No debe haber muchas personas en la historia de la humanidad que pueden prever el futuro y sacar provecho de ello. Steve Jobs lo hizo. Ayer murió a los 56 años, víctima de una larga lucha contra un cáncer de páncreas. Fue el inventor de la computadora personal, creador de la mejor empresa de animación digital (Pixar) y nuevamente inventor de la tecnología móvil, pero no sólo eso: con cada uno de esos aparatos fue capaz de crear un negocio detrás, que nadie antes había sabido resolver. Steve Jobs fue el hombre más influyente de la primera década del siglo, fue capaz de entender qué necesitaban las personas de la tecnología, y no sólo inventarlas sino crear detrás espectaculares modelos de ingresos económicos. Es como si Leonardo Da Vinci hubiese entendido cómo sacarles provecho a sus inventos. Como si Galileo Galilei hubiese patentado las estrellas.
Es probable que Jobs incluso sea el responsable de que el polo tecnológico del Silicon Valley sea lo que hoy es. Steve Jobs era el rey y estaba dispuesto a cortar cabezas para permanecer en el trono. Déspota malhumorado. Defensor de sus ideas. Fue creador compulsivo de objetos fetiches, apasionado por el diseño gráfico y la estética pulcra con pretensión de perfecta, pero también un despiadado empresario capaz de usar su fuerza de lobby para dar pelea global contra sus enemigos de ocasión (Microsoft en los ’90, Google en la década ’00) por las patentes de sus inventos, que lejos están de cualquier rasgo de generosidad. Jobs no admitía que se lo desdijera, era cerrado como sus invenciones y peleador como si tuviese una especie de fascinación por lo perfecto. Pero claro, los cuerpos humanos –todavía– no están hechos de ceros y unos. Jobs no era perfecto.
Nació en San Francisco el 24 de febrero de 1955, fruto de la relación entre Joanne Carole Schieble y Abdulfattah Jandali (de origen sirio), dos estudiantes que lo dieron en adopción a otra pareja de origen armenio. Sus padres biológicos iban a tener otra hija, que Jobs conocería con el paso del tiempo. Por su parte, sus padres adoptivos se llamaban Paul y Clara Jobs y allí creció él junto a su hermana Patty. En 1961, su familia se trasladó a Mountain View, una ciudad de Palo Alto que arrancaba como centro tecnológico, donde hoy se encuentran por ejemplo Google, LinkedIn, Mozilla Foundation y los gigantes de Internet. Su primera conexión con el mundo digital fue cuando se unió al club Hewlett Packard Explorer Club. Vio su primera computadora cuando tenía apenas 12 años, y desde entonces no pudo sacársela de la cabeza. Tuvo ayuda de William Hewlett para comenzar a armar su primera computadora, y al cabo de un tiempo fue contratado por Hewlett Packard, donde conoció a su futuro socio Steve Wozniak, para hacer una pasantía. Durante sus estudios, no la pasó bien: no pudo seguir por motivos económicos. Jobs viajó, se fue a la India y cuando volvió consiguió trabajo en Atari, donde supo que Wozniak estaba tratando de construir una computadora personal.
Allí fue donde, por primera vez, Jobs vio el futuro y supo aprovecharlo: convenció a Wozniak de crear la computadora personal, idea que fue desechada por Hewlett Packard. La primera versión del Apple I vendió 200 ejemplares: mezcla de mercader de feria, obsesionado por la imagen y la idea de futuro, rápidamente su compañía llegó a tener cuatro mil empleados y en 1982 fue considerado el rico más joven del planeta. Luego vendría una etapa oscura en la vida de Jobs y de la empresa que había creado en un garaje, lanzando así el imaginario de la industria tecnológica que sigue hasta la actualidad: los garajes no eran sólo para ensayar con bandas de rock, sino también para hacer historia y hacerse multimillonarios. California era el lugar perfecto para construir sus sueños. Abandonó su empresa en 1985 luego de pelearse con el directorio y creó al poco tiempo Pixar, después de comprar una compañía de animación. En 1995, bajo el mando de Jobs se estrenó la película que revolucionaría la historia de la animación digital: Toy Story fue el éxito más grande de aquel año y el primer Oscar que ganó junto a sus socios de Walt Disney. Hasta el fin de sus días, Jobs mantuvo una parte accionaria individual muy importante dentro de Pixar.
