Publicado el 31 de Agosto de 2011 por Mora Torres
Ésta no es sólo una carta a un viejo amigo, sino también una vieja carta que no mandé (Las cartas estaban echadas), de hace unos diez años, dirigida a alguien con el que en ese entonces teníamos treinta años de amistad, más o menos (La amistad enfermiza).
Querido:
Cuando uno mira un paisaje del pasado (Apuntes sobre las Islas Canarias), éste: yo yendo a tu casa, tu casa de bulevar, acercándome a tu cama -estabas “enfermo” ese día (Donde se dice de los Trastornos Hipocondríacos)-, horrorizándome porque me contabas algo así como que la cortina al moverse formaba la figura de Dante (Las dudas), y también horrorizándome porque afirmabas que Dante era “malo” -malo de maldad (El sentido de Babel). Yo además descubriendo ese día que tenías una foto de mí, que me habías robado la foto 4 por 4 del documento -descubrimiento que me hizo sentir muchas cosas, pero todas imprecisas.
Cuando uno mira un paisaje del pasado como el que acabo de describir, y te ve y se ve, y siente nostalgia -¿nostalgia de qué siente uno?, y no estoy hablando siquiera de recuerdos más intensos que tengo de vos, sino de los más simples (Amor es Nostalgia. Psicoanálisis).
Teníamos 17 o 18 años, pero si algo puedo asegurar, al menos por mi lado, y casi asegurar por el tuyo, es que no éramos felices (La felicidad). ¿De dónde viene la nostalgia? Si hasta podría decirse que en una escala de relativas “felicidades” estamos hoy ubicados mejor.
¡Pero de dónde viene la nostalgia tan fuerte!
Otros recuerdos -no los de siempre, no los caballitos de batalla de nuestra relación- me inundan azotándome:
Un picnic del Día del Estudiante, o de la Primavera, donde paseando entre los árboles me leés: “cuando muera, dile a…”, de Pessoa, en nuestra querida por perdida edición de Troquel.
Y una anécdota trivial en cierto modo que de pronto se empareja a algo actual:
Vos llegando a verme con un ramito de esos llamados jazmines del Paraguay, que crecían en forma de enredadera en una casa con jardín de la calle 4 de Enero; yo oliendo los jazmines y ofreciéndote asiento en uno de los escalones -porque yo “recibía” en la escalera de mi casa, que daba a la calle- y vos mirándome los zapatos, ponderándolos -sí, me acuerdo tanto cómo me alababas los zapatos siempre, pero éstos en especial porque tenían unas hebillas como de plata labrada.
-¡Y qué abuso de gerundios estoy cometiendo, y nosotros que éramos “puristas” del idioma desde tan jóvenes y ahora nos escondemos para mejor lucirnos en las faltas y en el encanto de lo que está, además, incompleto!-
Yo yendo con vos y con el Bonzo -mi novio-, deteniéndome a mirar un atardecer especialmente rojo -o quizá no especialmente-, y vos reprendiéndome, diciéndome que los soles rojos eran cursis, y después escribiéndome una carta que a mi parecer versaba solamente sobre esta cuestión -los soles rojos son cursis-, que a mi parecer sólo era una lección de estética, pero que tuve que mostrar al Bonzo -insisto, porque él era mi novio- y el Bonzo a Hugo -porque Hugo era su Maestro-, y Hugo, al calificar la carta de “premasturbal” me hizo saber que vos gustabas de mí y, en realidad, me deparó una alegría gloriosa.
Y una anécdota trivial en cierto modo que de pronto se empareja a algo actual -otra foto de mí:
Vos y yo estábamos enamorados de los poemas de Amy Lowell -creo que la llamábamos “la tía de Robert”, porque antes conocimos al poeta Robert Lowell, en traducciones.
Vos tenías de Amy una edición bilingüe, y mejorabas, creo, algunos de sus versos con tu propia traducción -en esa época no sabías inglés, pero si uno usa diccionario y es poeta…
Imaginábamos a Amy etérea, una especie de Margarita Gauthier por Greta Garbo en su momento de mayor tuberculosis, pálida y de labios rojos por la sangre, vestida de gasas blancas y pasos de seda cuando ingresaba en la Ópera de París…
Al mismo tiempo comprábamos la colección Capítulo, que cada semana aparecía con un libro y un fascículo con “la historia de la literatura”.
Los fascículos traían infinidad de fotos chicas, medianas, grandes.
