Sentido y alienación
Tanto la religión tradicional, como la actual cultura consumista-capitalista, comparten el papel histórico de ejercer, cada cual en sus respectivas épocas, como modelos abstractos a través de los cuales los sujetos pueden encontrar respuestas con las que satisfacer la cuestión del sentido de la vida que todo ser humano demandan para moverse en su vida cotidiana sin angustia ni “nauseas”.
La religión apunta al hombre hacia el más allá y la sociedad de consumo lo idealiza en el “más acá”, pero en ambos casos consigue su objetivo: que el sujeto quede alienado al orden social establecido, y no cuestione las relaciones de clase existentes, pese a ser estas manifiestamente injustas.
En tiempos de Marx los obreros que creían en una vida después de la muerte, llena de placer y gozo, aceptaban de buen grado, según dejó escrito el propio Marx, su condición de desfavorecidos sociales, ya que, para ellos, según las repuestas de sentido que previamente habían interiorizado mediante su proceso de socialización, todo aquello tendría un fin y después de la muerte les llegaría su recompensa por tanto sacrificio y sufrimiento en vida.
Actualmente, las clases no propietarias de los medios de producción tendemos a creer en las bondades de la sociedad de consumo, en sus promesas de éxito, en sus sueños de grandeza, y en sus cuentos épicos que venden un mundo lleno de posibilidades alcanzables por cualquiera en cualquier momento, y con ello aceptamos de buen grado nuestro papel en la sociedad, ya que tenemos suficientes argumentos materiales a nuestro alrededor para confiar en nuestra progresión dentro del sistema, o, cuando menos, en nuestra consolidación dentro de una sociedad opulenta que nos llena con sus manjares mediáticos y publicitarios; pan y circo.
Cuando las clases dominantes son capaces de anclar el desarrollo y mantenimiento de sus privilegios sobre la base de un sistema socio-cultural que logre llenar de sentido la vida de los sujetos explotados en, y a pesar de, su condición de explotados o de desfavorecidos, las masas responden con un adormecimiento revolucionario profundo. Ese era el papel que, en tiempos de Marx, desempeñaba la religión tradicional, y ese ese el papel que, precisamente, desempeña hoy la mentalidad consumista-capitalista que nos rodea por doquier.
Cuando un sujeto encuentra el sentido de su vida a través de su vinculación al orden social establecido y lo que este le ofrece como metas y objetivos vitales, dejará en un segundo plano su condición social, o, mejor dicho, aunque sea consciente de que está sufriendo una injusticia, la justificará y aceptará como una variante más del sentido que le es propio como ser existencial. La alienación no es más que el modo con que las clases explotadas tienen de responder satisfactoriamente a los códigos de sentido impuestos en la vida social mediante toda una serie de estructuras culturales al servicio de los intereses de las clases dominantes.
Perdida de sentido y revolución
Por ello, los momentos más potencialmente revolucionarios, entendiendo por revolución el avance real hacia un cambio de modelo que contenga transformaciones políticas, económicas y culturales de orden cualitativo y no meramente cuantitativo, tal vez no sean, lejos de los que se pueda creer desde una perspectiva marxiana clásica, los momentos de mayor penuria en la condición socioeconómica de las clases explotadas, si no los momentos donde las estructuras de sentido que rigen una sociedad entran en crisis. Esto es, cuando los sujetos de una determinada civilización se rebelan, al no aceptar como eficientes los criterios socio-culturales de sentido vigentes.
Cuando la vida del hombre carece de sentido, mejor dicho, cuando el sistema socio-cultural impuesto ya no es capaz de satisfacer las exigencias de sentido vital de la mayoría de sus ciudadanos, entonces la revolución tiene todas sus puertas abiertas. Habrá cada vez más personas dispuestas a luchar por cambiar aquella sociedad que ya no les satisface. En cambio, mientras las clases desfavorecidas encuentren acomodo en el sistema social que los explota, y ello quede justificado por una cuestión de sentido, ya pueden ser periodos de hambre y penuria, que pocos serán los cambios reales que se producirán en el sistema económico y social imperante, ya que, pareciera, lo que más atormenta al ser humano a lo largo de la historia no es el hambre, que es ley de la naturaleza buscar comida cuando no se tiene, si no el desconocer la finalidad de su existencia. El hambre produce revoluciones políticas coyunturales, pero solo la decadencia en los modelos de sentido produce revoluciones civilizatorias. La historia está llena de ejemplos de ello.
