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General: MI AMIGO MUTIS : POR GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
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De: Ruben1919  (Mensaje original) Enviado: 23/09/2013 21:10

Mi amigo Mutis: por Gabriel García Márquez

Rompiendo un pacto entre ambos escritores, 'Gabo' habló del lazo que lo unía a Mutis en el prólogo del libro “La mansión de Araucaima”.

Por: Gabriel García Márquez
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Los escritores Álvaro Mutis y Grabriel García Márquez en Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Los escritores Álvaro Mutis y Grabriel García Márquez en Feria Internacional del Libro de Guadalajara.

Éste es el prólogo del libro “La mansión de Araucaima” escrito por Gabriel García Márquez, en el que el nobel aprovecha para describir, con sentidas palabras, el estrecho lazo que lo unía con Álvaro Mutis, fallecido este domingo a sus 90 años.


Mi amigo Mutis


Alvaro Mutis y yo habíamos hecho el pacto de no hablar en público el uno del otro, ni bien ni mal, como una vacuna contra la viruela de los elogios mutuos. Sin embargo, hace 10 años justos y en este mismo sitio, él violó aquel pacto de salubridad social, sólo porque no le gustó el peluquero que le recomendé. He esperado desde entonces una ocasión para comerme el plato frío de la venganza, y creo que no habrá otra más propicia que ésta.

Alvaro contó entonces cómo nos había presentado Gonzalo Mallarino en la Cartagena idílica de 1949. Ese encuentro parecía ser en verdad el primero, hasta una tarde de hace tres o cuatro años, cuando le oí decir algo casual sobre Félix Mendelssohn. Fue una revelación que me transportó de golpe a mis años de universitario en la desierta salita de música de la Biblioteca Nacional de Bogotá, donde nos refugiábamos los que no teníamos los cinco centavos para estudiar en el café. Entre los escasos clientes del atardecer yo odiaba a uno de nariz heráldica y cejas de turco, con un cuerpo enorme y unos zapatos minúsculos como los de Buffalo Bill, que entraba sin falta a las cuatro de la tarde, y pedía que tocaran el concierto de violín de Mendelssohn. Tuvieron que pasar 40 años, hasta aquella tarde en su casa de México, para reconocer de pronto la voz estentórea, los pies de Niño Dios, las temblorosas manos incapaces de pasar una aguja por el ojo de un camello.
"Carajo", le dije derrotado."De modo que eras tú".

Lo único que lamenté fue no poder cobrarle los resentimientos atrasados, porque ya habíamos digerido tanta música juntos, que no teníamos caminos de regreso. De modo que seguimos de amigos, muy a pesar del abismo insondable que se abre en el centro de su vasta cultura, y que ha de separarnos para siempre: su insensibilidad para el bolero.

Alvaro había sufrido ya los muchos riesgos de sus oficios raros e innumerables. A los 18 años, siendo locutor de la Radio Nacional, un marido celoso lo esperó armado en la esquina, porque creía haber detectado mensajes cifrados a su esposa en las presentaciones que él improvisaba en sus programas. En otra ocasión, durante un acto solemne en este mismo palacio presidencial, confundió y trastocó los nombres de los dos Lleras mayores. Más tarde, ya como especialista de relaciones públicas, se equivocó de película en una reunión de beneficencia, y en vez de un documental de niños huérfanos les proyectó a las buenas señoras de la sociedad una comedia pornográfica de monjas y soldados, enmascarada bajo un título inocente: El cultivo del naranjo. Fue también jefe de relaciones públicas de una empresa aérea que se acabó cuando se le cayó el último avión. El tiempo de Alvaro se le iba en identificar los cadáveres, para darles la noticia a las familias de las víctimas antes que a los periódicos. Los parientes desprevenidos abrían la puerta creyendo que era la felicidad, y con sólo reconocer la cara caían fulminados con un grito de dolor.

En otro empleo más grato había tenido que sacar de un hotel de Barranquilla el cadáver exquisito del hombre más rico del mundo. Lo bajó en posición vertical por el ascensor de servicio en un ataúd comprado de emergencia en la funeraria de la esquina. Al camarero que le preguntó quién iba dentro, le dijo: "El señor obispo". En un restaurante de México, donde hablaba a gritos, un vecino de mesa trató de agredirlo, creyendo que en realidad era Walter Winchell, el personaje de Los Intocables que Alvaro doblaba para la televisión. Durante sus 23 años de vendedor de películas enlatadas para América Latina, le dio 17 veces la vuelta al mundo sin cambiar el modo de ser.

Lo que más aprecié desde siempre es su generosidad de maestro de escuela, con una vocación feroz que nunca pudo ejercer por el maldito vicio del billar. Ningún escritor que yo conozca se ocupa tanto como él de los otros, y en especial de los más jóvenes. Los instiga a la poesía contra la voluntad de sus padres, los pervierte con libros secretos, los hipnotiza con su labia florida y los echa a rodar por el mundo, convencidos de que es posible ser poeta sin morir en el intento.

