Fidel Castro es el dirigente político en el poder por más tiempo en todo el mundo. Me acuerdo de un cargador de maletas en el aeropuerto de La Habana que, en los ’80, insistía en probarme que Fidel era el mayor líder de toda la historia. Citaba a Lenin, a Stalin, a Roosevelt, a Mitterrand, a varios otros que conocía y había estudiado. A todos le ganaba Fidel por su profundo contacto con su pueblo, por la dimensión que representaba que una pequeña isla como Cuba desafiara al mayor poder en el mundo. Jamás se le ocurrió a él, como a la mayoría de la población cubana, posiblemente la más politizada del mundo, ver en Fidel una expresión de violencia, de imposición, de dictadura. Pero en gran parte de Occidente, se ve en la prensa diaria una imagen por completo diferente de Fidel. Siempre amenazador, delirante, dispuesto a defender las causas contrarias a Estados Unidos, a mantenerse en el poder sin límites. Cuantas cosas terribles se le atribuyen, y si tú dices algo en contra te achacan tantos adjetivos y descalificaciones que pareces un extraterrestre. Te cortan el micrófono, suspenden tu entrevista en la televisión, sacan las columnas de los diarios y así sucesivamente.
He acompañado, en detalles, la revolución cubana desde mi juventud. He leído sus discursos desde Sierra Maestra. He estudiado todas sus declaraciones. He convivido con personas que fueron a ver la revolución cubana desde su cuna. Hasta que, mucho más tarde, por razones varias, lo vine a conocer personalmente en el Chile de la Unidad Popular. Desde entonces fueron muchas las oportunidades en que lo traté más directamente. No sé si puedo decir que soy su amigo, porque hemos estado siempre en conversaciones políticas aun en ambientes restringidos. Pero tengo un sentimiento de tener en él un compañero de luchas, un compañero atento y siempre muy educado, sensible, preocupado con sus compañeros y amigos, con las personas en general y con la humanidad como un todo.
Si Fidel tiene algo que ver con un dictador, que buenos serían los dictadores. He conocido a muchos políticos de varias orientaciones, fuera y en el poder. Ninguno tiene o tuvo la profundidad intelectual y la dimensión humana de Castro. Ninguno logra mantener el estudio sistemático de un problema por horas y horas en todos sus detalles y en todos sus aspectos. Ninguno es capaz de mantenerse en una reunión académica por algunas horas, mucho menos por varios días en varias horas diarias (de las 9 de la mañana a la medianoche como lo he visto mantenerse varias veces). Y si es verdad que cuando toma la palabra es muy difícil detenerlo, escucha también, anota, responde exactamente lo que se le pregunta y tantas otras manifestaciones de respeto humano y de consideración al trabajo intelectual. Pero, sobre todo, es el único político a nivel de Jefe de Estado que admite debatir abiertamente con los que divergen de sus puntos de vista.
Ciertamente, ningún dirigente democrático que conocí tiene esa cualidad. En realidad, es el único que la practica ampliamente, con pasión y rigor, con autenticidad. Debo corregir: está surgiendo un nuevo líder con esta calidad. Trátase de Hugo Chávez. A ver si logrará mantenerla por tanto tiempo. Hasta los 80 años como Fidel Castro. Creo que es el primer discípulo con esta característica que explica en gran parte su larga permanencia en el poder.
Me extraña también que Fidel no se dirija a sus subordinados con palabras de bajo calibre y con órdenes impositivas, como ocurre en las democracias a varios niveles. Cuántas veces he escuchado explicaciones de amigos en el poder de que de otra forma no serían respetados. He convivido mucho con subordinados a los cuales les gusta la imposición del superior como forma de escapar de las responsabilidades, como oportunismo y “carrerismo”.
Seguramente hay muchos así en torno a Fidel. Pero él no parece necesitar de la violencia verbal para imponerse. Cuentan amigos que vivieron los períodos iniciales de la revolución cubana muy cerca de él y de los dirigentes revolucionarios, que sus discusiones eran violentísimas y apasionadas. Se lo puede imaginar en el medio de las tormentas revolucionarias donde se toman decisiones radicales sin saber exactamente sus consecuencias. He visto debates violentos entre los sandinistas, hasta sobre temas tan aparentemente distantes de la revolución como el rol de la rima en la poesía. Ver a esos hombres y mujeres armados discutiendo las orientaciones de la poesía con tanta pasión parecía algo surrealista. Pero no había violencia de palabra, el uso de los palabrones, intentos de imposición irracional. Así imagino yo los debates del período inicial de la revolución que no pude compartir.
Me acuerdo de las pasiones que, aun en el Chile tan comedido y “británico”, se producían durante el proceso revolucionario de 1970 a 1973 en los cuales participé intensamente.
Con el tiempo, Fidel fue creciendo entre los revolucionarios y quizás muy pocos se atreverían a contestarlo. Pero cuantas veces él mismo asumió la autocrítica, como en el fracaso de la cosecha de los 10 millones de toneladas de azúcar en 1967. Era magnífico verlo ante más de un millón de cubanos en la plaza pública asumir todas las responsabilidades del fracaso y, en seguida, poner su cargo a disposición de su pueblo. Nunca he visto nada similar en mis 50 y tantos años de experiencia política.
