(Hernán Andrés Kruse)
Argentina en particular y Latinoamérica en general, han sufrido a lo largo de las últimas décadas el flagelo del golpismo. Durante muchos años el golpismo fue ejecutado por las Fuerzas Armadas que, en representación del “ser nacional”, desalojaban por la fuerza al gobernante que había sido elegido democráticamente pero cuya política atentaba contra ese “ser nacional”. El ejemplo más elocuente del golpismo tradicional fue el chileno. En 1970 el pueblo del país trasandino había elegido a través del voto al socialista y médico psiquiatra Salvador Allende. Tres años más tarde, Augusto Pinochet encabezó el golpe que contó con el beneplácito del gobierno conservador de Estados Unidos. El golpe de Estado encabezado por las Fuerzas Armadas es la manifestación del golpismo tradicional. Detrás del poder militar, se encolumnan las “fuerzas vivas” de la sociedad (Iglesia, grandes empresarios, importantes sindicalistas, medios masivos de comunicación, importantes sectores del pueblo, intelectuales, etc.). En nuestro país el golpismo tradicional tuvo su bautismo de fuego en septiembre de 1930, cuando el general fascista Uriburu derrocó al gobierno democrático de Irigoyen, dando término a la experiencia radical en el poder. Luego, se sucedieron los golpes de Estado que sufrieron Castillo en 1943, Perón en 1955, Frondizi en 1962, Illia en 1966 e “Isabel” en 1976.
A comienzos de la década del ochenta del siglo pasado, el golpismo clásico perdió vigencia. La república imperial decidió distanciarse de las dictaduras militares. Galtieri lo experimentó en carne propia durante la guerra del Atlántico Sur. Pese a coincidir con Ronald Reagan en la lucha contra el terrorismo, el gobierno republicano privilegió la unión de sangre con el gobierno conservador británico. En otros términos: la defensa a ultranza de las dictaduras militares había dejado de ser un negocio redituable para el imperio anglonorteamericano. Con la caída del Muro de Berlín y la implantación planetaria del neoliberalismo, desapareció el “cuco” soviético que había legitimado el apoyo norteamericano a cuanta dictadura militar asoló a los países latinoamericanos. Ya no había necesidad de domesticar a los pueblos “díscolos” a través de la fuerza militar. Con el cambio de escenario, “los mercados” reemplazaron a las Fuerzas Armadas en el “arte” de maniatar y sojuzgar a los gobernantes poco propensos a obedecer las reglas de juego impuestas por el sistema de dominación mundial. En 1989, el Consenso de Washington se transformó en el directorio de la gran empresa transnacional en que se había convertido el planeta. Los gobernantes que tuvieron escasa predisposición para acatar a la nueva autoridad mundial, pagaron el precio. Tal fue el caso de Raúl Alfonsín. Entre su asunción y comienzos de 1985, impuso una política económica keynesiana. Un año y medio más tarde, impuso un radical y traumático cambio de orientación económica. Del keynesianismo pasó a una política económica ortodoxa, basada en el ajuste. A comienzos de 1989 su suerte estaba echada. La hiperinflación comenzó a corroer a la sociedad. Los salarios se evaporaban mientras los precios aumentaban sin cesar. Acorralado, Alfonsín entregó anticipadamente el poder a Carlos Menem. A diferencia de lo acontecido con “Isabel”, que fue secuestrada por las Fuerzas Armadas, Alfonsín fue víctima del poder de “los mercados”, de la voluntad del poder económico concentrado que no confiaba en un presidente al que consideraba demasiado “populista”. Pese a los innegables errores que Alfonsín cometió en la esfera económica, a mediados de 1989 fue víctima de una acción destituyente orquestada por “los que mandan”. El golpismo tradicional había sido reemplazado por el golpismo económico. Diez años más tarde, De la Rúa será víctima de un golpe de similares características.
El golpismo había reaparecido con un nuevo rostro. No tan brutal como el clásico, pero igual de deletéreo para la democracia como filosofía de vida. La fuerza bruta militar había sido reemplazada por la fuerza fría y desalmada de “los mercados”. Ahora, el golpismo no era tan evidente como antaño. El presidente no era destituido sino que era obligado a renunciar ante su “incapacidad” para controlar una situación que se había desbordado por el “populismo” y la “demagogia”. Sin embargo, ese nuevo rostro no sería el último. Hace pocos años, Honduras fue escenario de la puesta en ejecución de un nuevo tipo de golpismo, más cínico incluso que el golpismo económico: el golpismo institucional. En aquella oportunidad, el presidente que había sido elegido democráticamente fue expulsado del gobierno por el accionar conjunto del parlamento y la Corte Suprema de Justicia. “Los mercados” fueron reemplazados por las columnas vertebrales de la democracia: el poder legislativo y el poder judicial. El experimento hondureño fue perfeccionado en los últimos días en Paraguay. Fernando Lugo, elegido democráticamente en 2008, puso fin a décadas de hegemonía del Partido Colorado. Lugo jamás gozó de las simpatías del orden conservador paraguayo. La semana pasada, la mayoría parlamentaria lo destituyó sin miramientos, sin garantizarle el derecho a una justa defensa. Inmediatamente, el poder judicial convalidó el atropello, mientras un reducido número de simpatizantes de Lugo salieron a las calles para brindarle su apoyo. Fue, qué duda cabe, un golpe de Estado institucional, perpetrado por una mayoría legislativa circunstancial, apoyada por el poder judicial y el establishment paraguayo.
El golpismo latinoamericano se perfeccionó con el paso del tiempo. Antes, cuando la fuerza del poder militar bastaba para derrocar al gobernante molesto, el golpismo no disimulaba su desprecio por las normas constitucionales. Luego, cuando ese accionar comenzó a tener “mala imagen” en el mundo desarrollado, los golpistas pusieron en práctica la desestabilización económica como estrategia para voltear al gobernante que no acataba las órdenes del neoliberalismo. Pero faltaba la estrategia más sutil y abyecta: presentar un vulgar derrocamiento como la puesta en funcionamiento de las instituciones de la democracia para castigar a un presidente que no gobernaba como correspondía.
Diversos rostros-el militar, el económico, el institucional-que encubren el mismo desprecio por la democracia, por la convivencia en la diversidad, por el pluralismo ideológico, por el derecho de cada uno a convivir en paz y armonía. Diversos rostros que encubren la misma aversión por el voto popular, por la legítima ambición de las masas de elevar su calidad de vida, por el voto secreto y obligatorio. Diversos rostros que encubren la defensa acérrima de intereses mezquinos, antitéticos de los intereses de las mayorías. Diversos rostros que encubren el dogmático convencimiento de que el poder debe estar en manos de minorías selectas, ilustradas, elegidas por la providencia para mandar sobre una masa inculta e irracional; de que el poder les pertenece por derecho natural; de que hay quienes nacieron para mandar y otros nacieron para decir amén; de que, en definitiva, el gobernante de turno está donde está para ser un fiel servidor de quienes se consideran genéticamente superiores a una plebe que no puede ni debe gobernarse por sí misma.
Hernán Andrés Kruse
Rosario