Nadie se ha beneficiado más que yo de esa escasa virtud. Ya conté alguna vez que fue Alvaro quien me llevó mi primer ejemplar de Pedro Páramo y me dijo: "Ahí tiene, para que aprenda". Nunca se imaginó en la que se había metido. Pues con la lectura de Juan Rulfo aprendí no sólo a escribir de otro modo, sino a tener siempre listo un cuento distinto para no contar el que estoy escribiendo. Mi víctima absoluta de ese sistema salvador ha sido Alvaro Mutis desde que escribí Cien Años de Soledad. Casi todas las noches fue a mi casa durante 18 meses para que le contara los capítulos terminados, y de ese modo captaba sus reacciones aunque no fuera el mismo cuento. El los escuchaba con tanto entusiasmo que seguía repitiéndolos por todas partes, corregidos y aumentados por él. Sus amigos me los contaban después tal como Alvaro se los contaba, y muchas veces me apropié de sus aportes. Terminado el primer borrador se lo mandé a su casa. Al día siguiente me llamó indignado:
"Usted me ha hecho quedar como un perro con mis amigos", me gritó. "Esta vaina no tiene nada que ver con lo que me había contado".

Desde entonces ha sido el primer lector de mis originales. Sus juicios son tan crudos, pero también tan razonados, que por lo menos tres cuentos míos murieron en el cajón de la basura porque él tenía razón contra ellos. Yo mismo no podría decir qué tanto hay de él en casi todos mis libros, pero hay mucho.

Me preguntan a menudo cómo es que esta amistad ha podido prosperar en estos tiempos tan ruines. La respuesta es simple: Alvaro y yo nos vemos muy poco, y sólo para ser amigos. Aunque hemos vivido en México más de 30 años, y casi vecinos, es allí donde menos nos vemos. Cuando quiero verlo, o él quiere verme, nos llamamos antes por teléfono para estar seguros de que queremos vernos. Sólo una vez violé esta regla de amistad elemental, y Alvaro me dio entonces una prueba máxima de la clase de amigo que es capaz de ser.

Fue así: ahogado de tequila, con un amigo muy querido, toqué a las cuatro de la madrugada en el apartamento donde Alvaro sobrellevaba su triste vida de soltero y a la orden. Sin explicación alguna, ante su mirada todavía embobecida por el sueño, descolgamos un precioso óleo de Botero, de un metro y veinte por un metro; nos lo llevamos sin explicaciones e hicimos con él lo que nos dio la gana. Alvaro no me ha dicho nunca una palabra sobre el asalto, ni movió un dedo para saber del cuadro, y yo he tenido que esperar hasta esta noche de sus primeros 70 años para expresarle mi remordimiento.

Otro buen sustento de esta amistad es que la mayoría de las veces en que hemos estado juntos, ha sido viajando. Esto nos ha permitido ocuparnos de otros y de otras cosas la mayor parte del tiempo, y sólo ocuparnos el uno del otro cuando en realidad valía la pena. Para mí, las horas interminables de carreteras europeas han sido la universidad de artes y letras donde nunca estuve. De Barcelona a Aix-en-Provence aprendí más de 300 kilómetros sobre los cátaros y los papas de Aviñón. Así en Alejandría como en Florencia, en Nápoles como en Beirut, en Egipto como en París.

Sin embargo, la enseñanza más enigmática de aquellos viajes frenéticos fue a través de la campiña belga, enrarecida por la bruma de octubre y el olor de caca humana de los barbechos recién abandonados. Alvaro había manejado durante más de tres horas, aunque nadie lo crea, en absoluto silencio. De pronto dijo: "País de grandes ciclistas y cazadores". Nunca nos explicó qué quiso decir, pero nos confesó que él lleva dentro un bobo gigantesco, peludo y babeante, que en sus momentos de descuido suelta frases como aquella, aun en las visitas más propias y hasta en los palacios presidenciales, y tiene que mantenerlo a raya mientras escribe, porque se vuelve loco y se sacude y patalea por las ansias de corregirle los libros.

Con todo, los mejores recuerdos de esa escuela errante no han sido las clases, sino los recreos. En París, esperando que las señoras acabaran de comprar, Alvaro se sentó en las gradas de una cafetería de moda, torció la cabeza hacia el cielo, puso los ojos en blanco y extendió su trémula mano de mendigo. Un caballero impecable le dijo con la típica acidez francesa: "Es un descaro pedir limosna con semejante suéter de cachemir". Pero le dio un franco. En menos de 15 minutos recogió 40.

En Roma, en casa de Francesco Rosi, hipnotizó a Fellini, a Mónica Vitti, a Alida Valli, a Alberto Moravia, a la flor y nata del cine y de las letras italianas, y los mantuvo en vilo durante horas, contándoles sus historias truculentas del Quindío en un italiano inventado por él, y sin una sola palabra de italiano. En un bar de Barcelona recitó un poema con la voz y el desaliento de Pablo Neruda, y alguien que había escuchado a Neruda en persona le pidió un autógrafo creyendo que era él. Un verso suyo me había inquietado desde que lo leí: "Ahora que sé que nunca conoceré Estambul".

Un verso extraño en un monárquico insalvable, que nunca había dicho Estambul sino Bizancio, como no decía Leningrado sino San Petersburgo mucho antes de que la historia le diera la razón. No sé por qué tuve el presagio de que debíamos exorcizar aquel verso conociendo Estambul. De modo que lo convencí de que nos fuéramos en un barco lento, como debe ser cuando uno desafía al destino. Sin embargo, no tuve un instante de sosiego durante los tres días que estuvimos allí, asustado por el poder premonitorio de la poesía. Sólo hoy, cuando Alvaro es un anciano de 70 años y yo un niño de 66, me atrevo a decir que no lo hice por derrotar un verso, sino por contrariar a la muerte.

