Las personas buenas saben madrugar con el sol, saludan con amor cada amanecer; están alegres, activas y optimistas; hablan poco y con sencillez; no hablan mal de nadie; elogian, estimulan y sirven sin interés, tienen para los demás un buen deseo; no hablan de sí mismos, saben perdonar, no maldicen, no mienten, no engañan, no exageran, ni tergiversan.
Las personas buenas procuran ser pacientes y humildes; hacen algo por la felicidad de otros, conceden la razón y no disputan; reconocen sus errores y sus limitaciones; no se creen sabios ni poderosos, ni mejores que los demás; no humillan, ni acusan, ni subestiman, ni censuran la moral ajena.
Las personas buenas son sinceras, leales y agradecidos; no revelan secretos ni propios ni ajenos; no ridiculizan, ni maltratan; saben mirar y sonreír como los niños; no ponen acechanzas ni subyugan, no gritan ni amenazan; saben usar sus manos solo para aliviar, enseñar y bendecir.
Las personas buenas tienen la capacidad de compartir su vida con los demás. Son gente honesta, tanto en las palabras como en los hechos; son sinceros y compasivos, y siempre se aseguran de que el amor forme parte de todas las cosas que hacen.
Las personas buenas tienen la capacidad de brindarse a los demás y ayudarlos frente a los cambios que enfrentan en la vida. No temen mostrarse vulnerables; creen en su singularidad y están orgullosos de ser lo que son.
Las personas buenas se permiten el placer de acercarse a los demás y preocuparse por su felicidad. Han llegado a comprender que es el amor lo que marca toda la diferencia en la vida.
Las personas buenas no dicen todo lo que saben; aprecian a los demás y cuanto hacen, no son avaros ni envidiosos; actúan con serenidad y con decoro; se adaptan a todo y a todos, no hacen chismes, saben callar y no se meten nunca en vidas ajenas; aman a su cónyuge y son fieles; en la prosperidad no se envanecen, y la desgracia no los abate, porque saben hacer la voluntad del Padre, cualquiera sea la idea o creencia que tengas de Él.