Ante la
visita histórica del presidente Barack Obama a Israel, es conveniente
ver con una mirada lúcida las fuerzas que impulsan, no sólo a Israel
sino también a todo el sistema occidental, a implementar una guerra
contra Irán. La Red Voltaire propone a sus lectores los primeros
capítulos de un ensayo del analista francés Jean-Michel Vernochet
publicado en francés por la editorial Xenia, en diciembre de 2012, bajo
el título Irán, la destrucción necesaria.
Red Voltaire
| París (Francia)
Lugar de Irán dentro del
«sistema-mundo» y geoestrategia
de los imperialistas anglo-estadounidenses
¡Hay que destruir Irán! ¡Claro que sí! No sólo para
impedir su eventual acceso al arma atómica (algo no muy probable), no
sólo porque la independencia de Irán puede poner en entredicho la
preeminencia regional de Israel, atalaya occidental en el Oriente Medio
y, como dicen algunos, Estado número 51 de los Estados Unidos de
América, a la vez que miembro 28 de la Unión Europea. Es que hay que
mantener a toda costa la posición dominante de Israel en la región, que
depende de su monopolio regional del arma atómica –en lo que constituye
une posesión de armas prohibidas, tan inconfesada como bien confirmada
mediante rumores bien orquestados.
Si por casualidad Irán lograse entrar en el club nuclear, Israel
entraría ahí mismo en una lógica de disuasión recíproca, idea de por sí
insoportable para el Estado judío. Además, un Irán dotado de armas
nucleares sería un pésimo ejemplo regional, creando así un precedente
potencialmente contagioso entre los vecinos turco, saudita y egipcio. El
temor a la «proliferación» no es más que un argumento. En
realidad se trata de un riesgo tangible a escala regional y más allá. En
resumidas cuentas, Teherán opacaría así a Tel-Aviv, mini-superpotencia
sin rival desde la caída de Bagdad, el 12 de abril de 2003.
Destruir Irán, es decir desmantelar sus estructuras políticas y
sociales de manera duradera y sumir a ese país en un caos de larga
duración, como ya se hizo con la guerra civil iraquí de baja intensidad,
será el resultado de un sistema complejo de engranajes que ponen en
juego numerosos factores, dirigidos todos hacia un objetivo único, al
extremo que el conjunto termina pareciéndose mucho a una especie de
fatalidad inevitable.
De hecho, muchos celebran con razón las riquezas minerales de Irán,
sus prodigiosas reservas petroleras más las de gas (las terceras a nivel
mundial). Ahora bien, el apetito desenfrenado de un puñado de
transnacionales del petróleo no puede ser la causa única que incitaría a
golpear a Irán, hasta ocasionar su destrucción total.
¡Hay que destruir Irán! ¡Hay que sumirlo nuevamente en «la edad de piedra»!,
como se acostumbra decir en Israel! ¡Lo mismo que ya ha sucedido a unos
cuantos enemigos de Estados Unidos y del sistema que promueve
Washington! Fue esa la suerte de Irak, de Afganistán y, hace ya 67 años,
de la Alemania derrotada.
Ya en 1944, como más tarde aconsejaría MIchael Ledeen en 2001 para
Irak, el secretario de Hacienda del presidente Roosevelt, el muy
reconocido Henry Morgenthau, quería ver a los alemanes sumidos en una
especie de Edad Media preindustrial. Ledeen, apóstol del Nuevo Siglo
estadounidense, preconizó la doctrina del «caos constructivo»,
aplicable al caso de Irak, con lo cual demostraba un notable sentido de
la continuidad histórica. Y los hechos hablan por sí solos: en 12 años
de conflicto interior de baja intensidad en Irak, los enfrentamiento y
actos de terrorismo intercomunitarios nunca cesaron, hasta que en el
verano de 2012 se produjo un terrible brote de violencia terrorista que
casi ha hecho desaparecer la esperanza de una reconstrucción creíble de
la nación iraquí asolada. O sea que la primera parte del proyecto
neoconservador –la creación del caos– es un rotundo éxito.
En Afganistán, las cosas son a la vez más simples y más claras. En octubre de 2001, al iniciarse la «Operación Libertad Duradera»,
ya no quedaba nada por destruir pues el país estaba hecho un campo de
ruinas al cabo de dos décadas de enfrentamientos indirectos entre el
Este y Oeste, bandos en los que se alistaban comunidades étnicas y
pueblos indígenas antagónicos. Entre 1979 y 1999, muchos yihadistas
afganos y militantes de al-Qaeda en lucha contra los soviéticos fueron
reclutados, entrenados y armados por los servicios especiales
estadounidenses y fueron enviados a pelear en Afganistán por los
servicios secretos paquistaníes (ISI, siglas correspondientes a Inter-Services Intelligence).
Algunos de esos elementos fueron después reciclados y enviados a otros
frentes de las guerras imperiales, tales como Bosnia, Kosovo, Irak,
Libia y ahora Siria. Véase al respecto la monografía de Jurgen El
Sasser, publicada en 2006, Cómo llegó la yihad a Europa, con
prólogo de Jean-Pierre Chevenement, ex ministro socialista francés
(ministro de Defensa de 1988 a 1991, ministro del Interior de 1997 a
2000), quien debido a su radical desacuerdo con la política de de
incondicional sometimiento de la alianza atlántica a Estados Unidos en
el Medio Oriente dimitió de su función el 29 de enero 1991, a raíz de la
Operación Tormenta del desierto, supuestamente destinada a liberar Kuwait.
Después de la destrucción de Irak y la instauración de un caos
duradero en todo el país, Teherán se dio a la tarea de contrarrestar las
maniobras del Departamento de Estado tendientes a aislar a Irán en el
escenario regional, especialmente en las petromonarquías sunnitas del
Golfo Pérsico, lo cual hizo con consumada habilidad a través de sus
diplomáticos. Irán logró aparecer durante algún tiempo como un sucesor
potencial del Irak baasista capaz de imponer su liderazgo a la región.
Hoy en día, este edificio diplomático se ha desplomado frente a las
petromonarquías, manejadas por los dos Estados wahabitas aliados de
Estados Unidos (y de hecho manejadas también por Israel, el aliado más
cercano de Washington) Qatar y Arabia Saudita, que están preparando casi
abiertamente el enfrentamiento con el Irán chiita y su destrucción como
potencia emergente.
Irán, por cierto, puede servir como base de retaguardia, con apoyo en
varias formas posibles, a las comunidades chiitas de la Península
Arábiga, empezando por la de Bahrein, donde son mayoritarios los
chiitas, que padecen continuas humillaciones y represión por parte de la
minoría sunnita en el poder, y esto con la ayuda activa de las fuerzas
armadas del vecino saudita. Además, aunque son étnicamente árabes, los
iraquíes de confesión chiita se mostrarían seguramente más solidarios de
sus hermanos iraníes que de los wahabitas que sólo los consideran como
herejes a los que hay que someter. Estamos pues presenciando una guerra
no declarada, pero que ya tiene por campo de batalla, después de Irak, a
países como Siria y Líbano, además de Bahréin, que estaba, en junio
2012, a punto de verse anexado por Riad.
Otro eje de reflexión sería Turquía, enemiga tradicional de Persia, y
que pareció por un tiempo haberse acercado a su vecino chiita, como lo
sugería el acuerdo tripartita firmado con Teherán y Brasilia en julio
2010, un convenio relativo al enriquecimiento fuera de las fronteras
iraníes de materias físiles útiles para el programa nuclear iraní, lo
cual disgustaba muchísimo al Departamento de Estado desbordado por la
aparición de inesperados actores multipolares. Pero muy pronto todo
volvió al cauce «unipolar».
