La Sierra se encargó de abonar su lecho. Celia Sánchez nació en la cuna ferviente de la Revolución y creció bajo las mismas palmas que luego dieron cobija a Che Guevara y Fidel Castro. Fue una niña enamorada del tiempo,
pero solía mirar al cielo en las noches, justo cuando le dolían las heridas de la política social de su patria.
Nunca imaginó el destino; tampoco el vacío inconsolable que dejó su muerte en el pueblo cubano.
El tiempo se esfumó más rápido de lo habitual. La niñez y la adolescencia de Celia transcurrieron veloces por los campos y senderos. Luego, cayó como un rayo aquel 10 de marzo de 1952, aquel golpe de Estado, aquel Batista. Y los pies del tirano aplastando la Constitución y los derechos elementales del hombre, hizo que Sánchez Manduley diera el sí imperecedero por la emancipación de Cuba. Se sumaba así a la lucha insurreccional.
Y entonces dejó de ser Celia por fuera, para ser Norma, y las filas del Movimiento 26 de Julio brillaron con su incorporación. Su papel, durante los preparativos en Santiago de Cuba para la llegada del Granma, fue trascendental y muy necesario. Una red de campesinos a lo largo de la zona del desembarco, garantizaron el inicio y continuidad de la lucha guerrillera en la Sierra Maestra, y todo gracias a Celia, a Norma.
La M-1 se convirtió en su mejor aliada, sabía usarla mejor que un dedal. Y combatió en El Uvero como el más feroz de los hombres, y venció en El Uvero como la más tierna de las damas. Celia, Norma, fue la primera mujer combatiente del Ejército Rebelde. Pocos días después de aquella victoria, Fidel le ordena bajar al llano para realizar otras actividades imperiosas, y hasta el aliento de los traidores la persiguió durante las nuevas tareas, pero sobre el alma de féminas como Celia, como Norma, no calaba ni el diamante.
Una de las columnas gigantes que impulsaron la llegada del 1ro. de enero de 1959 llevó el nombre de Celia, de Norma. Después del triunfo, cada giro trascendental acaecido en la sociedad cubana tuvo su aroma. Y no hubo un solo habitante de la Isla que no la venerara.
Pero hubo que contener el aire y dejar firmes los ojos para que las lágrimas no delataran el dolor. Hubo que reverenciarse, caer de rodillas después de la noticia, hubo que llevar el luto ya para siempre. El destino le había robado, y sin preguntar, un pedazo del corazón a la Patria.
Había muerto Celia, que ahora era Celia por dentro y por fuera, pero que seguía siendo Norma por todos los lados, porque nunca pudieron separar la candidez del alma de la mujer, de la fiereza de la guerrillera.
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