El pasajero Angelo Fabri se sienta a cenar a las 21.05 del viernes 13 de enero en el restaurante Club Concordia, el más exclusivo del buque. Se percata de que en la mesa vecina está el capitán Francesco Schettino con una mujer joven, rubia, vestida de negro, los hombros desnudos. Fabri toma fotos de recuerdo. Después del naufragio las revela y hace memoria: “Cuando llegué, el capitán ya estaba allí. Había una botella de vino tinto sobre la mesa y, a cada poco, servía a la muchacha y se servía él”. La joven se llama Domnica Cemortan, tiene 25 años, moldava de nacimiento, pasaporte rumano, antigua bailarina del crucero, ahora en viaje de placer. El pasajero Fabri, a pesar de la conmoción sufrida durante el naufragio, presume de recordar cada detalle: “El capitán Schettino no se fue del restaurante hasta las 21.30. Subió las escaleras hacia el puente de mando en compañía de la joven y del maître”. Unos minutos después se produce la colisión con el escollo cercano a la isla de Giglio. Los periódicos italianos se preguntan: “¿Qué diablos hacía una rubia platino en el puente de mando del Concordia a las 21.42 del viernes 13 de enero?”.
Ahora son las 16.14 del sábado 14 de enero. El capitán Schettino está declarando en el cuartel de los Carabinieri de Orbetello, prácticamente enfrente de la isla de Giglio. Ya es el enemigo público número uno. Todo el mundo en los alrededores da por hecho lo que las grabaciones confirmarán enseguida. El naufragio del Costa Concordia, una mole de 17 pisos, 114.500 toneladas y 4.200 personas a bordo, fue provocado por la maniobra fallida, aunque habitual, de acercar el barco a la costa para disfrute de turistas y vecinos. Un escollo que no fue advertido a tiempo provocó una vía de agua en la aleta de babor que resultó fatal. Tras más de una hora de incertidumbre, ya alta la noche, los pasajeros fueron abandonando el crucero en medio del pánico y la confusión. El balance provisional habla de 17 muertos, un número indeterminado de desaparecidos y un barco gigante, con los tanques llenos de combustible, tumbado sobre el costado de estribor, junto a la isla de Giglio. A media tarde del sábado, los policías de Orbetello que toman declaración a Schettino, aún conmocionado por el accidente, lo dejan descansar. En un gesto de aparente amabilidad lo dejan solo en un cuarto para que pueda hablar con intimidad a través de su teléfono móvil. Es una trampa. Han colocado varios micrófonos en la estancia para registrar cada una de sus palabras.
“Otro en mi lugar —le confía a un tal Fabrizio— no hubiera sido tan amable. Los jefes me decían: pasa por allí, pasa por allí. No debí haberlo hecho. Los instrumentos de navegación no me avisaron de que allí había tan poca agua. Me tocaron los cojones… Confié en los mapas y en Palombo [otro capitán, ducho en practicar acercamientos a la costa] que me llamó…”
Los periodistas ya han hecho sus averiguaciones sobre la rubia platino. Han hablado con su madre allá en Rumania y con la compañía Costa Cruceros. Al parecer, se había subido al buque unas horas antes, en el puerto de Civitavecchia —a 80 kilómetros de Roma—. Según un portavoz de la naviera, había comprado un pasaje y estaba registrada. Sin embargo, los investigadores descubren que no tenía asignado un camarote. “¿Dónde iba a dormir la moldava?”, se preguntan con maliciosa preocupación. La cuestión no tiene mayor interés por sí sola. Aunque tal vez sí unida a otra. Varios testigos sitúan a la joven unos momentos después es decir, —instantes antes del impacto— junto al capitán Schettino y al jefe de comedor, Antonello Tivoli, en el puente de mando, a escasos metros del timón. El Costa Concordia, en su ruta entre Chivitavecchia y Savona, tiene que pasar frente a la isla toscana de Giglio, residencia del maître Antonello. Su hermana Patrizia acaba de enviar a las 21.08 un mensaje a sus amigos de Facebook: “Dentro de poco pasará cerca cerca la [nave] Concordia. Un saludo grande a mi hermano que en Savona finalmente desembarcará para irse de vacaciones…”. Las piezas —según los investigadores—- empiezan a encajar. El capitán Schettino quiere cumplimentar al maître Antonello acercando la nave a su isla. Y qué mejor testigo que una bella joven dispuesta a dejarse impresionar.
