Mañana decidirán en las urnas si dan la largada a la creación de un nuevo país europeo.
De acuerdo con las encuestas más recientes, la mayoría de la población de Cataluña quiere la independencia de España. En los círculos políticos y periodísticos españoles no se habla de otra cosa. Sin relegarlo del todo al olvido, se ha interrumpido el debate sobre la crisis económica y la difícil posición de España en el contexto del euro.
Las elecciones catalanas de mañana van a significar la señal de salida para un proceso de imprevisibles derroteros, con Escocia como el modelo más próximo.
El pasado 11 de septiembre, día nacional de Cataluña, tuvo lugar la manifestación más multitudinaria en toda la historia de esta región.
La conmemoración de la pérdida de las instituciones autónomas catalanas, ocurrida en 1714, se convirtió en una reclamación masiva de independencia, que congregó a más de un millón de personas bajo la bandera de las cuatro barras rojas sobre fondo amarillo y un lema: "Catalunya nou Estat d'Europa" (Cataluña nuevo Estado europeo).
Al día siguiente, el presidente de la Comunidad, Artur Mas, que lidera una coalición de centroderecha (Convergencia y Unión) abrió la carrera hacia la independencia. El panorama es así: elecciones anticipadas en el territorio catalán mañana, convocatoria de un referéndum con una única pregunta: "¿Desea que Cataluña sea un nuevo Estado de la Unión Europea?", y si el resultado es positivo, separación de las actuales provincias catalanas, Lleida, Girona, Tarragona y Barcelona del Estado español.
La sombra de Escocia está muy próxima. Tras una serie de posiciones reivindicativas por la parte escocesa, su ministro Alex Salmond y el primer ministro británico, David Cameron, firmaron un acuerdo el pasado 15 de octubre por el cual el Parlamento de Londres cede al regional de Escocia la potestad de convocar un referéndum antes de que finalice 2014, con una sola pregunta muy clara (no varias, como pretendían los escoceses), que plantee "elegir entre la Unión o la independencia". Si gana la segunda opción se rompería el tratado de la Unión de 1707, que ratificó la fusión de las coronas escocesa e inglesa en 1603, génesis institucional del Reino Unido.
Sin embargo, la situación en el territorio español tiene matices sustancialmente diferentes. Para empezar, el talante político de los firmantes: un político hábil como Salmond, que ha eludido cualquier tensión en sus demandas, unido al carácter democrático del conservador Cameron y del Parlamento de Westminster, para ceder competencias con ciertas condiciones. Por lo demás, no se parte en el Reino Unido del texto de una Constitución, que no existe, sino de un Tratado de Unión entre Inglaterra y Escocia.
En España todo es diferente, no solo la crispación de los políticos en liza. Sí existe una Constitución que hace prácticamente imposible la convocatoria de un referéndum secesionista por parte de un líder regional. La Unidad de España, según el artículo 2, es "indisoluble", con el ejército como garante. Y según el artículo 92, solo el Rey puede convocar un referéndum, a propuesta del Presidente del Gobierno central y previo permiso del Congreso.
El ministro de justicia Ruiz Gallardón ya ha declarado que si el presidente de Cataluña convoca un referendo, incurrirá en un delito, y se recuerda que su correligionario, el expresidente Aznar, modificó el Código Penal para meter en la cárcel al presidente vasco si persistía en su intención de convocar un referéndum independentista que no llegó a realizarse.
Hoy se está llegando al "ruido de sables" que sonaba durante la transición democrática ante cada atentado de Eta en el País Vasco, y el eurodiputado del Partido Popular (en el Gobierno) Alejo Vidal-Cuadras propone la formación de una fuerza especial de la Guardia Civil para intervenir en Cataluña si profundiza en sus anhelos independentistas, mayoritarios hoy por hoy.
Por lo que respecta a la prevista entrada como asociados a la Unión Europea, los líderes independentistas esgrimen con razón que Cataluña con sus 32.000 kilómetros y su población de más de 7,5 millones de habitantes, con una posición estratégica en el Mediterráneo y con un buen nivel de renta a pesar de la crisis, no tiene nada que envidiar a países más pequeños o menos poblados que hoy forman parte de la Unión Europea, como Bélgica, Dinamarca, Irlanda o Finlandia. Cataluña representa el 20 por ciento del PIB estatal, por lo que muchos proyectan una situación catastrófica para el resto de España en un escenario separatista.
El problema es que, según el Tratado de la Unión, la entrada de un nuevo miembro exige unanimidad, y el gobierno español ya ha dicho que se opondrá con toda su fuerza. En vano los catalanes esgrimen los casos de Kosovo, o de Montenegro, que tras un referéndum declaró unilateralmente su independencia y hoy está en la zona euro. O el más lejano de Québec en la muy democrática Canadá.
Muchos analistas piensan que, más allá de formalismos jurídicos, lo importante es la voluntad de un pueblo que manifiesta en las encuestas y en la calle su incomodidad por pertenecer a España y se resiente de agravios injustificables por parte del Estado central.
En las élites económicas catalanas se quejan del llamado "déficit fiscal", que estiman en 16.500 millones de euros: Cataluña es el segundo contribuyente con sus impuestos a la economía española y es el octavo en recursos disponibles: un "expolio fiscal", según los independentistas, a los que desde Andalucía o Extremadura, receptores netos de la solidaridad del resto del Estado, se tacha de egoístas e insolidarios.
Y es cierto que se ha ido creando un cierto sentimiento anticatalán en el centro de España que desde Cataluña se responde de forma simétrica: "si no nos quieren nos vamos" dicen muchos jóvenes, entre los que reina una especie de "pensamiento plácido", según el profesor de Derecho de la Universidad de Barcelona Joan Queralt: "En un contexto en el que no hay referentes o ideologías fuertes a los que acogerse, la independencia es para ellos una cosa ilusionante, positiva, que merece la pena".
Estos nuevos elementos sociológicos se unen a un sentimiento difuso en la historia de los catalanes de haber padecido agravio sostenido, como el que les impuso la dictadura franquista al perseguir el uso de su lengua propia, el catalán, tan antiguo como el castellano entre las romances.
Cuando hasta los obispos catalanes se acaban de mostrar favorables a la independencia, y muchos líderes de opinión se dejan mecer por la ola independentista con un "luego ya veremos", algunas voces solventes cuestionan una deriva que podría estar manipulada en parte por el gobierno regional para ocultar su complicidad con la crisis económica.
El sociólogo Joan Subirats, en coincidencia con muchos intelectuales de dentro y fuera de Cataluña, se cuestiona: "¿Tiene sentido reclamar soberanía en momentos en que nadie sabe muy bien dónde encontrarla? Me gustaría saber quién me acompaña en ese viaje y qué valores defiende".
Acerca de Antonio Albiñana
Periodista y analista internacional. Corresponsal de 'Público'. Director del Programa 'Las Claves', de Canal Capital.
Antonio Albiñana
Especial para EL TIEMPO