El pacto social en la Isla, ese que sustrajo a la sociedad sus derechos políticos y civiles, a cambio de una efectiva movilidad social en un escenario protegido y seguro, se ha desmoronado
Quienes conducían por las calles de La Habana en la época soviética recordarán dos cosas: la gran cantidad de señalizaciones que nunca permitía interpretaciones libres y un código de tránsito en el que todo lo que no estaba expresamente autorizado estaba prohibido. Era como el sistema político, que siempre se refleja muy claramente en dos códigos legales: de forma anecdótica en el código de tránsito y de manera dramática en el penal.
Y es así porque en el sistema cubano, un régimen autoritario con aspiraciones fundacionales, siempre el Estado ha sido el dueño de los derechos que la gente común (y no tan común) podía usar solamente por delegación expresa. Una diferencia crucial con el sistema político liberal —un aporte universal de la burguesía revolucionaria— en el que existe una serie de derechos inalienables e innatos que el individuo detenta en contraposición a otros poderes superiores que conspiran contra las libertades individuales, incluyendo al Estado. Por tanto, volviendo a las calles de La Habana, un chofer cubano sólo podía doblar en U cuando una señal de autorización le decía que era permitido hacerlo. A diferencia del chofer dominicano, que lo puede hacer siempre que una señal no le diga que está prohibido.
Y esta vocación totalitaria se refleja en la ampliación del trabajo por cuenta propia anunciada por el Gobierno cubano. Como en el tránsito, en lugar de definir cuáles son las áreas que el Estado considera excluidas de la iniciativa privada nacional, lo que hace es definir cuáles son las actividades autorizadas. Y de ahí sale ese ridículo listado, más propio de una novela de Charles Dickens que de una realidad del siglo XXI, donde se consagran oficios como amaestrador de perros, figurantes, reparador de fosforeras y de paraguas, forrador de botones y gestor de pasajeros. Es decir que ese Estado que se proclama detentador de una estrategia de desarrollo a largo plazo que nadie conoce, y “actualizador” de un modelo que se conoce más (pero por sus estragos) emplea su tiempo en encasillar a la pobre gente que debe buscar la manera de hacer algo que las personas necesiten y por la que estén dispuestas a pagar. No para acumular y hacerse ricas ―lo cual casi nunca sucede―, sino simplemente para escapar a la miseria generalizada. En otras palabras, que si el reparador de encendedores quiere amaestrar un perro y cobra por ello, queda en el limbo de lo ilegal. Es francamente triste.
Me imagino que el mundo así ordenado debe ser el vergel de los ensueños para los celosos burócratas del desvencijado Partido Comunista. Pero ni es serio, ni es realista. Entendamos las cosas claras. Si el Gobierno cubano quiere “actualizar” el modelo tirando medio millón de gente a un mercado laboral que en verdad no existe y debe crearse de emergencia, no tiene otra alternativa que dejar a un lado sus mezquinos escrúpulos respecto a la autonomía social. Debe estar dispuesto a pagar el precio político inevitable del ajuste económico. Y debe, finalmente, abandonar la práctica tan fidelista de pisotear cualquier compromiso público que entorpeciera los intereses propios.
Esto último fue lo que pasó en 1993, cuando se legalizó el trabajo por cuenta propia (TCP) como una táctica para sobrevivir al cierre masivo de centros de trabajo. Y realmente funcionó en varios sentidos. No sólo hizo la vida más pasable a los consumidores, sino que creó el 70% de los puestos de trabajo generados en el período. Pero cuando la economía empezó a levantar trabajosamente y empezaron a llegar las dádivas de Chávez (nada más orgánico a esta élite que recibir dádivas de alguien) el TCP comenzó a ser perseguido y anatematizado. Aún recuerdo una entrevista que tuve con un vicepresidente de un próspero municipio de la fenecida provincia La Habana, durante la última investigación sociológica que hice en Cuba, allá por 1998. Le pedí que me dijera cuál consideraba el principal logro de su gestión. El individuo, un mulato bonachón, de sonrisa ancha y pocos dientes, fue muy directo en su respuesta:
—Cuando comencé, me dijo, había cinco restaurantes privados. Hoy sólo queda uno.
Hoy hasta el mulato de los pocos dientes debe entender que estamos llegando al final de algo y que no hay marcha atrás, ni siquiera si apareciera ese milagro petrolero por el que tanto esperaron de 2000 para acá. El timing está agotado y tanto los despidos como el cuentapropismo emergente no son otra cosa que la primera avanzada de un cambio en la manera como se relaciona la sociedad con el Estado y con la política en general. Se trata del desmoronamiento del pacto social postrevolucionario, el que sustrajo a la sociedad sus derechos políticos y civiles a cambio de una efectiva movilidad social en un escenario protegido y seguro.
Qué viene después es otra pregunta a la que no tengo respuesta. Probablemente tampoco la tienen las personas que comienzan a inquietarse y a pensar el futuro. Pero ya pensar es algo importante. Sobre todo porque en verdad las señales del tránsito de las calles de La Habana se han ido cayendo desde los 90, y no las han repuesto. La gente tiene que interpretar cuando conduce, evitar chocar por sí mismas, y cuando chocan, echar la pelea como lo hacen los choferes en todo el mundo. Y finalmente, con mayor frecuencia los choferes doblan en U sin que sean expresamente autorizados.