José Arregi, 09 de octubre de 2012
Por fin, los obispos han hablado sobre la crisis, y no sé si debemos darles la enhorabuena, pero al menos debemos agradecerlos su declaración, por tardía y tímida que sea, y por mucho que la hayan camuflado y condicionado, desnaturalizado y rebajado en una polémica política ajena al tema: la sagrada unidad de la “nación española”.
Han aprovechado que el Manzanares pasa por Madrid o la senyera ondea en Cataluña para hablar de lo que, al parecer, importa más a la cúpula del episcopado español: el movimiento independentista catalán o vasco. Han mezclado churras con merinas, intencionadamente tal vez para despistar al personal o desviar la atención de lo realmente importante. Eso ha sido una pena. (Los obispos catalanes, claro está, se han desmarcado).
Pero dejemos esa cuestión. Pienso que los obispos son habitualmente demasiado locuaces, aunque lo malo no es que hablen, sino de qué hablan y cómo lo hacen. Hablan sin cesar, por ejemplo, de la familia, como si ellos fueran los únicos guardianes de la verdadera familia –ellos que no conocen los gozos y angustias de criar unos hijos, más si cabe en estos tiempos–.
Hablan sin cesar del matrimonio homosexual, y lo reprueban como contrario a la naturaleza y a la ley inmutable de Dios, como si ellos conocieran toda la naturaleza y como si Dios tuviera alguna ley inmutable fuera del amor, como si el amor no fuera la esencia de toda ley, la vocación de la naturaleza, el misterio de Dios.
Y hablan sin cesar de la enseñanza de la religión católica en la escuela pública y la reclaman, como si la religión que ellos enseñan no fuera precisamente lo que aleja a la gente de toda religión.
Pero hay cuestiones de las que debieran hablar a tiempo y a destiempo, a fondo y en detalle, y de las que, sin embargo, habitualmente callan o tratan en términos demasiado generales y vagos: la justicia social, la injusticia vigente, la economía alternativa… O esta situación que padecemos y que llamamos “crisis económica”.
Sobre esto, los obispos, con honrosas excepciones, han callado con un silencio que ofende a la gente más pobre y más numerosa cada vez. Han callado con un silencio que afrenta al Evangelio. Han callado con un silencio que clama al cielo. Nicolás Castellanos, un obispo que dimitió hace años para irse a Bolivia y darse a los últimos, dijo recientemente: "No sé por qué la Iglesia española guarda silencio; es el momento de denunciar como los profetas".
Pues bien, por fin han hablado, y justo es reconocerlo. Y son de agradecer algunas afirmaciones claras y tajantes, como ésta: “Las autoridades han de velar por que los costes de la crisis no recaigan sobre los más débiles, con especial atención a los inmigrantes”. O esta otra: “Hoy deseamos pedir a quien corresponda que se dé un signo de esperanza a las familias que no pueden hacer frente al pago de sus viviendas y son desahuciadas”.
Pero, aparte esas dos concreciones importantes, encuentro que la Declaración de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, después de tanto silencio, se queda muy corta de contenido. Y no por falta de extensión (más de 2.000 palabras, y otras 1000 palabras en el anexo político sobre los nacionalismos periféricos), sino por falta de concreción en la denuncia y en las propuestas, por vaguedad e indefinición en el llamamiento a la conversión, la fe, la esperanza y la caridad. Y en toda la declaración subyace una apenas velada invitación a la resignación y al espíritu de sacrificio de los ciudadanos.
¿Por qué han callado tanto los obispos y por qué, cuando han hablado, no lo han hecho de manera más incisiva, señalando responsabilidades, ofreciendo criterios, sugiriendo pautas, inspirando una esperanza concreta y activa, como haría Jesús? ¿Por qué no lo hacen? ¿Será –sería terrible– que la Iglesia institucional tiene poderosos intereses ligados a los más poderosos, a los grandes bancos y a las subvenciones del Gobierno? No puedo reprimir la pregunta: ¿La Conferencia Episcopal Española se andaría con tantos remilgos si gobernaran los socialistas en vez de los populares?
Dirán que la situación es compleja. Claro que la situación es compleja y que la solución no es fácil, y que no basta con enunciar grandes principios como yo estoy haciendo, pero han de saber que no solo los principios sino también las concreciones de la justicia son infinitamente más sagrados e inviolables que los grandes dogmas, todos ellos tan relativos y contingentes, tan discutibles.
Dirán que hay que ser realistas. Claro que hay que ser realistas, pero resulta incomprensible que apelen al realismo cuando están en juego el trabajo, el sueldo y la vivienda de toda una generación, y que sean tan poco realistas, por ejemplo, con el sexo, el aborto o la eutanasia; y, sea como fuere, no hace falta saber mucha economía para dudar de que sea razonable un gobierno que rescata a unos bancos endeudándose con otros o incluso con los mismos que rescata, y que dedica la mitad de los ahorros obtenidos con los recortes sociales a pagar los intereses de los créditos de los bancos rescatadadores o rescatados, y la otra mitad a pagar los subsidios del paro provocado por sus recortes sociales. ¿Es eso realismo económico o es la parábola de la perversión del sistema y de la necedad de los gobernantes?
Dirán que todos somos responsables. Claro que lo somos, por haber codiciado y derrochado tanto, pero es mucho mayor la responsabilidad de individuos y de empresas que durante décadas nos han animado a ello y así han amasado ingentes fortunas, y la responsabilidad de quienes hoy todavía siguen ganando más y más a costa de la pobreza creciente de la mayoría, y eso no se puede tolerar.
Que los obispos sigan hablando, pues, pero lo hagan con más claridad y valentía, aun a riesgo de equivocarse. Que condenen de manera mucho más contundente la mayor infamia de nuestros tiempos y de todos los tiempos: este sistema capitalista neoliberal basado en el mayor lucro.
Que denuncien de manera unánime y firme esta dictadura universal que hace que el 0,16% de la población mundial sea dueña del 66% de los ingresos mundiales anuales, y hace que en España 1.400 personas (el 0,0035% de la población) controle recursos equivalentes al 80,5% del PIB, e hizo que en el año 2010 las 35 empresas más grandes de España hubieran aumentado sus beneficios en un 24% respecto del año anterior, mientras que los trabajadores se hicieron un 2% más pobres. Que digan bien alto que hablar de democracia mientras las cosas estén así es una farsa.
Que enseñen lo que el Vaticano II enseñó con tanto énfasis: que los bienes de la tierra pertenecen a todos, y que el que acumula roba, y que “quien se halla en situación de necesidad extrema tiene derecho a tomar de la riqueza ajena lo necesario para sí”. Que recuerden el dicho de los Santos Padres: “Si no socorres al necesitado, lo matas”. Que imaginen lo que hubieran enseñado todas las Santas Madres si se les hubiera dejado enseñar, ellas que engendraron y dieron a luz tanta vida con tanto dolor.
Que anuncien el “Reino de Dios” que Jesús anunció con la misma unción y el mismo fuego de Jesús. Y que no olviden que el Reino de Dios ha de hacerse en la tierra, como Jesús pensaba.
José Arregi