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General: El cuento del buen papa
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De: Matilda (Mensaje original) |
Enviado: 19/03/2013 19:40 |
La Argentina se empapó. Mojada está, húmeda de gusto por su papa. Hace días y días que nadie habla de otra cosa o, si alguno sí, lo relaciona: papa y los diputados, fútbol y papado, papas y dólar blú y más papas, sus tetas operadas y el celibato de los papas. La Argentina reboza de gozo, se extasía ante la prueba de su éxito: seguimos produciendo íconos, caras para la camiseta universal. Habemus papam era una voz extraña, y en una semana se ha convertido en un justo lema de la argentinidad: tenemos papa –nosotros, los argentinos, tenemos papa. La figura más clásica de la tilinguería nacional, el Argentino Que Triunfó en el Exterior, encontró su encarnación definitiva: si, durante muchos años, Ernesto Guevara de la Serna peleaba codo a codo con Diego Armando Maradona, ahora se les unió uno tan poderoso que ni siquiera necesitó morirse para acceder al podio. Cada vez más compatriotas y compatriotos se convencen de que era cierto que Dios –al menos ese dios– es argentino.
Así las cosas, más papistas que el papa, el nuevo ha despertado aquí cataratas de elogios: que es humilde, que es bueno, que es modesto, que es muy inteligente, que se preocupa por los pobres. Sus detractores, sin embargo, no ahorran munición gruesa: algunos llegaron incluso a decir que era argentino y peronista. Y otros, más moderados, kirchneristamente basaron sus críticas en sus acciones durante aquella dictadura -y discutieron detalles. Como si no bastara con saber que, como organización, la iglesia de la que el señor Bergoglio ya era un alto dignatario apoyaba con entusiasmo a los militares asesinos.
Los críticos, de todos modos, no consiguieron unanimidad; algunos dicen que lo que hizo no fue para tanto, otros lo minimizan con un argumento de choque: que él es otro, ya no Jorge Bergoglio sino alguien distinto, el papa Francisco. Suena tan cristiano: el bautismo como renacimiento que deja atrás la vida del neófito; lo raro es que lo dijeron aparentes filósofos tan supuestamente ateos y materialistas como el candidato Forster. Y todos debatieron a qué políticos o políticas locales iba a beneficiar el prelado y su anillo a besar o no besar: me parecen pamplinas.
En el terreno nacional lo que me preocupa –lo escribí hace unos días en un diario– es el shock de cristiandad que vamos a sufrir los argentinos. Temo el efecto que este inesperado, inmerecido favor divino puede tener sobre nuestras vidas. No me refiero al hartazgo que a mediano plazo –en dos o tres días– pueda causar la presencia de Bergoglio hasta en la sopa; hablo del peso que su iglesia siempre intenta ejercer, ahora multiplicado en nuestro país por el coeficiente de cholulismo nacional que nos hizo empezar a mirar tenis cuando Vilas ganó algún grand slam, basket cuando Manu Ginobili, monarquías europeas cuando la holando-argentina se transformó en princesa.
Lo sabemos: la iglesia católica es una estructura de poder basada en fortunas tremebundas, millones de seguidores y la suposición de que para complacer a esos millones hay que escuchar lo que dicen sus jefes. La iglesia católica usa ese poder para su preservación y reproducción –últimamente complicadas– y para tratar de imponer sus reglas en esas cuestiones de la vida que querríamos privada y que ellos quieren sometida a sus ideas.
Así fue como, hace 25 años, se opusieron con todas las armas de la fe a ese engendro demoníaco llamado divorcio, que solo pudo establecerse cuando el gobierno de Alfonsín se atrevió por fin a enfrentar a la iglesia católica -y el mundo siguió andando. También intentaron oponerse a la ley de matrimonio homosexual hace un par de años, pero estaban de capa caída y no pudieron. Ahora, un papa argentino va a pelear con uñas y dientes y tiaras para evitar que un gobierno argentino tome medidas que podrían ser vistas como precedentes por otros gobiernos y sociedades regionales: el nuevo código civil, la fertilización asistida y, sobre todo, la legalización del aborto retrocedieron esta semana cincuenta casilleros. Y eso si no se envalentonan e intentan –como en España– recuperar el terreno ya perdido.
