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General: Alice Munro, un Nobel a la perfección literaria
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De: Ruben1919 (Mensaje original) |
Enviado: 13/10/2013 12:02 |
Alice Munro, un Nobel a la perfección literaria |
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13 de octubre de 2013, 07:01Estocolmo, 13 oct (PL) La siempre polémica Academia Sueca sumó un punto a su favor al darle el Premio Nobel de Literatura a la escritora canadiense Alice Munro, cuya obra hace honor al axioma de que lo bueno, si breve, dos veces bueno.
Considerada una maestra de la narración breve contemporánea, la autora de 82 años de edad sorprendió a todos porque rara vez se tiene en cuenta al cuento para ponerlo a lidiar con los grandes novelistas y poetas.
Munro confesó sentirse "sorprendida y muy agradecida", aunque hace meses su nombre sonaba con fuerzas para convertirse en la decimotercera mujer que gana el premio literario más prestigioso del mundo.
"Me alegra particularmente que haber ganado este premio deje contentos a muchos canadienses. Estoy feliz también de que esto traiga más atención sobre la literatura de Canadá", declaró la autora de El Progreso del amor (1986) y Secretos a voces (1994).
Sus cuentos cortos inspirados la condición humana le valió ser conocida como la "Chéjov de Canadá", en referencia al escritor ruso Antón Chéjov, un epíteto elocuente sobre sus demonios e inquietudes como escritora.
"Realmente espero que esto haga que la gente vea el cuento como un arte importante y no sólo como algo con lo que uno juega un poco hasta escribir una novela", comentó la galardonada.
Aunque hacía casi cuatro décadas que publicaba en revistas de prestigio como New Yorker, Munro era poco vista por su apego a los cuentos cortos, y la errónea concepción de que longitud es sinónimo de calidad o rigor.
The Guardian saludó la elección de Munro, destacando la disimulada gracia de sus impredecibles relatos, en los cuales las emociones brotan y las sorpresas proliferan.
"La salvación llega cuando menos se espera, y en una forma extraña", reseña el rotativo británico.
A diferencia de la mayoría de los ganadores del Nobel, Munro apenas tiene una novela, "Lives of Girls and Women", pero ha retratado infinidad de caracteres en sus relatos sobre lo humano y lo divino, algunos con títulos tan abarcadores como "Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio".
A su vez, ha ganado tres veces el Governor General, máximo galardón literario de Canadá. El Nobel cerraría con broche de oro la prolífica carrera de Munro, que en junio pasado había advertido en una entrevista al diario canadiense National Post que probablemente no escribiría más.
Peter Englund, secretario permanente de la Academia Sueca, no pudo comunicarse con Munro inmediatamente, pero le dejó un mensaje en la contestadora, admirado por cómo la canadiense ha cultivado casi a la perfección el relato breve.
Alice Anne Laidlaw, su verdadero nombre, nació en 1931, en un entorno poco dado a la literatura, pasión que la atrapó desde niña y mucho tiempo tuvo que amar en silencio, como algo prohibido.
Aún estudiando Periodismo en la Universidad de Ontario Occidental ya había vendido un cuento a la radio CBC, y dejó la carrera para casarse con su compañero de estudios, James Munro, quien le legó el apellido, tres hijos y una depresión hogareña que le impedían escribir una oración.
Pero en 1963 el matrimonio abrió una librería, y cinco años después Alice publicó su primer libro de cuentos, Danza de las sombras felices, que ganó el premio Governor.
Se divorció de James y se casó con el geógrafo Gerald Fremlin, quien al parecer supo estimular mejor su vena creativa.
mgt/cmv |
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«Noche» por Alice Munro
En mi juventud parecía no haber nunca un parto, o un apéndice reventado, o cualquier otro incidente drástico de salud que no ocurriera mientras arreciaba una tormenta de nieve. Las carreteras estarían cortadas, así que de todos modos no se podría pensar en sacar un coche, y habría que enganchar varios caballos para llegar al pueblo e ir al hospital. Por suerte aún había caballos: en circunstancias normales la gente se habría deshecho de ellos, pero con la guerra y el racionamiento de combustible las cosas habían cambiado, al menos por el momento.
Por eso cuando me empezó el dolor en el costado tenían que ser las once de la noche, y soplaba una ventisca y, como en ese momento en nuestro establo no había caballos, tuvimos que pedir el tiro de los vecinos para llevarme al hospital. Un trayecto de apenas una milla y media, pero aun así una aventura. El médico estaba esperando, y nadie se sorprendió cuando se preparó para extirparme el apéndice.
