Hoy cumple cien años un criminal de guerra nazi. No es ajeno a la Argentina, porque vivió entre nosotros desde 1948 a 1995. Bariloche fue su casa la mayor parte del tiempo. Erich Priebke nació el 29 de julio de 1913 en Hennigsdorf, Alemania, y había entrado al país con un pasaporte tan falso como su nombre: Otto Pape. Ex jefe de las SS, devino primero en maître de hotel y después en presidente del colegio local Primo Capraro, ubicado a cuatro cuadras del lago Nahuel Huapi. Lo descubrieron y extraditaron. Condenado a cadena perpetua en 1998, su prisión domiciliaria en Roma es ahora bastante flexible. En esa ciudad comandó el 24 de marzo de 1944 la llamada masacre de las Fosas Ardeatinas, que le dio notoriedad como esbirro de Hitler. El diario La Stampa acaba de filmarlo mientras paseaba por la calle tomado del brazo por una mujer bastante más joven y seguido por dos guardaespaldas de civil. Sus simpatizantes intentarán festejar su centenario; la comunidad judía de la capital italiana buscará impedirlo.
Los 335 civiles ejecutados por una orden que se atribuye a Hitler, y que Priebke y su superior, Herbert Kappler, incluyeron a discreción en una lista, nunca pesaron en el semblante del oficial alemán. Jamás se arrepintió ni pidió perdón por ese crimen, que los nazis cometieron en respuesta a un atentado de la resistencia italiana contra una columna de las SS.
Altivo y de andar erguido como cuando usaba su uniforme oscuro, La Stampa lo sorprendió el martes pasado caminando por la calle Balduina. “Priebke in giro per Roma”, titularon algunos medios. Vestía una chomba polo azul, pantalón beige, zapatillas y gorra blanca. Pasó inadvertido para los transeúntes en el tórrido verano romano, pero no para Los Jóvenes del 48, un grupo de origen judío que lo repudia. El alcalde de la ciudad, Ignazio Marino –el mismo que a principios de julio fue en bicicleta a visitar al papa Francisco en el Vaticano– declaró: “Roma fue galardonada con la medalla de oro de la Resistencia y nadie puede celebrar a uno de los líderes de la masacre de las Fosas Ardeatinas”. Sus palabras sonaron dulces a los oídos del presidente de la comunidad judía de Roma, Ricardo Pacifici.
Sin memoria y tan sordo como una tapia, acaso sea el criminal de guerra más longevo del mundo. Priebke es “tratado con guantes blancos”, según Angelo Sermoneta, líder de Los Jóvenes del 48. “Ese día (por hoy) algo haremos”, anunció en el Corriere della Sera como rechazo a un eventual festejo público por los cien años del nazi.
Los antecedentes avalan esa preocupación. Cuando el ex SS cumplió 90, los nostálgicos de Hitler lo agasajaron al aire libre en las afueras de Roma. Un centenar de personas lo visitaron, e inclusive varias llegaron desde Suiza, Francia y Alemania. En Internet se pueden ver todavía sus fotografías pidiendo por la libertad de Priebke con pancartas.
Paolo Giachini, su abogado, no ha dado pistas de cómo recibirán el centenario de su cliente. Citado por La Stampa, el letrado dijo que “es hora de dejarlo todo, dejar reposar a un pobre viejo”, aunque el testimonio de Carlo Taormina, su abogado en el juicio de 1998 y político de Forza Italia, lo desmintió: “Estoy invitado a su cumpleaños y esta vez irán hasta los sacerdotes”, dijo en declaraciones radiales. Parece que Priebke abrazó la fe cristiana en los últimos años. A juzgar por lo que sostiene uno de sus amigos, el profesor fascista Mario Merlino, lee textos bíblicos y suele meditar. Pero ya profesaba el culto católico cuando vivía en Bariloche.
El cineasta Carlos Echeverría comienza Pacto de Silencio (un documental tan riguroso como necesario sobre la vida del nazi en la ciudad) cuando sigue con la cámara a un Fiat Duna que se dirige a una capilla. Allí se topa con el criminal de guerra, rodeado de un pequeño grupo de feligreses que le salen al paso al realizador. “Para qué fuiste al colegio alemán”, le reprocha una mujer que sale en defensa de Priebke. En efecto, Echeverría estudió en el Instituto Primo Capraro cuando era un niño.