Pero peor va a ser para el mundo. El señor Bergoglio parece un hombre inteligente y parece tener cierto perfil vendible que puede ayudarlo mucho en su trabajo. Lo acentúa: cuando decide ir de cuerpo presente a pagar la cuenta de su hotel no está pagando la cuenta de su hotel –que puede pagar, un suponer, con su tarjeta por teléfono–; está diciendo yo soy uno que paga sus cuentas de hotel, uno normal, uno como ustedes. Uno que hace gestos: uno que entiende la razón demagógica y cree que debe hacer gestos que conformen el modo en que debemos verlo. Uno que, además, sirve para definir el populismo: uno que dice, desde una de las instituciones más reaccionarias, arcaicas y poderosas de la tierra, una de las grandes responsables de las políticas que produjeron miles de millones de humildes y desamparados, que debemos preocuparnos por los humildes y los desamparados.
Peor para el mundo. En estos días, demócratas y progres festejan alborozados la resurrección de un pequeño reino teocrático: la síntesis misma de lo que dicen combatir. La iglesia católica es una monarquía absoluta, con un rey elegido por la asamblea de los nobles feudales que se reparten los territorios del reino para que reine sin discusiones hasta que muera o desespere, con el plus de que todo lo que dice como rey es infalible y que si está en ese trono es porque su dios, a través de un “espíritu santo”, lo puso. La iglesia católica es una organización riquísima que siempre estuvo aliada con los poderes más discrecionales –más parecidos al suyo–, que lleva siglos y siglos justificando matanzas, dictaduras, guerras, retrocesos culturales y técnicos; que torturó y mató a quienes pensaban diferente, que llegó a quemar a quien dijo que la Tierra giraba alrededor del Sol –porque ellos sí sabían la verdad.
Una organización que hace todo lo posible por imponer sus reglas a cuantos más mejor y, así, sigue matando cuando, por ejemplo, presiona para que estados, organismos internacionales y oenegés no distribuyan preservativos en los países más afectados por el sida en África –con lo cual el sida sigue contagiándose y mata a miles y miles de pobres cada año.
Una organización que no permite a sus mujeres trabajos iguales a los de sus hombres, y las obliga a un papel secundario que en cualquier otro ámbito de nuestras sociedades indignaría a todo el mundo.
Una organización de la que se ha hablado, en los últimos años, más que nada por la cantidad de pedófilos que se emboscan en sus filas y, sobre todo, por la voluntad y eficacia de sus autoridades para protegerlos. Y, en esa misma línea delictiva, por su habilidad para emprender maniobras financieras muy dudosas, muy ligadas con diversas mafias.
Una organización que perfeccionó el asistencialismo –el arte de darle a los pobres lo suficiente para que sigan siendo pobres– hasta cumbres excelsas bajo el nombre, mucho más honesto, de caridad cristiana.
Una organización que se basa en un conjunto de supersticiones perfectamente indemostrables, inverosímiles –“prendas de fe”–, solo buenas para convencer a sus fieles de que no deben creer en lo que creen lógico o sensato sino en lo que les cuentan: que deben resignar su entendimiento en beneficio de su obediencia a jefes y doctrinas: lo creo porque no lo entiendo, lo creo porque es absurdo, lo creo porque los que saben me dicen que es así.
Una organización que, por eso, siempre funcionó como un gran campo de entrenamiento para preparar a miles de millones a que crean cosas imposibles, a que hagan cosas que no querrían hacer o no hagan cosas que sí porque sus superiores les dicen que lo hagan: una escuela de sumisión y renuncia al pensamiento propio –que los gobiernos agradecen y utilizan.
Una organización tan totalitaria que ha conseguido instalar la idea de que discutirla es “una falta de respeto”. Es sorprendente: su doctrina dice que los que no creemos lo que ellos creen nos vamos a quemar en el infierno; su práctica siempre –que pudieron– consistió en obligar a todos a vivir según sus convicciones. Y sin embargo lo intolerante y ofensivo sería hablar –hablar– de ellos en los términos que cada cual considere apropiados.