De todos modos, la única vez en que de veras me he creído a punto de morir, también estaba con Alvaro. Rodábamos a través de la Provenza luminosa, cuando un conductor demente se nos vino encima en sentido contrario. No me quedó otro recurso que dar un golpe de volante a la derecha sin tiempo para mirar adónde íbamos a caer. Por un instante sentí la sensación fenomenal de que el volante no me obedecía en el vacío. Carmen y Mercedes, siempre en el asiento posterior, permanecieron sin aliento hasta que el automóvil se acostó como un niño en la cuneta de un viñedo primaveral. Lo único que recuerdo de aquel instante es la cara de Alvaro en el asiento de al lado, que me miraba un segundo antes de morir con un gesto de conmiseración que parecía decir:

"¡Pero qué está haciendo este pendejo!".

Estos exabruptos de Alvaro nos sorprenden menos a quienes conocimos y padecimos a su madre, Carolina Jaramillo, una mujer hermosa y alucinada que no volvió a mirarse en un espejo desde los 20 años porque empezó a verse distinta de como se sentía. Siendo ya una abuela avanzada andaba en bicicleta y vestida de cazador, poniendo inyecciones gratis en las fincas de la sabana. En Nueva York le pedí una noche que se quedara cuidando a mi hijo de 14 meses mientras íbamos al cine. Ella nos advirtió con toda seriedad que tuviéramos cuidado, porque en Manizales había hecho el mismo favor con un niño que no paraba de llorar, y tuvo que callarlo con un dulce de moras envenenadas. A pesar de eso se lo encomendamos otro día en los almacenes Macy's, y cuando regresamos la encontramos sola. Mientras los servicios de seguridad buscaban al niño, ella trató de consolarnos con la misma serenidad tenebrosa de su hijo: "No se preocupen. También Alvarito se me perdió en Bruselas cuando tenía siete años, y ahora vean lo bien que le va".

Por supuesto que le iba bien, si era una versión culta y magnificada de ella, y conocido en medio planeta, no tanto por su poesía como por ser el hombre más simpático del mundo. Por dondequiera que pasaba iba dejando el rastro inolvidable de sus exageraciones frenéticas, de sus comilonas suicidas, de sus exabruptos geniales. Sólo quienes lo conocemos y lo queremos más sabemos que no son más que aspavientos para asustar a sus fantasmas. Nadie puede imaginarse cuál es el altísimo precio que paga Alvaro Mutis por la desgracia de ser tan simpático. Lo he visto tendido en un sofá, en la penumbra de su estudio, con un guayabo de conciencia que no le envidiaría ninguno de sus felices auditores de la noche anterior. Por fortuna, esa soledad incurable es la otra madre a la que debe su inmensa sabiduría, su descomunal capacidad de lectura, su curiosidad infinita, y la hermosura quimérica y la desolación interminable de su poesía.

Lo he visto escondido del mundo en las sinfonías paqui-dérmicas de Bruckner como si fueran divertimentos de Scarlatti. Lo he visto en un rincón apartado de un jardín de Cuernavaca, durante unas largas vacaciones, fugitivo de la realidad por el bosque encantado de las obras completas de Balzac. Cada cierto tiempo, como quien va a ver una película de vaqueros, relee de una tirada En busca del tiempo perdido. Pues una buena condición para que lea un libro es que no tenga menos de 1.200 páginas. En la cárcel de México, adonde estuvo por un delito del que disfrutamos muchos escritores y artistas, y que sólo él pagó, permaneció los 16 meses que él considera los más felices de su vida.

Siempre pensé que la lentitud de su creación era causada por sus oficios tiránicos. Pensé además que estaba agravada por el desastre de su caligrafía, que parece hecha con pluma de ganso, y por el ganso mismo, y cuyos trazos de vampiro harían aullar de pavor a los mastines en la niebla de Transilvania. El me dijo cuando se lo dije, hace muchos años, que tan pronto como se jubilara de sus galeras iba a ponerse al día con sus libros. Que haya sido así, y que haya saltado sin paracaídas de sus aviones eternos a la tierra firme de una gloria abundante y merecida, es uno de los grandes milagros de nuestras letras: ocho libros en seis años.

Basta leer una sola página de cualquiera de ellos para entenderlo todo: la obra completa de Alvaro Mutis, su vida misma, son las de un vidente que sabe a ciencia cierta que nunca volveremos a encontrar el paraíso perdido. Es decir: Maqroll no es sólo él, como con tanta facilidad se dice. Maqroll somos todos.

Quedémonos con esta azarosa conclusión, quienes hemos venido esta noche a cumplir con Alvaro estos 70 años de todos. Por primera vez sin falsos pudores, sin mentadas de madre por miedo de llorar, y sólo para decirle con todo el corazón, cuánto lo admiramos, carajo, y cuánto lo queremos.


Tomado de: La biblioteca virtual de www.banrepcultural.org (Biblioteca Familiar Colombiana / Presidencia de la República)

 
Por: Gabriel García Márquez


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De: Ruben1919 Enviado: 23/09/2013 21:13

Familiares y amigos despiden a Álvaro Mutis en México

La viuda del escritor, Carmen Miracle, recibió serenamente el pésame de la treintena de personas.

