El mito de la Transición
consensuada
El cambio político, después de la muerte del dictador Francisco Franco, no fue
acordado, sino impuesto por el
régimen de los políticos e ideólogos del
franquismo
a la oposición.

ignacio
sotelo
Cuando
el régimen que se inicia en 1976 muestra síntomas claros de estar agotándose,
sus defensores nos instan a que volvamos al consenso que hizo el milagro de
pasar de la dictadura a la democracia sin romper la legalidad, una hazaña
histórica que todos nos envidiarían. Pero ¿acaso la Transición se hizo por
consenso?, ¿es que el franquismo negoció con una oposición democrática sumergida
en la clandestinidad?
Tras
la muerte del dictador, se cumplió estrictamente lo previsto: el Rey jura las
Leyes Fundamentales del Reino, garantizando la continuidad del régimen como un
proceso abierto, tal como había sido concebido desde que se institucionaliza en
1946. No cambia el presidente del Gobierno ni el presidente de las Cortes,
aunque ambos son conscientes de que había que poner en marcha reformas
importantes, pero sin tener muy claro hasta qué punto irían encaminadas hacia
una democracia plena y sobre todo a qué ritmo. Arias Navarro, más adicto al
pasado, fracasa en el intento de limitar el proceso a permitir asociaciones
políticas dentro de las estructuras del Movimiento, “contraste de pareceres”,
(Decreto-ley 7/1974 de 21 de
diciembre, de Estatuto de
Asociaciones Políticas (Estatuto Jurídico del Derecho
de Asociación Política),
mientras que el presidente de las Cortes, Torcuato Fernández Miranda,
llega a admitir los partidos políticos, incluido el comunista, y elecciones por
sufragio universal, condenados como fuente de todos los males durante 40
años.
La
fracción reformista del franquismo logró que las Cortes orgánicas aprobarán la
Ley para la Reforma Política (Ley 1/1977 de 4 de enero), aprobada el 18 de noviembre de 1976 por las Cortes Generales y sometida al Referéndum sobre la Ley para la Reforma
Política del 15 de diciembre de 1976), que transformó la “Monarquía tradicional” prevista en
una “Monarquía parlamentaria”, con dos Cámaras, elegidas por sufragio universal.
Era la única manera, no solo de salvarla, sino de que permanecieran incólumes
las demás instituciones del Estado, aunque para ello hubiera que enfrentarse a
un franquismo, ciertamente minoritario y residual, pero fuertemente arraigado en
las Fuerzas Armadas, que aspiraba a mantener las “esencias”. La Transición se
llevó a cabo en las Cortes franquistas, negociada por un joven audaz, el último
jefe del partido único, nombrado presidente del Gobierno para realizar esta
tarea, siguiendo las instrucciones del presidente de las Cortes, cabeza pensante
de la operación.
Caracterizar las primeras elecciones
generales del 15 de junio de 1977 de democráticas es una verdad a
medias.
La
Transición no provino de ningún consenso entre el régimen y la oposición
democrática, sino que fue una imposición neta de la fracción reformista del
franquismo, que la mayor parte de la población revalidó, dispuesta a apoyar
cualquier reforma que permitiera salir de la dictadura sin sufrir traumas graves
ni correr demasiados riesgos.
Es
obvio que la oposición tampoco podía desaprobar cualquier movimiento encaminado
a restaurar la democracia, pero aun así optó por la abstención en el referéndum
del 15 de diciembre de 1976 para mostrar claramente que la reforma se hizo sin
su participación y con criterios que no compartía.
Para
celebrar elecciones se necesitaban partidos y hubo que improvisarlos a la mayor
brevedad: la UCD se organizó desde el Gobierno, y muchos otros, la llamada “sopa
de siglas”, desde una sociedad civil por completo desarticulada. El único
partido de la oposición con cierta implantación, sobre todo en Madrid y
Barcelona, era el comunista. El PSOE renovado estaba aún dando los primeros
pasos en su refundación, haciendo encaje de bolillos para que el Gobierno no
legalizase al PSOE histórico. Se mantuvo un control estricto, ya que para
concurrir a las elecciones había que pasar por “la ventanilla” y no se
autorizaba a ningún partido que se declarase abiertamente
republicano.
Caracterizar
las primeras elecciones generales del 15 de junio de 1977 de democráticas
es una verdad a medias. Los partidos políticos se habían formado desde la
cúspide, con un fuerte déficit democrático que muchos creímos que sería
coyuntural —había que garantizar la gobernabilidad, mientras la sociedad se
fuera adaptando a la convivencia democrática—, pero que ha resultado ser el
factor principal de corrupción de los últimos 30 años. El partido gubernamental
presenta como candidato, sin siquiera dimitir, al presidente franquista que
había dirigido la reforma desde el interior del régimen, apoyado por el aparato
del Estado, el canal único de televisión y la prensa del
Movimiento.
