El espectro del nazismo sigue amenazando Europa
El enero se cumplieron 80 años de un grave suceso de la historia
mundial: Adolf Hitler se convirtió en el canciller de Alemania. A pesar
de los grandes cambios ocurridos, la vacuna contra el nazismo no es
permanente.
Dibujado por Niyaz Karim. Haz click en la imagen para aumentarla
La cuestión sobre cómo una de las naciones más avanzadas y
educadas de Europa picó el cebo del populismo misántropo y sucumbió a la
ilusión de las soluciones fáciles sigue persiguiendo a los investigadores. Y
aunque Europa ha aprendido la lección de lo ocurrido en los años 30 del siglo
pasado, es probable que esta vacuna no tenga un efecto permanente.
En la base de la ideología nazi se encontraba la
absolutización del nacionalismo racial en su forma más primitiva. A pesar de
todos los cambios experimentados, el nacionalismo como medio de
autoidentificación y estructuración del espacio político no ha desaparecido.
Por el contrario, a medida que se han borrado todas y cada
una de las fronteras como efecto de la globalización, también se ha reforzado
el deseo de la gente de aferrarse a algún hábito, a alguna tradición. Y la
identidad nacional, que implica cierta comprensión de la historia, la cultura y
la religión, se convierte en el apoyo más natural.
La situación se agrava a causa de la estratificación social.
El problema de las sociedades occidentales modernas es la erosión que están
sufriendo, la debilitación de la clase media, esa misma clase media que siempre
se ha considerado garantía de una estructura democrática. Una parte de ella ha
pasado a constituir una capa intermedia de carácter cosmopolita, capaz de
obtener beneficios de las oportunidades que ofrece la economía global abierta.
Pero hay otra parte importante en número, aquellos cuyas
oportunidades se reducen debido a que tienen que competir prácticamente con el
mundo entero, con la fuerza de trabajo barata de Asia suroriental o con los
programadores de la India y Bielorrusia, quienes ocupan sus antiguos puestos de
trabajo gracias a la externalización. Ante la pérdida de su punto de apoyo y
bajo el temor por su estatus actual y el futuro de su comunidad, esta parte se
ha convertido en un núcleo de descontento social.
Se convierten en defensores del proteccionismo en su sentido
más amplio, como defensa de las condiciones de vida a las que están
acostumbrados y que radican en el terreno nacional. Y su ira puede dirigirse a
diferentes objetivos: la burocracia de Bruselas, las corporaciones
transnacionales, los ricos extranjeros, que compran casas en la costa, o los
inmigrantes musulmanes, cuyo número va en aumento.
Por supuesto, el triunfo del nazismo estuvo relacionado con
la gran depresión que azotó al mundo a finales de la década de los 20, pero
entonces la economía sirvió más bien de catalizador. Hitler supo aprovechar el
sentimiento de humillación nacional que dominaba a la sociedad alemana tras la
Primera Guerra Mundial.
Ahora no existe tal sentimiento, y una gran guerra en la
parte desarrollada del planeta es prácticamente imposible. Sin embargo, la
conciencia mortificada por el resentimiento que provocan las injusticias del
mundo que nos rodea es también un factor muy poderoso.
La generación actual de europeos es consciente de que vivirá
peor que sus padres, y de que sus hijos, con toda probabilidad, lo harán peor
que ellos. El agotamiento del modelo de Estado del bienestar, que ha
garantizado la paz y el desarrollo de Europa desde los años 50, es peligroso
precisamente a causa de ese sentido de regresión, por la desagradable
comparación de lo que fue, lo que es y lo que será.
De aquí el fenómeno de una rebelión de la juventud de
inspiración conservadora que pide no cambiar nada, dejarlo todo tal como
estaba. Esto contrasta fuertemente con los sucesos de 1968, cuando los
manifestantes exigían apasionadamente un cambio.
Estos sentimientos, y no existen razones para creer que
desaparecerán en un futuro próximo, favorecen dos tipos de fuerza política: la
de extrema izquierda y la de extrema derecha. Las primeras estigmatizan a los
‘peces gordos’, las segundas, a los ‘aprovechados’.
Como modelo del avance más abrumador tenemos a Grecia, el
país de la bancarrota que se mantiene a flote de manera artificial. En las
últimas elecciones de 2012, el mayor aumento de votos lo registraron,
precisamente, la izquierda radical y los xenófobos nacionalistas.
La polarización de los extremos en ausencia de una
alternativa real a la política existente se asemeja a la situación que se vivía
en la República de Weimar durante los últimos años de su existencia. Grecia es
un ejemplo extremo; otros países del sur de Europa aún no han llegado a ese
nivel de desesperación, pero los parámetros son los mismos. Los gobiernos
tecnócratas aplican medidas draconianas con los dientes apretados, mirando con
temor hacia las próximas elecciones, cuando los votantes podrían cobrarse su
venganza. La cuestión es si llegará el momento en que los partidos principales
decidan entrar en alianza con las fuerzas extremas a fin de poder utilizarlas
en su propio beneficio. A qué llevo esta práctica en Alemania de todos es
sabido.
Hitler llegó al poder por la vía democrática. Un ejemplo
clásico de que la democracia es un instrumento, un procedimiento, y no un medio
para la solución de problemas ni la panacea de los males sociales. Una sociedad
sin tradiciones, o doblegada por fuertes sentimientos o emociones, como norma
general, no está capacitada para llenar la envoltura democrática con el
contenido que le corresponde.
Esta lección que parece tan obvia se olvidó a finales del
siglo XX, cuando, de la mano de los vencedores de la Guerra fría, la
democratización se convirtió en un simulacro de religión laica con sus propios
dogmas inmutables. Oriente Medio es ahora el escenario para la representación
de una obra histórica que amenaza, una vez más, con desacreditar la noción de
democracia.
Fiódor Lukiánov es presidente del Consejo de política
exterior y de defensa.