La fotografía del barco varado, medio hundido, provoca las metáforas inevitables
La realidad, como la cámara de seguridad de un banco, va grabando sin descanso la vida aburrida que transcurre a su alrededor, “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”, en palabras del machadiano Juan de Mairena. El ciego que vende cupones en la esquina. El repartidor de pan que, cada mañana, a la misma hora, aparca su furgoneta en segunda fila, entra en la cafetería, vuelve a salir y reemprende la marcha… La cámara de seguridad del banco, como la realidad, dispone de un dispositivo sin fin que borra los eventos consuetudinarios de ayer para grabar encima los de hoy, que desaparecerán de la memoria machacados por los del día siguiente. Esas pequeñas cosas solo adquieren importancia si se produce un suceso traumático, un atraco, una violación, un naufragio… Entonces, se interrumpe la grabación y la fotografía del pasajero Angelo Fabri, los hombros desnudos de la moldava rubia, la presencia del maître Antonello junto al timón o un inocente mensaje de Facebook son llamados a declarar en calidad de testigos. Lo que cuentan tal vez no le sirva al juez para mandar a la cárcel al capitán o a los responsables de la naviera, pero sí para alcanzar el convencimiento general de que aquellos hechos –la cena relajada y con vino, el favor al jefe de comedor, la conducción de un trasatlántico como si fuera un vaporetto— constituyen las irresponsables gotas que fueron llenando un vaso hasta que se desbordó…
Y lo que cuentan es que el Costa Concordia –como explicó en estas páginas el escritor Arturo Pérez Reverte—más que como un barco funcionaba como un hotel. De hecho, Schettino, tras el impacto, perdió un tiempo precioso hablando por teléfono con la dirección de la naviera: “En vez de ocuparse del salvamento de pasajeros y tripulantes, el capitán del Costa Concordia estuvo con el móvil pegado a la oreja, pidiendo instrucciones a su empresa”. A pesar del naufragio absurdo, de su indefendible huida a tierra cuando todavía quedaban pasajeros a bordo y de la famosa conversación con el capitán de Livorno que lo urgía a volver a bordo, Schettino defiende su actuación: “Acerqué el barco a tierra. Salvé a miles de personas”. Y tal vez esa sea, por el momento, su única defensa. La otra es la que intenta desesperadamente ahora: demostrar que su actuación del viernes 13 no responde a la de un loco, fanfarrón y cobarde, sino al de un empleado obediente. Tras unas primeras horas de confusión, la naviera Costa Cruceros –una de las más poderosas del mundo— contrata los servicios de una compañía internacional de marketing para intentar limpiar su imagen desligándose de la decisión del capitán. Pier Luigi Foschi, el consejero delegado, declara: “La maniobra fue una iniciativa autónoma del capitán. Hizo otra cosa de lo que estaba previsto y no nos informó”. Schettino le responde: “La reverencia [el acercamiento del buque a la costa] suele ser una maniobra habitual. De hecho, había sido planificada para la semana anterior, pero no se pudo llevar a cabo por el mal tiempo. Es una maniobra publicitaria. La hacíamos en Giglio y también en Capri”.
¿Quién tiene razón?
A medida que pasan los días, la tragedia del Concordia va desapareciendo de las primeras planas. La procedencia tan dispar de las víctimas y la recuperación escalonada de los cadáveres han evitado la constatación del dolor y de la pérdida. Por el contrario, la imagen del barco a medio hundir, ya una atracción turística para cientos de italianos que cruzan a Giglio desde Porto Santo Stefano, es el peor reclamo para Costa Cruceros en particular y para el sector en general. Los investigadores –además de ajustar la posible responsabilidad de la naviera—tienen que dar respuestas a enigmas como el de un ordenador que, según parece, el capitán Schettino sacó del buque en una bolsa rosa y luego entregó a una mujer de la que nada se sabe. La televisión italiana, muy propensa a los misterios, especula con el contenido de la computadora. También con la posibilidad de que en el Concordia pudiesen viajar –como aventuró un jefe de Protección Civil— inmigrantes sin papeles. ¿Trabajadores ilegales? La compañía lo niega de forma tajante, pero hasta que el buque no sea registrado hasta el último rincón, y la mitad de sus rincones están bajo las aguas, el misterio seguirá vigente.
Italia sufre el naufragio en un momento muy delicado. Justo cuando, de forma traumática, con recortes económicos y reformas pospuestas durante décadas, el gobierno de Mario Monti intenta recuperar la credibilidad que perdió durante el reinado de Silvio Berlusconi. La fotografía del barco varado, medio hundido, provoca las metáforas inevitables. También la imagen de Schettino —fullero, cobarde y fanfarrón— frente a su colega Gregorio de Falco, jefe de la capitanía de Livorno, un hombre recto que lo conmina a volver al barco y dirigir la evacuación. Todo el mundo escucha las conversaciones entre la Italia que es y la que quiere ser. La agonía del Concordia se produce al tiempo que la de Berlusconi, antiguo cantante de cruceros, como político. Sin una gota de prestigio, varado por su mala gestión y sus abusos, a merced de los jueces, el exprimer ministro también parece irremediablemente condenado al desguace. Sin embargo, como el buque, esconde en su interior veneno suficiente para arruinar el paisaje.