Cada tanto la escena reaparece, insiste en mi memoria, y recuerdo como si fuera ayer aquella asamblea urgente y caliente en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata, donde por entonces yo estudiaba Antropología. Corrían los últimos meses de 1974. Unos días antes, el 8 de octubre, una banda integrada por asesinos de la Concentración Nacional Universitaria (CNU) y matones de la patota sindical del gobernador Victorio Calabró había secuestrado y acribillado al secretario de Supervisión Administrativa de la Universidad, Rodolfo Achem, y al director central de Planificación, Carlos Alberto Miguel, dos importantes referentes de la combativa Asociación de Trabajadores de la Universidad Nacional de La Plata (Atulp), que respondía a la izquierda peronista. Las facultades eran un hervidero: el rector estaba a punto de ser renunciado y se venía la intervención del fascista Pedro Arrighi, decretada por el ministro de Educación de Isabel, Oscar Ivanissevich.
El día de esa asamblea empezó mal. Habíamos marchado al rectorado, donde también funcionaba la Facultad de Humanidades. La represión policial fue feroz: la guardia de infantería apuntaba los lanzagranadas a la altura de nuestras cabezas y tiraba a herir, a matar. Recuerdo haber visto a más de un oficial con la 9 milímetros empuñada. Un compañero de Veterinaria o de Agronomía -Apaolaza era su apellido, la memoria siempre se hace con fragmentos- recibió una granada en la frente y cayó fulminado. Durante días se debatió entre la vida y la muerte en un hospital. Después de una breve resistencia, se produjo la desbandada y muchos nos refugiamos en el edificio de la Universidad. Por uno de esos resquicios de legalidad democrática que quedaban, la bonaerense no pudo entrar. Poco después del mediodía, gracias a las gestiones de un grupo de diputados provinciales, pudimos salir sin que nos detuvieran.
Volvimos a las facultades y convocamos a asambleas para decidir qué hacer. A las tres de la tarde, el aula magna del Museo estaba llena de estudiantes y docentes. Éramos cientos. Había militantes de casi todas las agrupaciones: de la JUP, del Movimiento de Orientación Reformista (MOR, que respondía al PC), del Partido Socialista de los Trabajadores (PST), de la Ters (de otro de los innumerables trotskismos), del Grupo Universitario Socialista (GUS), de la Liga Comunista, de la Liga Comunista Revolucionaria, de los Grupos Revolucionarios de Base (GRB, la agrupación universitaria de las FAL 22 de agosto, donde yo militaba y que pronto se integraría en bloque al PRT-ERP), y de muchas otras cuyas siglas ya no recuerdo. Se notaban dos ausencias: la de Franja Morada (los radicales no tenían un solo militante en el Museo) y la del Faudi (del PCR, que empezaba a “defender al gobierno democrático de Isabel y López Rega contra el golpe ruso o yanqui”). La mayoría, sin embargo, eran estudiantes no alineados con ninguna agrupación, a los que llamábamos “independientes”. Indignados por la represión y dispuestos a movilizarse contra la intervención.
Era imprescindible tomar decisiones rápidas y delinear un plan de lucha. Todos coincidíamos en que había que movilizarse y evitar la intervención. Casi todos pensábamos que había que tomar las facultades –en nuestro caso el Museo- para garantizar su funcionamiento. Sin embargo, las horas pasaban, la lista de oradores era enorme y quedamos empantanados en una discusión que en ese momento nos parecía central y que hoy (con los resultados del diario del lunes) se me ocurre bizarra: la JUP, acompañada a desgano por el MOR, proponía “apoyar” (a secas) al rector y resistir la intervención; el resto de las agrupaciones –pero con diferencias entre nosotros también – proponía resistir pero sólo dar “apoyo crítico” al rector. En la discusión irresuelta sobre la criticidad o no del apoyo se hizo de noche y con ella se fueron los “independientes”. Quedábamos apenas unos cincuenta, todavía discutiendo y chicaneándonos, cuando llegó la noticia –por entonces no había teléfonos móviles, los únicos celulares que conocíamos eran los de la cana y las noticias corrían a pata o, con suerte, a bordo de la motocicleta de algún militante– de que Arrighi había asumido y la intervención era un hecho.