De la misma forma, Ankara demostró cierto humor no alineado frente al
Estado judío (socio de Turquía en múltiples aspectos), cuando la crisis
de la «Flotilla de la libertad», la flotilla humanitaria
brutalmente asaltada por la marina israelí el 31 de mayo 2010, cuando se
dirigía a Gaza. Pero la bronca no pasó de ahí. Porque hay un dato
inamovible: Turquía sigue siendo el pilar oriental de la OTAN, una
potencia decisiva en los flancos este y sur de Europa. Esto se vio
también en Túnez, donde Ankara respaldó el ascenso al poder del
Movimiento por el Renacimiento, o sea el partido islámico Ennahda, todo
lo cual se hizo con el tácito beneplácito de Estados Unidos ya que
Ankara es precisamente la correa de transmisión de Washington en todo el
Mediterráneo. Las peleas puramente circunstanciales con Israel son
oportunamente escenificadas para alimentar las ambiciones neo-otomanas, o
las fantasías de restauración del califato de antaño, que sería
garante, como «Sublime Puerta», de la unidad de la Umma, la comunidad de creyentes del Islam.
“In God We Trust”, divisa oficial de los Estados Unidos de América.
La teocracia iraní es la que debe ser destruida, pero no por ser tal.
En definitiva, Estados Unidos es también una especie de teocracia
parlamentaria, cuyo lema «In God we trust» figura en su fetiche,
el dios dólar. E Israel es también una teocracia disfrazada ya que la
Tora, o sea la Biblia en su versión hebraica, le sirve de Constitución y
representa una de las fuentes del código civil israelí. Israel es
además un país donde los sacerdotes son los únicos habilitados para
pronunciar un divorcio.
A su vez, el Irán revolucionario practica la democracia al celebrar
elecciones parlamentarias de forma regular. Pero Irán es el país que se
halla en medio de la rivalidad entre las grandes potencias que desean
apoderarse de los yacimientos de energía fósiles o por lo menos
controlarlos. Se dice además que Irán podría tener las segundas reservas
mundiales de gas, el combustible que debe asegurar la transición entre
la era del petróleo y las energías del futuro (tales como la pila de
combustible o el procesamiento del torio, para el cual India se está
preparando). El gas licuado es fácil de transportar y puede sustituir
el déficit de hidrocarburos, antes de asegurar la continuidad del
abastecimiento cuando se alcance el «pico de producción», es
decir cuando la oferta de productos petroleros resulte inferior a la
demanda, demanda que está entrando en un auge vertiginoso por el
crecimiento vertical de los llamados países emergentes. Lo que no
sabemos es si ya hemos llegado a ese punto de giro…
No mencionaremos aquí los argumentos emocionales, que tienen que ver
con la democracia, los derechos humanos y la condición de la mujer y que
no son más que recursos retóricos útiles para envolver en una niebla
verbal y sentimental ciertas realidades geoestratégicas mucho más
prosaicas. Se trata de un discurso mediático que caricaturiza el paisaje
sociológico musulmán en general e iraní en particular, en realidad
mucho más matizado. Desde Europa, a menudo se considera a los musulmanes
como retrógrados, cuando en realidad distan mucho de ser tan
esquemáticos como son los prejuicios occidentales.
Por ejemplo, en Irán, las mujeres jóvenes son tan modernas y
autónomas como sus hermanas turcas, en las grandes metrópolis. Y los
miembros de la OTAN, cuyos drones asesinos golpean a ciegas y muchas
veces caen sobre objetivos civiles, se indignan cuando algunos
traficantes de droga, el veneno que acaba con innumerables jóvenes
europeos y rusos (entre 30 000 y 100 000 muertes al año) son ejecutados
después de un juicio por un tribunal regular. Recordemos, sin embargo,
que la pena de muerte sigue vigente en 33 de los 50 Estados
estadounidenses. Además, la OTAN tiene fama de dedicarse directamente al
tráfico de estupefacientes, y a la vista de los rusos, entre Afganistán
y Europa y a través del territorio de la Federación Rusa y de los
Balcanes, especialmente a través de Kosovo, donde se encuentra
precisamente Camp Bondsteel, la mayor base militar estadounidense fuera
de Estados Unidos. El 5 de abril 2012, por boca de Alexander Gruchko,
viceministro ruso de Relaciones Exteriores, Rusia prohibió oficialmente a
la OTAN el traslado de heroína a través de su territorio, al
considerarse blanco de una guerra de agresión por parte de los
narcotraficantes.
Todas las razones que hemos expuesto (la codicia que despiertan los
recursos iraníes y el ascenso de la República Islámica como potencia
regional) justifican el derrocamiento del régimen iraní. Y si esta
política fracasa, se acudirá a la destrucción metódica de las
infraestructuras militares, industriales y administrativas de Irán.
Pero la razón fundamental se sitúa a otro nivel, en la mecánica del
gran juego que opone Estados Unidos a Rusia y China en el Cáucaso, en
los altiplanos iraníes y en las llanuras del Hindukush, por el control
del Rimland, es decir por el control («endiguement/containment»)
del espacio continental euroasiático por las potencias talasocráticas y
mercantiles angloamericanas. Esa mecánica se inscribe, más allá de la
oposición entre potencias marítimas versus potencias continentales, en
un sistema-mundo, una economía planetaria que abarca o subsume la
tectónica de las placas geopolíticas… bloque del Atlántico norte
(Estados Unidos + Europa) contra bloque euroasiático, (Rusia y China).
Irán, o sea el pueblo iraní, sigue estando por ahora parcialmente
fuera o en la periferia del sistema-mundo regido por los dogmas
económicos del ultraliberalismo estadounidense. Es una vulgata
neocapitalista que se abrió camino en 1962, en Chicago, con Capitalismo y libertad,
la obra fundamental del Premio Nobel Milton Friedman. Este autor es
considerado como el teórico mayor del anarcocapitalismo, el equivalente
de Karl Marx en el materialismo histórico. Se trata, sin embargo, de
configurar una episteme neoliberal que Irán se niega a avalar del todo
ya que el derecho islámico prohíbe el préstamo con interés (aún cuando
se toleran ciertas excepciones), mientras que el capitalismo moderno
descansa esencialmente en la deuda, especialmente con tasas variable y
en condiciones de usura. Además a Irán se le antojó intentar vender su
crudo en euros o por oro, lo cual provocó una respuesta inmediata: el
embargo petrolero sobre las ventas iraníes de hidrocarburo que se puso
en vigor el 1 de julio 2012.
Por supuesto, era intolerable para Estados Unidos que un Estado diera
semejante ejemplo y que se negara a acatar la ley de los mercados, es
decir a endeudarse hasta lo insostenible, como hacen dócilmente las
democracias occidentales supuestamente gobernadas por el principio
aristotélico del «bien común». Esto desemboca en el sistema oligopólico que conocemos, el cual impera sobre «masas»
anónimas reducidas a la pasividad frente al crimen organizado en las
bolsas financieras por cárteles financieros y mafias de iniciados de
todo tipo que organizan el saqueo de las naciones y la extorsión de los
pueblos para desgracia de nuestro planeta nuestro, ya en peligro de
verse pronto reducido a un desierto de concreto, extensiones áridas
agotadas por cultivos a escala súper industrial y a océanos cubiertos de
desperdicios plásticos que van y vienen según las corrientes marinas y
los caprichos meteorológicos. Todo esto podría parecer excesivo en
tiempos de calma chicha, pero la increíble sucesión de escándalos que
actualmente sacuden el mundo financiero (Barclays, HSBC, Liborgate y
demás) confirman que no estamos exagerando.