Los verdaderos cambios revolucionarios que se han ido dando a lo largo de la historia aunque son fruto, obviamente, de las condiciones socioeconómicas en las que viven las personas en una determinada sociedad de clases, y son producto, en primera instancia, de la lucha de clases como motor de la historia, cuando vienen a darse como tales, lo hacen más como una consecuencia directa de la perdida de sentido generalizada -de las masas explotadas- para con los valores dominantes -sobre los que el sistema de clases sustenta el dominio de las clases explotadoras-, que como consecuencia de las propias condiciones socioeconómicas presentes.
O, dicho de otro modo, ante unas mismas o muy similares condiciones socioeconómicas, habrá proceso revolucionario cuando las masas explotadas dejen de sentirse integradas en el sistema de valores, y su consecuentes códigos de sentido, desarrollado bajo los intereses de las clases explotadoras (y que sirve como correa de transmisión de la ideología dominante para garantizar el sometimiento y la alienación de las clases explotadas), y no lo habrá cuando este sistema de códigos de sentido siga cumpliendo con su papel alienante para con las masas explotadas.
Por ello, cuando una sociedad comience a dar signos de decadencia civilizatoria, esto es, cuando sus códigos de sentido reinantes, sobre los que se sustenta la dominación de las consciencias de las clases explotadas, dejan de satisfacer las aspiraciones mayoritarias de la sociedad, es el momento ideal para que los revolucionarios hagan ver a quienes así se sienten, que su explotación es consecuencia directa de su posición dentro de la estructura de clases, y que, por tanto, cambiando esta, podrá cambiar también su situación dentro de ella. Esto es, para que tome consciencia de clase.
Modernidad, capitalismo y sentido
Así, desde una perspectiva de clase, podemos decir que el gran triunfo del capitalismo en el siglo XX, por encima de cuestiones materiales, fue generar un sistema socio-cultural (la sociedad de consumo) capacitado para, en apariencia, dotar de sentido la existencia del sujeto, y a partir de ahí mantener sumisa y adormecida a la masa que, pocos años atrás, fue un hervidero revolucionario, como demuestran los diferentes procesos acaecidos en la historia del hombre desde la revolución francesa en adelante, y, especialmente, en las revoluciones socialistas del siglo XX.
Muchos son los filósofos que,al estudiar los cambios desarrollados durante todo este periodo de la “modernidad” ilustrada, coinciden en otorgar al nihilismo un papel central en el análisis de la sociedad moderna. No les falta razón. Pero un nihilismo activo, un nihilismo transformador, que sirvió para construir modelos alternativos, para generar cambios reales en la sociedad.
De igual manera que las revoluciones burguesas triunfantes desde finales del siglo XVIII hacen de los reyes simples ciudadanos incapaces de regir el poder y elaborar las leyes, la muerte de Dios de la que nos hablara Nietzsche es una profunda revolución estructural y cultural, entre otras cosas porque, más allá de que alejase o no a La Iglesia del poder real de los estados, se acaba transformando con el tiempo en una revolución interna del sujeto, una revolución de consecuencias civilizatorias. Es el propio sujeto ilustrado el que hace de la idea de Dios, antaño reina y señora de su mente, una más entre muchas. Una idea entre muchas que, como tal, deja de ejercer como absoluto existencial, carece de poder alguno para legitimar y ordenar su vida y, por supuesto, carece de valor para explicar por sí misma el sentido del mundo y de la vida. Los sujetos buscan entonces respuestas alternativas, y estás debían venir irremediablemente de la mano de proyectos sociales, políticos, económicos y culturales alternativos.
