José Antonio Galán de Carlos Castro Saavedra
(Tomado del libro Lucero y fusiles, 1946)
Nació de las entrañas del pueblo comunero,
de la semilla humana
que sembraron las manos
del chapetón y del encomendero
en un surco de sangre.
Nació de la sustancia de dolor
que animaba
la carne y el espíritu
de unos hombres de América.
Nació del llanto mismo de esos hombres sufridos,
del ancho corazón de la plebe
que bordaba su música vital
enterrado en la greda de los pechos heridos.
Nació de la tragedia de los negros mineros
que nunca sonreían,
que enseñaban el nardo de sus dientes
no más que en el momento del gesto doloroso,
cuando el látigo hundía
su candela silbante
en el charol del rostro sudoroso.
Nació de las cabezas sangrientas de los indios
que empañaban la luz de los caminos.
Nació de las espaldas mulatas y mestizas
que se curvaban tristes
en la hora del fardo y de las misas.
Nació de las hazañas de una mujer divina:
de Manuela Beltrán,
que sobre la montaña de la historia se empina
como una femenina
concreción de relámpagos.
Nació del seno mismo de América gigante.
Oíd bien comuneros
de Colombia, de México, de Perú y Venezuela.
Comuneros de todos los rincones de América,
escuchad mis palabras:
es vuestro el capitán,
el mejor capitán.
Dejad todos las tumbas
y mirad por encima del tiempo y las fronteras.
Aquí está entre mi verso
José Antonio Galán.
El mismo que en las piedras de Charalá tejía
diminutos luceros
con el casco sonante de su caballería.
El mismo que tenía
un poncho de colores
y unos ojos nocturnos
y una piel de canela
y un corazón guerrero y una pena.
El que ceñía el talle de la revolución
como si se tratara de una mujer morena.
El mismo que improvisaba estrellas
en las noches del trópico,
y luces y centellas,
cuando desnudaba las espadas
en los desfiladeros y las encrucijadas.
El mismo que encerró sus palabras como peces rebeldes
en las redes policromas de América.
El que estuvo de niño en Santa Fe,
el que en esa ciudad vio crecer el armiño
del nuberío,
y la injusticia de los regentes
que parecía un río
suelto sobre la angustia de las gentes.
El que a los indios guanes defendió,
el que siempre sentía
dos tormentas oscuras en los brazos
cuando los latigazos
pintaban amapolas
en las ánforas de los cuerpos indígenas.
El que vio en Cartagena,
a través de ventanas carcelarias,
paisajes y velámenes
que danzaban en la cuerda del mar.
El que en esa ciudad vio los barcos negreros
y vio la negredumbre
que resignadamente tejía su quejumbre.
El que dejó la celda litoral
y regresó a su tierra,
cuando estaban prendidas
las hogueras bermejas de la guerra.
El mismo José Antonio Galán,
el mejor capitán,
el mejor capitán.
Arcángel batallador de América.
Hermano de Tupac-Amarú.
José Antonio Galán,
que tenía corazón de paloma
y zarpas de león,
y un revólver al cinto
y en la curva del labio
perdida una canción.
José Antonio Galán,
el mismo que tenía
hombros de tempestad
y cabeza estatuaria
y una fusta en la mano,
y un pañuelo amarrado
con ademán gitano
a la flor de su cuello.
Las mujeres lo amaban
porque era bravo y bello.
Llegó hasta el centro mismo de la selva.
Hasta las cabelleras taladas de los indios.
Hasta el aguardiente de los estancos.
Hasta las manos turbias de los clérigos.
Hasta las alcabalas y las ventanas.
Hasta la cobardía de los guardas.
Hasta los arzobispos que tenían
palabras mentirosas en los labios.
Llegó hasta los Virreyes bucaneros.
Hasta las plantaciones de tabaco.
Hasta el grito callado de los muertos.
Hasta los arcabuces y los sables.
Hasta nocturnas calles con disparos.
Hasta la bofetada ultramarina
que estallaba de pronto entre los ranchos.
Llegó hasta la traición de los alcaldes.
Hasta los chapetones engreídos.
