Camilo Alzate Iniciativa Debate 20/7/2012
A finales de abril el periodista francés Romeo Langlois, que acompañaba al Ejército colombiano en un operativo antinarcóticos quedó encerrado en medio del fuego cruzado de un terrible combate. El periodista cayó, como todo mundo sabe, en poder de la guerrilla que lo tuvo en el monte un mes largo. Luego fue liberado tras un acto público en un caserío remoto del Caquetá. Nada indignó tanto a los comentaristas de la opinión pública; ni la muerte de los uniformados que cayeron en la emboscada, ni la pantomima de los generales que no supieron explicar qué hacía un periodista con casco de soldado, ni siquiera el discurso de Piedad Córdoba y del comandante guerrillero durante la liberación del francés: lo imperdonable resultó ser que para el “espectáculo” y “show mediático” montado por la insurgencia se mataron siete vacas
[1]. Un banquete en el que se hartaron los subversivos y un millar de campesinos que asistieron desde las montañas, todos comiendo carne a la llanera con mamona. Es una infamia, una indecencia: en el Caquetá –hermosa tierra ganadera- la gente come carne. Los campesinos que viven sin acueductos ni luz eléctrica, ni escuelas, ni carreteras, ni servicios de salud, comen carne. Que haya colombianos en condiciones dignas del feudalismo es normal o cuando mucho accidental. Que maten siete vacas y coman carne hasta reventar es inaceptable, escandaloso.
Si fuera un hecho circunstancial de manipulación lo dejaría desapercibido. Sin embargo, el cubrimiento de la Marcha Patriótica en abril con su llegada a Bogotá reveló el mismo desprecio, el mismo odio hacia el derecho de los pobres a comer. Todos los cuestionamientos a la financiación de la movilización se acompañaban con fotos de unos famosos tamales repartidos durante la protesta. El Espectador, un periódico que se ensucia la boca con supuesto progresismo ensartaba en un titular “Hasta tamales repartieron en la Marcha Patriótica”[2], para rematar con saña “Antes de comenzar a caminar por las diferentes vías de Bogotá, a quienes hicieron parte de la marcha se les repartió (sic) tamales, pollo, arroz, papa y hasta botones del presidente de Venezuela, Hugo Chávez”. Tamales y Chávez. Banquete y caudillos. La gula y el demonio encarnado del Caribe.
Dentro del conjunto de represalias que los Ejércitos toman contra la población hostil se encuentra, invariablemente, la confiscación de alimentos. De Vietnam al Putumayo, del bloqueo a Gaza al de Cuba, castigar al oprimido significa quitarle la comida[3]. Resulta apenas lógico que a esos comentaristas y periodistas que desayunan en McDonald’s y almuerzan en el parque de la 93 en Bogotá, les aterrorice el banquete rústico de los campesinos. Ellos que no han visto desollar una res en su vida. Ellos que no podrían prescindir una hora del Twitter, no digamos ya de la luz eléctrica.
Y es que dentro del imaginario de los poderosos, un pobre tiene que ser siempre un hambriento. Nunca poseerá el derecho a aspirar a nada más, no obtendrá permiso para llenar la panza. En la cosmovisión acuñada por siglos de feudalismo católico podrido, la gula, la posibilidad de los pobres a hartarse y saciarse, de derrochar comida en excesos carnavalescos, se considera pecado capital, sinónimo de la condenación.
Existe pues un derecho garantizado a los pobres: el derecho a pasar hambre, por voluntad o necesidad.
Detrás del derecho de los pobres al hambre, único tácitamente respetado y generalizado en nuestro mundo, se oculta algo más perverso: el deseo de los ricos de poseerlo, restringirlo y controlarlo todo, incluso, la dignidad de los hambrientos. Cuando el orden no encuentra o no posee los medios para castigar a un hambriento que se sacia ilícitamente, entonces nos encontramos ante el delito, el derrumbe del Estado de Derecho y el colapso de las leyes. El hambre es normal, cotidiana. Casi diríamos imprescindible. Que los hambrientos se organicen para comer es peligroso, criminal, vandálico. Es una amenaza para la estabilidad, es el preludio del caos.
Sucedió apenas ahora[4], cuando un grupo de jornaleros andaluces tomaron comida de dos supermercados sin pagar para dársela a familias de desempleados: una noticia que por escandalosa dio la vuelta al mundo. Aunque la intención de José Manuel Sánchez Gordillo y el Sindicato Andaluz de Trabajadores era abrir un debate precisamente sobre la causa de la fractura social que supone el hecho de que en España haya más de dos millones de personas que pasan hambre, así, tal como suena, el debate tomó otro curso al amparo manipulado de los medios corporativos: no es lícito robar comida, no está permitido asaltar la inviolable propiedad privada. El hambre, que se impone de hecho bajo la actual situación de crisis, deviene legal. Saciarla es un abuso.
Haití o Somalia, naciones parias entre las parias, constituyen de facto una demostración de que las potencias se permiten todo, incluso el poder de decidir cuándo y cómo a un país le quemarán las tripas, cómo y cuándo el imperio del capital se dará el lujo de administrar el hambre, por dosis y por encargo, con racionamiento o con caridades de la ONU, en el aislamiento o bajo cobertura de FOX News. Tahar Ben Jelloun[5], escritor marroquí radicado en Francia, señala ingenuamente que llevar comida al mundo entero es apenas un problema de voluntad política: “Ciertamente, hay elección: dejar generalizarse el desorden y la injusticia obteniendo consecuencias dramáticas sobre todos, o bien decidirse por financiar el crecimiento de los países pobres”. Así es. Justo por eso, por férrea e inquebrantable voluntad política hay más de mil millones de personas que no tienen comida en la mesa, no al contrario. Ciertamente hay elección, tomada ya hace mucho.
Todo está permitido en el reino de la libertad putrefacta. Incluso el derecho al hambre de las niñas anoréxicas en el primer mundo. Lo que no se justifica, lo infranqueable, es saciar el apetito de los desposeídos. ¡Qué tiempos estos, en los que hasta comer ya no será siquiera un asunto de simple supervivencia, sino incluso un acto de peligrosa insumisión!