Por: AFP
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La viuda del escritor colombiano Álvaro Mutis, Carmen Miracle, junto a su féretro, durante su último adiós en Ciudad de México (México).
Foto: Efe
La viuda del escritor colombiano Álvaro Mutis, Carmen Miracle, junto a su féretro, durante su último adiós en Ciudad de México (México).

Familiares y amigos, incluida la esposa de Gabriel García Márquez, daban el lunes el último adiós al escritor Álvaro Mutis en Ciudad de México, donde vivió la mayor parte de su vida y falleció el domingo a los 90 años.

La viuda de Mutis, Carmen Miracle, recibió serenamente el pésame de la treintena de personas que acudió en la mañana del lunes a la funeraria, situada en la exclusiva zona de Jardines del Pedregal al sur de la Ciudad de México.

Entre ellas estuvo Mercedes Barcha, esposa del Nobel colombiano de Literatura García Márquez, y el director del oficial Consejo Nacional de la Cultura y la Artes (Conaculta) de México, Rafael Tovar, que no hicieron declaraciones.

Al velorio no está previsto que acuda García Márquez, según dijo un representante del Fondo de Cultura Económica (FCE), una gran editorial del Estado mexicano.

García Márquez, de 86 años, fue un gran amigo de su compatriota Mutis durante las décadas que ambos vivieron en la capital mexicana, pero en los últimos años ha limitado al máximo sus apariciones en público y especialmente sus declaraciones por motivos de salud.

A la entrada de la funeraria José Carreño, director del FCE, reconoció el impacto de la obra y personalidad de Mutis en los creadores mexicanos desde que se instaló en este país en 1956.

Mutis fue inspiración para "jóvenes creadores de diferentes épocas, incluso los que ahora ya son maduros y están en plenitud y la consagración como (Fernando) Del Paso", dijo Carreño.

El cuerpo de Mutis será cremado hacia las 18H00 locales (23H00 GMT) del lunes, informó un trabajador de la funeraria.

Entre los numerosos premios que obtuvo Mutis, poeta, novelista y periodista de prolífica obra, destacan el premio Cervantes en 2001 -máximo reconocimiento a escritores españoles e hispanoamericanos-, el premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1997 y la Legión de Honor del gobierno francés en 2003. 

 
Por: AFP

Respuesta  Mensaje 3 de 3 en el tema 
De: Ruben1919 Enviado: 23/09/2013 21:18

«Llevamos la muerte con nosotros desde que nacemos» Álvaro Mutis

Lunes 23 de septiembre de 2013

 

El 30 de junio de 1997, el mismo año que el Álvaro Mutis recibió los premios Príncipe de Asturias, Reina Sofía y Grinzane Cavour, Héctor Abad Faciolince lo visitó en Ciudad de México y le hizo esta entrevista exclusiva.

 

 
Foto:Archivo CROMOS
«Llevamos la muerte con nosotros desde que nacemos» Álvaro Mutis

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La primera cita es a las diez de la mañana, en su casa de ciudad de México. La calle es estrecha, apacible, y el barrio, San Jerónimo, apartado y tranquilo, algo insólito para la metrópolis más poblada del mundo. Debe haber delincuencia, eso sí, pues encima de los altos muros que rodean la casa, cinco hilos electrizados intentan disuadir a los ladrones. A las diez en punto, aun antes de tocar el timbre, abre la puerta Mutis en persona. Su aspecto me recuerda no a Maqroll, sino a otro de sus personajes, tal como está descrito en uno de sus libros: “Es un hombre corpulento, de bigote entrecano y porte altivo. Sus manos tiemblan ligeramente. Habla con voz pausada y ronca.” El bigote es reciente, de hace dos años. La voz ronca, en cambio, viene desde su experiencia como  locutor de radio, hace varios decenios; el temblor no tiene nada que ver con el paso del tiempo (“tiemblo desde los nueve años”). El porte altivo, la corpulencia y la apostura juvenil parecen desmentir, también, que haya nacido en 1923 y que ya sea no solamente abuelo, sino también bisabuelo. El vozarrón es cálido y sus amplias carcajadas dan cierta placidez e inspiran confianza. No intenta intimidar con sus palabras, las respuestas son muy seguras y le brotan ya hilvanadas, como en buena prosa.

ALVARO-Mutis-1flick

Está de buen humor, sin duda, y no es para menos. Acaba de ganarse varios premios seguidos, dos de las tres distinciones literarias más importantes que se otorgan en España: el Príncipe de Asturias y el Reina Sofía. No suelen dar estos premios el mismo año a la misma persona, de ahí que García Márquez comente por teléfono: “Lo mejor sería que los españoles se enloquecieran del todo y le dieran de una vez también este año el Premio Cervantes.” En esto de sus premios todos meten baza. Incluso su nieto Nicolás, de apenas ocho años, que dijo lo mejor: “Te has ganado el Príncipe de Asturias, el Reina Sofía… Abuelo: ¿Y las infantas no dan premio?”

No, parece que las infantas no dan premio. Porque Mutis, en España, ha recibido premios hasta de los reyes de la edad media. “Yo tengo la gran cruz del rey Alfonso X el sabio, una condecoración para mí muy importante, casi sagrada, de un rey que fue poeta, jurista, músico, y con detalles de humanidad increíbles.” En todo caso, fuera de los españoles, hay también un premio italiano por reclamar, el Grinzane Cavour, el cual debe ir a recibir en Turín por estos días. Llegamos, pues, en el mejor momento. Aunque también en el peor. En el mejor, porque nos toca presenciar el entusiasmo y compartir la euforia de Mutis. En el peor, porque el teléfono no deja de sonar ni un instante. 