Este es el panorama que se abre ante los ojos de los hombres en la modernidad, un panorama de lucha y conflicto, de búsqueda de alternativas, una etapa donde, como explica el marxismo, lo viejo comienza a morir lentamente, y lo nuevo empieza a emerger con fuerza. El sagrado paradigma religioso, del que emanaban los valores sobre los que los sujetos había hecho residir sus vidas durante siglos, entra en declive, y nuevos modelos de sentido emergen de sus ruinas. Nietzsche, acertadamente también, los llamaría “las sombras de Dios”. Esto es, nuevos modelos de sentido que venían a reemplazar a la religión tradicional en su papel como dador de sentido social.
La modernidad es una etapa por ello de lucha, de enfrentamientos, de conflictos. Conflictos internos del sujeto que se reflejan en el mundo externo, y a la inversa. De las ruinas de Dios surgen por doquier todo tipo de sistemas alternativos de sentido a los que el sujeto puede agarrarse. El Marxismo, el socialismo utópico, el anarquismo, el totalitarismo, el nacional-fascismo, los nacionalismos burgueses, el capitalismo y su sociedad de consumo, etc., sistemas sociales todos ellos que responden a la necesidad del hombre de vivir por y para una meta, de encuadrarse bajo un parámetro superior de sentido que lo saque de la desesperante vida sin rumbo, sin meta, sin finalidad a la que una situación como la generada por la “muerte de Dios” parece arrastrarlos.
Así, la modernidad es el reflejo de la muerte de Dios y la lucha del hombre por escapar de la crudeza existencial que ello conlleva. Mientras el hueco dejado por Dios en las mentes de los hombres estuvo vacante, hubo luchas y enfrentamientos, la gente creía en las ideologías y las buscaba, estaba incluso dispuesta a dar su vida por ellas, y la semilla revolucionaria estaba ámpliamente difundida entre las masas. De hecho, es esta una época de grandes revoluciones, primero burguesas, y después socialistas, que sirvieron para cambiar el mundo de raíz, al menos en eso que llamamos el mundo occidental.
Queramos o no, es imposible desligar este proceso histórico de su relación con el proceso de crisis que lo religioso-tradicional ha sufrido en las sociedades occidentales. Las revoluciones burguesas solo se pueden entender, como dijimos antes, desde los valores ilustrados que las promovieron, unos valores que fueron el primer gran ataque de la modernidad contra el fundamento de Dios como dador de sentido, al mundo y al sujeto. Mientras Dios regía las relaciones de clase y los pequeños propietarios de las ciudades medievales aceptaban su ley –su voluntad- sin rechistar, los privilegios de los nobles eran aceptados de buen grado, ya que era Dios mismo quien en última instancia los determinaba. Pero, al poco tiempo de consolidarse una incipiente clase burguesa en las ciudades medievales de muchos países europeos, las propias reformas religiosas dentro del cristianismo fueron castigando el orden social imperante, dotando de argumentos a las nuevas clases emergentes para revelarse contra el poder establecido “por voluntad divina”, que ya no aceptaban como tal. Por eso el protestantismo, por ejemplo, y como bien analiza Weber, fue un factor clave en el desarrollo del capitalismo. Con las reformas en el pensamiento religioso-tradicional llegó el auge de la ilustración, y con la ilustración llegó el triunfo de la razón sobre la fe, y con ello el triunfo de las revoluciones burguesas con todo su amplio calado entre las masas populares (burgueses y no burgueses). La herida de Dios estaba sangrando a borbotones y su capacidad de influencia, aunque todavía efectiva en muchos países, era cada vez más remota y, sobre todo, más cuestionada desde la consciencia misma de toda clase de hombres y mujeres, especialmente de los más desfavorecidos. De ahí que con los sucesivos ataques que desde todo tipo de ámbitos intelectuales “Dios” estaba sufriendo, la religión dejará de ser un elemento central en la vida de los seres humanos, hasta el punto de que una buena parte de los hombres y mujeres de los países occidentales ya no encontraban en Dios el sentido de su existencia, generando, probablemente, la más amplia crisis de sentido existencial que jamás haya tenido la humanidad, al menos en Europa.
