La fijación norteamericana con Irán y Corea del Norte pudiera considerarse como un caso de “indignación selectiva”, diplomáticamente cubierto con el eufemismo de “doble estándar”.
Aunque de cara a las gradas Estados Unidos realizó tímidos esfuerzos por impedirlo, no dramatizó el acceso de China (1964) e India (1974) a las armas nucleares.
Cuando en plena Guerra Fría y en lo más intenso del conflicto con la Unión Soviética, China realizó su primera prueba nuclear, probablemente Estados Unidos se alegró porque apareció otro adversario atómico que obligaba a Moscú a cuidarse las espaldas. Respecto a la India, la mayor democracia liberal del planeta, aliado estratégico norteamericano en un área de influencia de los entonces gigantes del comunismo, las administraciones estadounidenses miraron para otro lado.
Con Pakistán, un país endémicamente inestable, gobernado autoritariamente y donde la violencia alcanza rangos excepcionales, la situación resultó más preocupante, entre otras cosas porque, además del conflicto con la India, se trataba del primer país que asoció la fe al átomo y allegó los fondos para crear la primera “bomba islámica” mediante una especie de colecta o tómbola nuclear a la cual, con millonarias donaciones, contribuyeron Libia, Irán, Arabia Saudita y otros estados.
El dinero venció prejuicios y derribó barreras de modo que países occidentales suministraron a Pakistán la tecnología necesaria para refinar uranio y procesar plutonio para, a pesar de las presiones, ruegos y llamadas por teléfono de Bill Clinton, debutar no con una, sino con cinco explosiones atómicas el mismo día.
Con Corea del Norte el problema está centrado en la seguridad de Corea del Sur y Japón, la primera hasta hoy adversario irreconciliable de la tierra de los Kim y el otro en ruta de colisión estratégica pues en esa zona, excepto China protegida por su gigantismo y relevancia geoestratégica, no se puede ser a la vez socio de Estados Unidos y de Corea del Norte.
De la tolerancia respecto a Israel y de la que una vez hubo con Sudáfrica, no hay nada que añadir, excepto la moraleja de que el problema no son las armas atómicas sino de parte de quien están sus poseedores.
Sin los pozos de petróleo del Golfo Pérsico, el Medio Oriente sería menos interesante que el desierto de Gobi y a Estados Unidos le importaría un bledo qué armas tuvieran hebreos, persas o árabes. El problema no son los ayatolas, Ahmadineyad ni la bomba atómica, tampoco lo eran Saddam Hussein ni Gaddafi, lo importante es el petróleo que en un horizonte probable dentro de 150 años será más estratégico que ahora.
La globalización comenzó cuando el descubrimiento de América dio lugar a la formación del mercado mundial y se consolidó cuando Europa, los Estados Unidos, Japón y China, para funcionar y desarrollarse comenzaron a depender de fabulosas cantidades de energía que no son capaces de producir. Las potencias no se resignan a depender de los débiles.
Al concluir la Primera Guerra Mundial, una contienda europea ganada por Estados Unidos, la administración de Woodrow Wilson impuso a Europa los Tratados de Versalles mientras les permitió un nuevo reparto del mundo en virtud de cual Francia e Inglaterra se apoderaron del Medio Oriente, que entonces no interesaba a Washington. En aquel momento el petróleo no era estratégico, se vendía a menos de diez centavos el barril, Estados Unidos poseía las mayores reservas conocidas y era el primer exportador.
Lo que prevalece en el contencioso del Golfo Pérsico no son motivaciones ni argumentos ideológicos o proyectos políticos innovadores, sino elementos geopolíticos, actitudes imperiales y capacidades militares que implican no sólo a Estados Unidos e Irán sino también a Arabia Saudita, Irán, Jordania y sobre todo a Israel.
Tal vez la élite estadounidense no necesite administrar directamente la cuarta reserva mundial de petróleo, pero le preocupa que esté en manos del gobierno iraní, una rareza nacida de la llamada “Revolución Islámica” que ha corregido la evolución del proceso civilizatorio en esa parte del mundo que, como antes lo había hecho occidente, apostaba por la secularización y el laicismo que conlleva a la separación de la fe del poder político.
La derrota del Sha y el acceso al poder de los ayatolas, más que cambiar un país, alentó las opciones de importantes fuerzas sociales, políticas y de relevantes factores culturales y confesionales que estimulados por el proceso iraní, como huevos de un mismo nido, eclosionaron y dieron lugar a procesos políticos de pronóstico reservado.
Estados Unidos y Europa comprenden que, a largo plazo, de confirmarse y consolidarse la tendencia del retorno del Islam al poder en el Medio Oriente y otros lugares, el entramado neocolonial y los esquemas de dominación imperial edificados a lo largo de medio milenio y con ellos el predomino occidental serán confrontados. Mientras haya una civilización y una cultura que pretenda la hegemonía, existirá el caldo de cultivo para un conflicto entre ellas.