El discurso de asunción de la presidenta Cristina Fernández cierra formalmente un ciclo político. Aunque haya sido reelegida, mantenga prácticamente a todos ministros y más en general, aunque el núcleo político que llegó al poder en el 2003 sea esencialmente el mismo; en el inicio de su segundo mandato, termina de abrir una nueva etapa que ya comenzaba a vislumbrarse.
La elección de adversarios y enemigos, marca el tono de la sintonía (“fina” o no) de los nuevos tiempos. Cristina Fernández cambió los adversarios tácticos, por un enemigo estratégico.
No es la pelea con “el campo” que se prepara, a pesar de cierta baja de los precios internacionales de la soja, a una nueva cosecha récord en términos de volumen. Tampoco es la famosa y a esta altura folklórica “guerra” con Clarín, que mantiene gran parte de su poder económico y mediático y en última instancia, fue el argumento para crear un monopolio comunicacional oficial, constructor de un “relato” que no se destaca precisamente por la “objetividad periodística”.
El nuevo desafío estratégico que se propone el “cristinismo” es enfrentar al movimiento obrero, sus organizaciones y sus métodos de lucha.
El peronismo y el (no) derecho a huelga Para esta nueva “causa”, la presidenta no dudó en ubicarse por arriba e incluso “a la izquierda” del mismo Perón. Su referencia a la no existencia del derecho a huelga en el primer gobierno peronista generó controversias varias y no estuvo exenta de una maniobra y una media verdad histórica. Efectivamente en la constitución peronista aprobada en el 1949 no existía el derecho a huelga. Su mentor intelectual, Arturo Sampay, pertenecía a una corriente ideológica del derecho, conocida como el “constitucionalismo social”, que intentaba dar forma legal a la utopía peronista de la armonización entre el capital y el trabajo. Para Sampay, la huelga era un derecho “natural”, que se imponía en la realidad con la fuerza de un hecho, por lo tanto no debía tomar la forma de “derecho positivo”. José Pablo Feinmann, que no es lo que se dice un crítico del gobierno, respondió al exabrupto, recordándole a Cristina que la Constitución del 49 incluía otros derechos como la pretendida “función social” de la propiedad privada, la “humanización del capital” y el carácter nacional, inalienable e imprescriptible de determinados recursos naturales. Para el peronismo, la no inclusión del derecho a huelga, bajo esta fundamentación, también era una forma de no legislar “positivamente” aspectos y acciones que podían expresar una mínima autonomía de la clase trabajadora. En el mismo sentido fueron la liquidación del Partido Laborista en los orígenes del peronismo, así como la no inclusión de las comisiones internas en su legislación laboral, a pesar de que alentó la organización de sindicatos, a la par que impuso la tutela del Estado y el verticalismo en la conducción.
Si las formas que adopta el Estado tienen su fundamento en las relaciones de fuerzas sociales, el estado peronista fue la condensación de determinadas relaciones de fuerzas, no solo nacionales, sino internacionales, que le permitieron imponer, no sin éxito, la contención del movimiento obrero, cuando comenzaba a adoptar suficiente fuerza objetiva y subjetiva para ser parte de la vida política nacional. Evitar que esta irrupción se diera de manera independiente fue, en términos gramscianos, una “gran política”, que demostró que Perón poseía algunas condiciones de estratega.
Kirchnerismo y estado Nada en esta historia se asemeja a la situación de la Argentina de los años kirchneristas. La dictadura militar y el llamado “neoliberalismo”, cambiaron radicalmente las relaciones de fuerza y por consecuencia, las formas del estado.
El kirchnerismo, devenido en “cristinismo”, vino a restaurar la autoridad estatal cuestionada por la crisis del 2001. Pero lo que se “restaura”, en esencia, es el mismo estado que legó la dictadura y el menemismo. No por nada el personal político que acompañó a los Kirchner, también estuvo al lado de Menem y de Duhalde (empezando por ellos mismos). Las privatizaciones, las leyes de flexibilidad y la precariedad laboral, la propiedad de la tierra, el dominio transnacional y monopólico de la cúpula empresaria, son condiciones que se sostienen casi inalterables. El “relato” de los primeros años y la conquista de las paritarias, fueron imposiciones de las circunstancias, para apagar las llamas de la crisis y evitar que también se los lleve puestos a ellos, como había sucedido con De la Rua, Duhalde o Rodríguez Saa.
Desde este punto de vista, jactarse de la existencia del “derecho a huelga” y pretender ubicarse como una “superación” del peronismo en este terreno, es una exageración propia de la soberbia inscripta en la naturaleza del kirchnerismo.
Y más aún, cuando esta comparación se utiliza no para una reivindicación de este derecho, sino para su demonización sin pruritos. En los docentes y petroleros santacruceños, condenados por el discurso presidencial, está el espejo en el que deben observarse todos los trabajadores del país.
El “nunca menos” viró hacia la “sintonía fina”, que en principio era un confuso eufemismo y fue tomando formas concretas al calor de los discursos y las medidas de gobierno. La contemporización con los empresarios (exultantes con el último discurso), demuestra que los adversarios tácticos pasan a revistar como aliados estratégicos en esta nueva batalla que, parafraseando a Eric Hobsbawn, es “contra el enemigo común”.
Pero si el mismo Perón “sufrió” los límites que imponía su propio proyecto político a sus condiciones de estratega, Cristina Fernández y su movimiento “invertebrado”, nos permiten dudar de sus capacidades de conducción para esa decisiva guerra, por mucho que se compare y hasta se pretenda superior al fundador del movimiento político más importante de la argentina moderna.
Fuente: diario
Alfil