En síntesis: es esta organización, con esa historia y esa identidad, la que ahora, con su sonrisa sencilla de viejito pícaro de barrio, el señor Bergoglio quiere recauchutar para recuperar el poder que está perdiendo. Es una trampa que debería ser berreta; a veces son las que cazan más ratones.
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Bergoglio y Francisco Franco coinciden en su especial devoción por Santa Teresa de Jesús. Esto no significa que los dos personajes hayan que tener mucho en común, pero sí que la devoción a Santa Teresita no reporta de manera implícita la condición de ser buena persona ;)
·Félix Zacarías· |
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De: Quico º |
Enviado: 21/03/2013 00:27 |
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De Bergoglio a Francisco Autor: Atilio A. Boron. Politólogo, director del PLED, Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini.
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mm Poco nuevo hay por agregar a lo mucho que ya se ha dicho sobre el papa Francisco desde su sorpresiva elevación al trono de San Pedro. Trataré de sintetizar esta breve nota en torno de tres ejes: a) las acusaciones sobre su actuación durante la dictadura genocida cívico-...militar; b) su política como arzobispo de Buenos Aires y presidente de la Conferencia Episcopal; c) el posible impacto de su pontificado sobre la realidad sociopolítica de América latina. En relación con el primer punto es indiscutible que su conducta se encuadró, en términos generales, en las deplorables líneas establecidas por la jerarquía católica. No fue un monstruo como Christian von Wernich, activo participante en la comisión de delitos de lesa humanidad y por ello condenado por la Justicia argentina; o un troglodita medieval como el obispo castrense Antonio Baseotto, que propuso colgarle una piedra de molino al cuello y tirar al mar al ministro de Salud Ginés González García por haber recomendado la utilización de preservativos. Pero tampoco fue un cristiano ejemplar como los obispos Enrique Angelelli y Carlos Horacio Ponce de León, el padre Carlos Mugica, los sacerdotes palotinos o las monjas francesas Léonie Duquet y Alice Domon, todos asesinados por la dictadura, o como los obispos Miguel Hesayne, Jorge Novak y Jaime de Nevares, duros críticos del régimen militar. El por entonces Provincial de la Compañía de Jesús tuvo una conducta reprobable en relación con dos de sus directos subordinados, los sacerdotes Francisco Jalics y Orlando Virgilio Yorio, quienes ejercían su labor pastoral en una villa del Bajo Flores y fueron secuestrados y torturados por la dictadura ante la inacción de su superior, que los privó de su protección. Algunos testimonios, como el de Alicia Oliveira, rechazan estas críticas señalando su activa colaboración para salvar la vida de clérigos y laicos en peligro. Pero la evidencia documental –que no es lo mismo que una opinión– aportada en estos días por Horacio Verbitsky en Página/12 o lo que escribiera un eminente católico como Emilio F. Mignone lo tipifican como un pastor que entregó “sus ovejas al enemigo sin defenderlas ni rescatarlas”, en un caso al menos de un nieto que fue apropiado por los represores manteniendo oculta esta información por años. Lo más probable es que ambas actitudes sean ciertas, pero los buenos gestos destacados por algunos no alcanzan para opacar la gravedad de los otros. En un país en donde todos sabían de los crímenes perpetrados por el terrorismo de Estado no se puede aducir ignorancia, menos que menos un sacerdote que administraba el sacramento de la confesión y en permanente contacto con el común de la gente. En su momento, Bergoglio pidió perdón en nombre de la Iglesia “por no haber hecho lo suficiente” para preservar los derechos humanos ante la barbarie del terrorismo de Estado; debería haberlo pedido, en cambio, por el explícito apoyo que la jerarquía les brindó a los genocidas y no por lo poco que hizo para combatirlos. ¿Neutralidad o tolerancia ante el terrorismo de Estado? ¡Hum!, recordemos lo que dice el Dante en La Divina Comedia: “El círculo más horrendo del infierno está reservado para quienes en tiempos de crisis moral optan por la neutralidad”. Pero supongamos que un examen exhaustivo e imparcial dictamine la absoluta inocencia de Bergoglio en los años de plomo. ¿Qué