“Me vas a tener que perdonar, viejo,  pero esto es la locura, no me han dejado en paz ni un momento; empiezan a llamar desde las seis de la mañana, a veces incluso en la mitad de la noche, porque en Europa hay periodistas que parece que no entienden lo del huso horario.”

A las llamadas de felicitación se añaden las llamadas para fijar entrevistas y ajustar detalles del viaje a Italia. Llama todo el mundo: radio Deutschewelle, el embajador de España, el presidente Samper, el marqués de no sé qué, el presidente Zedillo, poetas y poetisas, desconocidos que se hacen pasar por íntimos, verdaderos amigos de infancia, ex presidentes, ministros, secretarios… Lo bueno es que mientras contesta las llamadas se puede explorar la casa. Libros innumerables, cuadros de Botero y Obregón, poemas manuscritos de De Greiff, fotos de familiares y de amigos (muchas de Gabo), tres gatos vivos, curiosos altares monárquicos, el retrato del rey Juan Carlos con su rosa fresca al frente. El resto de la decoración es sobria y elegante; no en vano Carmen, su mujer, estudió decorado varios años.

Durante las treguas del timbre del teléfono, logro lanzarle las preguntas. En realidad, más que preguntas, lo que hago es proponerle temas.


-Ahora que los conoce a fondo, ¿qué piensa sobre el éxito y sobre la fama?

Mutis: Ay de la persona que de veras crea en eso. Pobre de la persona que crea en el éxito. Es una especie de nube creada por la frivolidad y la novelería de la gente, dura lo que un bizcocho en la puerta de una escuela. Fíjate: hoy hablé con una persona amiga, y me quejé de la cantidad de llamadas telefónicas, de las entrevistas, de los periodistas. Me decía, “es el precio de la fama”. Le contesté: No, el  verdadero valor de la fama sería el día en que pudiera decirle no a toda esa gente, y poderme quedar con mis amigos o como se me dé la gana. Que hagas eso y no pase nada.

-Pero la fama servirá al menos para que lo lean más.

Mutis: Se ha creado una especie de obsesión, que es muy grave, por el éxito. Yo no quiero hacer de virtuoso ni el papel de ejemplar en nada, y menos en lo que voy a decir, pero a mí no me interesa, de verdad, si mis libros se venden o no se venden. Me interesa que algunos amigos en el mundo los lean, eso sí. Contados amigos. Me emocionan casos más simples: la señora que se me acerca y me dice “¿usted no es Álvaro Mutis?” Sí, yo soy. “Ay sus libros me encantan y tal, y fíjese que me los llevé de vacaciones y me hicieron mucho bien.” Eso es escribir. Eso da satisfacción. Y probablemente la señora ni siquiera ha comprado el libro, se lo prestaron.

Yo nunca me he considerado eso que llaman un intelectual, jamás. Tampoco me he sentido el famoso “yo poeta”, ni ahora el “yo novelista”. Yo escribo cuando se van cargando dentro de mí una serie de imágenes, de situaciones, de visiones, y me siento a escribirlas, pero no me siento cumpliendo con el deber de escribir una obra o de continuar una obra. Nunca he sabido qué contestar cuando los periodistas me preguntan “bueno, maestro, ¿y ahora en qué está usted?” No tengo ni idea, no estoy en nada, llevo casi dos años sin escribir, salvo poemas de vez en cuando. Yo no vivo una vida de escritor o de intelectual. Yo leo vorazmente mucho de historia, y oigo música, y cuando me siento a escribir no me siento cumpliendo el deber de un escritor o cumpliendo mi destino de escritor. Nunca lo he sentido. Una vez me pasé 8 años sin escribir. Yo lo que hago es reconstruir a Coello, la finca de mis abuelos, ahí como puedo. Lo que estamos escribiendo está destinado al olvido o a las más absurdas interpretaciones.

-Usted llegó a quemar dos novelas ya escritas.

Mutis: Quemé una novela sobre Bolívar porque, aunque era válida, estaba mal planteada. Se notaba mucho mi deseo de demostrar algo, y en una novela no puedes tratar de demostrar nada. Después, como yo fui amigo de Camilo Torres cuando era sacerdote y el caso suyo me interesó mucho, resolví escribir una novela sobre la violencia en Colombia, que era la historia de un sacerdote que va al Tolima, de cura párroco, y se encuentra con la guerrilla, llega el ejército, que pesca a la guerrilla y empieza a torturar a los guerrilleros. El sacerdote no resiste y le quita en un momento una pistola a un oficial que está al lado y mata a la persona que está torturando. Esto en un sacerdote es inconcebible. De pronto me di cuenta de que ese inconcebible tienes de veras que creerlo a fondo, o si no no sirve. La quemé en 1962. Se llamaba Cuando Dios bajó a Anagaima. Las dos novelas fueron quemadas sin dolor ninguno; al contrario, con un sentimiento de liberación. Las maté, me libré de ellas.

-El olvido y la muerte son temas muy suyos.

