LAS “GUERRAS SUCIAS”
1981: Llegó a la presidencia de los Estados Unidos el candidato de los sectores más reaccionarios del Partido Republicano, Ronald Reagan, acompañado —en carácter de vicepresidente— por uno de los ex jefes de la CIA, George H. Bush. En consecuencia, la Casa Blanca desplegó una intensa ofensiva dirigida a estrechar sus relaciones con todas las dictaduras militares, con todas las “democracias-represivas” y con todos los gobiernos conservadores instaurados en América Latina y el Caribe. En correspondencia con esa decisión, se efectuaron en Washington varias reuniones secretas con diversos dictadores militares.
En ese contexto, y dándole continuidad a los acuerdos adoptados en Washington el año precedente con varios dirigentes de la Internacional Demócrata Cristiana, la Casa Blanca respaldó la represiva y contrainsurgente Junta Militar-Demócrata Cristiana instalada en El Salvador bajo la presidencia de José Napoleón Duarte (1980-1982).
A su vez, con el apoyo de los gobiernos de El Salvador, Costa Rica, Honduras y, más tarde, de Colombia y Venezuela, se institucionalizó la llamada Comunidad Democrática Centroamericana (CDCA) enfilada a agredir a la Revolución sandinista y a sofocar las multiformes luchas por la democracia y la justicia social que se desplegaban en El Salvador, Honduras y Guatemala. En ese contexto, los gobiernos de estos países –con el apoyo de la dictadura militar argentina y de la CIA— comenzaron a organizar las bandas contrarrevolucionarias nicaragüenses ya asentadas en el territorio de Honduras y, en menor medida, en Guatemala. Se comenzaron a crear así las condiciones de “las guerras sucias” –calificadas en el argot militar estadounidense como “conflictos de baja intensidad”—, libradas por el dúo Reagan-Bush en Centroamérica.
En medio del despliegue de esa política pereció en un extraño accidente aéreo el líder del pueblo panameño, general Omar Torrijos.
1982: El presidente Ronald Reagan –en consuno con los reaccionarios primeros ministros de Barbados, Tom Adams, y de Jamaica, Edward Seaga— anunció la denominada Iniciativa para la Cuenca del Caribe que –independientemente de sus derivaciones económico-comerciales posteriores—, sirvió de fachada para el despliegue de un intenso plan contrarrevolucionario en la Cuenca del Caribe. Con tal fin, y siguiendo las directrices del Pentágono, los gobiernos conservadores que entonces integraban la Organización del Caribe Oriental (OECO), finalmente firmaron un Acuerdo de Cooperación Regional en Asuntos de Seguridad que se venía impulsando desde el año 1980. Previamente, la Casa Blanca y la dictadura militar chilena habían apoyado las acciones militares emprendidas por la Dama de Hierro, Margarte Thatcher, con vistas a preservar el dominio colonial británico sobre las Isla Malvinas.
Posteriormente, Reagan realizó un viaje a Costa Rica y Honduras. En este último país obtuvo el apoyo del presidente Roberto Suazo Córdova (1982-1986), del Consejo Superior de las Fuerzas Armadas (COSUFA) y del entonces Ministro de Defensa, general Guillermo Álvarez Martínez para transformar a esa nación en la principal “plaza de armas” de la “guerra sucia” desatada durante una década por los Estados Unidos contra la Revolución sandinista. Como parte de esa estrategia, la Casa Blanca y las iglesias fundamentalistas de Estados Unidos respaldaron la genocida política de “tierra arrasada” emprendida por el nuevo dictador guatemalteco José Efraín Ríos Montt (1982-1983).
1983: Luego del oscuro asesinato de Maurice Bishop y de otros de sus compañeros de lucha, las fuerzas armadas estadounidenses con el apoyo simbólico de la OECO, emprendieron una brutal invasión contra la pequeña isla de Granada. En el propio año, al socaire de la llamada Iniciativa para el Caribe, la Casa Blanca y el Pentágono desplegaron un intenso proceso de militarización de las naciones centroamericanas y caribeñas. Como consecuencia se fortalecieron las dictaduras militares o cívico-militares de El Salvador, Honduras y Guatemala. Lo antes dicho posibilitó el restablecimiento de las criminales labores del Consejo de Defensa Centroamericano (ahora integrado por las fuerzas armadas de Honduras, El Salvador, Guatemala y los Estados Unidos) que habían sido interrumpidas, luego de la “guerra del fútbol entre Honduras y El Salvador (1969).