podemos decir de su actuación durante la reconstitución democrática posterior a la dictadura? A tono con la contrarreforma lanzada por Juan Pablo II con el apoyo y beneplácito de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, Bergoglio se asoció a las tendencias más reaccionarias de la Iglesia argentina, lo que no es poco decir. Formado en el peronismo de derecha, militante de Guardia de Hierro en su juventud, durante su gestión como cardenal primado de la Argentina se alineó inequívoca y sistemáticamente en contra de todas las buenas causas: se opuso –sin éxito– al matrimonio igualitario; reaccionó con el furioso fanatismo de Tomás de Torquemada ante la muestra del artista plástico León Ferrari, que tuvo que ser levantada antes de tiempo; ha combatido con fiereza todo lo relacionado con la educación sexual, el control de la natalidad, la despenalización del aborto y los derechos de las minorías sexuales; mantiene dentro de la Iglesia (y así les extiende su protección) a criminales como Von Wernich y Julio César Grassi (condenados los dos últimos por pedofilia); atenta contra el carácter laico del Estado democrático y defiende con enjundia los privilegios que tiene la Iglesia en materia financiera y en el control sobre el proceso educacional, en abierta violación a lo dispuesto por la Constitución de 1994. En conclusión, un papa austero y alejado del boato del Vaticano con una marcada preocupación por la suerte de los pobres, pero sumamente conservador. ¿Es esto novedoso? Para nada. El conservadurismo popular tiene larga historia, y no sólo en América latina. A diferencia de su variante elitista y aristocratizante, los valores e intereses tradicionales que sostienen un orden social injusto se refuerzan, aprovechándose de la ignorancia y credulidad de los sujetos populares ganados por la prédica eclesiástica. Es un conservadurismo plebeyo, excéntrico en sus formas, pero que presta un valioso servicio a las clases dominantes, como lo prueba la obscena explosión de júbilo de los genocidas en los juzgados cuando se conoció la designación de Bergoglio como pontífice, o la desbordante alegría de las más diversas expresiones y variados representantes de la derecha argentina, o la fenomenal campaña apologética de los diarios de la burguesía y del imperio –principalmente Clarín y La Nación, este último marcando la penosa involución moral de un periódico fundado por Bartolomé Mitre, un masón probado y confeso– ante las noticias procedentes de Roma. Con semejantes amigos, ¿cómo creer que Francisco va a imitar al santo de Asís, cuya renuncia a la riqueza y los bienes materiales fue total y absoluta? En compañía de estos ricos cofrades, la “opción por los pobres” difícilmente pueda ser algo más que un lejano acompañamiento de sus sufrimientos y privaciones, pero cuidándose de enseñarles quién es el que los condena a transitar por este valle de lágrimas, padecimientos e infortunios. Hace casi medio siglo que don Helder Cámara, obispo de Olinda y Recife, explicó muy bien esta contradicción: “Si les doy de comer a los pobres, me dicen que soy un santo. Pero si pregunto por qué los pobres pasan hambre y están tan mal, me dicen que soy un comunista”. No basta con la humildad ni con la confraternización con los pobres: de lo que se trata es de enseñarles que la pobreza no es resultado de un designio divino o de un capricho de la naturaleza, sino un producto histórico de una sociedad llamada capitalista, máquina implacable de fabricar pobreza y miseria y a la cual la Iglesia jamás tuvo la osadía de condenar a pesar de su intrínseca malignidad. De los dichos y los hechos de Francisco no se desprende que esto vaya a ocurrir. Es bueno que el esclavo se rebele contra su amo, pero como decía Lenin, el cambio sólo se producirá cuando aquél se rebele contra la esclavitud, contra el sistema y no sólo contra uno de sus agentes. ¿Alentará Francisco la rebelión anticapitalista de los pobres, dado que dentro del capitalismo su suerte está echada? Nada en su biografía autoriza a pensar en ese curso de acción; lo más probable será que estimule su mansedumbre y eternice su sumisión. Es que la “opción por los pobres” de la Iglesia que surge de la contrarreforma liderada por Juan Pablo II y que barrió con los avances del Concilio Vaticano II no es la que proponía la Iglesia de Carlos Mugica, Jaime