Para convertirse en el primer británico que gana Wimbledon desde 1936 (6-4, 7-5 y 6-4 ante Novak Djokovic) en categoría masculina, Andy Murray combate un buen puñado de demonios, regatea a unos cuantos fantasmas y le enseña al número uno lo que es vivir en el infierno. Nole empieza con tres bolas de break en contra. Los dos contrarios tardan 20 minutos en llegar al 2-1, media hora en alcanzar al 3-2 y 1h en negociar el primer set. Hay intercambios de 25 golpes, el sol castiga con 33 grados y la grada aprieta como una orquesta de lobos hambrientos. Djokovic, cocido ya por las 4h 43m que consumió en semifinales, en comparación a las 2h 52m que empleó su contrario, acaba frito. Disparado en los errores. Precipitado en las decisiones. Derrotado entre los rugidos de la grada (“Let’s go Andy!”), que celebra que Wimbledon ya tiene su rey británico. Al cuarto punto de partido y tras superar tres de break en el último juego, Murray hizo buena la cábala: 77 años después del último título británico masculino (1936, Perry), y sabiendo que el último llegó en 1977 (Virginia Wade, en el cuadro femenino), el escocés celebró el suyo el 7 del 7.
A Nole le pudo, quizás, el cansancio, y le carcomió la moral la grada
Se compitió sobre hierba, pero a veces se jugó como si la pista fuera de tierra. Estos dos tenistas intercambiaron 31 juegos sin break en la final del Abierto de Australia 2013. En Wimbledon, no. En Londres, teórico reino de los sacadores, el resto se impuso abrumadoramente al servicio y fueron cayendo los breaks, que dinamitaron cualquier ventaja, obligaron al cuerpo a cuerpo y pusieron a la final el precio de lo prohibido. La tensión maniató a los dos rivales. Murray, ciclotímico como pocos, protestó de una zapatilla, se quejó del abanico de un espectador, caminó a veces entre resoplidos, como un muerto viviente, agotado, roto, parece. Djokovic, tantas veces graduado como competidor implacable, no aprovechó esas señales.
A Nole le pudo, quizás, el cansancio, y le carcomió la moral la grada. Acabó superado por la caldera de Wimbledon. El serbio se enredó en la trampa. Gritó. Chilló. Miró al cielo mientras soltaba demonios por la boca, y en una ocasión dirigió su ira contra el juez de silla. Finalmente, tomó una decisión. “Andy! Andy!”, tronaba la grada, y Djokovic que decidió que el mejor antídoto para que el público no jugara el partido era impedirle entrar en los peloteos. Él, que es el rey del ritmo, el patrón de la cadencia y el juego de fondo, enlazó varios minutos de juego relampagueante. Intentó algún saque volea. Tiró muchas dejadas, intentando que Murray abandonara su zona segura. Quiso acabar con el debate de tiro en tiro. Desenfocado, empezó a contar ocasiones perdidas: 4-1 en la segunda manga; 4-2 y saque en la tercera manga, tras remontar un 0-2… el número uno llegó a perder ocho de nueve juegos, luego enlazó tres, enfrascado en un tiovivo.
Murray, también presa de los nervios, como demostró la indigestión que le causó verse 6-4, 7-5 y 2-0, consiguió eso con inteligencia. En la medida de lo posible, el escocés intentó negarle los ángulos a Djokovic, porque sabe que ahí Nole es un asesino. Murray, que vive cómodamente anclado en la línea de fondo, donde defiende todo lo defendible, buscó pelotazos profundos y centrados; bolas difícilmente atacables que obligaron a su contrario a arriesgar muchísimo para abrirse la pista por los laterales. Negada una de las claves de su juego, Djokovic rebuscó en sus otras señales vitales. Está la defensa, y bien que defendió, pero se resbaló y besó la hierba más veces que en el resto del torneo junto. Está la derecha, y bien que la utilizó, pero en varios momentos fundamentales la tiró a la red y el pasillo, esposado por la grandeza del momento. Está, finalmente, el resto, pero en eso dependió mucho de Murray, que encontró sus mejores saques cuando de verdad importaba.
“Murray! Murray! Murray!”, gritó la grada. “Murray!, Murray!, Murray!”, rugió el gentío, cuando, finalmente, el escocés se alzó con su segundo grande y cerró una sequía histórica para su país en Wimbledon. Ocurrió en 3h 10m: una tarde de sol para enterrar 77 años de fantasmas.