En realidad, este nuevo orden internacional al que se quiere someter a
Irán se vale de reglas del juego definidas y establecidas en EEUU. Son
reglas orientadas siempre en el mismo sentido, destinadas a agarrotar
las defensas naturales y culturales (entre otras) de los pueblos para
disolverlos en el gran caldero mundialista, después de desvitalizarlos, o
sea desarmarlos física y moralmente.
Algunos días antes del asalto estadounidense, el presidente Saddam
Hussein hizo destruir ante los observadores de la ONU la totalidad de
sus misiles de corto alcance para demostrar su buena fe. Exactamente el
1º de marzo 2003, Irak, bajo supervisión de la comunidad internacional,
procede a la destrucción de misiles Al-Samud 2, que alcanzan a
más de 150km, la distancia prevista por los acuerdos de desarme
concluidos después de la derrota iraquí el 28 de febrero 1991. Veinte
días después, el 20 de marzo, los anglo-estadounidenses emprenden la
operación «Libertad de Irak», dando paso a 12 años candentes para los recién liberados de la ex dictadura baasista.
De la misma forma, el guía libio Khaddafi renunció en 2004 a su
programa nuclear, simultáneamente abrió su país a las empresas
anglosajonas y en 2007 liberó a las enfermeras búlgaras (presas bajo
acusaciones fantasiosas) detenidas durante 8 años en territorio libio.
Khaddafi creía haberse congraciado nuevamente con sus nuevos amigos
occidentales, los mismos Cameron y Sarkozy que acabaron con su vida, con
su régimen y con los ahorros de su país. Y lo hicieron con cobertura de
una OTAN disfrazada de misión «humanitaria». Los únicos que no
han bajado la guardia ni han entregado su armamento son los norcoreanos y
Washington tiene mucho cuidado en no provocarlos … ¡ya sabemos por qué!
La reducción de Irán, que se pretende conseguir desde hace una
década, apunta a aniquilar su soberanía y su independencia, lo cual nada
tiene que ver con la propaganda acerca de lo retrógrado de una
teocracia que obliga a las mujeres a llevar un pañuelo de cabeza, lo
cual hacen con mucha elegancia, por cierto…
El problema que preocupa a Occidente no es el Islam: con todo lo
arcaico que pueda ser, Estados Unidos, Francia y el Reino Unido se
entienden muy bien con el Islam de Arabia Saudita y Qatar, porque estos
les proporcionan el anhelado petróleo. El problema son las riquezas
naturales de Irán, gas, petróleo, cobre, que son instrumentos de
poderío. Es decir, instrumentos que permiten llevar adelante políticas
autónomas que escapan a la gran planificación de los mercados y de los
estados mayores impuestas a través de la diplomacia del garrote, tal
como la encarna el CentCom. No perdamos de vista que comercio y fuerza
armada se sitúan en el prolongamiento uno del otro como simples «momentos» de un mismo concepto.
Agreguemos a todo lo anterior la localización de Persia en el punto
de encuentro entre el Asia Menor y el Asia Central, con lo cual Irán
ocupa una posición clave en las rutas estratégicas de drenaje de las
energías fósiles desde el Asia Central y la Cuenca del Mar Caspio hacia
salidas al mar: Mar de Omán, Golfo Pérsico, Mediterráneo oriental, Mar
Rojo vía el Golfo de Aqaba para el control de los abastecimientos de
China a través del Xinjiang y últimamente en el dispositivo de cerco (containment) que la superpotencia estadounidense y sus aliados europeos imponen con vistas a contener el espacio euroasiático, el llamado Heartland, según Mac Kinder.
Irán
ocupa una posición clave en las rutas estratégicas de drenaje de las
energías fósiles y sería esencial en el containment que Estados Unidos y
sus aliados europeos tratan de imponer al espacio euroasiático.
Reducir las capacidades de autonomía soberana de la República
Islámica de Irán, he aquí el objetivo final. Recortarle las alas e
integrarla a un dispositivo cuyos centros serán primero Londres y
Washington, pero también Bruselas y Frankfort, afectando la naturaleza
teocrática del régimen, la cual no es sino un blanco secundario de la
fría vindicta occidental. El término vindicta es el indicado para
traducir la idea de que si bien hay una determinación racional para
justificar el proyecto, ésta se autoalimenta hasta convertirse en una
pasión…
Hay que recalcar que el ultraliberalismo convive con el integrismo
religioso, wahabita especialmente, desde Harry St. John Bridger Philby,
negociador del tratado de Juddah concluido entre Ibn Saud y el Reino
Unido en 1927. Este pacto es el que fija el destino común de los
anglo-estadounidenses y Arabia Saudita, extendiéndose después a Qatar y a
sus enormes yacimientos petrolíferos.
Volviendo a la vindicta occidentalista, ésta va mucho más allá de un
simple anhelo de hegemonía o un apetito común por el saqueo de las
riquezas naturales y humanas de Irán, según una lectura marxista
esquemática de la relación entre centro y periferia.
La integración de Irán no se refiere a un espacio vital de expansión,
como se estilaba en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, sino que
abarca una zona de influencia económica global de vital interés para el
sistema América-mundo y la perpetuación de su modelo, el de la sociedad
establecida en la tierra de «Canaán, tierra de leche y miel», después del despojo de los amerindios como paso previo a la realización del «sueño americano».
Sería un error imaginarse que Estados Unidos decide por sí solo el
porvenir del mundo, aún cuando ese país se encuentra preso de un modo de
vida que mueve a sus ciudadanos a devorar recursos. En 2010 y por
primera vez, el consumo de energía de China Popular –que representa una
quinta parte de la energía consumida en 2009– superó el de Estados
Unidos, pero con una población 5 veces mayor que la estadounidense (Se
supone que el consumo de energía de Estados Unidos aumente en un 14%
entre 2008 y 2035. Por esa fecha ese país consumirá unos 22 millones de
barriles diarios en vez de los 19 millones de barriles diarios que
consumía en 2008, aún cuando se reduzca la parte de las energías
fósiles, que ya no representarían más que el 78%, en lugar del 84%
actual, con motivo del desarrollo de las energías alternativas).
De hecho, Estados Unidos, aun «siendo mundo», funge como un
subconjunto del mismo, como una de las ruedas de una mecánica mundial.
Es por ello que, al mismo tiempo, Estados Unidos se ve apresado por sí
mismo y atrapado en un sistema planetario que le dicta e impone sus
obligaciones y sus necesidades, en una lógica de competencia y
sobrevivencia. Para Estados Unidos, la única alternativa es progresar o
declinar. Y este sistema en perpetuo desequilibrio está involucrado en
una carrera hacia la destrucción mutua segura por agotamiento de los
recursos. Se trata de una lucha a muerte porque los desequilibrios
demográficos conspiran ahora en contra del mundo occidental y a favor de
Asia y África; es un desequilibrio que se sigue compensado con el
adelanto técnico de Estados Unidos, especialmente en materia de
armamento, pero ¿hasta cuándo?
Desde este único punto de vista, Irán no es más que un peón en el
tablero de ajedrez, aunque sí se trata de una ficha decisiva, debido a
su posición en el mapamundi, en la gran estrategia anglo-estadounidense
de contención de las dos superpotencias continentales: Rusia y China.