Pero el desarrollo del siglo XX, fundamentalmente después de la victoria de los aliados en la segunda guerra mundial, y en especial con el final de la guerra fría y la caída del muro de Berlín en 1989, un nuevo sistema de esclavitud moral, social y cultural, introducido en la mente de los sujetos como un sistema de sentido general de la vida, se ha apoderado del poder para esclavizar consciencias. Este sistema, es el sistema consumista-capitalista. Ese es el verdadero éxito que ha permitido la expansión y extensión del capitalismo hasta límites insospechados, así como la anulación de facto de toda alternativa revolucionaria real que en otros tiempos pudiera haber servido como movilizadora de las inquietudes sociales.
Hoy no somos,en este sentido, menos "religiosos" que hace 300 años, no. Tal vez ya no adoremos a Dioses lejanos ni profetas mártires, tal vez ya no creamos en supersticiones irreverentes o en mitos creadores de formas, pero seguimos dejándonos guiar por el mandato sagrado de unos pocos empeñados en mantenernos, como dijeran Freud y otros autores, en una constante y patológica minoría de edad. Creemos que nos hemos liberado del peso opresor de la religión histórica, pero, tal vez sin darnos cuenta, tal vez por pura necesidad espiritual, hemos vuelto entre todos a permitir que el culto a lo religioso determine nuestra existencia, acudiendo fieles cada día a nuestras diferentes citas con la reverencia a lo sagrado de nuestros días, con las ofrendas y los rezos al nuevo Dios del consumo y a sus nuevos profetas del sacralizado consumismo-capitalismo.
Los sujetos que nos desarrollamos en sociedades dominadas por este sistema, crecemos entre una multitud de estímulos mediáticos y publicitarios que van determinando el sentido de nuestras vidas, es decir, el cómo debemos vivir para que estas dejen de ser absurdas y se conviertan en útiles moral, social y culturalmente. De sus estructuras emanan los valores sociales que nos guiarán en la vida, y desde allí interiorizamos las ideas que nos han de servir para saber hacia donde debemos orientar nuestra existencia, si lo que queremos es alcanzar el éxito social y el reconocimiento de nuestros semejantes. Damos valor a nuestras vidas por aquellas cosas que tenemos, y actuamos de modo competitivo e individualista porque así nos han dicho que se llega hasta el éxito social. Hacemos del dinero nuestro Dios cotidiano, y otorgamos valor a nuestras vidas según la previa valoración que la sociedad impone para con lo que seamos capaces de poseer y de tener en propiedad. Lo que tenemos nos dice lo que somos, y lo que queremos tener nos dice hacia donde tenemos que ir para intentar conseguirlo. Eso es dar sentido a nuestras vidas, eso es dejar que los valores consumistas-capitalistas llenen de fines, objetivos, sueños y proyectos nuestra existencia. Y eso es también, claro, lo que nos mantiene adormecidos como sujetos potencialmente revolucionarios: alienados.
El adormecimiento de las masas vuelve a ser, pues, con la sociedad de consumo y su sistema socio-cultural inherente, un hecho constituyente de la sociedad occidental. Las masas explotadas vuelven a tener con él un sistema de sentido completo, que satisface todas sus demandas existenciales, y que sirve para dar respuesta a sus principales inquietudes. En esas estamos desde hace décadas, y casi sin altermativa alguna en las sociedad de los países llamados “desarrollados”.
Crisis de sentido consumista-capitalista
Todo perfecto para los intereses de las clases oligárquicas que dominan el mundo con mano de hierro salvo porque, nuevamente, cada vez son más los individuos que se sienten perdidos y desvalidos entre la masa; individuos que no llegan a encontrase a sí mismos dentro de la sociedad de consumo o que se sienten vacíos en la finalidad de su existencia, es decir, que no logran dar sentido a sus vidas a través los valores propios de la sociedad de consumo imperante.
De la misma forma que antaño lo fuera la muerte de Dios, esto comienza a ser ahora la principal semilla revolucionaria de la actualidad en el mundo occidental. El consumismo-capitalismo comienza a vivir su propia decadencia, su propia crisis de sentido.
