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Respuesta  Mensaje 1 de 1 en el tema 
De: carlos305  (Mensaje original) Enviado: 24/10/2013 16:20
El castrismo, mito y realidad

Fidel Castro Ruz es el clásico lobo

cubierto con una piel de oveja

La Cuba real frente a la Cuba oficial

La falacia de las estadísticas

Verónica Vega

10 de octubre de 2013

 

Contaminación ambiental, malnutrición, violencia doméstica… Las estadísticas en Cuba no recogen índices esenciales. Las autoridades las falsean a conveniencia

 

Estando en Francia en el 2011, un profesor que parecía conocer mi país más que una nativa, me hizo esta interesante pregunta: “¿Has conocido a alguien en Cuba que haya muerto de hambre?”

 

Tuve que confesar que no. Pero, ¿pueden solo las cifras expresar la vida?

 

Que la inmensa mayoría de los cubanos no pueda aspirar más que a mantener un cuerpo, aunque se haya apagado la maquinaria de los sueños, para muchos (que no viven aquí), no invalida la utopía socialista.

 

No es un secreto que los números oficiales pueden ser escondidos, alterados, sustraerse al escrutinio y a los cálculos.

 

Sin acceso a registros médicos, por ejemplo, cómo rastrear los estragos del Período Especial, sus secuelas de neuropatía o neuritis óptica por falta de vitaminas. Se afirma que ha ido decreciendo la estatura promedio del cubano y esto es visible en los que ingresan a la secundaria: adolescentes cada vez menos desarrollados.

 

Una persona que trabaja en el hospital Maternidad Obrera de la capital aseguró que nunca había visto tantos niños nacidos con peso insuficiente, también que muchas jóvenes madres están malnutridas y no son pocas adolescentes se ven impedidas a abortar por anemia, pero, ¿cómo acceder a esos datos? Si es que se registran…

 

Según el testimonio de una abogada en el Tribunal Popular Provincial de La Habana no se archivan los índices de violencia doméstica. Este detalle se pierde en la generalidad de “lesiones”, donde si acaso se notará el auge de la criminalidad.

 

Como es de esperar, el racismo tampoco tiene números suficientes para ser tomado en serio.

 

Aquel francés (que jamás había estado en Cuba), aseguró que no tenemos contaminación. Los ríos y arroyos de La Habana, plagados de bolsas de nailon y otras inmundicias, tan negros que no reflejan el cielo, no merecen estar dentro de los datos por los que él se rige.

 

Nóminas que tampoco mencionan a los indigentes, los ancianos que reemplazan el descanso soñado con nuevos empleos o la paciente venta de baratijas. Niñas que ponen fecha de caducidad a su inocencia. Padres que aceleran el término del plazo.  

 

Cómo convencerlo de lo que está detrás de las cifras de médicos graduados. Tendría él que vivir en carne propia las deficiencias del servicio de salud, la escasez de medicinas, la endeble ética de muchos que engrosan esas deslumbrantes filas de uniformes blancos.

 

Cómo explicar con simples números los estragos que ha producido la “educación”, desastre moral que ahora se intenta combatir con spots televisivos demasiado cándidos para la ferocidad de esas generaciones cuya premisa recuerda un eslogan comercial que se usó hace unos años: “Lo mío primero”.

 

En la residencia de Alamar donde se hospedaban los aspirantes a PGI (Profesor General Integral) se detectaron casos con retraso mental, trastornos de dicción y esquizofrenia. A pesar de ello, ningún joven fue descartado, y salieron de ahí como maestros de secundaria.

 

Pero lo peor, lo más intangible, es la incapacidad de pensar, de discernir, que se fomenta desde edades tempranas en los centros de enseñanza, donde la historia de Cuba (reinventada) está convoyada con adjetivos inalterables que los benjamines recitan como versos, mientras héroes y mártires vigilan su obediencia desde bustos y retratos. Donde consignas escritas o habladas dictan férreas directrices al pensamiento.

 

¿Cómo se registrarían las víctimas convencidas de ese fundamentalismo político, que no salen en misiones suicidas para imponer su fe, sino en mítines de repudio a hostigar y hasta linchar si es preciso, a los herejes?

 

Sería casi imposible rastrear el mal hasta el fondo. Por los muchos que emigraron, por los que perecieron por el camino, por los que eligieron el inxilio, callando y asintiendo con ojos bajos, por los que terminaron en las cárceles o en los manicomios. O por los que terminaron olvidando qué eran, encartonados en el personaje oficialista que les da sustento.     

 

En la rigidez de las cifras la vida queda atrapada, estancada. Especialmente el drama individual, que tendría que reproducirse hasta volverse masivo para despertar el interés de los flemáticos estadistas.

 



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