16 de agosto de 2013, 06:45Por Lioman Lima
La Paz, 16 ago(PL) Cuando cae el sol, en una esquina de la calle Jaen, en el centro de La Paz, una cruz verde se enciende para espantar las leyendas de muertos y fantasmas que la rondan.
Es una cruz de madera vieja, desgastada por los años, las lluvias y las miradas; una cruz que casi nadie repara de día, pero en la noche, cuando todo se vuelve oscuro y cierran los museos y comercios, se convierte en un aviso de ciertos inexplicables misterios.
Está ahí desde el siglo XVIII, cuando los vecinos, hastiados de tanto miedo, de tantos ruidos y lamentos desolados en la medianoche, del rodar de cadenas invisibles y carruajes inexistentes, decidieron colgarla como seña de protección y conjuro contra aquellos prodigios nocturnos.
El callejón fue antes un mercado de cabras y llamas, de esos que abrían antes del amanecer, cuando llegaban los campesinos con sus cargas de zonas lejanas y hacían despertar a todo el barrio con balidos y trasiegos de lana y paja.
Es ahora, durante el día, una de los lugares más transitados de la capital, uno de los pocos reductos conservados del pasado colonial de Bolivia, un punto de convergencia para turistas, una postal arquitectónica de las casas y calles empedradas que legó España y la Conquista por toda América.
Recorrerla, de día, es como transitar las partes más viejas de La Habana; o caminar frente al monasterio de Santa Catalina, en Perú; como intentar escapar de la lluvia en la Plaza del Zócalo, en México; o respirar el aire húmedo del Magdalena, mientras se deambula por la calle Real del Medio en Cartagena de Indias.
La Jaen es, en alguna medida, un boleto al pasado de Bolivia, un quiebre, una fractura, un agujero en el espacio-tiempo de la modernidad, la proyección silente de una época que nunca volverá a ser.
Cuando se camina por ese callejón angosto, de casonas altas, donde no llega el sol, salvo al mediodía, no es difícil imaginar que pronto llegará un carruaje y aparcará frente una puerta cancel, mientras una dama de finas telas saldrá, abanico en mano, para asistir a un baile de ocasión.
Pero cuando llega la noche profunda, todo es diferente: solo unos pequeños faroles alumbran las fachadas y los adoquines; se cierran las ventanas y las puertas de un asilo cercano, las tiendas y cafeterías guardan sus ofertas hasta el día siguiente y casi nadie transita por allí, unos por miedo a los muertos, otros por temor a los asaltos.
Rosa Ríos vive desde hace más de 30 años en la Jaen y cuenta que cierra su casa a cal y canto apenas se pone el sol, porque, asegura, la cruz verde ya no es una protección: ruidos y visiones extrañas siguen llegando a la calleja de los adoquines.
Ella participa todos los meses en unos ritos de rezos y agua bendita, organizados por los vecinos de las apenas 30 casas del lugar. Dicen que son para espantar los espíritus y sus quejas en la medianoche.
El mayor temor de Rosa es la leyenda de la Viuda, una mujer que, según la tradición, perdió a su esposo enfermo y se detiene cada madrugada, desde hace siglos, a esperar allí hombres borrachos que sirvan de sosiego a las ansias desbocadas de su pasión.
Cuentan que hace años aparecían allí, cada mañana, los cuerpos de los amantes pasajeros de la Viuda, caídos con una sonrisa dibujada en los labios, marcados con las huellas del sexo y del gozo: muertos de amor.
Quizás por eso, la Jaen, más que una calle antigua y una atracción colonial para turistas, es un recodo legendario de pasiones truncas, una imagen, una metáfora trágica de encuentros fortuitos y romances intensos sentenciados a terminar.
Es, probablemente, el lugar obligado en Bolivia para que dos desconocidos, dos amantes que todavía no se saben destinados a serlo, inicien en la fría noche una caminata esencial por La Paz, un viaje por la ciudad que los llevará a besarse esquivos, al filo de la madrugada, sin saber que a la mañana siguiente serán condenados a no verse nunca más.
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