Hasta los ojos tristes de los niños.
Hasta su pueblo húmedo de lágrimas.
Llegó hasta los humildes y los descamisados.
Hasta las asechanzas y los bosques.
Hasta la gran tragedia de su raza,
llegó.
Llegó con los cabellos despeinados por claros
remolinos de viento.
Parecían sus crenchas
un amotinamiento
de sortijas oscuras sobre su pensamiento.
Llegó con la manzana de la boca partida
por un canto de gesta.
La luz del mediodía
bajaba hasta sus hombros
y en un oro impalpable envolvía su testa.
Llegó como un alud.
A la altura del pecho,
relámpagos azules
urdían una especie de armadura celeste
para guardar su corazón de niño.
Llegó por un sendero de lágrimas ajenas
y una antorcha vidente
alumbraba la arcilla de sus manos morenas.
El era una promesa de redención,
una bandera abierta por la liberación
de este mundo cobrizo de Colón.
Él era la esperanza
que se regó por todos los predios de labranza,
y por todos los montes y todos los caminos,
y por las almas de los campesinos.
José Antonio Galán,
el mejor capitán,
el mejor capitán.
Llegó y en las arterias de los hombres ibéricos
creció una flor de música
con pétalos abiertos al pavor.
Tuvo entonces la sangre peninsular el gesto
de un eterno temblor.
Y empezaron los puños de Galán comunero
a tronar sobre el parche del tambor colonial.
Iba por las ciudades y los pueblos,
por las aldeas y los rancheríos,
y hundía la simiente del incendio
lo mismo en las montañas que en los ríos.
Desde el lomo brillante de su cabalgadura,
desde los enchapados de su silla jineta,
tiraba las palabras de arenga y parecía
que en mitad de la tarde florecía un profeta.
En San Gil, Charalá, en Honda y Mariquita,
en El Socorro, Pisba, Ambalema y Girón,
dejó oír sus palabras
en medio de banderas y miradas de amor.
Cuando llegó el engaño
que en un pueblo salino de Colombia nació,
tenía entre las manos el rayo de una espada
y un grito de epopeya temblando entre la voz.
En turbios calabozos
hundieron su arrogante
apostura de príncipe moreno.
Le quemaron los brazos
con besos de grilletes candescentes.
A sus piernas,
ágiles en el salto y el estribo
del potro desbocado,
amarraron cadenas
que mordían la carne
como dientes de hierro huracanado.
Le quitaron la luz,
el resplandor solar
que en la cintura verde del llano parecía
un caballo de fuego con las riendas tronchadas
que contra las colinas se fuera a suicidar.
La luz del mediodía
que maduraba frutos,
que incendiaba las copas de los árboles,
túneles y cañadas,
y envolvía su cuerpo
como inasible poncho de caricias doradas.
Sumergido en la celda carcelaria
olvidaba su muerte
por pensar en la vida
que seguiría nutriendo la raíz de su pueblo.
Un día de cristales partidos
y de orantes campanas quejumbrosas,
no más su pensamiento
pudo seguir pensando.
No más el capitán
pudo templar su alma en la tristeza,
porque le cercenaron la cabeza.
Su cabeza en claveles
levantada y en plata relumbrante de lanzas,
parecía una rosa
florecida en un tallo solemne de alabanzas.
Las mujeres en frente de esos ojos cerrados,
en frente de esa boca sin arengas ni cantos,
apretaban los puños debajo de los mantos.
La muchedumbre toda
sentía en la garganta
un grito amotinado
y en la flor de los ojos el rocío del llanto.
Fue rebelde hasta después de muerto: su rostro ya sin vida
tenía un gesto amargo.
En el filo del día, en el viento más alto,
parecía mirar,
con rabia y con pupilas
cerradas en el ímpetu de alguna imprecación,
la estampa tornadiza de Caballero y Góngora.
Oíd bien comuneros,
de Colombia, de México, de Perú y Venezuela,
comuneros de todos los rincones del mundo,
escuchad mis palabras:
la cabeza arrancada del caudillo parece
un planeta que sangra en el cielo de América.