Las clases explotadas comienzan a tomar nuevamente consciencia de sus situación de explotación, no tanto, pareciera, por tomar consciencia de sus condición de clase explotada propiamente dicha, sino a consecuencia de la paulatina pérdida de sentido que sus vidas vienen teniendo dentro del modelo consumista-capitalista sobre el que han interiorizado sus códigos existenciales, a una vez, claro, que sus condiciones socioeconómicas se van viendo degradadas, y que, en consecuencia, aquellas ilusiones y sueños que habían incorporado, a través de la publicidad y los medios de comunicación, como códigos de sentido para sus vidas, se van alejando cada vez más de sus realidad cotidiana. La realidad material, la misma de la que emana la superestructura ideológica que sustenta todo el entramado de sentido que han de interiorizar los sujetos en la sociedad consumista, empuja ahora a estos mismos sujeto a cuestionarse y poner en duda la validez de tal modelo.
Esto que digo no es una teoría abstracta nacida de la especulación teórica, es, muy al contrario, una idea que nace de la observación dialéctica y empírica de la realidad actual en la sociedades consumistas-capitalistas. El proletario de hoy no es más revolucionario cuanto peor sea su estatus económico dentro del orden social capitalista (con su auto desarrollado sistema de clases: bajas, medias y altas). Todo lo contrario, el sentimiento revolucionario propio de la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI en la sociedad occidental, a menudo surge de jóvenes de clase medida acomodada, que descontentos con su existencia pretenden sublevarse contra el sistema que los esclaviza. El movimiento Hippie de los años 60 y 70, el espíritu revolucionario de Mayo del 68, los movimientos ecologistas, pacifistas y demás segmentos “istas” de la izquierda de hoy, el actual movimiento de los “indignados”, y otros movimientos “revolucionarios” del estilo dados en las últimas décadas, mayormente están inspirados en unos valores liberales propios de las clases medias, estando compuestos además mayoritariamente por jóvenes de clase media, incluso burgueses, que no encuentran acomodo en el sistema actual y que no se sienten identificados con las injusticias que, tanto a nivel personal como colectivo, este implica. No necesariamente son personas con un contenido teórico-ideológico desarrollado, aunque normalmente suelen ser sujetos descontentos con el mundo que los rodea y las perspectivas de vida que este les plantea.
Observando, por ejemplo, fenómenos como el de lo “indignados”, casi se podría decir que actualmente, en las sociedades occidentales, las bases sociales de la revolución ya no parecen ser tanto los proletarios y su papel central en la historia (que también), sino, más bien, este peso recae entre los ciudadanos y ciudadanas desencantados, asqueados, marginados y humillados por el sistema en lo personal, o aquellos que, como los mencionados indignados, se sienten frustrados porque el sistema que había interiorizado en sus mentes como referente de sentido vital, de repente ha dejado de darle las respuestas de sentido que les satisfacen, y, lejos de darle aquello que les había prometido, los ha condenado a la frustración y la desesperación existencial.
Los nuevos teóricos de la izquierda revolucionaria deberían dar una mayor importancia a este hecho, y dedicar un mayor tiempo de estudio a este fenómeno que emana de la realidad actual, puesto que en un futuro a medio plazo puede ser la llave para la creación de consciencia social y de clase entre las masas explotadas, y, con ello, para iniciar un nuevo proceso revolucionario en los pueblos europeos, tan dóciles y sumisos al capitalismo hoy en día.
Cada sujeto incapaz de auto-realizarse dentro de los códigos de sentido impuestos por el sistema consumista-capitalista, cada sujeto frustrado por no ser capaz de conseguir aquello que alguna vez creyó posible, cuya consecución convirtió en el sentido de su vida, y que ahora ve cada vez más imposible de alcanzar, cada persona insatisfecha por el modo de vida propuesto por el consumismo-capitalismo como dador de sentido a su existencia cotidiana, incluso en el caso de no formar parte de las clases más explotadas de la sociedad, es un potencial revolucionario si se le sabe hacer ver correctamente de donde proviene el origen de sus males: esto es, si se le hace ser consciente de su situación dentro de la estructura capitalista; tomar consciencia de clase.