En la elaboración de la Constitución ya
funcionó el consenso, pero sin salirse de las coordenadas de la Ley para la
Reforma Política de los herederos del régimen
Franquista.
El
18 de marzo de 1977, con el objetivo de asegurarse la mayoría absoluta, sin
negociar con ninguna otra fuerza política, Adolfo Suárez dicta una ley electoral
que no cumplía los requisitos mínimos de equidad: listas cerradas y bloqueadas,
sistema proporcional con correcciones de tal tamaño que lo desfiguran por
completo, al ser la provincia el distrito electoral, pero limitando el número de
diputados a 350, que favorece a las que tuvieran menos habitantes y perjudica a
las más pobladas. En suma, a nivel nacional se beneficia a los dos primeros
partidos a costa de los demás, y en la provincia a los partidos nacionalistas,
que con muchos menos votos pueden obtener más escaños que los nacionales a
partir del tercer puesto. Con pequeñas modificaciones la ley electoral sigue
vigente y, al favorecer a los dos primeros partidos nacionales y a los
nacionalistas periféricos, los beneficiados en ningún caso han querido
cambiarla.
Los
resultados de estas primeras elecciones generales de junio de 1977 fueron,
sin embargo, doblemente sorprendentes: Suárez con el 34,4% de los votos, no
consiguió la mayoría absoluta, ni, como se esperaba, el partido comunista fue el
segundo partido más votado, sino un PSOE recién renovado que parecía traer una
brisa democrática rejuvenecedora y alcanzó el 29,3% de los
votos.
En
la primera oportunidad que se les dio a los españoles de manifestarse —no cuento
los referendos franquistas de antes, o inmediatamente después de la muerte del
dictador— impusieron dos correcciones importantes a la reforma oficial: la
primera, al declarar las Cortes elegidas su voluntad de redactar una
Constitución democrática, la última Ley Fundamental quedaba de facto derogada,
poniendo punto final al franquismo.
El miedo a una nueva guerra civil
explica la pasividad de la población ante el golpe del 23-F de Tejero y
CIA.
La
segunda, al ser el socialista el primer partido de la oposición, todavía sin
cuajar, pero del que se esperaba una renovación democrática del país, nos
libraba de la conjunción del franquismo reformista con el eurocomunismo, que
hubiere garantizado a la derecha la permanencia indefinida en el poder, ya que
por mucho que los que los comunistas hubiesen renunciado a su ideología
revolucionaria, hubieran roto con la Unión Soviética y reconocido la Monarquía,
en tiempos de la “guerra fría” no hubieran podido
gobernar.
Y
ahora sí, en la elaboración de la Constitución ya funcionó el consenso, aunque
paradójicamente sin salirse de las coordenadas impuestas por la Ley para la
Reforma Política. Dos presiones resultaron decisivas: la de un ejército
franquista que miraba con recelo el proceso de democratización, como quedó
confirmado el 23-F, y el miedo de los dos bandos a una nueva guerra
civil.
La
amenaza de una guerra civil se vivió con tal intensidad durante la Transición
que explica la pasividad de la población en aquella trágica noche del 23-F:
nadie trató de oponerse al golpe, seguros de que en la Europa democrática la
dictadura militar no podría durar mucho, y aunque durase, era preferible a un
enfrentamiento bélico entre hermanos. El temor a una nueva guerra civil, no su
olvido, aclara el empeño en no recordar un pasado tan trágico, una amnesia que
escogieron los españoles como modo de evitar un enfrentamiento, que sin duda es
lo más contrario a una amnesia, aunque probablemente olvidar sea la mejor manera
de sobrevivir a un mal recuerdo.
Al
ser la Transición en la forma en que se hizo la fuente principal de legitimidad
—de la legalidad franquista a la nueva legalidad democrática, manteniendo la más
estricta continuidad en la jefatura, las instituciones y Administraciones del
Estado— se comprende que la generación que la llevó a cabo la elevara a la
categoría de modélica, pero tampoco debiera sorprender que la de los hijos, y
sobre todo la de los nietos, la pusiesen en
entredicho.
Ignacio
Sotelo es catedrático de Sociología.
Artículo publicado en las páginas de
Opinión del periódico EL
PAÍS el 1 de julio de 2013.
Remite: Félix Adargoma. Las Palmas de Gran
Canaria.