Mutis: Desde luego la muerte ha sido un tema que ha estado en mi poesía desde los primeros poemas. He sido un lector muy fiel de Rilke. La primera vez, cuando leí los Cuadernos de Malte Laurids Brigge a los 17 años, encontré por fin, en una fórmula casi, lo que a mí me obsesionaba de la muerte, y es, aunque puede parecer un lugar común lo que voy a decir (pero hay que tener cierta fe en los lugares comunes porque por algo existen) que nosotros llevamos la muerte, nuestra propia muerte, la llevamos con nosotros desde el instante en que nacemos. Ahora, Rilke sostiene que debemos ir diseñando, preparando, construyendo la muerte que nosotros merecemos, o más que merecemos, la muerte que nos pertenece, la que va con nosotros, la que termina de verdad nuestro destino. Y eso se construye día por día, dice Rilke. Esa idea de que llevamos nuestra propia muerte y de que debemos cultivarla y diseñarla para que esté en armonía con ciertas convicciones que tenemos, me parece muy bella y me ha acompañado todo el resto de mi vida.

-Tal vez en el suicidio es cuando el hombre diseña más precisamente su propia muerte. ¿Qué piensa del suicidio? Hay muchos suicidas en sus libros.

Mutis: El suicidio es uno de los grandes misterios para mí. La decisión del suicida es muy misteriosa. Yo soy cristiano, católico, romano, con todas las dudas y las luchas que es normal que tenga una persona que tiene la fe. Hay días en que amanezco en blanco y en fin, ahí me agarro como puedo. Entonces, ya sé que atentar contra tu vida y quitarte la vida es muy grave. Porque, desde luego, si llega a haber algo al otro lado, imagínate lo que has hecho, llegas allá en pelota. Pero de todas maneras, contra el dogma y contra los principios de la Iglesia, yo creo que hay momentos en que nosotros tenemos el derecho y la absoluta libertad, y a veces el deber de quitarnos la vida.

-En Un bel morir hay una frase interesante sobre el envejecimiento: “Pensó que la verdadera tragedia de envejecer consiste en que allá, dentro de nosotros, sigue un eterno muchacho que no registra el paso del tiempo”.

Mutis: En agosto cumplo 74 años. Yo no los veo, porque yo sé que mi vida se detuvo a los 25 ó 30. Yo he tenido siempre una obsesión, y la he mencionado muchas veces, que es conservar vivo el niño que fui. El llegar a adulto, para mí, ha sido sencillamente llegar a un estado de sandez tolerable, para poder entrar con los otros sandios a vivir. Pero el que mate a ese niño, el que diga “no, yo no tengo nada qué ver con ese niño, yo soy un hombre maduro”, pobre de él, está matando, marchitando la mitad de su posibilidad de disfrutar el mundo y de gozar las cosas. El adulto razona, que es la peor cosa que se puede hacer, es la sandez más grande. Conservar ese niño y conservarlo con todas las imágenes es lo que me propongo: yo cierro los ojos y empiezo a recorrer Coello cafetal por cafetal y camino por camino. Antes podía hacerlo con mi hermano, ahora me toca hacerlo solo.

-¿Y el cuerpo? ¿Le importa el paso del tiempo en el cuerpo?

Mutis: Al cuerpo yo no le hago caso. Mira como tengo las manos. Muestra algunas falanges levemente torcidas por la artritis. Yo no le pongo bolas a esto. Eso son vainas del cuerpo.  No le hago caso al cuerpo. “Vea, que me duele aquí, que siento esto más acá…” No, qué va, el cuerpo que se joda. Hay que dejar el cuerpo en su lugar. Es un instrumento, una carcasa que va a oler muy mal después.

-Es una actitud como de místico, Mutis. ¿Usted cree en Dios?

Mutis: Sí, sí.

-¿Y cree que el diablo existe?

Mutis: Claro que el diablo existe, pero no ese tipo con cuernos. El diablo  –eso lo define muy bien Julien Green–, el diablo está en todas partes, basta ver un rato la televisión, ahí está el diablo. En el Internet. Ya el internet está sirviendo para fomentar la prostitución infantil. Ese es el diablo. Que está también en la bolsa de valores. El tipo con cuernos es un símbolo, pero hay una presencia de un mal constante, de algo que hace daño al hombre.

-¿También va a misa?

Mutis: No. Yo voy a  misa cuando la dicen en latín y de culo. No soporto la misa y las oraciones en esta versión de un español paupérrimo. Y que no vengan a decirme que la gente no entendía el latín, porque eso es una mentira enorme. Primero, entendían una gran parte. Y además, toda religión tiene un lenguaje sagrado y secreto. Estas misas en español, de frente y con las señoras comentando los sombreros de las otras señoras, y con los tipos contándole al compañero de banca lo mal que le fue en un negocio, no.

-¿Le gustan las ceremonias?

Mutis: Las adoro. Amo, por ejemplo, el rito de la iglesia ortodoxa rusa por la belleza de la ceremonia. Toda ceremonia me parece a mí maravillosa. Rodear la cotidianidad de los actos humanos de ceremonia es darles una nobleza y una permanencia extraordinaria y necesaria. La peor cosa que he visto me acaba de tocar en un matrimonio católico al que asistí por razones familiares en donde en el momento en que el sacerdote los declara marido y mujer, el público aplaude, con el Santísimo Expuesto. Eso es atroz, de un mal gusto espeluznante.

-Usted es muy duro también con los protestantes.