Asimismo, se montó un poderoso dispositivo militar estadounidense en Honduras que incluyó diversas bases militares y la acción de un batallón secreto que, al menos hasta 1984 (fecha en que fue expulsado de ese país el general Guillermo Álvarez Martínez, bajo la dirección de la CIA y del Embajador estadounidense John Dimitri Negroponte, se encargó de desarrollar la “guerra sucia” en el territorio hondureño.
1984: Con vistas a debilitar las resistencias que existían en el Congreso estadounidense hacia su estrategia contrarrevolucionaria en Centroamérica, la Casa Blanca formó una Comisión Nacional Bipartidista presidida por el ex Secretario de Estado Henry Kissinger. Aunque en su informe final se hicieron algunas recomendaciones “reformistas” en el terreno económico, social y político, al final preponderaron sus filos geopolíticos y contrainsurgente; de ahí que sus recomendaciones contribuyeran a extender, por seis años más, la agresión norteamericana contra Nicaragua; por nueve años más, los alevosos crímenes que se cometieron en El Salvador; y por doce años adicionales el genocidio –incluido el etnocidio— que se venía perpetrando en Guatemala.
Igualmente, influyeron en la prolongación de la ocupación militar del territorio hondureño por parte de los Estados Unidos, y en los múltiples abusos y crímenes ejecutados por el Ejército hondureño, por la “contra nicaragüense” y por la soldadesca norteamericana contra diversos líderes populares, así como contra la población civil de ese país centroamericano.
De la misma forma, la administración Reagan incrementó sus presiones sobre el al Presidente boliviano, Hernán Siles Zuazo (1982-1985) – el frente de una coalición de fuerzas de izquierda había llegado al gobierno luego del golpe de Estados de 1982 contra la “narcodictadura” del general Luis García Mesa— para que emprendiera –incluso con el empleo del Ejército— un vasto programa de erradicación de las plantaciones de hojas de coca existentes en ese país.
1985: Ante la profunda crisis que ya comenzaban a sufrir los “regímenes de seguridad nacional” instaurados desde 1964 en Suramérica, la Casa Blanca maniobró con vistas a neutralizar las acrecentadas demandas del movimiento popular. Así, en Argentina –donde, desde 1984, ocupaba la Presidencia el líder del Partido Radical, Raúl Alfonsín— el Departamento del Tesoro de Estados Unidos y el FMI comenzaron a impulsar un draconiano y socialmente costoso programa de “ajuste fiscal” dirigido a garantizar el pago de la abultada deuda externa contraída por el depuesto régimen militar. Presiones parecidas tuvo que soportar el recién inaugurado gobierno brasileño encabezado por el dúo formado por el presidente Tacredo Neves (murió en 1985) y por el vicepresidente José Sarney; quien ocupó la primera magistratura hasta 1990.
Igualmente, el gobierno uruguayo presidido –luego de una negociación con las fuerzas armadas— por el hasta entonces proscrito líder del Partido Colorado, Julio María Sanguinetti (1985-1990).
También todos los gobiernos integrantes, desde 1973, de la Comunidad del Caribe (CARICOM) y el presidente “socialdemócrata” dominicano Salvador Jorge Blanco (1982-1986). Para cumplir los compromisos con los acreedores –con el respaldo de las Fuerzas Armadas y la anuencia de la Embajada estadounidense— este tuvo que emprender brutales medidas represivas contra el movimiento popular. Salvando las diferencias, algo parecido ocurrió en Chile. En ese país, el régimen del general Augusto Pinochet, asediado por las protestas populares, trató de superar la ilegitimidad de su mandato abriendo canales de diálogo con la “oposición burguesa” y mediante una nueva arremetida terrorista contra el movimiento popular.
1986: Gracias a un acuerdo entre los gobiernos de Estados Unidos y Francia, pudo abandonar impunemente Puerto Príncipe el dictador haitiano Jean-Claude Duvalier (Baby Doc), quien había sido derrocado por una revuelta popular. “Santificado” por la Casa Blanca, lo sustituyó un Consejo General de gobierno, en el que tenía un peso decisivo el sanguinario general Henry Namphy.