Ahora que lo escribo, la sensación de fracaso que tuve entonces vuelve con toda su fuerza. Esa noche, mucho más tarde, en la pensión donde él vivía, el Cristiano –compañero de los GRB y después del PRT- me dijo: “Hermanito, nos hicimos la paja con la crítica y la historia nos pasó por encima”. No me acuerdo qué le contesté (pero seguro que fue una boludez: yo era mucho más esquemático que él).
A la mañana siguiente, cuando llegamos, había varios patrulleros afuera del Museo. Adentro era peor. Los fachos, disfrazados de no docentes, controlaban todo. Días después, en uno de sus primeros discursos como interventor, el fascista Arrighi acusó a los dos rectores anteriores de haber dirigido “inteligentemente una ingeniosa penetración marxista” en la Universidad. De un plumazo perdimos lo que habíamos conseguido en un año y medio de lucha: el ingreso irrestricto, el comedor universitario y las cursadas nocturnas para los compañeros que trabajaban. Los mejores docentes tuvieron que irse.
En aquella asamblea, unos y otros –todos, pero sobre todo quienes militábamos en las agrupaciones de la izquierda marxista– perdimos de vista lo central: que si queríamos resistir la intervención debíamos unirnos para defender lo que habíamos logrado, aunque para eso tuviéramos que apoyar a una gestión con la que teníamos diferencias pero que, indudablemente, pertenecía al campo popular. No sé si lo hubiéramos logrado, pero por lo menos no le habríamos hecho el juego a lo peor de la derecha.
Después se vino la noche.
Identidad y pequeñas diferencias. Casi tres décadas después de aquella asamblea, en julio de 2004, me invitaron a dar una charla en la Escuela Freudiana de la Argentina, como parte de las actividades por el 30º aniversario de su creación por Oscar Massota. Me tocó, junto a Luis Salinas (el periodista, no el músico), hacer un repaso de treinta años de política argentina. Al final, apelados por las preguntas, hablamos también de nuestros orígenes políticos (peronistas, en el caso de Luis) y de nuestras militancias en los ’70. Fue entonces cuando una psicoanalista cincuentona, de llameante teñido rojo, nos espetó con una falsa ingenuidad que resultó devastadora: “Y diganmé, ¿por qué, si todos estaban del mismo lado, no pudieron hacer un frente común contra la derecha y contra el golpe?”. En honor a Massota y para provocar a la psicoanalítica audiencia (lo que venía a ser lo mismo), esquivé la respuesta política y retruqué: “Por la misma razón que ustedes se dividen en decenas de espacios y escuelas. Por el narcisismo de las pequeñas diferencias”. Hubo risas -algunas francas, otras incómodas- y la cosa quedó ahí. Mientras respondía me acordé de la asamblea.
Volví a recordarla, más de una vez, durante este último año. Sobre todo al escuchar las declaraciones de algunos dirigentes de reconocida pertenencia al campo popular -como Pino Solanas, Claudio Lozano o los legisladores socialistas-, o al ver cómo se alineaban algunas fuerzas progresistas para votar o dar quórum en el Congreso. Es legítimo y comprensible que tengan diferencias por izquierda con el Gobierno y que lo critiquen con dureza. Yo también las tengo. Y no son pocas. Es el derecho de todos en una sociedad democrática. También es legítimo que intenten preservar su identidad política de izquierda frente a un oficialismo que lleva adelante buena parte de sus reclamos históricos. Lo que no se entiende –o sí, y entonces es peor – es que para correr por izquierda al Gobierno le abonen el campo a la derecha de los grupos económicos concentrados, de los monopolios mediáticos y de sus voceros políticos. Que le pongan palos en la rueda a proyectos y medidas de gobierno que significan más soberanía, menos (aunque sea apenas un poco) desigualdad social y mejores condiciones de vida para millones de argentinos.
No hace falta discutir sobre táctica y estrategia política para darse cuenta. Tampoco es necesario haber leído Izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo . Aunque les vendría bien. Es, apenas, una cuestión de honestidad intelectual.