Un sentimiento de debilidad de su poder personal quedó en mi mente cuando en 1985 lo invité a participar en el Congreso Latinoamericano de Sociología que organicé en Brasil. Eran evidentes sus ganas de estar presente. Las controló cuando le propuse la creación de una gran revista de ciencias sociales en la región con el apoyo de Cuba. Le pareció una gran idea y designó dos representantes suyos en una reunión al día siguiente, en la cual asistí espantado a ver al director del Centro de América Latina rehusar la idea con el pretexto que la revista de su instituto cumplía este papel. Nunca hablé con él sobre este asunto pero esta fue una lección muy fuerte sobre los límites de su poder.
Esta misma impresión tuvo un cura que participaba en las gigantescas reuniones sobre la deuda externa que se realizaron en Cuba en la misma época. Este cura, con el sentido de poder burocrático que todo clero tiene, tomó la palabra para decirle que extrañaba cómo él podía dirigir autoritariamente un país como Cuba si hace varios días participaba en reuniones maratónicas de una asamblea permanente que operaba de las 9 de la mañana a la medianoche. “No veo a nadie pasándole mensajes y recibiendo órdenes. Entonces, ¿quién gobierna este país?”, preguntaba espantado.
Me acuerdo que en esta ocasión, en conversaciones bien íntimas Fidel me decía que estaba volcado básicamente para el estudio de los grandes problemas mundiales y nacionales mientras que las tareas de Gobierno estaban en manos del partido, las asambleas populares y las nuevas generaciones. No creo que pudo mantener esta postura por mucho tiempo. En 1989 los rusos tiraban por el suelo aquellos acuerdos que Fidel describiera en las reuniones de la deuda como el nuevo orden económico mundial que Cuba había conseguido establecer con los países socialistas.
Pero en medio de toda esta responsabilidad local e internacional, era impresionante ver a Fidel, algunos meses antes, encerrar su participación en una de estas reuniones de la deuda para asumir la dirección personal de la ayuda de Cuba a México con ocasión del violento terremoto que sufrió el país. Ahí, una vez más, el pueblo cubano ejercía su solidaridad revolucionaria bajo el liderazgo de su dirigente máximo.
Me acordaba de la voz de Allende en el gran terremoto de 1971 en Chile. Voz que nunca había escuchado de otros dirigentes en ocasiones similares. Pero más impresionante aún era escuchar la voz de un dirigente levantarse para apoyar a los ciudadanos de un país hermano.
¿Donde está el dictador? ¿En el comportamiento, en el poder incontestable, en el sectarismo, en la intransigencia, en el oscurantismo intelectual, en la distancia con su pueblo, en el no respeto de las reglas de la más democrática Constitución ya realizada hasta la Constitución venezolana que también fue discutida, como la de Cuba, con toda la población y votada después por el Parlamento? Democracia es poder del pueblo y confieso que no conozco otro país donde este poder es ejercido diariamente por la población como en Cuba. Donde los diputados de la Asamblea Popular se sienten tan responsables por la vida de su pueblo como mi amigo diputado que me invitó a su ciudad al lado de La Habana y se puso blanco de vergüenza porque había un hoyo en las calles, por lo cual se sentía responsable después de las reuniones que habían realizado en el vecindario sin lograr resolver el problema porque, después que lo tapaban, el hoyo volvía a abrirse.
No me vengan a decir que estoy ocultando los problemas de Cuba. Lejos de mí tal cosa. Tengo gran conciencia de ellos y garantizo a los lectores que si alguien está consciente de ellos es Fidel Castro. Nunca lo sentí ocultarlos. Por el contrario, me acuerdo especialmente de la larga conversación con él y el gobernador de Río, Anthony Garotinho, en 2000 sobre el fenómeno de la pobreza en Cuba, tema que él estaba estudiando con un equipo de millares de jóvenes con la pretensión de realizar una intervención definitiva.
Era tal su entusiasmo sobre la movilización de fuerzas en tal dirección que el joven gobernador se veía cansado mientras el viejo revolucionario continuaba preguntando sobre las experiencias de las políticas sociales en Río de Janeiro y contando sus experiencias sobre un fenómeno cuya extensión en Cuba él desconocía hace poco.
Tendría tanto que contar sobre mi compañero Fidel Castro. Quiero hacer este testimonio incompleto pero muy sincero por ocasión de sus 80 años. Más importante aún es hacerlo en el momento de su operación que espero podrá superar bien. Hablo del más grande personaje del siglo XX que tiene mucho que dar al siglo XXI con este gran movimiento que se dibuja en Cuba en este momento bajo el título general de la Batalla de las Ideas. Abrir Cuba hacia el más profundo debate intelectual que un pueblo haya jamás realizado.
Garantizar la educación universitaria para toda la población. Transformar Cuba en el más culto y consciente pueblo del mundo. Acordémonos que Latinoamérica tuvo dos experiencias fantásticas en este sentido: los casos de Costa Rica y Uruguay que alcanzaron índices altísimos de educación, calidad de vida y paz durante los años de Estado de bienestar. Pero ninguno de ellos lo hizo cercado y atacado por el más grande poder económico y militar del mundo. Cuba lo puede hacer porque realizó una revolución profunda y porque tiene un líder excepcional. Estoy de acuerdo con el cargador de maletas del aeropuerto de La Habana. Qué honor desfrutar de su admiración tantas veces manifestada y -si lo merezco- de su amistad.