de Nevares, Miguel Hesayne, Oscar Arnulfo Romero (arzobispo de San Salvador), Sergio Méndez Arceo (obispo de Cuernavaca, México), Samuel Ruiz García (obispo de San Cristóbal, Chiapas), Pedro Casaldáliga y don Helder Cámara (Brasil) y Ernesto Cardenal (Nicaragua) o, en nuestros días, los teólogos de la liberación como Frei Betto, Leonardo Boff, Gustavo Gutiérres o Jon Sobrino. ¿Será su pontificado una remake del de Juan Pablo II? Es muy poco probable. El papa Wojtila fue un producto de finales de los setenta, cuando el mundo era muy diferente del de hoy. Fue el ariete que la burguesía imperial necesitaba para derrumbar a la Unión Soviética y los países el Este europeo. Pero esa estrategia fue eficaz porque aquellos regímenes padecían de un avanzado estado de descomposición moral, política, económica y social. En realidad, Juan Pablo se limitó a desencadenar la embestida final a un inmenso edificio que ya se venía abajo producto de sus propias contradicciones. Hoy el mundo ha cambiado mucho: el imperialismo ya no tiene, tal como lo reconocen sus propios intelectuales orgánicos, la gravitación del pasado. Los rivales son más numerosos y diversificados, y económicamente mucho más fuertes que lo que eran la URSS y los países de Europa Oriental. Sus aliados, además, son más débiles y vacilantes. La Iglesia, a su vez, se ha visto debilitada por una interminable sucesión de escándalos y carece de la credibilidad que había ganado en los años de Juan XXIII. Además, si se quisiera lanzar todo su peso para desestabilizar los procesos bolivarianos en Venezuela, Bolivia y Ecuador o las experiencias de transformación política en curso en otros países de la región, la respuesta será muy diferente de la que hace más de treinta años se verificara en el Este europeo. Aquí se trata de procesos que cuentan con un enorme apoyo popular que ni remotamente existía allá, y por consiguiente el proyecto de las derechas latinoamericanas –organizadas, orientadas y financiadas por el imperio– de reutilizar el ariete eclesiástico que tan buenos resultados le diera en Europa Oriental para acabar con los gobiernos progresistas y de izquierda en la región terminaría en un rotundo fracaso. La “revolución de terciopelo” de Checoslovaquia nada tiene que ver con la Revolución Bolivariana de Venezuela, Evo Morales no es Lech Walesa, y Correa no es Ceaucescu. No sólo los procesos y la época histórica son distintos: los enormes problemas que enfrenta hoy la Iglesia (crisis financiera, delitos económicos del Banco Vaticano, alianzas con intereses mafiosos, pedofilia y sus juicios, el celibato sacerdotal, la incorporación de la mujer al sacerdocio y el postergado aggiornamiento reclamado por Juan XXIII) difícilmente le permitirán a Francisco dedicarle mucha atención a lo que ocurra en los países de Nuestra América. Es un buen administrador y tendrá que poner la casa en orden. Es también un muy hábil político, y sabe que muy pronto deberá convocar a un Concilio que permita destrabar viejas disputas que están corroyendo la Iglesia y aislándola cada vez más del mundo real. Hace exactamente quinientos años Nicolás Maquiavelo diagnosticaba en El Príncipe que, para salvarse, la Iglesia necesitaba una revolución. Tal cosa no ocurrió. Cuatro años más tarde, en 1517, estallaba la Reforma Protestante de Martín Lutero, y la revolución quedó congelada. Ahora, la revolución es muchísimo más urgente y necesaria que antes. Si Francisco fracasa en este empeño, la suerte de la dos veces milenaria institución se verá muy seriamente comprometida. No hay que engañarse con las cifras manejadas por la prensa en estos días: de esos mil doscientos millones de católicos en todo el mundo, los realmente practicantes son una ínfima minoría, que además se achica cada día. Pretender socavar los procesos emancipatorios en curso en América Latina y el Caribe sería una pérdida de tiempo, el pasaporte para una segura derrota y un esfuerzo que desviaría al papado de su desafío fundamental. Tal vez por eso Leonardo Boff confía en que, pese a sus antecedentes, Francisco se abstendrá de seguir el curso que la derecha y el imperialismo le instan a seguir y elegirá, en cambio, el camino de la reforma. En pocos años la historia ofrecerá su veredicto. Fuente: http://www.laicismo.org/detalle.php?pk=19906
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