¿Se extirpaban más apéndices entonces? Sé que todavía se hace, y que es necesario, incluso sé de alguien que murió por no intervenirlo a tiempo, pero en mi memoria ha quedado como una especie de rito al que pocas personas de mi edad debían someterse, o por lo menos no muchas, y no todas tan de improviso, o quizá sin tanta pena, porque signifi caba unas vacaciones de la escuela y daba cierta categoría: haber sido tocado por el ala de la mortalidad distinguía, aun fugazmente, del resto, en una época de la vida en que tal cosa podía llegar a ser grata.
Así que, ya sin apéndice, pasé varios días viendo por la ventana del hospital la nieve cernirse lóbregamente a través de unos árboles de hoja perenne. No creo que se me pasara por la cabeza pensar cómo iba a pagar mi padre esta distinción. (Creo que tuvo que desprenderse de una parcela de bosque que había conservado al vender la granja de su padre. Quizá esperaba utilizarla para poner trampas, o elaborar jarabe de arce. O quizá sentía una nostalgia innombrable.)
Luego volví a la escuela, y disfruté de que me dispensaran de educación física más tiempo del necesario, y un sábado por la mañana que mi madre y yo estábamos solas en la cocina, me contó que en el hospital me habían extirpado el apéndice, tal y como yo pensaba, pero no fue lo único que me quitaron. Al médico le había parecido conveniente extirparlo, ya que estaba metido en faena, pero lo que más le preocupó fue un tumor. Un tumor, dijo mi madre, del tamaño de un huevo de pava. Pero no te preocupes, dijo, ahora ya ha pasado todo. La idea del cáncer en ningún momento se me ocurrió, y mi madre tampoco la mencionó nunca. No creo que hoy en día pueda hacerse una revelación como esa sin alguna clase de pregunta, alguna tentativa de esclarecer si lo era o no lo era. Maligno o benigno, querríamos saber inmediatamente. La única razón que se me ocurre para que no hablásemos de ello es que la palabra debía de estar envuelta en un halo de misterio, similar al que envolvía la mención del sexo. O incluso peor.
El sexo era vergonzoso, pero sin duda encerraba algunas satisfacciones; desde luego nosotros las conocíamos, aunque nuestras madres no estuvieran al corriente. En cambio, la mera palabra cáncer evocaba una criatura oscura, putrefacta y hedionda, a la que no se miraba ni siquiera al quitarla de en medio de una patada. De modo que no pregunté, ni nadie me dijo nada, y solo puedo suponer que era benigno o que lo extirparon con mucha destreza, porque aquí estoy. Y tan poco pienso en ello que toda la vida, cuando me piden que enumere las intervenciones quirúrgicas que me han hecho, automáticamente digo o escribo solo «Apendicitis».
Esta conversación con mi madre probablemente tuvo lugar en las vacaciones de Semana Santa, cuando las ventiscas y la nieve de las montañas habían desaparecido y los arroyos se desbordaban agarrándose a todo lo que encontraran a su paso, y el broncíneo verano estaba ya a la vuelta de la esquina. Nuestro clima no se andaba con devaneos, nada de clemencias. En los primeros días calurosos de junio terminé la escuela, después de librarme de los exámenes fi nales con notas bastante buenas. Tenía un aspecto saludable, hacía las tareas de la casa, leía libros como de costumbre, nadie creía que me pasara nada raro.
Ahora tengo que describir el dormitorio que ocupábamos mi hermana y yo. Era un cuarto pequeño en el que no cabían dos camas individuales, una al lado de la otra, de manera que la solución fue poner literas y colocar una escalerilla por la que trepaba la que dormía en la cama de arriba. Que era yo. Cuando estaba en la edad de las tomaduras de pelo, levantaba una de las esquinas del fino colchón y amenazaba con escupirle a mi hermana pequeña, indefensa en la litera de abajo. Claro que mi hermana, que se llamaba Catherine, no estaba indefensa del todo. Podía esconderse bajo las mantas; pero mi juego consistía en acecharla hasta que la asfi xia o la curiosidad la hacían salir de nuevo, y en ese momento escupirle en plena cara, o fi ngir que lo hacía y conseguir el efecto deseado, enfurecerla.
A esas alturas ya era mayor para esas tonterías; demasiado mayor, desde luego. Mi hermana tenía nueve años y yo catorce. La relación entre nosotras siempre fue desigual. Cuando no estaba atormentándola, fastidiándola con alguna necedad, adoptaba el papel de sofi sticada consejera o le contaba historias espeluznantes. La disfrazaba con la ropa vieja que se guardaba en el arcón del ajuar de mi madre, prendas demasiado buenas para cortarlas y hacer edredones, y demasiado anticuadas para que nadie las usara. Le ponía el carmín endurecido de mi madre en los labios, le empolvaba la cara y le decía que estaba preciosa. Era preciosa, sin asomo de duda, pero cuando terminaba de maquillarla parecía una muñeca extranjera estrafalaria.