Paralelamente, la prensa estadounidense comenzó a develar los detalles de lo que posteriormente se denominó el “escándalo Irán-contra”;o sea, la estrecha vinculación de altos funcionarios del gobierno de Ronald Reagan —entre ellos, el integrante del Consejo Nacional de Seguridad, coronel Oliver North— y de sus asesores militares en El Salvador, con el tráfico de drogas y el contrabando de armas provenientes de Irán y dirigidas a desplegar su “guerra sucia” contra la Revolución sandinista. Esa denuncia debilitó la estrategia norteamericana contra Centroamérica, lo que facilitó la acción diplomática del Grupo de Contadora (integrado por Colombia, México, Panamá y Venezuela) y del llamado “grupo de amigos de Contadora” (Argentina, Brasil, Perú y Uruguay). Estos y otros gobiernos democráticos suramericanos, integraron el Grupo de Concertación y Cooperación de Río de Janeiro, conocido como “el grupo de Río”.Pese a las resistencias oficiales estadounidenses, dicho grupo propugnó una “salida política-negociada a la crisis centroamericana. También demandó negociaciones con los acreedores para resolver “la crisis de la deuda externa” que afectaba el continente desde 1982.
Paralelamente, sobre la base de su reciente definición del “narcotráfico” como un peligro para “la seguridad nacional” de Estados Unidos, el dúo Reagan-Bush comenzó a presionar a los gobiernos de Víctor Paz Estenssoro (1986-1990) en Bolivia, Alan García (1985-1990) en Perú y Virgilio Barco (1986-1990) en Colombia con vistas a que emprendieran la posteriormente llamada “guerra contra las drogas”. Con la “ayuda” estadounidense, las fuerzas militares colombianas y peruanas, así como sus grupos “paramilitares” se implicaron en una brutal represión contra la población campesina residente en las zonas donde operaban las denominadas “narcoguerrillas”.
Simultáneamente, en Bolivia un contingente del SOUTHCOMAND comenzó a participar directamente en el militarizado “Plan Dignidad” dirigido a erradicar la producción de hojas de coca en diversas zonas del país. Con esa ayuda –y utilizando parte del arsenal del terrorismo de Estado— el ya antipopular gobierno de Paz Estenssoro comenzó una dura represión contra los opositores al “ajuste fiscal” elaborado por el FMI y contra los campesinos, los trabajadores rurales y las comunidades indígenas productoras de hojas de coca.
1987: Para tratar de contener la intensa movilización popular que se desarrollaba en Haití, así como para “controlar” los resultados de las elecciones programadas para fines de ese año, las Fuerzas Armadas de Haití (FAH) –en particular, el batallón Leopardo, entrenado y equipado por Estados Unidos— y “escuadrones de la muerte” formados por los servicios de seguridad emprendieron diversos actos terroristas contra sectores de la población; entre ellos, la Masacre de Jean Rabel (en la que fueron ultimados más de mil campesinos) y el asesinato del líder del Movimiento Democrático para la Liberación de Haití, Louis-Eugène Athis. No obstante, la Casa Blanca elogió a los altos mandos de las FAH por haber “liberalizado” el régimen, duplicó su ayuda financiera y envió asesores militares para entrenar al Ejército haitiano en acciones antimotines. También altos funcionarios estadounidenses se reunieron varias veces de manera secreta con el criminal general haitiano William Régala y el Pentágono envió diversas naves de guerra y 2 4000 marines a realizar “maniobras” frente a las costas de Haití.
Paralelamente, gracias a la resistencia de la Revolución sandinista, al “empate estratégico” que se había producido en El Salvador, a los cambios políticos que, desde el año precedente, se habían provocado en Costa Rica, Honduras y Guatemala, así como al respaldo de diversos organismos internacionales, todos los mandatarios centroamericanos [Óscar Arias (1986-1990); José Napoleón Duarte (1984-1989); Vinicio Cerezo (1986-1991); José Simón Azcona (1986-1990) y Daniel Ortega(1984-1990)] concluyeron los Acuerdos de Esquipulas, Guatemala. Estos estipularon, entre otras cosas, la retirada de la región de todas las fuerzas militares extranjeras, no apoyar a fuerzas irregulares y movimientos insurreccionales centroamericanos y a no permitir que sus correspondientes territorios fueran empleados para agredir a otros Estados.
Sin embargo, ese proceso no paralizó la “guerra sucia” de Estados Unidos contra Nicaragua, ni las cruentas estrategias contrainsurgentes que –con el decisivo respaldo de la Casa Blanca— continuaban desarrollando los gobiernos y las Fuerzas Armadas de El Salvador y Guatemala. Tampoco eliminó la virtual ocupación militar de Honduras por las fuerzas militares estadounidenses y por sus sicarios de la “contra” nicaragüense, ni los actos terroristas perpetrados por estas contra la población civil hondureña y nicaragüense.
1988: Luego de la amañadas elecciones presidenciales en las que –en medio de un