No te pierdas buscando el Paraíso. Y no maldigas al país sin limpiarte los dientes. |
Por Orlando Barone Docencia * A favor * Este país * Sabiduría * A mí me gusta acá |
El otro día, una ex empleada de casa me pidió que la ayudara en Instrucción Cívica. Es ya una mujer de cuarenta años que ha recomenzado el secundario. Volvió a la semana para agradecerme: se había sacado diez. La profesora le preguntó a quién había entrevistado para saber tanto. Mi espontánea discípula le dio mi nombre. “Ah -le dijo- es bastante kirchnerista; leí notas suyas y lo escucho a veces por radio”. Mi alumna atinó a decirle: “No sé qué es, pero es muy democrático. Trabajé en su casa más de quince años y cuidé a su madre”. La profesora debería haberle puesto otro diez por la respuesta. Últimamente, en algunos lugares de pelo entero o medio pelo, un periodista o intelectual que no es antigobierno, no puede ser otra cosa que oficialista. Quien no putea a Guillermo Moreno, quien no maltrata a Hugo Moyano, quien no difunde un chisme sobre la Presidenta y su predecesor, el marido, seguro que es peronista, y peronista de los malos. Que es como cargar con el peso de apoyar a una fuerza de ocupación enemiga o a un poder ilegítimo y totalitario. Les resulta imposible que alguien presuntamente blanco, occidental y cristiano no sienta un rechazo carnal, espiritual, social e ideológico hacia el kirchnerismo. Cuando me pasa esto y me preguntan con recelo republicano por qué estoy con este Gobierno, en vez de aclararles que la aseveración corre por cuenta de ellos, les devuelvo otra pregunta: ¿Por qué no debería estarlo? Y por más que espere argumentos para empezar a discutirlos o a refutarlos, sólo encuentro respuestas opositoras. Aun si les dijera, casi con inocencia política, que estoy a favor sólo porque aprecio la política de derechos humanos, me contestan: “Sí, porque así disimulan que no les importó en el pasado”. Los negadores se plantean este oxímoron: “Hasta cuando dice la verdad el Gobierno miente”. Bueno, también: “La oposición, a la verdad, la desmiente. Y si desmiente la verdad, miente”.
Los que más mienten son los que con total desparpajo responden a preguntas acerca de qué va a pasar en el mundo ahora. “Dígame, doctor o licenciado -les pregunta el entrevistador mediático-. ¿Qué diagnóstico tiene para la crisis?” Y los ignorantes, en lugar de decir como Sócrates, sólo sé que no sé nada, o “Qué sé yo: si no supe cuándo venía, menos voy a saber cuándo se va”, se ponen a melonear recetas y planes y a conjeturar consecuencias y soluciones en abstracto, y como si supieran. La economía, la política, el fútbol (también el tenis), la inseguridad y la teología dan para todo. La inseguridad es el reservorio de boludos retóricos que nunca le robaron plata a la madre del monedero y nunca se hicieron la rabona, y creen que saben cómo parar la delincuencia. Aconsejan la manera de combatir a los malvados desde detrás de la puerta blindada. Es como si los monjes penitentes puramente castos, que no vieron una mujer desnuda ni en estampitas y nunca salieron del convento de piedra, quisieran solucionar el problema de la prostitución.
Cómo cuesta decir que no se sabe. Una vez que le pregunté a Borges acerca de Cien años de soledad, de García Márquez, me dijo: “No lo conozco. No sé de astronomía, no sé de botánica...”. Confesar la ignorancia así es un acto de sabiduría. Además de deslizar ahí la ironía: ya que si hay una literatura donde sobran estrellas y bosques es en ese libro del colombiano. Si esta sinceridad se aplicara con frecuencia, habría muchos más puestos vacantes en el mundo que los que hay ahora.
Cualquiera sabe que en cualquier sobremesa, en un taxi o en una cola siempre hay un charlista que se propone resolver los problemas del país y del mundo. Es fácil reconocerlos porque enseguida tienen en la boca esta frase: “En este país, lo que hay que hacer...”. Atrevidos. Lo que hay que hacer es ponerte un esparadrapo en la boca. Y lo que habría que hacer es cobrar un impuesto por palabra malgastada. Un agente impositivo pasaría por las sobremesas de los asados y ahí recogería el grabador de debajo del caballete, y tendría la recaudación asegurada. No entrarían en concurso los programas de la tele de la tarde porque ese malgastamiento verbal es para entretener. Para evitar que tanta gente se muera sola, de tedio con la bombilla del cuadragésimo mate en la boca. A lo mejor, alguien se muere igual pero sonriendo. Es como Bailando por un sueño: para los espectadores machos adultos es un sustituto gratuito del Viagra; para los matrimonios de calendario largo, una forma de reactivar las glándulas marchitas.
En uno de sus poemas, el gordo Federico Peralta Ramos resumía su naturaleza argentina con este verso: “A mí me gusta acá”. A mí también. Si un día me asaltaran, me consolaría pensando que mejor acá que allá, donde los robos son de tipo mayorista.
Sé que últimamente hay gente atacada por el síndrome de que este país es una porquería. Hay quienes dicen que es una mierda y son tan idiotas que viven aquí con sus hijos y nietos y no se dan cuenta de que los incluyen. Deben tener alguna mitología oscura incrustada en el lóbulo insatisfecho.
Nuestro país -y no este país- no es una porquería. Por más que haya muchos que lo digan por seguir con el ingrato rito trasmitido por amargos de distintas generaciones. Pensar así es la creencia mediocre del que quiere adjudicar su fracaso, sus malos amores y sus malos sueños al país en el cual vive. Entonces, elige como culpable a los gobiernos. Los haya o no los haya votado. Por eso tiene eternos arranques de irse a sitios donde haya un hipotético orden y una sociedad civilizada. ¿Pero a dónde? Nadie va a querer emigrar justo ahora, porque para elegir un lugar a salvo hay que extender el mapamundi, cerrar los ojos y poner el dedo a la bartola en cualquier punto. Si hasta los jugadores de fútbol ganan plata allá, pero se vuelven. A ver si van a encontrar un productor de soja que quiera irse. O una bailarina de Tinelli. ¿A dónde van a ir a bailar?, ¿a Camboya? No hay país mejor que el nuestro. Tenemos que agradecer que gente como uno tenga un lugar que no siempre se merece. Hay cada argentino protestón que ganaría todos los torneos de histeria. En el libro Guinness de Récords acaba de entrar el hombre-horno rosarino que se asa y no se quema.
Los que deberían figurar son esos argentinos necrofílicos que se calientan más hablando de los muertos que de los vivos. El periodismo audiovisual agudiza esa patología. También está el que mientras rezonga, diciendo que el país es una porquería, calcula que con lo que le rebaja de sueldo al que corta el ligustro puede instalar un plasma en el quincho. No maldigan con el bocado en la boca. O con el estómago tan lleno que pide Hepatalgina. Buscar el Paraíso en otra parte, o emigrar, es al pedo. Para perder no hay como quedarse en el barrio.
A mí me gusta acá.