahora bien, un castigo (sea el que sea) tiene razón de ser como “medio” para algo (corregir, mejorar, educar, defender a los inocentes…), pero nunca puede tener razón de ser como “finalidad” en sí mismo. Un castigo, así pensado y realizado, no puede tener su origen en la bondad, sino en la maldad. O sea, un castigo así, no puede haber sido pensado por Dios, ni puede ser mantenido por Dios.
Un presunto castigo “divino”, que al mismo tiempo se concibe como “eterno”, es una contradicción en sí mismo. Porque lo “divino”, que no se puede entender sino como bondad y fuente de bien, no puede ser causa y origen de un mal, que no tiene más finalidad en sí que hacer sufrir, o sea causar mal, daño y maldad. Porque si es “eterno”, no es “medio” para ninguna otra cosa, sino algo cuya única finalidad es el sufrimiento sin fin. Hacer a Dios causante y responsable de eso es la agresión más brutal a “lo divino” que la mente humana ha podido inventar.
En religión, se puede hablar de premios y castigos utilizando un lenguaje metafórico que pueda motivar a la gente para hacer el bien y evitar el mal. Tal es el sentido de los textos de los evangelios que hablan del “fuego” eterno, del “rechinar de dientes”, del “gusano de la conciencia” o de otras expresiones parecidas. Todo lo que sea pasar de eso y convertir las metáforas en lenguaje descriptivo de una realidad que está “arriba” o “abajo”, en lo alto de los cielos o en las profundidades del abismo, todo eso no puede ser sino un lenguaje imaginativo del que no nos cabe certeza alguna.
La finalidad de las religiones ha de centrarse en hacernos buenas personas, en que seamos respetuosos y honrados, honestos y sinceros, responsables y gente de buen corazón. Y quienes, además de todo eso, tengan una fe que les lleve a mantener viva la esperanza que trasciende el presente, si eso les motiva para ser aún más buena gente, entonces se podrá decir que la religión es cabal. Y es lo que tiene que ser. Con toda sinceridad confieso que lo que acabo de explicar forma parte del eje mismo de mis creencias religiosas.