Estos dos Estados, en el Consejo de Seguridad, ya han bloqueado por tres
veces la marcha euro-atlántica hacia Teherán, que está obligada a pasar
por Damasco (el último doble veto se dio el 19 de julio 2012 en un
momento en que ardían los suburbios de la capital siria). Como puede
verse, el caso iraní va mucho más allá que el problema de los recursos
energéticos del país, inscribiéndose en un juego de control y dominación
de dimensión planetaria… no olvidemos que quien tenga bajo control el
gas iraní podrá ejercer presión sobre toda Asia, aun si no llega a
dictar su ley del todo.
En cuanto al modus operandi, se tratará, antes o después del
inicio oficial de las hostilidades, de neutralizar al máximo el
potencial nuclear iraní de carácter civil. A los estrategas del Nuevo
Orden Mundial no les importa que la población iraní pierda su confort
eléctrico y su prosperidad económica. Sus puestos de mando militares y
políticos serán destruidos mediante unas cuantas «decapitaciones»,
como las que precedieron la ofensiva general del 20 de marzo 2003 en
Irak, que estuvieron dirigidas contra las residencias de personalidades
situadas al sur de Bagdad. Las fuerzas estadounidenses ya habían
decidido de antemano decapitar el régimen, eliminando al presidente
Sadam Husein, a sus dos hijos y a algunos dignatarios del partido Baas,
supuestamente alojados en los edificios bombardeados.
En realidad la guerra contra Irán ya comenzó, aunque no alcancen
resonancia mediática los asaltos de ese conflicto, como las campañas de
asesinatos selectivos contra científicos que trabajan en el programa
nuclear, o los ataques contra las redes informáticas de las centrales
atómicas a través de por medio de sofisticados virus informáticos, como Flame o Stuxnet concebidos en el marco de un joint-venture
israelo-estadounidense… Son otras maneras de librar batallas antes de
la guerra, pero siempre con el mismo objetivo: hacer retroceder Irán a
tiempos premodernos, después de acomodar allí un gobierno «blanqueado»,
o sea hecho a la medida, democrático, aunque sea de lo más corrupto,
como el equipo dirigente del presidente afgano Karzai, en todo caso
estrechamente sujeto a la política de Washington.
Conviene precisar una vez más que las políticas que aplican los
dirigentes de Estados Unidos no son mucho más autónomas que las de sus
homólogos europeos, por ejemplo rusos o chinos, a diferencia de lo que
supone el público. Es decir, los dirigentes estadounidenses no proceden
según su voluntad propia o la de aquellos que los manipulan detrás de
bambalinas, trátese de grupos de presión, petroleros,
militaro-industriales, transnacionales de la química o productoras de
semillas, etc. En la realidad, las líneas políticas responden
efectivamente a las necesidades, a los intereses y a las demandas que
emanan de distintos actores económicos, financieros y políticos, pero
participan in fine de un sistema que evoluciona según su lógica
propia, englobando un conjunto complejo de subsistemas interdependientes
que interactúan entre sí.
Factores como la seguridad del Estado hebreo, el mantenimiento de su
preeminencia regional, la perennización de su monopolio nuclear y la
visión escatológica, compartida por importantes minorías en el seno de
estas tres teocracias a la vez verdaderas y falsas (los Estados Unidos
judeocristianos, Israel –Estado mesiánico por definición– y el Irán
chiita que vive a la espera del regreso del Mahdi), intervienen tanto en
los cálculos de anticipación estratégica como en las elecciones
geopolíticas, y lo hacen en detrimento de la estabilidad regional, la
cual ya no aparece como un fin en sí, como tampoco sucede con el
desarrollo o la construcción de Estados o economías viables… Y es que el
comercio y las industrias prosperan bastante bien en el terreno de la
inestabilidad y mejor aún en los campos de ruinas.
Además, la reconstrucción es un mercado en sí. En 1991, la
rehabilitación de las infraestructuras petroleras kuwaitíes figuraba de
antemano como botín de guerra para las empresas estadounidenses… y
también para los demás miembros de la coalición. Por haberse abstenido,
Francia sólo logró obtener después algunas migajas de ciertas obras de
reconstrucción destinadas a impulsar la economía estadounidense, ya muy
golpeada por aquellos años, debido a las crisis petroleras de 1973 y
1979. No debemos olvidar que la destrucción forma parte de ese ídolo
llamado crecimiento: producir siempre implica empezar por destruir algo.
Por lo tanto, las guerras son momentos culminantes, en el sentido
hegeliano, de los ciclos económicos. La guerra es un elemento necesario,
incluso vital, para que perdure el sistema. El llamado «místico del ateísmo», el novelista Georges Bataille, ya lo desarrollaba en su ensayo de 1949 titulado La parte maldita.
El desorden supremo que es la guerra resulta ser, por consiguiente,
un modo de gobierno entre otros, con un lugar propio y natural en el
sistema-mundo actual, como acompañante de las crisis inherentes a la
unificación del mercado y a la absorción de los Estados soberanos, en su
seno y bajo el imperio de su única ley, una vez despedazadas sus
estructuras y cualquier armazón federativa interna, porque los
Estados-nación son todos –con excepción del Nuevo Mundo, que se edificó
sobre un mosaico de comunidades sin mayor vínculo orgánico que el
reparto de los dividendos del progreso– federaciones de pueblos que se
encontraron históricamente fundidos o asociados en un destino
compartido. Ahora bien, las naciones orientales edificadas a lo largo de
los siglos demuestran ser a veces reacias a someterse a los encantos
excesivos de la permisividad consumista occidental, en el sentido de
ideología del consumo adictivo que desemboca en el fetichismo lamentable
de la mercancía. Por esto es que el Ordo ab chaos sucedió al antiguo
«divide y vencerás» y de ahora en adelante se trata de gobernar por y
dentro del caos, triste consigna…
Podemos ir más allá: después de ser actores y promotores, los
oligarcas anglo-estadounidenses, industriales y financieros, oficiales
de la caballería financiera mundializada –así como sus émulos de los
demás continentes– terminan estando al servicio, y siendo incluso
esclavos, de las lógicas que ellos mismos promovieron y de las que
supieron sacar el máximo provecho para asentar sus fortunas... Dichas
lógicas terminan por dictar u orientar la conducta de esos sectores
según una inflexible ley física que responde al principio de que todo «objeto»
inerte o viviente siempre es otra cosa y algo más que la suma de sus
partes. Si las partes son aquí los actores y decisores económicos,
financieros, industriales y políticos, el todo, la totalidad englobante,
es el sistema cuyos miembros están al final supeditados al mismo.
Pero esto no conlleva de ninguna manera una nueva fatalidad
desresponsabilizante sino, por el contrario, una conciencia clara de que
ese sistema lleva la humanidad a la desaparición –destrucción
programada y señalada por las guerras que se avecinan en contra de Siria
e Irán, y de esa otra, tal vez suicida, en contra el bloque
euroasiático– lo cual debería servir para invertir la tendencia. O
podría suceder que el hombre no encuentre en sí los recursos de
sabiduría indispensables para concebir un nuevo modelo, contrario al
modelo actual, a la vez sabio y salvaje, por no decir reptiliano, si se
toma en cuenta su oscura afición depredadora y el papel creciente del «dinero negro»
en la economía. Tal vez entonces sea inevitable pasar por la
destrucción mutua asegurada, en los planos económico, financiero o
militar… antes de poder esperar construir otro pensamiento, una visión
diferente del mundo y echar a andar otras matrices económicas y modelos
sociales nuevos.