Mutis: Yo no puedo tolerar herejías, viejo.

-El cristianismo también es una herejía, del judaísmo.

No, no. Jesús es un profeta, enviado por Dios, hijo de Dios, que estaba ya anunciado por David y por todos ellos. Ahora si tú resuelves, que ese no era y lo matas, te quedas esperando el que no va a venir nunca. Además yo estoy en contra de los protestantes también por la terrible hipocresía de su puritanismo. Justifica una serie de violencias y de violaciones a la intimidad y a la persona. Además sus teorías endiosan y sacralizan el dinero. Según la creencia en el Destino manifiesto, si tú eres inmensamente rico,  te va muy bien en los negocios y llegas a hacerte un Rockefeller, entonces esto es una muestra de la bondad y de la presencia de Dios. Esto es monstruoso, esto es sacralizar lo más despreciable que hay, que es el dinero, y la forma como se gana el dinero en la sociedad capitalista, y en general en todas partes, que consiste en vender por 10 algo que vale 5.

-¿Cómo es su relación con el dinero? Dicen que despilfarra.

Mutis: Despilfarrador no sería nunca, porque me parece de mal gusto. Pegarse al dinero y justificar decisiones de orden moral por el dinero, eso me parece que no tiene justificación ni perdón. La codicia es el vicio y el pecado que a mí más me repugna. Tampoco lo boto. Me aterraría ser pobre en el mundo actual, en esta sociedad es brutal ser pobre. Me gusta comer y tomar bien. Me gusta vivir bien.

-¿Alguna vez fue pobre?

Mutis: Paupérrimo, paupérrimo. Durante épocas aquí pasé momentos muy difíciles, de los cuales nunca fui muy consciente.

-Usted tiene buen humor y se ríe mucho. Maqroll no se ríe nunca. ¿Por qué?

Mutis: Maqroll existe porque ha ido hasta el final de la cuerda, ha bajado hasta el fondo del pozo, y ahí se acaban las ganas de reír. No por tristeza o por amargura, sino porque él ha vivido experiencias que yo llamo finales, terminales, absolutas.

Es cierto que tengo buen carácter, y tal vez esto se debe a un principio que está también en Maqroll: el principio de la aceptación y el nunca juzgar. No convertirte en juez de tus semejantes, porque en el momento en que lo haces estás siendo juez de ti mismo. Yo no tengo por qué juzgar. Tampoco discuto. Siempre desde niño he tenido una intuición de la absoluta inutilidad de discutir; no quiero convencer a nadie de nada. De ahí mi falta de interés por la política. Nunca me ha interesado la política, no creo que tengamos la fórmula para salvar a nadie ni para llevar a ningún país a nada distinto del desastre en el que están todos los países y que es muy evidente (basta abrir un periódico para saberlo).

-No le interesa la política, pero se dice monárquico.

Mutis: Lo que siento por la monarquía es devoción. Siempre la gente lo toma como un gesto de esnobismo o de desafío, o para épater le bourgeois, una boutade. En mí es una convicción profunda, aunque admito que es algo que está perdido. Yo lo sé, yo no quiero proponer un reino para Honduras y otro reino para el  Paraguay y otro para Suiza, no, eso se terminó, eso fue un momento de la historia que a mí me interesa enormemente porque yo no acepto ningún poder, ni ninguna regla, ni ningún código que no venga de un origen que nos trascienda, de un origen más alto. Entonces cuando estos decretos, sistemas, tienen una carga mítica, yo los acepto, yo juego ese juego.

Además ser monárquico en los tiempos actuales es una actitud totalmente anarquista. La monarquía hoy en día es imposible, a partir del racionalismo, cuando toda la gente resultó pensante y con derechos para resolver su fórmula para hacer felices a los hombres.


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Para cambiar de ambiente salimos al jardín de la casa. Allí Mutis ha reconstruido en algo el paisaje vegetal colombiano. Hay dos matas de café (una ya muy maltrecha, la otra aguantando), una enredadera de curuba, está el rosal para las rosas frescas del retrato del rey. Hay también un moral, un brevo, un limonero. Vive en esta casa desde febrero de 1980. Los cinco hijos de sus tres matrimonios vienen a visitarlo aquí. A un lado, en el garaje, se ve el enorme Ford Elite azul oscuro, modelo 82, que Mutis conduce con parsimonia. El ambiente del jardín, como al día siguiente el del restaurante típico mexicano donde almorzamos, se presta para proponerle un juego de preguntas más simple. Yo le digo nombres de personas o simplemente le propongo una palabra para que Mutis dé un concepto muy corto. Acepta el juego y empiezo por su segundo hijo.

-Santiago Mutis Durán:

Es muy buen poeta y su poesía no tiene nada que ver con la mía. No conozco nada más distinto ni más distante que su poesía de la mía, pero la admiro mucho, y no es el papá hablando. Tiene, además, algo de santo.

-Carmen Mutis:

Una persona indispensable en mi vida, desde luego. Ella tiene algo que en catalán tiene un nombre que es más profundo que juicio o inteligencia, y es difícil de traducir: seny, que es saber exactamente dónde estás parado, y eso es fundamental para la vida de un hombre.

-Carmen Balcells:

Un personaje inolvidable en la vida de cualquier escritor que esté en sus manos. La forma como ella se ocupa de colocar y manejar mis libros, en un aspecto en el cual yo sería de una torpeza patética, no tengo cómo agradecerla. Es otro caso de seny y de gran criterio comercial, y me libera de algo en donde yo hubiera sido un verdadero desastre.

