Raül Digón Martín y Oriol Dueñas Iturbe
La responsabilidad del Estado ante las víctimas del franquismo y el papel del poder judicial
1. Introducción
Baltasar Garzón Real fue expulsado de la judicatura por sentencia del Tribunal Supremo de 9 de febrero de 2012, que lo condenó a 11 años de inhabilitación por un delito de prevaricación realizado al investigar la trama Gürtel. El mismo órgano acordó el archivo –por prescripción– del caso de las irregularidades imputadas por los cursos que impartió en la Universidad de Nueva York (auto de 13 de febrero de 2012), y mediante sentencia de 27 de febrero de 2012 le absolvió por su investigación de los crímenes franquistas. Esta última causa puso de manifiesto la deuda del Estado con los familiares de las víctimas de la Guerra Civil y la dictadura, que reclaman “verdad, justicia y reparación”. También plantea dudas sobre las carencias de la democracia española, las contradicciones entre la Ley 46/1977, de 15 de octubre, de Amnistía, y los tratados internacionales de protección de los derechos humanos, o la inacción de los poderes públicos ante la demanda social de localizar a millares de desaparecidos. Este artículo presenta una aproximación al desarrollo de dicha causa, núcleo de los tres procesos que, en conjunto, han acabado con la carrera del juez que pretendió investigar las atrocidades del franquismo. Para ello, el texto [1] expone las fases fundamentales de dicho intento e identifica a sus principales actores, y trata de aportar elementos de reflexión sobre sus implicaciones éticas y políticas.
2. Los crímenes del franquismo
El 14 de diciembre de 2006, varias asociaciones de familiares de víctimas del franquismo presentaron denuncias ante la Audiencia Nacional por presuntos delitos de detención ilegal, cometidos por motivos políticos durante 1936 y los años subsiguientes en diferentes puntos geográficos del territorio español. Posteriormente, se añadieron las de otras entidades, memorialistas o sindicales, hasta sumar 22 denuncias a fecha de 6 de octubre de 2008. Desde distintos lugares, se pretendía esclarecer la realidad de unos hechos que podían ser calificados como crímenes contra la humanidad.
Todas las denuncias presentadas ante la Audiencia Nacional se basaban en que a partir del 17 de julio de 1936 se ejecutó un plan sistemático y preconcebido de eliminación de oponentes políticos mediante muertes, torturas y desapariciones forzadas. Hechos que supusieron la detención y posterior desaparición de miles de personas.
Es evidente que durante la Guerra Civil se produjeron detenciones ilegales y desapariciones forzadas en las zonas donde el golpe militar triunfó. En ocasiones, cuando se habla de tales hechos, no queda del todo claro si las desapariciones se dieron durante todo el conflicto armado y la posterior posguerra en todo el territorio, o únicamente se produjeron en algún momento concreto y en zonas determinadas.
Antes de pasar a responder esta cuestión, cabe definir el concepto de desaparición forzada. La Convención Internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas, aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas el 20 de diciembre de 2006, y ratificada por España el 14 de julio de 2009, define, en su art. 2, la desaparición forzada como el “arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de libertad que sean obra de agentes del Estado o de personas o grupos de personas que actúen con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de una negativa a reconocer dicha privación de libertad o del ocultamiento de la suerte o paradero de la persona desaparecida, sustrayéndola a la protección de la Ley” [2].
Esta definición es totalmente aplicable a los terribles hechos que se produjeron durante la Guerra Civil, y especialmente a los acaecidos durante los primeros meses del conflicto. Fue en este periodo cuando se produjo la mayor parte de detenciones forzadas y posteriores desapariciones de hombres y mujeres en las zonas donde los golpistas se impusieron a la legalidad republicana. Una vez pasados los primeros meses, las desapariciones y muertes arbitrarias dejaron paso, a excepción de casos aislados, a la actuación represiva de la “justicia” militar. A partir de este momento, los sublevados dejaron constancia documental de las detenciones, encarcelamientos, juicios, sentencias, ejecuciones e inhumaciones de las víctimas, por lo que la definición de desaparición forzada no se podría aplicar a tales casos en su sentido estricto.