No pretendo decir que ejercía sobre ella un control total, ni siquiera que nuestras vidas se entrelazaran constantemente. Ella tenía sus propios amigos, sus propios juegos. Juegos que tendían más a la domesticidad que al glamour. Sacar de paseo a las muñecas en sus carricoches, o a veces, en lugar de las muñecas, a algún gatito disfrazado que siempre desesperaba por escapar. Además había sesiones de juego en las que alguien era la maestra y podía pegar al resto en los antebrazos con una vara y hacerlos llorar de mentirijillas, por infracciones y estupideces varias.
En el mes de junio, como he dicho, quedé libre de ir a la escuela y me dejaron a mi aire, como no recuerdo haberlo estado en ninguna otra época de mi juventud. Hacía algunas tareas de la casa, pero mi madre aún debía de encontrarse con las fuerzas necesarias para ocuparse de la mayor parte de ellas. O quizá entonces teníamos dinero para contratar a alguna mujer a quien mi madre llamaría sirvienta, aunque todo el mundo las llamara empleadas.
En cualquier caso no recuerdo haberme enfrentado a ninguno de los trabajos que se me amontonaron los veranos siguientes, cuando luché de buena gana por mantener la dignidad de nuestra casa. Por lo visto el misterioso huevo de pava me concedía cierta condición de inválida, así que a ratos podía pasearme por ahí como alguien de visita. Aunque sin darme aires de ser especial. Nadie en nuestra familia se hubiera salido con la suya en eso. Iban por dentro, la inutilidad y la extrañeza que sentía. Y tampoco era una inutilidad constante. Recuerdo haberme agachado a entresacar los brotes de zanahorias, igual que todas las primaveras, para que las raíces alcanzaran un tamaño decente.
Debió de ser simplemente que no había cosas por hacer a todas horas, como ocurrió los veranos de antes y después. Así que quizá por eso me empezó a costar conciliar el sueño. Al principio creo que simplemente me quedaba despierta en la cama hasta alrededor de medianoche, extrañada de notarme tan despabilada, mientras el resto de la casa dormía. Había leído, me cansaba como de costumbre, apagaba la luz y esperaba. Nadie había venido a decirme que apagara la luz y me durmiera.
Por primera vez en la vida (y eso también debió de marcar un estatus especial) dejaban que yo decidiera cuándo hacerlo. La casa mudaba paulatinamente de la luz del día hasta que las luces de la casa se encendían a última hora de la tarde. Al dejar atrás el trajín general de las cosas por hacer, por tender y por terminar, se convertía en un lugar más extraño, en el que las personas y el trabajo que gobernaba sus vidas languidecían, las necesidades de cuanto les rodeaba languidecían, y los muebles se retraían, al no depender de que nadie les prestara atención.
Podría pensarse que era un alivio. Al principio tal vez lo fuera. La libertad. La novedad. Sin embargo, a medida que mi difi cultad para conciliar el sueño se prolongaba y fi nalmente se apoderaba completamente de mí hasta el amanecer, se convirtió en una creciente preocupación. Empecé a recitar rimas, luego poesía de verdad, primero para obligarme a perder la conciencia, y ya después al margen de mi voluntad. La actividad me frustraba. O era yo quien me frustraba a medida que las palabras terminaban en el absurdo, en un discurso tonto sin pies ni cabeza. No era yo.
Toda la vida había oído ese comentario sobre otra gente, sin pensar qué podía signifi car. Entonces, ¿quién te crees que eres? También había oído decir eso, sin atribuirle una verdadera amenaza al comentario, tomándolo simplemente como una especie de mofa rutinaria. Piénsalo de nuevo. A esas alturas ya no era dormir lo que quería. Sabía que de todos modos lo más probable era que no me durmiera. Quizá dormir ni siquiera era deseable. Algo se estaba apoderando de mí y tenía la obligación, la esperanza, de vencerlo. No me faltaba sentido común para lograrlo, aunque al parecer tampoco me sobraba.
