A veces, cuando estoy inquieta sueño que me mudo, que cambio repetidas veces de casa sin poder llegar a disfrutar de ninguna. En esa pesadilla recurrente, mi vida se desarma y las fotos de la infancia se pierden en algún camión de mudanzas. Pero eso sólo me ocurre en las noches de mediana ansiedad. Esta semana ha sido diferente. Las madrugadas se me van andando por un camino larguísimo y oscuro. Pongo la cabeza en la almohada y regreso a ese sendero rodeado de hierbas altas con el sonido de las cigarras que me taladran el oído. No voy sola, a mi lado me acompañan rostros conocidos: mis amigos de risas y calabozos, de abrazos y sobresaltos. Conversamos y las frases se quedan a la mitad porque ellos desaparecen en la maleza, se van… se los llevan. Cada noche nada más cerrar los ojos la espesura vuelve a tragarse a los míos.
Me levanto en la mañana y me digo: “ya todo terminó, ha sido sólo un sueño”. Pero después de un rato suena el teléfono y alguien me cuenta que Antonio Rodiles sigue detenido, acusado de resistirse a un arresto tan arbitrario como injusto. Voy hacia el baño aún con los párpados a medio abrir y caigo en cuenta que hace apenas unas horas Ángel Santiesteban ha sido liberado después de que lo metieran a golpes en un auto policial. El café mañanero borbotea en la hornilla y reviso mi móvil, repleto de denuncias sobre atropellos a las Damas de Blanco en varias zonas del país. Todavía la luz tiene el tono rojo del amanecer y ya presiento que el largo camino desandado en los sueños se prolonga en la realidad.
No es la maleza, sino la intolerancia; no es el canto de las cigarras sino los gritos de los autoritarios; no es la noche sino la falta de libertades. Para cuando llega el mediodía ya he comprobado que no puedo escapar de ellos, que no funcionan los pellizcos en los antebrazos, ni siquiera hundir la cabeza en agua fría. Es un hecho que esos amigos “abducidos” son una realidad concreta, tangible, no un desvarío nocturno. La tarde avanza y comprendo que mi pesadilla está por todos lados y termino regresando al trillo cercado por altas hierbas. Pero por esta vez sólo quedo yo, hablándome a mi misma para que la oscuridad no me asuste del todo. Alguien –que no veo- me agarra y me mete de lleno en la maleza. Faltan tres horas para que el reloj suene y me despierte.