El fracaso de intento de golpe de Estado contra el gobierno democrático de la II República acabó desembocando en una larga y cruenta Guerra Civil. La acción desplegada por los sublevados entre los días 17 y 19 de julio de 1936 en contra del Estado de derecho se apoyó en un plan preconcebido que incluía la caída del gobierno y el uso de la violencia como instrumento básico para su ejecución [3]. Un plan que tenía entre sus objetivos detener y hacer desaparecer a los considerados enemigos de la insurrección. Esta idea quedó perfectamente expresada por el general Emilio Mola, uno de los responsables del alzamiento, en las Instrucciones Reservadas que redactó entre mayo y junio de 1936:
“Producido el movimiento y declarado el Estado de Guerra […] se tendrá en cuenta que la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. Desde luego serán encarcelados todos los directivos de los Partidos Políticos, Sociedades o Sindicatos no afectos al Movimiento, aplicándose castigos ejemplares a dichos individuos para estrangular los movimientos de rebeldía y huelgas.” [4]
Tan pronto tenga éxito el movimiento nacional, se constituirá un Directorio, que lo integrarán un Presidente y cuatro vocales militares […] El Directorio ejercerá el poder con toda amplitud, tendrá la iniciativa de los decretos leyes que se dicten, los cuales serán refrendados por todos sus miembros […] Los primeros decretos leyes que se dicten serán los siguientes: A. Suspensión de la Constitución de 1931. B. Cese del Presidente de la República y miembros del Gobierno. C. Atribuirse todos los poderes del Estado, salvo el judicial […] D. Defensa de la Dictadura Republicana. Las sanciones de carácter dictatorial serán aplicadas por el Directorio sin intervención de los Tribunales de Justicia […].” [5]
Otro de los ideólogos del golpe de estado, el veterano general Guillermo Cabanellas, también dejó su testimonio sobre cómo se debía actuar en contra de los enemigos del Movimiento:
“Basta para ser eliminado, en una forma o otra, el haber votado a favor de los partidos del Frente Popular; el no concurrir a misa, el haber votado a favor de los partidos de izquierdas; pertenecer a la masonería; no demostrar fervorosa adhesión al nuevo Régimen […]” [6]
Para llevar a cabo la persecución y represión de todos esos colectivos, los golpistas utilizaron dos instrumentos: los bandos de guerra y, posteriormente, los consejos de guerra sumarísimos de urgencia. Los bandos que se aplicaron en los primeros meses de guerra sirvieron como argumento jurídico a los sublevados para llevar a cabo la represión y las desapariciones indiscriminadas de defensores de la legalidad republicana. La aplicación del Bando de Guerra [7] fue la fórmula bajo la cual se escondió la aniquilación del enemigo. Bajo su amparo, todo estuvo permitido. Durante los primeros meses de la guerra, miles de personas fueron ejecutadas sin juicio y desaparecieron en un descampado, en la cuneta de una carretera o en una fosa común. Posteriormente, a partir de enero de 1937, la violencia extrajudicial fue dejando paso a la acción a través de la justicia militar [8].
La mayoría de bandos y proclamaciones del estado de guerra citaban como causa de muerte segura la tenencia de armas. Tras advertir que el restablecimiento del principio de autoridad exigía inexcusablemente que los castigos fueran ejemplares, por la seriedad con que se impondrían y la rapidez con que se llevarían a cabo, sin titubeos ni vacilaciones, aquellos bandos dejaban la puerta abierta a una aplicación indiscriminada, con apartados tan laxos como los que designan a un amplio espectro de personas susceptibles de ser merecedoras de la pena capital. Quizá uno de los bandos que más claramente muestra el carácter de aquella represión fue el que proclamó el general Queipo de Llano seis días después del golpe:
“Al comprobarse en cualquier localidad actos de crueldad contra personas, serán pasadas por las armas sin formación de causa las directivas de las organizaciones marxistas o comunistas que en el pueblo existan, y en el caso de no darse con tales directivos, serán ejecutados un número igual de afiliados arbitrariamente elegidos.” [9]
Las muertes acaecidas durante los primeros meses de conflicto fueron perpetradas por grupos organizados formados por miembros de Falange, Acción Popular, Renovación Española, Requetés, etc., que, con el consentimiento de las autoridades militares rebeldes, detenían y asesinaban a quienes consideraban opositores al alzamiento. Este elemento organizativo es, juntamente con la práctica sistemática de la detención ilegal, lo que nos permite argumentar que los sucesos acaecidos en dicho periodo cabrían en la definición de desaparición forzada.
En la mayoría de ocasiones, todas esas muertes no fueron inscritas en el registro civil, y, en los pocos casos en que se hizo, aparecían bajo la fórmula de “aplicación del bando de guerra” [10]. No obstante, hay que destacar el alto número de personas que en dicha etapa quedaron sin inscribir en los registros civiles, y de cuya muerte no queda rastro documental alguno. Tales víctimas fueron las que a la larga, y hasta el día de hoy, se consideraron desaparecidas.
El resultado de esta represión fue terrible. A día de hoy sabemos que la cifra de asesinatos en la zona que quedó bajo control de los rebeldes supera ampliamente las 80.000 muertes, acercándose a 100.000. Aunque no dispongamos de todos los datos, los que se han conocido no dejan lugar a ninguna duda:
Cuadro 1: número de represaliados por provincias durante la guerra
Galicia 4.109
Canarias 2.600
Aragón 9.395
Baleares 1.000
La Rioja 2.241
Andalucía 42.718
Extremadura 8.868
Asturias 5.952
Castilla y León 13.772
Navarra 3.000
Ceuta y Melilla 768
______________________
Total 94.423 [11]
Desde principios de 1937 la encargada de ejercer la represión y decidir entre la vida y la muerte de los y de las inculpadas fue la justicia militar [12]. Como ya se ha expuesto anteriormente, la aplicación de la justicia castrense mediante consejos de guerra provocó que la figura del desaparecido se fuera desvaneciendo, como mínimo en su concepción legal. Los hombres y las mujeres que eran juzgados sin ninguna garantía jurídica, condenados a muerte y ejecutados, eran enterrados habitualmente en grandes fosas comunes de los cementerios de las poblaciones donde tenían lugar los juicios, normalmente capitales de provincia, de modo que a las personas represaliadas no se las pudiera considerar desaparecidas ya que de todas ellas quedó un rastro documental que nos permite saber la fecha y el lugar de su muerte e inhumación.