Así pues, partiendo de la constatación empírica según la cual el todo
siempre es más que la suma de sus partes, el conflicto Irán-Occidente
no se puede reducir a la suma de reproches formulados contra Persia y
contra los persas, ni reducirse a una confrontación de expansionismos
rivales, ni mucho menos a un juego de fuerzas más o menos coyuntural.
Desde este punto de vista, la posición de la República Islámica de
Irán, en la mirilla de los Estados Mayores anglo-estadounidenses y de
sus aliados de la OTAN, parece poco envidiable y da mucho que pensar.
Sobre todo en la medida en que nada indica que los dirigentes iraníes
tengan la menor intención de modificar su política de independencia
energética basada en la fisión del átomo… ambición contraria a la
dinámica sistémica de largo alcance que determina las decisiones
geoestratégicas de Estados Unidos. Resumiendo: no es el átomo en sí lo
que molesta, el cuento de la amenaza nuclear persa es pura fábula, por
lo menos hasta el día de hoy. Que Irán pueda utilizar el átomo es lo que
le dará al cabo de un tiempo una real independencia, energética,
económica y política. Y es ahí donde radica el peligro. Irán termina
siendo la piedra en el zapato del sistema, una piedra que hay que
eliminar como sea.
Irán es un obstáculo que hay vencer, barrer o borrar a corto o
mediano plazo, a menos que un deus ex machina, bajo la forma de un
acontecimiento totalmente inédito, venga a modificar el rumbo de las
cosas y el reparto actual en la función global. Rusia puso a prueba, el 7
de junio 2012, dos misiles intercontinentales con cabezas múltiples, el
Bulava y el Topol, que sobrevolaron el Medio Oriente,
desde Armenia hasta Israel. ¿Es posible que eso haya logrado calmar los
ardores de los halcones de Washington, Riad, Doha, Londres y Tel Aviv?
¡Ojalá!
Pues sí, hay que destruir Irán como sea, por lógica y a cualquier
costo, incluso si ello da lugar a un conflicto regional o mundial
imposible de controlar. Algunas declaraciones oficiales de China y Rusia
contemplan esa posibilidad. China, superpotencia militar, ya ha
multiplicado en estos últimos años las advertencias en cuanto a las
situaciones incontrolables que podrían producirse en el Medio Oriente,
región de crisis que ya cuenta 60 años de inestabilidad permanente,
especialmente en los últimos 20 años. Esas crisis van en aumento y las
tensiones Este-Oeste van a la par, a tal punto que se puede hablar de
guerra fría, y esto se hace cada día más claro en el contexto de la
crisis siria.
Es por eso que, entre las amenazas recurrentes en estos últimos años
de ataques unilaterales contra las instalaciones nucleares iraníes por
la aviación israelí o por misiles de crucero embarcados en los
submarinos furtivos proporcionados por la Alemania de Angela Merkel,
muchos observadores prudentes pronostican un incendio dentro de poco,
quizás en los próximos meses.
Los anuncios de guerra inminente no son nada nuevo, pero no por eso es menor el peligro asoma, que parece cada vez más cercano.
Hay que destruir Irán, no por ser una nación chiita, sino por tratarse de una «teocracia nacionalitaria» que hay que «normalizar».
O sea, no es que se pretenda atacar el Islam. El objetivo es el
Estado-nación, modelo y concepto contra el cual la democracia universal,
participativa y descentralizada, ha declarado una guerra sin piedad
desde 1945. A la Nación, desde la Segunda Guerra Mundial, se le acusa de
todos los males, empezando por la guerra. Sin embargo, a pesar de lo
que dijo recientemente la secretaria de Estado Hillary Clinton,
convencida de que «a lo largo de sus 236 años de existencia, Estados Unidos ha defendido la democracia en el mundo entero»,
debemos recordar que esto le costó unas 160 guerras exteriores antes de
1940, en su mayoría guerras de injerencia, en busca de la anexión de
territorios o de la expansión.
Lo que conviene normalizar es el carácter revolucionario, nacional
islámico y místico de Irán. Esto ya figura como necesidad y prioridad en
las agendas políticas occidentales (Estados Unidos, Israel, Unión
Europea): hay que convertir a Irán en una democracia liberal.
Quiéralo o no, la República Islámica tiene que fundirse en el gran
caldero de las sociedades disgregadas, dentro de un espacio regional de
libre cambio, como el que justifica la construcción europea, por
ejemplo, donde la fragmentación social, por no decir atomización
individualista, permite la máxima segmentación de los mercados. Ello
servirá para desmultiplicar los actos y los actores económicos: minorías
étnicas, confesionales, sectarias y sexuales, mujeres, grupos de edad
subdividas a su vez; así es como los niños se convierten en objetivos de
la publicidad a los 2 años de edad, edad para una precoz inmersión
escolar. Dicha segmentación ad libitum choca con las barreras
morales, o sea con aquello que conlleva cierta rigidez en las
costumbres; pero se trata de una segmentación imprescindible para la
plena integración del país en el mercado único o unificado dentro del
sistema-mundo.
El sistema-mundo se estructura en torno a unos pocos centros
nerviosos y sus satélites, las grandes plazas bursátiles. Las
principales son la City de Londres, la isla de Manhattan, Francfort y
también la bolsa de materias primas en Chicago, donde se decide el
destino de la alimentación de los pueblos del mundo, especialmente de
los pueblos del Tercer Mundo, que padecen los flujos y reflujos de las
tasas de cambio inducidos por la especulación frenética y se encuentran
por lo tanto indefensos ante las turbulencias de los mercados,
extremadamente inestables.
Es que la volatilidad necesaria, o mejor dicho consustancial de la
economía financierizada, exige una flexibilidad y sobre todo una
movilidad de la producción y los circuitos de distribución, lo cual
requiere cada vez más deslocalizaciones y reestructuraciones que no
afectan únicamente a las sociedades postindustriales, dando lugar a «planes de ajuste», o «planes sociales», considerados por el sistema como simples variables.
Se trata de un sistema económico que no tiene en cuenta el factor
humano y de un sistema especulativo que se alimenta del desequilibrio
mismo en que se mantienen los mercados, llegando a armarse un aquelarre
donde prosperan los juegos a la baja o al alza, los delitos de
iniciados, los rumores asesinos, las «ofertas públicas de compra»
de tipo caníbal, etc. Este motor económico tiende a desbocarse del todo
y acelera la sobreexplotación de los recursos naturales hasta
agotarlos, con una simple finalidad, la destrucción masiva consumista,
conocida como «crecimiento».
Ese es el núcleo del reactor económico que está a punto de salirse de
control y que bien puede estarnos llevando a una fusión demoledora.
Muchos lo comentan con toda razón, sin catastrofismo ni angustia
neurótica. Después del Chernobyl financiero del 14 de septiembre 2008,
está por llegar un Fukushima económico global, con el derrumbe del euro y
el estallido de la Unión Europea, al que seguirá el probable colapso
probable de Estados Unidos. Llegados a ese punto, una guerra de gran
magnitud es lo único que pudiera salvar un sistema que ya alcanzó una
velocidad tan alocada que implica pérdida de control, porque ha
alcanzado la fase de agotamiento de sus recursos dinámicos.
