El estadounidense era uno de los escritores más destacados de la década de los 50.
El escritor italiano Italo Calvino dijo alguna vez: "Gore Vidal carece de inconsciente".
Calvino, que era amigo suyo, lo decía con razón, porque si algo no hizo Gore Vidal fue reservarse para sí mismo lo que muchos hubieran preferido mantener guardado. Ya fueran sus ideas, buenas o malas, su vida privada, sus fracasos, sus defectos o sus errores. Nada. Vidal -que murió el pasado 31 de julio por una neumonía- marcó su territorio, precisamente, por ser esa voz discordante, a veces libertina, que la mayoría tiene la inclinación de callar.
Novelista, guionista, ensayista, político y hasta actor. Todo esto puede incluirse en su hoja de vida. Sin embargo, lo que mejor define a Vidal es la palabra intelectual. Fue un pensador crítico de la cultura y la política de Estados Unidos, país donde nació, en 1925, y al que tuvo siempre como eje de sus escritos, a pesar de no haber vivido allá durante 30 de sus 86 años de vida.
Vidal perteneció a una raza de pensadores que parece estar en peligro de extinción, y de la que formaron parte otros nombres estadounidenses como Truman Capote, Norman Mailer, Allen Ginsberg y Susan Sontag. Una raza de intelectuales cuyas opiniones, dichas en una entrevista o un artículo, podían generar el mismo efecto que sus obras literarias. Muchos han afirmado, de hecho, que el verdadero valor de Vidal radica en sus ensayos y en sus memorias, no tanto en sus novelas.
Vidal nació en Washington, hijo de Eugene Vidal, piloto militar, y Nina Gore, ambos miembros de la aristocracia estadounidense. Fue bautizado como Eugene Luther, pero muy pronto decidió tomar sus apellidos como nombre y cambiarles el orden: escogió usar primero el de su madre, no porque hubiera sentido por ella un gran afecto. En realidad, la preferencia por el Gore le vino de su abuelo, el senador Thomas Gore.
Sus padres se separaron cuando tenía 10 años. Con una mamá alcohólica, decidió irse a vivir con su abuelo, ciego, defensor de causas como la recuperación de tierras por parte de los indios americanos y el rechazo de la guerra. De niño, el pequeño Gore acompañaba al senador a las sesiones del Congreso y le leía libros en voz alta. Eso le permitió, además de empezar a formarse como lector, corregir el tartamudeo con el que nació y forjar una vocación política que sería ratificada luego, al acercarse a John F. Kennedy y su esposa, Jackie, con quien compartía padrastro, el corredor de bolsa Hugh Auchincloss. Recibió de su abuelo esa sangre independiente que mantuvo hasta el final, que lo llevó a lanzarse dos veces -ambas sin suerte- al Congreso y que lo hizo meterse en confrontaciones muy duras a lo largo de toda su vida.
En la adolescencia, su familia decidió que lo mejor era que ingresara al internado de St. Albans. En ese lugar, Vidal conoció a Jimmie Trimble, que sería el gran amor de su vida y a quien le dedicó su segunda novela, La ciudad y el pilar, publicada en 1948. Su primera obra, Willawaw, que escribió cuando tenía 19 años, basándose en su experiencia en la Segunda Guerra Mundial, había pasado sin pena ni gloria. La segunda, en cambio, causó un revuelo total, porque tocaba de forma directa el amor homosexual. Cuando un amigo editor leyó el manuscrito, le dijo a Gore: "Si publicas esto, te esperan diez años de mala prensa".
Dicho y hecho. Los medios más importantes no solo acabaron la novela, sino que no dijeron nada sobre los cinco libros siguientes que Vidal escribió.
Trimble nunca supo del libro que le habían dedicado: murió en la guerra de la que Vidal salió ileso. Pero aunque fue un amor corto y juvenil, Vidal describe a Trimble en su autobiografía (Una memoria) como "el hombre a quien conocí tanto como a mí mismo".
El silencio que rodeó la obra literaria de Vidal lo llevó a abrirse espacio en otras áreas. Primero trabajó como redactor de la editorial E.P. Dutton y luego lo llamaron de Hollywood para escribir guiones de obras de teatro y de cine. Vidal pasó la década de los 50 y buena parte de los 60 más cerca del cine que de la literatura. Fue autor de obras de teatro que tienen éxito todavía, como The Best Man, y escribió, en solitario o a dúo, guiones de filmes como De repente el último verano, Arde París y Ben Hur.
