El 9 de octubre el parlamento español rechazó, con los votos del PSOE y el PP (los dos principales partidos políticos del país) la petición presentada por Esquerra Republicana para permitir un referéndum sobre la posible independencia de la comunidad autónoma de Cataluña, ampliamente considerada como uno de los mayores polos económicos en la península ibérica.
La negativa de Madrid se presenta en medio de una profunda crisis económica y del notable incremento de los sentimientos nacionalistas en la sociedad catalana, que se ha expresado incluso en las gradas del Camp Nou, durante el derby que enfrentó hace unos días al Barcelona con el Real Madrid en la liga de futbol.
El hecho es que el horno no está para bollos, por una parte, autorizar el referendo habría implicado graves riesgos para el estado español (incluida la posibilidad que otras provincias intentaran lo propio) pero, al mismo tiempo, rechazar dicho ejercicio democrático constituye una franca bofetada en el rostro de la gran mayoría de los catalanes, ya que, según el último sondeo realizado por el Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat, un 74,1% de la población está a favor de celebrar un referéndum sobre la independencia de Cataluña.
Como en la mayor parte de los problemas políticos, el tema de fondo es monetario y cultural. Para decirlo en pocas palabras: España está en quiebra; la irresponsabilidad de socialistas y populares ha llevado al país al borde del colapso, el crédito nacional se convierte, prácticamente, en bonos basura y buena parte de las provincias se ahogan en deudas tan monumentales como deprimentes.
En este escenario, los catalanes, que producen un importante porcentaje de la riqueza española, se sienten explotados por el resto del país y, según parece, tienen razón. Hace unos días, el propio Alberto Ruiz-Gallardón, Ministro de Justicia en el gabinete de Mariano Rajoy, declaró que la independencia de Cataluña sería ciertamente un desastre económico, pero para el resto de España. Es más leña al fuego.
El problema va más allá de la crisis y la tinta desatada tras los desencuentros entre Mariano Rajoy, presidente del gobierno español y Artur Mas, de la Generalitat, por el tema del déficit y los impuestos. La tensión deja expuesto un profundo sentimiento de antipatía entre el carácter ibérico y el catalán, exacerbado, en ambos bandos, por la falta de divisas.
La pregunta aquí no es cómo se resuelve el conflicto inmediato, sino cómo se sanan las heridas y los rencores alimentados mutuamente a lo largo de tanto tiempo, desde aquel 11 de septiembre de 1714, cuando la caída de Barcelona en manos de los borbones significó el sometimiento de Cataluña ante los dictados de Madrid. Después de casi tres siglos de afrenta no basta un apretón de manos, es necesaria la reconciliación.
Si Rajoy, el Rey y el resto de la tramoya política española quieren mantener a Cataluña –y al resto de las provincias- dentro de su país, tendrán que convencer a la sociedad catalana de que vale la pena seguir siendo españoles y de que dicha nación les ofrece un mejor futuro para sus familias, deben dejarlos elegir por las buenas antes de que la presión social o, peor aún, la violencia, los obliguen a ceder por las malas.
Es cierto que algunas de las manifestaciones del nacionalismo catalán resultan retrógradas y hasta chocantes, pero eso mismo ocurre con el nacionalismo español, ambos son casi ridículos; no se trata de buenos contra malos, sino del derecho a la autodeterminación y, en este caso, la razón la tienen los catalanes, el referéndum es simplemente justicia.
Al final del día, para superar el conflicto es necesario superar los teísmos patrioteros y comprender que el estado-nación no es un tótem ni un poder por sí mismo, es simplemente un vehículo de organización ciudadana, que solo tiene razón y sentido a partir de la participación voluntaria de las personas que lo conforman y que, cuando una amplia parte de la población quiere formar un país independiente no hay razón legítima para impedírselo, de otro modo estaríamos ante la tiranía.
El pueblo catalán está hablando con claridad, exige y debe tener la oportunidad de definir democráticamente si quiere seguir siendo parte de España y la cerrazón del parlamento ante la solicitud de ERC sobre un referéndum es una mala señal, una muestra de temor que, en el mediano plazo, puede ser muy contraproducente para Madrid.
Rajoy y compañía deben hilar muy delgado para que el tema no les explote en la cara y, aún así, si Cataluña quiere la independencia, no habrá forma válida de impedírselo. Es su derecho a la soberanía, su libertad, su decisión.
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