«Mi vida querida», Alice Munro (Lumen, 2013
Tomado de " Trabajadores " de Cuba .-
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canon de la escritora según autores de relato
El Nobel más breve de la historia es el cuento más célebre de Alice Munro
Pocos escritores pueden decir de ellos mismos que han evolucionado con soberanía. Pocos han peleado por tener la posibilidad de obstinarse en sus deseos y no claudicar. Pocos se han atrevido a llevarlo hasta sus últimas consecuencias como ha hecho Alice Munro. Por eso hay consenso en el Nobel de Literatura de 2013. Por eso y por reconocer al cuento como género mayor, como una referencia inevitable en el siglo XXI. Es la primera vez que un escritor de relato es tocado por el sanedrín sueco. Es un reconocimiento también a la lengua anglosajona y a la literatura norteamericana, que llevaba dos décadas sin ser tratada como lo que es, la que mueve el mundo de las letras. EEUU sigue en blanco, eso sí.
Este es el canon (según sus lectores y escritores) de una mujer que escribe sobre mujeres y las envuelve en ambientes costumbristas, con lo que eso significa: pequeños pueblos, grandes infiernos.
UNO. Escritura limpia, dolor sereno
Es tan pulcra y luminosa que puede detenerse en la letra pequeña de la comedia humana. Regodearse sin dramatismos ni dramones. La culpa, la conciencia, los deseos y las frustraciones son algunos de los materiales en los que hurga. El amor no correspondido y la crudeza de la soledad, pormenores del carácter de los personajes sobre los que sustenta los relatos sin complacencia ni halago. No escatima en detalles, sin perderse en el barroquismo: “Siempre hacía café en vez de té, y también strudel. La masa colgaba de los bordes de la mesa como un paño fino”.
DOS. Precisión y temor
El secretario de la Academia sueca, Peter Englund, señaló el “arte de la perfección” como la mayor virtud de la obra de la escritora canadiense. La escritora Pilar Adón (El mes más cruel, en Impedimenta) explica que la canadiense habla “de lo terrible, de lo más básico del ser humano, de la ruptura con lo cotidiano y muchas veces lo irracional”. Y lo hace desde la “normalidad expresiva”, que tal y como asegura “asustaría mucho más que si empleara un lenguaje literario más tenso y adjetivado”. La rutina en los cuentos de Munro no tiene escapatoria, esconde la angustia, es claustrofóbica. “Como un niño que mira a los ojos y dice una verdad que los demás ocultan”, explica Adón. La fragilidad expuesta con claridad “hace que sus cuentos me parezcan muchas veces narraciones de terror psicológico, aunque se desarrollen en ambientes aparentemente cercanos”.
TRES. El vértigo de un suspiro
“Algunos de sus relatos tienen más acontecimientos y giros que muchas novelas”, cuenta el escritor Daniel Gascón (La vida cotidiana, en Alfabia). Antonio Muñoz Molina (Nada del otro mundo, en Seix Barral) también apunta en esa dirección la prodigiosa virtud que tiene para “comprimir el tiempo y la vida en el espacio de un cuento”. El mundo de Alice Munro cabe en un cuento, pero escribe el mismo desde hace más de cincuenta años. Es poco llamativa y tiende a una apariencia menor, pero eso no garantiza nada: “Alice Munro evidencia que no hay nada seguro y que todo se puede romper en cualquier momento, aunque no oigamos el crujido”, añade Pilar Adón.
CUATRO. La trama no cuenta
Imaginemos una larga autopista. Ahora los pasillos de un centro comercial, por los que se deambula con (aparente) libertad, de aquí, allá. Los cuentos de Alice Munro no conducen a ninguna parte en sus tramas. La escritora revela al lector que es mucho más importante el relato que la historia que cuentan. Ella misma ha señalado que no acostumbra a leer cuentos de principio a fin, sino que empieza en cualquier punto y continúa leyendo en cualquier dirección. Así es como ha construido sus cuentos, sin la necesidad de leer con el fin de averiguar lo que sucede. En un cuento hay muchas más cosas para averiguar que su corriente. Al menos en los de Munro. Por ejemplo, cómo el mundo de ahí afuera se ve alterado por el modo de mirar del personaje, es decir, del lector.
CINCO. Malos sentimientos
En una introducción a uno de sus volúmenes de relatos, Muro avisa que el pequeño mundo en el que se mueve y retrata es la excusa perfecta para llegar a todas partes: “No me siento oprimida por escribir acerca de un único lugar y de un único estilo de vida. Al contrario, no creo estar escribiendo únicamente sobre la vida, sino sobre y a través de ella”. En esa vida aparecen personas egoístas e irracionales, humanas y conmovedoras, sin empalagar con buenos sentimientos. Sin llevar a la sociopatía los malos. Es decir, ha creado un mundo de personas normales, tan ambiguas como coherentes: alguien escapa a la opresión (de la religión, de la maternidad, de las convenciones) y de sus consecuencias. Ignacio Martínez de Pisón (Aeropuerto de Funchal, en Seix Barral) explica que sus personajes femeninos son muy complejos. “Es la gran maestra del relato, que busca la complejidad de la vida, pero con una lectura sencilla”, añade.