Y es que nunca tuvo un camino libre de dificultades. En 1948, año en que publicó La ciudad y el pilar, Vidal tuvo que competir por ventas con títulos como Otras voces, otros ámbitos, de Truman Capote, y Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer. En realidad, este no es sino uno de los muchos episodios de la competitiva y controvertida relación que Vidal tuvo con Mailer y Capote. Comparó al primero con Charles Manson y, por cuenta de eso, el autor de La canción del verdugo le dio un cabezazo que lo tiró al suelo. Con Capote, era todavía más sarcástico: "Truman ha intentado, no sin cierto éxito, introducirse en un mundo del que yo, no sin cierto éxito, he intentado salirme".
Vidal decía esto, claro, por el interés que Capote nunca disimuló por ser parte del mundo aristocrático y político de Estados Unidos, al que él había pertenecido desde su nacimiento. Habiéndolo visto desde adentro, Vidal quiso alejarse de ese entorno para escribir sobre él. "Uno necesita estar lejos del poder para contar la historia. Porque el poder siempre va a tener sus propios intereses", decía el autor.
Gran parte de su obra, en efecto, estuvo centrada en narrar la historia de Estados Unidos, desde 1775 hasta el 2000. De ahí nacieron títulos importantes como Lincoln o Hollywood. Sin embargo, el propio Vidal se quejaba de que sus obras no eran debidamente reconocidas dentro de la historia literaria norteamericana. Quizá esto se debía, precisamente, a las posiciones polémicas que solía asumir. De hecho, uno de sus libros más leídos, Juliano, el apóstata -basado en la vida del emperador romano, y considerado por muchos su mejor obra-, fue excusa para escribir a principios de los 60 sobre lo que de verdad le interesaba: hacer una radiografía de la decadencia del imperio americano. "Estados Unidos fue fundado por la gente más brillante del país. Y no la hemos visto desde entonces", repetía.
Se alejó de su país para poder escribir sobre él. Viajó por el mundo y compartió charlas y discusiones con personajes como Jean Cocteau, Federico Fellini o Paul Bowles. Vivió 30 años en Italia, de cara al mar. Desde allá, lanzaba ideas que sonaban a dardos, a diestra y siniestra. En su libro La edad de oro (2000), escribió que Franklin D. Roosevelt permitió que ocurriera el ataque de Pearl Harbor. "Él fue nuestro gran Maquiavelo", dijo. De Harry Truman, por ejemplo, afirmó que era tan malo que lo volvieron ídolo: "Diseñó el Estado militarizado que emergió en 1949 y que resolvió que teníamos que estar en perenne confrontación con alguien".
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En el 2003, cuando Howard Austen -con quien vivió cinco décadas de su vida ("sin ser esa mitad que no volví a encontrar")- murió, Vidal regresó a su país y se radicó en el sur de Los Ángeles. Ya entonces, no podía caminar y estaba condenado a andar en una silla de ruedas. Pero no se guardaba sus opiniones sobre nada ni nadie, a sabiendas de que por ellas muchos lo tildaban de antipatriota.
Sus últimos tiros fueron dirigidos sobre todo a George W. Bush, "el hombre más estúpido de Estados Unidos", como lo definía. También afirmó que el Gobierno estadounidense tuvo conocimiento previo sobre el ataque contra las Torres Gemelas y no hizo nada para evitarlo. Esto lo escribió en uno de sus libros más recientes, Soñando la guerra, cuyo subtítulo es "Sangre a cambio de petróleo".
"Suelo estar preparado para que no guste nada de lo que haga, diga o escriba", repetía, y se notaba que era verdad. A Gore Vidal no le importaba qué pensaran de él. Un estilo, decía, se logra "sabiendo quién eres, qué quieres decir y sin que te importe un diablo nada". Vidal tenía estilo, no cabe duda. Lo suyo era responder las cuentas pendientes que tenía con él mismo. Lo hizo, sobre todo, en su libro de memorias, en el que no tiene compasión con nadie. Ni con él mismo. Así era. El escritor del odio, como lo describieron algunos. El maestro de la ironía. En realidad, un pensador de talla mayor que muchos consideraban cada año candidato al Nobel de Literatura. El premio para él, no obstante, ya estaba entregado en el momento en que sus ideas generaban incomodidad.
MARÍA PAULINA ORTIZ
Redacción EL TIEMPO