Es la teoría de la inversión en política, desarrollada por el economista político Thomas Ferguson, la cual considera que las elecciones son la ocasión para que grupos de inversionistas se unan con el fin de controlar el Estado, en esencia comprando las elecciones.
A diferencia del régimen clerical de Irán, donde los candidatos requieren la aprobación de los clérigos imperantes; en sociedades libres, como Estados Unidos, son las concentraciones de capital las que aprueban candidatos y, entre quienes pasan por el filtro, los resultados terminan casi siempre determinados por los gastos de campaña.
Lo que quedaba de democracia política fue socavado aún más cuando ambos partidos (Demócratas y Republicanos) recurrieron a la subasta de puestos directivos en el Congreso. Los legisladores que aportan más fondos al partido son los que obtienen esos puestos.
"Los principales partidos políticos adoptaron una práctica de los grandes detallistas, como Walmart, Best Buy y Target", escribió Ferguson en The Financial Times.
Por su parte, el economista premio Nobel, Joseph Stiglitz, en un artículo reciente en Vanity Fair, recuerda que "virtualmente todos los senadores estadounidenses y la mayoría de los representantes en la Cámara son miembros del 1% más rico cuando llegan, son mantenidos en sus puestos por dinero del 1% más rico, y saben que si sirven bien al 1% de arriba, serán recompensados por el 1% más rico cuando dejen sus puestos". Además, indica en gran medida los encargados de políticas comerciales y económicas del ejecutivo también provienen de las filas de ese 1% más rico.
No sorprende, entonces, que mientras el Congreso y la Casa Blanca, como también gobiernos estatales y municipales, debaten qué tanto recortar servicios sociales para los más necesitados y despedir a miles de maestros, enfermeras y hasta bomberos, casi nadie se atreve a proponer mayores impuestos a los más ricos y a las empresas. Al contrario: se habla de reducir aún más sus cargas tributarias
Las campañas electorales han llegado a ser tan costosas que los candidatos tienen que salir a mendigar, humildemente, ante cualquiera que esté dispuesto a financiarlos. Y los multimillonarios, millonarios, banqueros y operadores de fondos de alto riesgo y administradores de portafolios y directores ejecutivos y sus lobistas están, por su parte, felices de contribuir.
Desde hace mucho tiempo el dinero ha jugado un rol importante —y las más de las veces nefasto— en la política estadounidense. Con frecuencia, el poder económico concentrado de grupos con intereses muy estrechos ha encontrado el beneplácito en los pasillos del Congreso, como resultado de contribuciones de campaña bien ubicadas. No es inusual que las industrias más socialmente destructivas , como la Asociación Nacional de Rifle (NRA), y la industria tabacalera, tengan los cabildeos más efectivos que canalizan dinero para campañas con el fin de asegurar resultados totalmente ajenos al interés público.
Y las actividades de estas industrias tampoco se han desarrollado con un nivel de discreción. Es más, en 1995, el entonces presidente de la Conferencia del Partido republicano, John Boehner —hoy presidente de la Cámara de Representantes— con todo descaro repartió cheques entre sus colegas republicanos en el propio recinto de la Cámara. Los cheques provenían del comité de acción política de la compañía tabacalera Brown & Williamson Corp.
Y todavía falta mucho por ver.
El 21 de enero de 2010, la Corte Suprema dictaminó que el Gobierno no puede prohibir que las compañías hagan aportaciones económicas en las elecciones.
La decisión afecta profundamente a la política gubernamental, y anuncia incluso mayores conquistas de las corporaciones sobre el sistema político de EEUU. Para los editores de The New York Times, el fallo "golpea el corazón mismo de la democracia" al haber "facilitado el camino para que las corporaciones empleen sus vastos tesoros para inundar con dinero las elecciones e intimidar a los funcionarios elegidos para que obedezcan sus dictados".
Ahora, los gerentes de las compañías podrán, de hecho, comprar directamente comicios, eludiendo vías indirectas más complejas. Es bien sabido que las contribuciones empresariales, en ocasiones envueltas en paquetes complejos, pueden inclinar la balanza en las elecciones y, así, dirigir la política.
Aunque bajo las nuevas regulaciones las corporaciones podrían financiar directamente anuncios comerciales de una campaña, la ventaja de utilizar a un tercero es que evita repercusiones a las corporaciones, tales como protestas o boicots de consumidores.
Para las corporaciones, lo bueno de la situación es que la organización a la cual entregan su dinero político no tiene que revelar al público la identidad de la fuente de la contribución. De esa manera, las corporaciones no solo pueden tratar de comprar las elecciones, sino que pueden lograrlo sin que el elector sepa quién es el comprador.
Las elecciones de 2012 darán la medida de hasta dónde la democracia estadounidense puede sobrevivir a la arremetida de la plutocracia lanzada por el Tribunal Supremo
Alberto Ampuero es periodista de Riverside, California.