La destrucción de Irán debe dar paso a la salvación de Occidente,
evitarle la quiebra, y tal vez –esperanza bastante quimérica– dar un
nuevo impulso al sistema, hacerle entrar en un nuevo ciclo rico de
potencialidades abiertas gracias a la economía «verde». Con lo
verde, se procura darle un barniz ético al sistema que empezó su ascenso
vertiginoso a finales del siglo XIX mediante el abandono casi total de
los frenos impuestos por el «orden moral» de antaño, hoy en día
repudiado porque estaba fundado en metafísicas y en un edificio
teológico. Si bien la transgresión de los imperativos morales era algo
frecuente en el pasado, cada cual sabía al menos dónde se situaba el
límite a respetar y cuál era la regla. Uno trataba de mantenerse en el
marco de lo éticamente aceptable y próximo al eje del deber, al menos en
apariencia.
Hoy se ha llegado al divorcio completo con el capitalismo patrimonial respaldado en cierta trascendencia, a raíz de la gran «ruptura epistémica»
de fines de los años 1960. Regía hasta entonces lo que Werner Sombart y
Max Weber habían explorado y que ilustraba el ministro francés Guizot
con una sonora consigna: «¡Enriqueceos!», dándose por sentado que había que hacerlo «mediante el trabajo, el ahorro y la probidad», nada que ver con el enriquecimiento a través de la especulación y la ruina de los peones de la bolsa o de la producción.
La desregulación empieza en realidad por la desreglamentación metafísica. «Si Dios no existe, todo está permitido»,
decía Dostoievski. Pero además, el sistema se vale de dos caras para
una misma realidad: por un lado, la utopía o el espejismo colectivista, y
por el otro, la ilusión o mentira liberal, fundadas en el mito de la
autorregulación de los mercados, de la mano invisible y, al final, de la
democracia «representativa». El modelo se vio además
tergiversado e incluso viciado por ciertos mecanismos concebidos
expresamente para perennizar rentas de situación y monopolios, de los
que gozaban las nomenklaturas del Este, donde la vox populi padecía una expropiación semejante a la que conocemos hoy día a nivel del debate público. La «dictablanda» ya ha dejado paso a la «democratura», o sea al verdadero rostro de la democracia confiscada.
El feroz ateísmo de las sociedades colectivistas que se gestaron a
raíz de la Revolución de 1917 sobre la base del materialismo dialéctico,
convertido en seudociencia, es lo que anunció el materialismo
triunfante del anarcocapitalismo, último avatar desestatizado,
descentralizado, proteiforme y falaz. Ya no tenemos «ni Dios ni amo» pero sí una inmensa muchedumbre de esclavos, empezando por las víctimas del endeudamiento con tasas variables y usureras.
En realidad, todo esto ocurre en el plano de la larga duración, a la
escala de los tiempos modernos que debe tener en cuenta la aceleración
presente de los acontecimientos. La escala de los tiempos no es algo
fijo, de modo que la velocidad de los acontecimientos crece de manera
vertiginosa en ciertas coyunturas históricas, cuando nos acercamos a la
boca del embudo. Hoy en día, una década vale lo que un siglo o dos de
antes y la aceleración no termina nunca… «La decadencia del imperio romano duró 4 siglos, la nuestra sólo tomará 4 años…»,
decía el excepcional filólogo que fue Georges Dumezil pocos años antes
de fallecer, en 1986. Es cierto, estamos viviendo una ruptura
cataclísmica con el mundo tradicional, un trastorno de las conductas y
los modos de pensar, un caos organizado y la irrupción en la vida
corriente de técnicas mutágenas tales como telecomunicaciones por
satélite, inteligencia artificial, enlaces entre individuos a través de
redes transcontinentales. Al mismo tiempo se da la desrealización del
mundo, lo cual se manifiesta por su proyección virtual en las pantallas
parietales de la imaginación colectiva.
¿Por qué vuelvo a insistir sobre la aceleración de la historia
humana? Porque se trata de una descomposición visible y recomposición
aleatoria. Esta es la fase que actualmente atraviesan la ideología
pretexto del «choque de civilizaciones», en boga desde 1996, y la
dudosa tesis (algunos pretenden que ni siquiera sus promotores se la
creen) del estadounidense Samuel Huntington. Es también la que sirve de
telón de fondo para los grandes cambios geopolíticos y sirve de
justificación para la multiplicación de los conflictos con el mundo
islámico y dentro del mismo.
Lo cierto es que el factor religioso no desempeña un papel central en
cuanto causalidad maestra en la hipótesis del choque entre
civilizaciones. Por ejemplo, Riad y Doha, capitales del fundamentalismo
wahabita, están en el Medio Oriente muy estrechamente asociadas al «destino manifiesto»
del puritanismo estadounidense… lo cual tiende también a demostrar que
modernidad y tradición pueden convivir perfectamente en un terreno donde
el comercio de hidrocarburos, mercados de armamento, Kriegspiel y
guerras subversivas ocupan un lugar eminente. Véase la guerra de Libia
en la que la implicación de Qatar está muy documentada. El diario
conservador Le Figaro ya señalaba, el 6 de noviembre de 2011, que
Doha había contratado 5 000 hombres de sus Fuerzas especiales en el
escenario libio.
Obsérvese –y resulto harto paradójico según ese esquema– que las
primaveras árabes de 2011 están dando a luz, una tras otra, gobiernos
dominados por los islamistas –Hermandad Musulmana y diversos componentes
salafistas– apadrinados a la vez por la Turquía neo-otomana y por el
wahabismo rigorista de las dos susodichas monarquías… con la bendición
de Washington. La integración de estos nuevos poderes religiosos en el
plan de reconfiguración del Gran Oriente, desde las Columnas de Hércules
hasta el río Indus, contradice del todo la teoría de la
incompatibilidad entre civilizaciones.
Las
“primaveras árabes” han parido gobiernos regidos por la Hermandad
Musulmana y componentes salafistas, apadrinados a su vez por Turquía y
por el wahabismo rigorista de Qatar y Arabia Saudita… con la bendición
de Washington.
En realidad, estamos ante una lectura «a la medida» –según el
enfoque de Washington– de las resistencias que han venido manifestando
las sociedades tradicionales constituidas en Estados nacionales a lo
largo del siglo XX, pero cuyos arcaísmos –tal vez se pueda hablar de
inercia cultural– obstaculizan su apertura completa e incondicional al
comercio transnacional, al libre acceso de los operadores e
inversionistas que quieren valorizar y explotar racionalmente –ahora se
dice además «de forma sostenible»– las potencialidades
geográficas y los recursos, tanto naturales como humanos, que ofrece
tal o más cual zona de interés económico y por lo tanto geoestratégico.
Según esta perspectiva, la idea misma de Nación entra en
contradicción con la de libre intercambio, idea según la cual hay que
eliminar las puertas y ventanas [para evitar que se cierren]. La
política de la cañonera actualizada (esa misma que practicara el
comodoro M. C. Perry frente a Tokio en julio de 1853, intimidación que
dio resultados y abrió un año más tarde, en marzo 1954, con la
Convención de Kanagawa, los puertos japoneses a los navíos mercantes
estadounidenses) es lo que practicaron en el pasado los B52 y más tarde
los drones asesinos, que son los que hoy llevan el «evangelio» de
la democracia, sinónimo de libre mercado. Ya no se menciona
ingenuamente el comercio sino que se le ha sustituido con elegancia
aquello de las urgencias humanitarias, la liberación de las mujeres, la
autodeterminación de las minorías étnicas o confesionales, todo lo cual
se mezcla en el «deber de asistencia» y el «derecho de injerencia» del fuerte en auxilio del débil.