La institucionalización por parte de los sublevados de los consejos de guerra sumarísimos de urgencia, motivó la burocratización de los procesos, lo que ha permitido reconstruir la represión a partir de la extensa documentación existente. El régimen fue extremadamente burocrático y este hecho permite a investigadores/ras y a familiares saber, a través de los rastros documentales, el fin de los hombres y mujeres condenados a muerte en consejo de guerra. De esta manera se puede conocer el número de personas ejecutadas y su destino final.
La aplicación de la justicia militar fue más allá del final de la guerra. Durante la posguerra la represión franquista no fue resultado de un momento extremo de pasión y odio, sino que fue fría, metódica y calculada. Un aspecto que se alargó año tras año, con una voluntad selectiva y ejemplarizante hacia los actos e ideas de los acusados. Esto hizo que fuera aún más incomprensible la ejecución de personalidades destacadas de la sociedad, dado que a quien más afectó la represión fue a quienes habían pertenecido a instituciones autonómicas, republicanas y sindicales. Las víctimas, principalmente, provenían de tres grandes grupos: personas que habían ocupado cargos político-sociales durante la II República y los años de guerra; acusados de participación directa en hechos considerados de extrema gravedad, como delitos de sangre, vejaciones religiosas y personalidades destacadas en el ámbito local.
Los consejos de guerra sumarísimos de urgencia se mantendrían hasta los primeros meses de 1945. Podría parecer que el final de la guerra marca una separación, pero realmente fue lo mismo; quizás la disminución del ritmo represivo iniciado en el 36 se perciba a partir de 1943. A finales de la década de los cuarenta una tercera oleada represiva volvió a invadir el país, dirigida a la eliminación de docenas de guerrilleros y de cientos de personas acusadas de servirles de apoyo.
Cuadro 2: número de represaliados por provincias durante la guerra y la posguerra
Albacete 1.600 estudio parcial
Alicante 742
Almería 373
Asturias 5.952
Badajoz 7.603 estudio parcial
Baleares 1.300
Barcelona 1.716
Burgos 1.038 estudio parcial
Cáceres 1.680
Cádiz 3.071 estudio parcial
Canarias 2.000
Cantabria 2.535
Castellón 1.052
Castilla y León 4.660
Ceuta y Melilla 768
Ciudad Real 1.614 estudio parcial
Córdoba 9.579
Galicia 3.588
Girona 519
Granada 5.048
Huelva 6.019
Huesca 1.519
Jaén 3.040
La Rioja 2.241
Las Palmas 1.000
Lleida 450
Madrid 2.663 estudio parcial
Málaga 7.000 aprox.
Murcia 177 estudio parcial
Navarra 3.240
País Vasco 1.900
Palencia 359 estudio parcial
Salamanca 284 estudio parcial
Sevilla 11.694
Tarragona 703
Tenerife 1.600
Teruel 1.340
Toledo 3.826
Valencia 3.128
Valladolid 3.430
Zaragoza 6.029
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Total 129.472 [13]
Aunque la herramienta principal de la represión continuó siendo el consejo de guerra, el régimen franquista reaccionó ante las presiones internacionales y en 1959 promulgó la Ley de Orden Público, que permitía declarar el estado de excepción y detener masivamente, además de crear el Tribunal de Orden Público (TOP) en 1963 para perseguir los delitos políticos. A pesar de estos cambios, la represión continuó siendo implacable y las ejecuciones arbitrarias continuaron siendo habituales, tal como demuestran los casos de Julián Grimau, de Francisco Granados y Joaquín Delgado en 1963; la muerte, en extrañas circunstancias de Enrique Ruano, en 1969; o la ejecución por garrote vil de Salvador Puig Antich y Heinz Chez en 1974. Finalmente, en septiembre de 1975, se ejecutaron las últimas condenas a muerte, las de dos integrantes de ETA, Juan Paredes Manot (Txiki) y Ángel Otaegui; y tres del FRAP, José Humberto Baena, José Luís Sánchez Bravo y Ramón García Sanz.
La represión fue sin duda alguna la principal característica que definió a la dictadura franquista durante sus casi cuarenta años de existencia. Desde el primer momento empleó la violencia para eliminar a sus opositores y consolidarse en el poder, y no dudó en seguir utilizándola hasta sus últimos días.