No hay muchas empresas en el mundo tan vinculadas a un hombre como es el caso de Steve Jobs. En los últimos tiempos, había intentado sortear la muerte amparado en el poder de la medicina, tuvo una operación por su cáncer de páncreas y un trasplante de hígado en 2009. Cuando en agosto de este año se anunció que dejaba su lugar como CEO de Apple, todos preveían un final cercano: es que Jobs jamás quiso dejar su lugar al frente de la compañía. Aferrado a la perfección de sus objetos no pudo con la debilidad de las células vivas.
Pero lo más fascinante de Apple ocurrió recién desde los comienzos de este siglo: con la creación del iPod redefinió la música, comprendiendo que había detrás un modelo de negocio posible para la cultura digital. Fue el primer atisbo del impacto de la tecnología móvil conectada que se vendría después. ¿Cómo hacía Jobs para comprender cuál era el futuro? Una obsesión por la forma, por el negocio y por el funcionamiento, y la increíble capacidad para generar adictos, que esperaban en la puerta de los Apple Store la salida de los nuevos productos, mientras tenían las viejas versiones en la mano. Apple es, para sus consumidores, una especie de droga. La satisfacción del deseo consumado, en las puertas de San Francisco, controlando toda la cadena de valor desde el software, al hardware pasando por la comercialización y todos los negocios asociados. Cuando Steve Jobs lanzó el iPhone en 2007, nadie podía suponer lo que él ya sabía: una horda de adictos inundó los negocios de Apple y comenzó una revolución digital que dura hasta estos días. Detrás vendrían todos los demás: Nokia, los Android, BlackBerry, siempre detrás en una carrera contra el tiempo. Pegar primero, después vendría el malón. De cualquier modo, Android –el sistema operativo para teléfonos móviles desarrollado por Google– arrancó detrás y en pocos años logró dominar el mercado, debido a su modelo descentralizado de negocio: mientras Apple apostaba a su propio aparato, Google abrió el juego y el resto de los fabricantes de celulares se subieron al fenómeno.
Pero mientras todos pensaban cómo sacarle mercado a la telefonía móvil inteligente, Jobs había ido un paso más adelante. El iPad “creado” en 2010 vino a resolver otro gran problema de los modelos de negocios, y a la vez generar una grandísima dependencia. El iPad fue pensado como una plataforma de lectura, interactiva, versátil, que permitía recuperar una de las industrias más afectada por la digitalización de las sociedades: la cultura del libro y la cultura de los diarios. Más allá de la revolución que ya había empezado con los juegos en el iPhone, el iPad parecía ser la salvación para los medios gráficos: a un costo increíble, Apple pretende quedarse con el 30 por ciento de la facturación de todos los diarios, revistas y libros que se vendan a través de ese soporte.
Apple tiene una serie de guerras abiertas, con enemigos poderosos por todos los costados y una cartera de patentes que pretende detener la comercialización de productos “parecidos” alrededor del mundo. Jobs deja la empresa con más liquidez de la historia de la economía estadounidense, con 76 mil millones de dólares en efectivo, con la ambición de crear un edificio con forma de nave espacial, con la salida inminente de grandes novedades vinculadas a la nube digital. La nube es un concepto algo difuso que pretende llevar todos los usos posibles de Internet a grandes servidores que administrarán los datos ofreciendo “seguridad” y “confiabilidad”. Y si bien Apple trabaja fuertemente desde hace años ese concepto, primero con iTunes, el App Store y otros servicios similares, mientras se conoce el cimbronazo más grande de la cultura digital en el mundo, es inminente la salida del servicio más novedoso de los últimos tiempos: el iCloud, una nube digital... desde la cual Jobs administrará finalmente los recursos de su empresa.
SALUDOS REVOLUCIONARIOS
(Gran Papiyo)