A fin de cuentas, la teoría tendiente a declarar ineludibles la
confrontación entre áreas culturales y bloques confesionales
–cristiandad occidental y ortodoxia eslava frente a Islam, confucianismo
etc.– legitima a priori ciertas guerras en realidad
premeditadas, es decir programadas y planificadas, guerras por encargo,
ajenas a cualquier idealismo, que apuntan in fine a objetivos
triviales, de naturaleza geoeconómica, geoenergética y hegemónica. En
realidad, las supuestamente irreductibles incompatibilidades
civilizacionales no son nada fatales, ni siquiera se trata de verdades
definitivamente establecidas… Así que no proceden de culturas perversas a
las que habría que rehabilitar por negarse a convertirse a los
beneficios del consumo desenfrenado, desafuero que hace de la posesión
de bienes efímeros, intercambiables y perecederos, el colmo de la
plenitud individual y existencial. No, el choque abusivamente llamado
civilizacional, las guerras efectivas y las guerras en gestación
proceden más bien de un modelo de sociedad expansionista por naturaleza
o, por decirlo en otras palabras, imperialista o bulímica sui generis,
en busca de legitimación «científica» ya que hoy día es la supuesta la ciencia la que ocupa el lugar de la moral natural.
Se trata, en definitiva, de un modelo que está devorando el planeta,
los recursos, los pueblos y los hombres. Claro, el sistema no podría
existir sin los hombres que lo encarnan, lo promueven y lo sirven… a
veces con un celo excesivo y en algunos casos con una falta total de
sentido moral. Pensemos en estas figuras emblemáticas del falso
semblante del bien, lo que fueron, en el ejercicio de sus funciones, los
Bush y Blair (a quien la Inglaterra popular llama «Bliar», o sea
el mentiroso) los culpables de las guerras de Afganistán e Irak, sobre
la base de mentiras como aquella de las armas de destrucción masiva de
Irak o el mito de al-Qaeda.
El
16 de marzo de 2003, José Manuel Durao Barroso, primer ministro de
Portugal; Tony Blair, primer ministro británico; George Bush, presidente
de Estados Unidos; y José María Aznar, primer ministro español, se
reúnen en las Azores en lo que fue el preludio de la invasión perpetrada
contra Irak sin mandato previo del Consejo de Seguridad de la ONU.
Ninguno de los responsables de esa violación flagrante del derecho
internacional ha sido sancionado y el señor Durao Barroso incluso
preside actualmente la Comisión Europea.
Pero el sistema, por definición, es amoral, se sitúa en un más allá: «más allá del bien y el mal».
Esto no quita que el sistema formatea, amasa y arrastra a los hombres
en su estela poderosa. Les ahorra pensar, los exonera de cualquier
escrúpulo y premia su sometimiento. Decimos que en un momento dado, a
partir de cierto nivel, el sistema vive por sí mismo, de manera
autónoma, y no deja más que un estrecho margen de maniobra a quien
quisiere tomar sus distancias; entre marginalidad o fracaso, no hay más
que oposición tenue y sin porvenir, escurriéndose entre las murallas del
conformismo y la corriente torrencial de las pesadeces sistémicas.
¿Qué hacer contra un modo de funcionamiento de la sociedad heredado
de las eras primitivas, de las épocas del pillaje, las del nomadismo
depredador? Los capitales (estamos inmersos en la impermanencia que
induce la imperiosa exigencia de maximizar los rendimientos económicos)
se mueven como las langostas que dejan el suelo desnudo a su paso. Este
es el modelo del saqueo «a fondo», al que la tecnología ofrece
ahora inmensas capacidades de desmultiplicación, hasta agotar en espacio
de pocas generaciones las reservas biológicas y geológicas acumuladas a
lo largo de los 400 primeros millones de vida organizada… océanos y
mares se están vaciando de sus reservas halióticas y las entrañas de la
tierra están soltando a gran velocidad sus reservas de hulla, petróleo,
gas, formados en la edad carbonífera… ¡la edad de las libélulas gigantes
y de las primeras selvas, de los helechos arborescentes, mucho antes
del reino de los dinosaurios!
Nuestro modelo de sociedad es destructor de las culturas que fueron
madurando en las sociedades humanas a lo largo de estos 4 o 5 últimos
milenios. Una descomposición de las culturas tradicionales no ofrece
como contraparte sino una recomposición más o menos errática, carente de
referencias, en el marco del fetichismo de la mercancía, el
desencantamiento del mundo y el consumo creciente de neurolépticos.
Tales trastornos, tales desniveles culturales conllevarán forzosamente
resistencia y tumultos, aunque sean sólo las convulsiones de la agonía…
El Estado-nación, aunque derrotado en todos los campos de batalla
políticos y militares recientes (Europa, Yugoslavia, Irak, Libia…
¿Siria?) resiste como modelo y seguramente responderá. Desde este punto
de vista, las estructuras estatales nacionalistas laminadas por la
democracia de mercado no han fallecido y renacerán en el marco de estas
múltiples entidades etnoconfesionales que el Nuevo Orden Mundial quiere
crear sobre los escombros de los Estados vencidos. Observemos que el
Estado nacional prospera en Asia, especialmente en Singapur y Taiwan,
pero también en China, Corea, Vietnam y Japón.
El derrumbe de la sociedad totalitaria estrictamente colectivista, la
de las democracias populares del este, también nos ha enseñado que no
se puede descartar lo sagrado y arrojarlo fuera del campo de lo político
de manera duradera ya que forma parte esencial de este: el ateísmo
militante de las sociedades mercantiles muestra su impotencia para
fundar una moral viable. En cuanto al materialismo que brotó del Antiguo
Testamento (con el axioma del cumplimiento de un designio divino a
través del éxito material), que funda y justifica el ultraliberalismo
anglosajón, se basa en sus orígenes en una teología que legitima al
predador. El demiurgo recompensa al que sabe apoderarse del botín, sea
cual ser el medio apropiado… La excepción es el hecho de que se mantenga
en pleno siglo XXI la democracia popular en la China estatal, a la vez
hipercapitalista y comunista, a la vez se observa un marcado
renacimiento del confucianismo doctrinal al servicio del Estado; pero
además renacen también taoísmo y budismo. ¡Es un resurgimiento tan
espectacular como el de la iglesia ortodoxa en la Federación Rusa, al
cabo de 72 años en las sombras!
En el Maelstrom del tiempo presente, las cosas se van haciendo y
deshaciendo sin marcha atrás, siguiendo una lógica de lo irreversible…
en apariencia. Nada parece poder desviar el flujo del tiempo de su cauce
catastrófico. Sin diques naturales o humanos va desbordándose, ya no
riega sino que inunda sin que nadie sepa cómo detenerlo. Por esto es que
Irán, obstáculo en el rumbo de las aguas desbocadas de la modernidad,
debe ser destruido, barrido, aniquilado, a no ser que, desplomándose
solo, caiga de rodillas espontáneamente, bajo los efectos de un
pronunciamiento palaciego o bajo el impulso irreprimible de la calle. En
todo caso, aún sabiendo que la historia da a luz en medio del dolor y
la violencia, ya estamos viendo el resultado del parto forzado de la
democracia en los países de la primavera árabe.
En Túnez, Egipto, Libia o Yemen –sin contar con los que aguantan la
respiración como Argelia, sabiendo que ya les tocará su momento de
entrar en la tormenta, u otros como el Irak «liberado» manu militari–
han caído o están cayendo en la guerra civil alimentada, fomentada y
dirigida desde afuera (Libia, Siria) y no tienen ni tenían ningún motivo
para esperar la menor inflexión (o sea, una ruptura en la actual
dinámica sistémica) en marcha, que podría cuestionar o anular los
grandes invariantes directores del campo geoestratégico. Estos acompañan
o traducen sobre el planisferio o en las relaciones internacionales la
revolución mundial que progresa a marcha forzada desde 1945. Se trata de
una mutación global de largo alcance cuya permanencia y pertinencia
–como explicación y manifestación de la construcción del sistema-mundo–
jamás se han desmentido a lo largo del último medio siglo.