Habíamos conocido la cara de Rilke, por ejemplo -cara de prestidigitador, de mago de feria-, de Kafka -cara de compañero de colegio, de cualquier compañero de colegio modesto-, de García Lorca toreando grácilmente aunque con gesto feroz; las caras de casi todos los más “célebres” del derecho y del revés.
Pero Amy Lowell, creíamos, no era tan conocida, no tanto como Dostoievsky en un ataque de epilepsia; quizá no la habían fotografiado. Así que seguíamos enamorados de sus poemas que tenían gemas y maderas y puertas labradas pero no sé qué decían; eran como bordados.
Y de pronto un día te aparecés en la escalera de mi casa con un nuevo fascículo de Capítulo. La foto de Amy Lowell abarcaba las dos páginas centrales. Estaba sentada en un gran sillón de hamaca del cual apenas se intuía algo, porque la gordura de Amy Lowell tapaba casi todo. Y el gesto de su cara tampoco era poético.
Y bueno, el tiempo pasó, pasó, pasó, hasta llegar a ahora. A hoy que te escribo, mi Chicho.
A fines de julio de este año -2001- fui a Santa Fe para el cumpleaños de mi madre; mi hija Mane llevó una cámara para sacar las consabidas fotos del acontecimiento.
Una de esas mañanas de festejos me levanté dormida, de malhumor y en casa extraña, y para reconfortarme me empecé a hamacar en una “vieja mecedora”. Yo casi no me había levantado; sobre el piyama me había puesto un pulóver de mi mamá y un pañuelo, y estaba despeinada, arrugada, por poco sucia.
De pronto, entre mis entresueños hamacados, apareció Mane con la cámara. No pude convencerla de que no me sacara una foto -los hijos, vos debés saberlo, son más malos que Dante-, pero sí conseguí al menos que me alcanzara un lápiz de labios para que mi desvaída boca no se perdiera dentro de mi cara de enferma.
Y cuando Mane reveló las fotos, entre fotos sociales, de mi mamá de ochenta años, de sus amigas, de sus nietos, de mi nieta, de mis sobrinos, mis hermanos, la torta, las velitas…. Apareció la foto, ¡la foto de Amy Lowell, o casi la foto de Amy Lowell!
Sin embargo todos decían: “acá estás hermosa”, y Mane decía con orgullo de artista: “Ésta es mi mejor fotografía”.
Yo, que ahora la miro, no sé del todo bien por qué veo al trasluz de ella todas las cosas que enumeré en esta carta, las cosas que se relacionan con vos.
Pero a esta foto nunca la verás.
Porque, Chicho, vos sí que sos más malo que Dante.
¡Ah, me fui por las ramas!
Yo quería decir que esa nostalgia de nosotros mismos, de nosotros mismos cuando no éramos felices pero sí jóvenes -¿y qué importa, se dirá, ser joven, si uno no lo goza?- no proviene de un error de óptica sino de esto único que he logrado aprender: la felicidad -digamos la felicidad, llamémosla abiertamente así y sin pedir disculpas, me da rabia que cada vez que se nombra esta simple palabra la gente se ponga a dar explicaciones, se disculpe por usarla porque no existe, dicen- sí existe, pero se vive en dos etapas:
1. El momento en que todo se dio para que fueras feliz -la juventud, la salud, la primavera, el enamoramiento- pero no pudiste porque… en realidad porque eras joven y sólo creías en la infelicidad.
2. El momento -éste es el verdadero instante del goce- en que todo se da para que no puedas ser feliz -la enfermedad, la casi vejez, la falta de pasión- y te das cuenta de todo lo anterior -de que eras, inconscientemente, feliz- y de que podría suceder que este momento segundo se convirtiera en el primero para una tercera etapa, y ya no estás en condiciones de dejar escapar el pez de oro, la gallina, el huevo, así que los apretás con todas tus fuerzas.
Chicho, ¿por qué termino esta carta con moraleja, cuando podría terminar tan bien -más bellamente- sin ella?
Porque, ¿quién soy?
Pues Mora Leja, la que ya no mora torres.
Besos
Mora
Tags: Amigo, carta, Editorial, Monografias.com, Mora
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Comentarios
21 respuestas a “Carta a un viejo amigo”
31 de Agosto de 2011 a las 8:27 pm
Esa, tu carta a Chicho, es tan íntima que no caben comentarios. Sería entrometernos en tus recuerdos, sin cabida ni derecho para hacerlo.
Dos temas la marcan, que se entrecruzan y nos permiten divagar un poco, dejando siempre a un lado a la Mora de los 17 años: nostalgia y felicidad.