Identificado como un falso letón (presentó un pasaporte de Letonia, igual que su mujer, Alice, y sus hijos, Ingo y Joerg) el oficial de las SS había llegado al puerto de Buenos Aires, desde Génova, el 14 de noviembre del ’48 a bordo del buque San Giorgio. Consiguió los documentos gracias a los buenos oficios del Vaticano. En su ficha migratoria dice que tenía 35 años, su oficio era mayordomo y hablaba italiano como letón. Cuando Perón, en su primera presidencia, concedió una amnistía para inmigrantes con identidad falsa o indocumentados, Pape se transformó en Priebke. Blanqueado, después de estar alojado en un hotel de Retiro y una casa de Vicente López, su rastro apareció en la Patagonia.
El primer habitante de Bariloche había sido un chileno de origen alemán, Carlos Wiederhold, instalado en 1895 en el actual centro de la ciudad. A él lo siguieron otros inmigrantes europeos. La colectividad germana creció. En la década del ’30, Priebke ya sabía lo que era un campo de concentración. Visitaría Dachau en 1937, que se había levantado cuatro años antes, en los inicios del régimen nazi. Mientras tanto, en la localidad de Río Negro se conmemoraba el día que Hitler llegó al poder: el 30 de enero de 1933. “Acá había más banderas con esvásticas que argentinas”, cuenta León Ribko, un polaco que entrevistó Echeverría en Pacto de Silencio. Transcurrían los años de la Segunda Guerra en una Bariloche que parecía caerse del mapa.
Esa semilla hitleriana en la ciudad dejaría retoños, inclusive pese a la derrota de Alemania en el 45. Priebke conseguiría su primer empleo como maître del hotel Catedral. Le dio una mano su amigo tirolés Cornelio Delay, concesionario de Parques Nacionales. Juntos habían viajado en el San Giorgio. Ya tenía su primera cédula de identidad, tramitada el 14 de agosto de 1950, en la que figuraba un domicilio de Capital Federal: Agustín Alvarez 2585.
La vida del fugitivo entre tantos de su condición y que huyeron hacia distintos puntos del planeta transcurría sin molestias. Priebke no era Josep Mengele ni Klaus Barbie, dos nazis más connotados, que también pasaron por la Argentina. El primero era buscado por experimentos con humanos; el segundo por asesinatos en masa en Lyon, Francia, de ahí su mote: El Carnicero. El ejecutor de las Fosas Ardeatinas seguía en el rubro gastronómico y de turismo, aunque ya en un tradicional hotel barilochense: el Bella Vista. También atendió la fiambrería Viena, lejos como estaba de un pasado que había dejado en Roma y en Brescia, donde controló un centro de torturas en la Vía Panorámica 10.
Su activa vida social lo convirtió en un referente de la comunidad alemana y de la ciudad en general. En el Instituto Primo Capraro ejerció sin rubor la presidencia, participó de fiestas de egresados y se volvió casi omnipresente. Aunque ahora resulta un dato menor –comparado con sus crímenes en Italia–, compartió cenas con autoridades provinciales y municipales, bailó con alumnas y docentes, como también ofreció discursos de ocasión. Así por espacio de casi media vida, de una vida que en Roma levanta polémicas por su benéfico régimen de detención domiciliaria.
En Bariloche, donde lo reivindicaba una considerable porción de su comunidad hasta que lo descubrió un periodista estadounidense cuya entrevista aceleró su deportación, es un recuerdo incómodo. La sola evocación de su nombre o una filmación en Súper 8 donde se lo ve con su sonrisa de plastilina molestan como una piedra en el zapato. Se percibe hoy en las fotografías de las distintas promociones de alumnos del Capraro que pueden observarse en la página oficial del colegio. Su rostro, invariablemente, aparece tapado por una marca blanca, como una muesca, que pretende esfumar su presencia. Es el fantasma de Priebke, un nazi que hoy cumple cien años.
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