"Lo conocí cuando entró en Cabaiguán al mando de la Columna Ocho Ciro Redondo, y desde entonces no ha dejado de impresionarme. Aunque no pertenecía a su gente, ese día marché junto a su tropa tratando de conocer un poco más acerca de aquel argentino que andaba con un brazo en cabestrillo, a quien sus soldados llamaban Che, y tras él llegué hasta La Habana", expresa.
Después del triunfo, Monteagudo ingresó en el Ejército Occidental. Durante la invasión por Playa Girón le correspondió encabezar una batería de 85 milímetros ubicada en Pinar del Río. Luego, por su comportamiento ejemplar tuvo el honor de ser seleccionado como compañero de guerrilla del Che durante la misión africana del héroe cubano argentino.
Dice con orgullo que fue el color de su piel lo que le abrió el camino para acompañar a Ernesto Guevara, en 1965, a la riesgosa misión en el Congo Belga.
"Recuerdo que antes de partir, en la despedida, Fidel nos dijo que íbamos a tener un jefe muy querido y mucho mejor que él. Por eso, ya en tierras africanas, en cuanto lo observé, a pesar de su transformación, supe que se trataba del Che. Él estaba sentado en una piedra con una libretita, y lo primero que hizo fue preguntarme el nombre, entonces dijo, te llamabas Luis Monteagudo, ahora serás Angalía. Luego supe que en lengua Zwahili esa frase significaba mirar bien.
"Era un hombre muy recto, pero también muy humano. Recuerdo que cuando caí con paludismo, no se separó de mí un instante. Pero en cuanto mejoré, me dio una cura de caballo: subir y bajar lomas para que la recuperación fuera más rápida. Casi me muero", evoca Monteagudo.
Cuenta, que tras la experiencia en el Congo no volvió a verlo más. Sin embargo, tenía la certeza de que el Che no se quedaría tranquilo e iría a otro lugar de combate. Su muerte lo llenó de dolor e ira.
En octubre de 1997, cuando el regreso de su Comandante, Angalía estaba en áreas del parque Leoncio Vidal, de Santa Clara, a la espera del cortejo. "Nunca contemplé tanto silencio y respeto por un héroe", asegura. "Aquella noche lloré como nunca lo había hecho en toda mi vida", recuerda.
Después no podía soportar la tentación de ir todos los días al mausoleo donde se guardan los restos del Guerrillero Heroico y sus compañeros de la guerrilla, hasta que un día solicitó trabajar allí como jardinero, labor desempeñada con infinita pasión durante mucho tiempo. "Fue una forma que encontré de estar cerca de mi jefe", expresa el modesto combatiente.
Cuentan los trabajadores del Complejo Escultórico, que muchas veces lo sorprendieron parado frente al nicho que guarda los restos del Héroe de la Batalla de Santa Clara, hablándole casi en un susurro. Nadie sabe a ciencia cierta que le decía. Tal vez pedía una nueva orden o algún consejo, porque para los hombres del Che, él continúa siendo nuestro eterno Comandante de siempre.