El tema “nostalgia” parece natural cuando nos enteramos que esa Mora ya leía a Rilke (y a otros un poco más suaves, menos trágicos.) Bastante lejos de lo que normalmente leían las señoritas de esa edad. La Nostalgia es la tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida y la melancolía es una tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que no encuentre quien la padece gusto ni diversión en nada (RAE).
Copio de Rilke (del quien habíamos hablado hace algún tiempo) uno de sus poemas, para imaginar mejor el ambiente que mantenía esa pareja que hoy se nos presenta nostálgica, en forma de misiva atrasada:
Ven, última cosa que reconozco,
dolor sin cura en el tejido carnal:
como ardí en el espíritu, en ti ardo ahora;
largo tiempo se resistió la madera
a ceder en la llama en la que tiemblas,
mas ahora te alimento y ardo en ti.
Tu ira torna mi dulzura terrena
en una ira infernal que no es de aquí.
Limpio y sin planes, sin nada por venir,
subí a la pira confusa del dolor,
seguro de no comprar nada futuro
para la callada despensa de este corazón.
¿Soy yo aún el que arde aquí irreconocible?
No me llevo conmigo los recuerdos.
Oh, vida, vida: estar fuera.
Y yo en llamas. Nadie que me conozca.
[Renuncia. esto no es como era estar enfermo
en la infancia. Aplazamiento. Excusa
para crecer. Todo llamaba y susurraba.
No mezcles con todo esto lo que antaño te asombró]
(Rilke. Fragmento de “Biografía imaginaria” de Poemas dispersos y póstumos)
No, ese Rilke no podía ser de ellos.
Creo que se llega a aprender, vivir y disfrutar la nostalgia de lo no vivido, quizás de lo imaginado, de lo que podría ser, porque es un vínculo especial, una alianza, único, con alguna de las personas con quien uno desea compartir esa estado de debilidad, de fragilidad, de necesidad de complementarse o ayudarse. Una forma de enamoramiento jamás explícito. (Pero aun si los amigos son de carácter esencialmente alegre y no es preciso atar a nadie con nostalgias románticas, todavía cabe un fragmento de Rilke como una especie de joya, un adorno en el lenguaje, una diferenciación).
Pasa el tiempo y la nostalgia que embellecía algunos momentos con sus pinceladas románticas, de rosa vieja, azul suave, verde malva, cede el paso al amor o los amores prismacolores, llenos de eventos, acercamientos y distanciamientos que dejan amarillentas las hojas donde se escribían poemas propios o se copiaban fragmentos más terribles que cualquier cosa mala que uno pudiera jamás vivir. Brilla el amor y la nostalgia desaparece y los amigos melancólicos por naturaleza, esos donde no puede florecer la alegría, se distancian, se extinguen y desaparecen.
Tu segundo tema. la felicidad, dices que se da en dos etapas: la primera, donde virtualmente la inexperiencia la niega y una segunda, donde uno se aferra a ella porque sabe que no hay una tercera oportunidad.
Quizás sea verdad, sobre todo para alguien con fuertes antecedentes nostálgicos. Pero creo que la felicidad de los primeros años, hasta que el matrimonio y los hijos te sientan frente a tus resposabilidades, es espléndida, llena de descubrimientos. Y no hablo de los propios del sexo y las relaciones de parejas, que son los más importantes, sino en todas las actividades: la primera vez que manejas, que te montas en un caballo, en un avión, que conoces otro país; que participas en un campeonato de algo, que lo ganas, que sales con tus amigos a una expedición, que te ganas cualquier cosa. Son tantas que no te da tiempo de anotarlas ni de escribir cartas.
Coincido que la felicidad tiene dos etapas: una irreflexiva, esa de entrar al mundo, que se vive como cosa natural y que no se aprecia en toda su magnitud y que será la que, necesariamente, añorarás después y otra, menos brillante, menos espléndida, pero más necesaria, que es el oxígeno ante las decepciones, los fracasos, las enfermedades. Es distinta. Ya uno tiene hijos y nietos y puede, de vez en cuando, disfrutarlos. Además, uno sabe apreciar una flor, un paisaje, un texto y a veces, como nosotros los de tu grupo, escribimos, unos a otros, como si fueran cartas que nos enviamos. Un poco nostálgicas, cargadas de años, pero donde fluye amor, otro tipo de amor, de los miles que vamos conociendo.
1 de Septiembre de 2011 a las 2:55 pm