Fiesta en Trípoli, terror en La Habana
La imagen del dictador Gadafi muerto da la vuelta al mundo.
Manuel Zayas| Barcelona
La imagen del dictador libio Muamar al Gadafi muerto da la vuelta al mundo: rostro ensangrentado, con boca abierta de su último grito, y una mirada que debió perderse en los mismos ojos de quienes le dispararon.
Termina así una dictadura de 42 años, en la que toda disidencia fue severamente castigada. No podía esperarse que la muerte del Líder Supremo fuera distinta, no violenta.
Soberbio y arrogante, Gadafi fue responsable hasta de su desaparición. Con las protestas todavía en ciernes, en vez de sentarse a negociar con los rebeldes, el líder de la Jamahiriya los llamó "ratas" e instruyó a brigadas de sus seguidores para exterminar a cada oponente, casa por casa. Llegó incluso a amenazar con bombardeos a los países de la cuenca mediterránea que apoyaran una invasión a Libia. (Todo eso ocurrió antes de que la OTAN entrara en el conflicto.)
Las televisiones muestran la alegría en las calles de Trípoli. Los ciudadanos libios festejan la muerte del dictador, la caída del régimen de un líder excéntrico y asesino. En La Habana, esas mismas imágenes causan terror y desasosiego: el sátrapa mayor debe reconocerse en la viva estampa de su amigo inclaudicable, ladrón y verdugo.
Aunque no lo mencione siquiera en ninguna de sus reflexiones, debe recordarse que Fidel Castro recibió el estrafalario Premio Gadafi de Derechos Humanos, con el que el dictador libio agasajó (y compró) a sus más fieles amigos, que nunca le fueron críticos.
El sátrapa cubano ha sabido mantenerse fiel e inclaudible, aun conociendo todos los crímenes de su "rebelde" amigo.
Gadafi ha muerto.
Hay que ver la alegría de la gente cuando caen los falsos líderes.
Para ellos no habrá estatuas.
Hay fiesta en Trípoli. En la mente de los gobernantes cubanos, solo hay terror. Y no puede haber menos.