Por enésima vez vuelve a sonar el teléfono. Aprovecho cuando cuelga para preguntarle por ese aparato.

-El teléfono:

Lo detesto. Nunca por teléfono tú podrás decir los auténticos sentimientos, nunca podrás decir por teléfono nada distinto de una hora, una cantidad de dinero, banalidades. Cuando quiero decir algo fundamental por teléfono, siento que no lo estoy diciendo bien.

-Bogotá:

Yo nunca he sido muy bogotano. Llegué a Bogotá de 9 años. Lo primero que me extrañó fue su manera de hablar, que siempre me daba la sensación que era como fingida. Además yo viví en un núcleo antioqueño, y yo salía de la casa a otra ciudad. Tuvo para mí cierto encanto por mis amigos, por las primeras publicaciones que hice allí. Tengo algo en contra de Bogotá: esa ciudad mató al más grande poeta que ha tenido Colombia, y a uno de los poetas más grandes del idioma, a José Asunción Silva, lo mató la mezquindad bogotana, las calumnias, los chistes estúpidos. No le perdonaron que no se emborrachara ni que no fuera donde las putas, por eso resolvieron acabar con él. En su posición, yo me hubiera pegado el tiro también.

-Francisco Franco:

Detestable. Ese señor representa todo lo que yo más odio: la derecha. Representa la mediocridad oscura del amargado militarito español que hizo su carrera en África, sin haber entendido el mundo musulmán, en una aventura colonial pestífera. Ahí está el diablo, en ese ser siniestro, mediocre, criminal, delirante, sin ninguna idea clara de nada.

-La Derecha:

Es el ejercicio de un poder en manos de los burgueses, en juego –como lo hizo Hitler– con los grandes industriales y los banqueros. Es ese mundo del banquerito, del comerciante, que va subiendo en eso que llaman la escala social. Ese mundo pestífero de la especulación bancaria, la que acaba de perder en Francia.

-¿Y la Izquierda?

¿Sabes lo que me aburre de la izquierda? Que tienen respuesta para todo, y saben todo. Yo nunca he visto a un tipo de izquierda que me diga, no estoy seguro de algo. ¿Por qué sabrán todo? Ya tienen la solución para todo.

-El Ejército:

Hay un aspecto del mundo militar que yo admiro, que es el espíritu de sacrificio. Creo, sin embargo, que ese ideal se dañó completamente, hace mucho tiempo. Cuando el ejército empieza a hacer la función de policía y no la de defender las fronteras y la integridad de un país, entonces es un policía, y eso es lo que yo más odio: la gente que impone castigos y que decide quién es bueno y quién es malo y que por eso lo matan.

-Bolívar

Es uno de los seres y personajes históricos más conmovedores que ha existido. Bolívar es un personaje de Byron, es un romántico desaforado y yo lo acompaño en todos sus gestos de romántico. Ahora, como buen romántico destruyó sus propios sueños. Tiene la idea de la Gran Colombia, que era la idea perfecta, crear ese bloque entre el sur y el norte. La crea, le funciona, y pone a sus tres peores enemigos en los tres países: a Páez en Venezuela, a Santander en Colombia y a Flórez en el Ecuador. ¿Qué quería que pasara? “Aré en el mar y edifiqué en el viento”, esa es una de las frases más conmovedoras, más ciertas, más lúcidas de un hombre que está al borde de la muerte.


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A estas alturas ya estamos comiendo en la Guadalupana, una cantina-restaurante en Coyoacán. Mutis pide chiles rellenos, lo mismo que Carmen, su mujer, lo mismo que el fotógrafo y testigo Óscar Monsalve. El único que no pide comida mexicana es el único mexicano del grupo, Mario Morales, el chofer, que pide una milanesa. Mutis me propone o me propina un delicioso cabrito casi entero, bañado con media botella de tequila purísimo de Jalisco, traída de su casa. Mientras comemos y bebemos, la conversación vuelve sobre temas de las monarquías y Mutis me relata anécdotas de Luis XIV, de Felipe II, de los Saboyas-Carignano, de los Borbones, de Fernando VII, de los Estuardos, del zar Nicolás II. A ratos se conmueve, a ratos suelta carcajadas. A ratos parece que de verdad se ha pasado a vivir a otro siglo. Yo lo miro con el tonto estupor de los que no entendemos. Y ahí, en esas hazañas de la realeza (y después de ocho horas de entrevista) confieso que me pierdo, sobre todo por ignorancia, pero también por lo difícil que resulta disimular la ignorancia cuando se tiene el estómago lleno de cabrito y la cabeza llena de tequila. Mutis comprende que no entiendo y menea la cabeza como diciéndose, “qué se puede esperar de alguien que confunde a Felipe II con Felipe IV”. Tal vez por eso, cuando poco después le suplico que me deje probar uno de sus famosos Dry Martini, cotizados en todas sus entrevistas entre los mejores de mundo, me contesta:

-No, viejo, eso es un premio. Eso tienes que ganártelo.

El Dry Martini es un premio, me imagino, como el de las infantas. Y parece que las infantas no dan premios, como dijo el sabio Nicolás, primero.

Héctor Abad Faciolince | Cromos.com.co
 


 
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