SEIS. Magia sin trucos
Jon Bilbao, autor de Bajo el influjo del cometa (Salto de Página), valora la sutileza con la que esconde “mucho más de lo que aparentan” sus relatos. Minimalismo y confianza. “No es una tramista, es de perfil bajo en apariencia y más centrada en el aspecto interior de los personajes, permitiendo al lector extraer conclusiones a partir de hechos nimios. Rechaza por completo los fuegos artificiales que resuelven”. El escritor aclara que minimalismo no es ser parco en palabras, sino decir mucho con poco. Marcos Giralt Torrente (El final del amor, en Páginas de Espuma) destaca el relato sin artificios, la ausencia de trucos en las tramas para hablar de “nuestros conflictos vinculados a la familia, matrimonios infelices, traumas infantiles, básicamente lo que habita en el corazón de cualquiera”.
SIETE. El largo aliento
Pisón también destaca la sutileza de las estructuras en cuentos largos que terminan organizándose como una pieza única. En ese aspecto coincide con Giralt Torrente, que reconoce en la extensión de sus relatos el mayor atractivo de la autora. “Me parece una distancia maravillosa para tratar su mundo que es el nuestro. Es algo muy peculiar suyo”. Tanto que los más ortodoxos no terminan de entender que un cuento se prolongue por encima de las cuarenta páginas. Es el caso de Hipólito G. Navarro (El pez volador, en Páginas de Espuma), que cree en el cuento mucho más breve y que acusa en los de Munro un carácter más propio de la novela. “En realidad, son novelas cortas. Una distancia excesiva para ser cuentos”.
OCHO. Reconocible, no repetitivo
Un mundo protestante, rural, con mujeres que viven la revolución feminista, sin hacer sociología barata. Después de más de cinco décadas, posiblemente sea el de Alice Munro el universo literario más fragmentado pero más reconocible. “Hay algo en ella que me resulta muy simpático: el vínculo entre una gran exigencia en la tarea y una gran modestia a la hora de presentarlo. Así son las virtudes del cuento”, explica Daniel Gascón. La escritora Elvira Navarro (que publicará en enero La trabajadora, en Mondadori) habla de esa capacidad de Munro para levantar un universo propio y profundizar manteniendo estructuras, sin repetirse. “Incide mucho en sus propios referentes, pero lejos de repetirse, va a más”, añade. Jon Bilbao incide en el hecho de que, a pesar de tener un terreno narrativo muy acotado (paisaje y personajes) podría parecer repetitivo, pero “existen muchos tipos de lecturas diferentes en cada cuento”. A pesar de ser una autora realista, afirma Elvira Navarro, “tiene un componente onírico con personajes cotidianos muy inquietantes”. Una autora, mil lecturas.
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03:58 pm
Alice Munro
La escritora canadiense Alice Munro, quien ganó el pasado 10 de octubre el Premio Nobel de Literatura, se volvió célebre escribiendo relatos cortos sobre mujeres y basados en la vida rural en Ontario, lo cual le valió el ser comparada a Chéjov.
A pesar del éxito y de una cosecha impresionante de premios literarios desde hace cuarenta años, la autora de Lejos de ella (llevada al cine en 2007) y Demasiada felicidad (2009) mantiene un bajo perfil, a imagen de sus personajes, esencialmente mujeres, y en cuyos textos jamás se pone de relieve la belleza física.
Sus frases
“La felicidad constante es la curiosidad”.
“Las barreras que separaban el interior y el exterior de la cabeza caerían”.
” La complejidad de las cosas, las cosas dentro de las cosas, parece sencillamente inagotable”.
“La memoria es la forma en que seguimos contándonos a nosotros mismos nuestras historias”.
“Quiero que el lector sienta que las cosas son sorprendentes . No el ‘qué pasa’, sino la forma en que todo sucede”.
” Cuando un hombre sale de una habitación deja todo detrás, cuando una mujer lo hace lleva todo lo ocurrido en esa habitación con ella”.
“Me parece tan ridículo que se pretenda que una persona quede atrapada en un traje… O sea, el traje de ingeniero, de médico, de geólogo, y luego crece la piel por encima de la ropa, o sea, que esa persona ya no se lo puede quitar.”
” En la vida tienes unos cuantos sitios, o quizá uno solo, donde ocurrió algo; y después están todos los demás sitios”.
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