Estamos pues ante una lógica dentro de la cual se desarrollan los
acontecimientos a los que asistimos y los que están llamados a ocurrir.
Esto seguirá hasta que la lógica propia de los acontecimientos llegue a
su propia extinción, por agotamiento o a raíz de un acontecimiento
cataclísmico –guerra nuclear, ¿o primero regional, tal vez?–, trastorno
que determine y complete la redistribución del campo geopolítico. Pues
los fracasos o repliegues de Estados Unidos en los últimos 60 años, por
muy dolorosos que hayan sido, desde la derrota sufrida en Vietnam hasta
el fiasco de su invasión contra Afganistán, no van a desautorizar esta
hipótesis. Se pierden muchas batallas para mejor ganar la guerra. Son
derrotas fecundas en progresos de todo tipo, especialmente en cuanto a
avances técnicos que agrandan el abismo tecnológico que separa aún hoy
en día a Estados Unidos del resto del mundo. Son al fin y al cabo
conflictos factores de progreso, en última instancia propicios al
desarrollo y a las mutaciones de los elementos constitutivos de la
potencia.
Aquí se trata de un concepto mayor sobre el cual debemos insistir,
convencidos de que el estudio de las sociedades humanas pertenece a un
campo del conocimiento vinculado al de la física de la materia. Así, la
inercia del sistema-mundo es tal que -como venimos diciendo– fuera de
una catástrofe mayor o de la improbable llegada de un «gran monarca»,
nada puede parar la orientación y la naturaleza de un mecanismo en
evolución –es decir en progresión–, que evoluciona según su propia
lógica inercial y cuya trayectoria parece tener que estar
inflexiblemente determinada. Aquí los hombres no tienen la palabra, pues
sólo les queda elegir entre llevar adelante su embarcación sobre las
temibles ondas agitadas que la empujan hacia lo desconocido o peor aún, a
lo demasiado previsible, el abismo de las orillas del mundo. La lógica
de la que estamos hablando aquí nos lleva a una nueva confrontación
este-oeste, esta vez más frontal que la anterior, ya no indirecta como
ocurrió durante los 44 años de la guerra fría, de 1947 a 1991, durante
la cual los dos bloques tuvieron sus encuentros sobre los campos de
batalla del Tercer Mundo o por mediación del mismo, trátese de Vietnam,
Angola o Afganistán.
A partir de ahí y en el mismo orden de ideas, hay que pensar en
primer lugar el sistema económico mundo como algo consubstancial con
las fuentes de energía sin las cuales no sabría funcionar, ni tan
existir … trátese de energías fósiles o físiles (uranio). Este enlace es
una de las tres o cuatro primicias mayores de la lógica sistémica que
ordena la marcha del mundo tal como la vislumbramos aquí. A esta lógica
sistémica también la llamaremos lógica inercial ya que ninguna decisión
humana puede, de un plumazo, abolir sus dinámicas obligadas, ni sus
consecuencias a largo plazo.
Este subconjunto trinitario –independientemente de las críticas y las
denegaciones que se formulen contra el mismo– asegura hasta ahora la
cohesión arquitectónica del edificio internacional y configura por su
manera de encajarse e imbricarse los tres momentos de un mismo concepto,
realidad única que se expresa en tres modos diferentes.
Evoquemos aquí brevemente la naturaleza y la ideología de estos tres
subconjuntos, geoeconómico, geoenergético y hegemónico, como
arquitectura dinámica del actual sistema mundo...
Convergencias:
De la economía superestructural
al fin de la historia
Los años 1970 marcan un giro en la historia del capitalismo con la
transformación del mismo, tal vez convenga hablar de mutación, en
capitalismo financiero. Asistimos a la financiarización de la economía,
modelo dominado por la exigencia de ciclos cortos y de rentabilidad a
corto plazo, salvo para el sector de fuerte inercia en que investigación
y desarrollo requieren enormes inversiones a lo largo de varios
decenios... energía y armamento forman parte de dicha inversión.
La economía especulativa se libera entonces poco a poco –pero a cierta velocidad, por lo cual podemos hablar de «mutación»,
durante los cuatro decenios siguientes, de casi todas las trabas
legales. Esto es la aplicación dogmática de las tesis del
anarcocapitalismo recomendado por la Escuela de Chicago, fundada a su
vez por el Premio Nobel Milton Friedmann. Doctrina y práctica se
convierten en «ciencia fría» y se liberan de cualquier vínculo
con la moral, ya que enriquecerse se convierte en un fin en sí mismo,
algo así como el arte por el arte.
Los decisores políticos (Carter, Reagan, Thatcher, Clinton, Bush,
Blair) no lo pensaron como tal, pues procuraban más que todo poner
nuevamente en marcha la maquinaria económica, sin imaginar las
consecuencias de semejante liberación de fuerzas. Pero en la práctica se
trató de una ruptura epistemológica fundamental, que nadie percibió
como tal cuando sucedió. El capitalismo financiero, tal como lo teorizó
Max Weber se libera primero en la esfera anglo-estadounidense, la
desregulación ocultó la ruptura definitiva con la ética protestante...
cuya transgresión por cierto no daba lugar a priori a ninguna sanción
pero no dejaba de tener peso en el sistema, como base de las
obligaciones jurídicas. Por supuesto, nada de esto sucedió de golpe, la
ruptura de los años 1970 vino anunciándose desde principios del siglo
XIX. Es la época en que la ética del protestantismo había empezado a
perder terreno paulatinamente.
Aquí es oportuno esbozar el nexo existente entre el momento
geoeconómico de la toma de posesión hegemónica. Esta toma de poder, el
sistema neoliberal lo extiende sobre la totalidad del campo económico
dentro y en la periferia de sus zonas de actividad e influencia.
El sociólogo y teólogo de la liberación, Michel Schooyans, profesor de la Universidad Católica de Sao Paulo, en su monografía Deriva totalitaria del liberalismo
(1991), formula la hipótesis de que una violencia estructural sería
algo consubstancial al liberalismo económico. Esta tendencia por cierto
se nota a través de los análisis del libertariano Milton Friedman,
máxime en su obra mayor Capitalismo y libertad, de 1962. Bajo el
pretexto de racionalizar el hecho de que se desdibuja la libertad
política en provecho de la emancipación económica, Friedman busca más
que todo legitimar una liberación total de la esfera mercantil, sin
aspirar a una comprensión holística de la realidad, lejos de los
presupuestos ideológicos, y esto en detrimento de las libertades
fundamentales porque para que la esfera especulativa sea libre de verdad
hay que someter a los pueblos de modo que acepten la inestabilidad
consustancial del sistema. Restructuración, deslocalización de
capitales, desindustrialización, desempleo, servicio de la deuda,
quiebra de los Estados, planes de ajuste estructural y austeridad,
desastrosos efectos sociales, disturbios civiles, guerras de expansión y
conquistas...
Por todo esto, ¡hay que acabar con Irán! Porque Irán, como obstáculo a
la integración del mercado único planetario, es un elemento perturbador
extrínseco a la lógica inercial del sistema-mundo. El mecanismo lógico
que aquí funciona sólo puede destrozar todo lo que entre en
contradicción con él y vaya en contra de su ley de desarrollo, o sea,
todo lo que impida su cumplimiento.