
Hay quien afirma que la situación internacional se ha hecho menos
tensa en los últimos meses. Se evitó la guerra entre Estados Unidos, sus
aliados y Siria. También se produjo un acuerdo con Irán. Estados
Unidos, que durante los 20 últimos años emprendió junto a «Occidente»
una serie de guerras contrarias a las normas del derecho internacional,
se ve hoy tan debilitado que ya no parece hallarse en condiciones
de embarcarse en nuevas guerras de gran envergadura. Por otro lado, los
aliados de Estados Unidos, en primer lugar los demás Estados miembros de
la OTAN, que en su mayoría son también miembros de la Unión Europea,
tampoco estarían en condiciones de emprender guerras sin Estados Unidos.
Pero se pierde de vista fácilmente que Washington ha desplazado sus
objetivos agresivos hacia la región del Pacífico y que los Estados
miembros de la Unión Europea (¿bajo la dirección de Alemania?) –con el
pretexto del asunto de la NSA– van a tener que hacer el papel de peones
de Washington en el Medio Oriente y en África.
Los numerosos informes sobre la «tensión» en Asia, ahora entre
China y Japón, persiguen 2 objetivos diferentes. Por un lado, pueden
servir de propaganda contra China. Y van a constituir al mismo tiempo
una llamada de alerta para «demostrar» a los europeos la
importancia de la presencia estadounidense en el Pacífico así como, y es
este el objetivo fundamental, de la preparación de una guerra contra
China.
No se habla, al menos no se hace públicamente, de la política de la
Unión Europea, fundamentalmente de Alemania, hacia Europa oriental y
Rusia. No se menciona ese tema porque los Estados miembros de la OTAN y
la Unión Europea se fijaron como meta –desde 1990-1991, o sea a partir
de la desaparición del Pacto de Varsovia y de la Unión Soviética y a
pesar de lo prometido al gobierno soviético de entonces– «apropiarse»
del este incorporando cada vez más Estados de Europa oriental a la
alianza atlántica para debilitar a Rusia y someterla poco a poco. Las
pruebas de todas esas maniobras están a nuestra disposición en el libro El gran tablero de ajedrez. América y el resto del mundo, publicado en 1997 y cuyo autor es Zbigniev Brzezinski, consejero personal de varios presidentes de estadounidenses.
Durante los años 1990 pareció que todo iba sucediendo conforme a lo
previsto con el presidente ruso Boris Yeltsin. Rusia se hundía cada vez
más en un caos que abarcaba todos los aspectos de la vida del país y se
hallaba al borde de la bancarrota, tanto en el plano político y
económico como en el plano social. En su libro La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre,
publicado en 2007, Naomi Klein demuestra con lujo de detalles cómo se
trató de poner de rodillas la economía rusa para sojuzgar el país,
principalmente para apoderarse de sus materias primas, a través de «consejos»
estadounidenses y de la falsa teoría de las bondades de un capitalismo
sin freno, pero bajo control de los intereses financieros de
Estados Unidos.
En 1999, la guerra de la OTAN contra Yugoslavia marcó un viraje. Se
hizo entonces completamente imposible no percibir el hecho que la
definición estadounidense de «un nuevo orden mundial» presentaba todas las características del imperialismo tendiente a someter el mundo a la «única potencia mundial».
En el 2000, y con la llegada de un nuevo presidente, el nuevo gobierno
ruso se esforzó en cambiar de rumbo contrarrestando progresivamente el
control estadounidense sobre la economía y las riquezas de Rusia, y
también sobre la sociedad y la política del país –proyecto altamente
delicado y complejo debido a las grandes dificultades existentes.
Si se comparan con la situación que existía en el 2000, son notables
los progresos alcanzados por Rusia hasta el año 2010: el producto social
se multiplicó por 2, el comercio exterior se multiplicó por 4,
las deudas con el extranjero se redujeron a la sexta parte de su valor
inicial, los salarios se multiplicaron por 2,5 (descontando la
inflación), las rentas se multiplicaron por 3, la tasa de pobreza
se redujo a la mitad, el desempleo pasó del 10 al 7%, el número de
nacimientos aumentó en un 40%, los decesos disminuyeron en un 10%,
los decesos de bebés descendieron en un 30%, la esperanza de vida
aumentó en 5 años, los crímenes disminuyeron en un 10%, el número de
asesinatos bajó en un 50% y el de suicidios en un 40%,
las intoxicaciones por consumo de bebidas alcohólicas cayeron en más
del 60%.
Lo que se ha dado en llamar «Occidente» no se apresuró a
contribuir a nada de lo anterior. Fue más bien todo lo contrario, los
medios utilizados para desgastar a Rusia se hicieron cada vez menos
visibles pero mucho más pérfidos. Y quien se atrevía a enfrentar
abiertamente esos intentos aconsejando la adopción de contramedidas,
como las que el gobierno ruso ha venido aplicando desde hace años, era
muy mal visto en Occidente.
Los principales medios de difusión occidentales han desempeñado y
siguen desempeñando actualmente un papel cada vez más equívoco en
la campaña contra Rusia. Mientras que la política de la Unión Europea,
sobre todo la de Alemania, sigue dos cursos paralelos, debido a las
necesidades económicas, y trata de conjugar la retórica antirrusa con el
mantenimiento de relaciones económicas ventajosas, no sucede lo mismo
con los medios de prensa, a los que se deja «rienda suelta».
Contrariamente a lo que hacen en el caso de China, país cortejado
debido a sus resultados económicos (y a la importancia de su mercado),
los medios occidentales divulgan –únicamente y de forma permanente–
cuanto elemento negativo se les ocurre sobre Rusia. Y esa campaña es tan
intensa que el lector-espectador que se informa únicamente a través
de esos medios tiene que acabar pensando mal de ese país. Los aspectos
negativos que difunden cubren todos los sectores de la vida con la
evidente intención de hacer resurgir la mayoría de los viejos prejuicios
sobre Rusia.
Todo eso sucede a pesar de la constante acción del gobierno ruso que,
a lo largo de los 13 últimos años y hasta este momento, ha venido
proponiendo una amplia cooperación con todos los países y en beneficio
de todas las partes.
No es por amor al pueblo ucraniano sino en el marco de un proyecto
geoestratégico que la Unión Europea trata desde hace años de alejar a
Ucrania de Rusia para atraerla hacia la propia UE. Hoy sabemos que la «revolución naranja» de 2004 en realidad fue una operación de lo que hoy se ha dado en llamar «smart power»,
operación realizada en coordinación con la Unión Europea y en contra de
Rusia. Aquel intento de golpe de Estado no tuvo éxito y aún hoy en día
los proyectos de la Unión Europea siguen sin arrojar el resultado
esperado. Era de esperar, por lo tanto, que la Unión Europea se
apresurara ahora ha tratar de esconder su nuevo fracaso acusando a Moscú
de amenazar y chantajear al gobierno ucraniano.
Lo que ponen especial cuidado en no decirnos es que el gobierno ruso
había propuesto un acuerdo que habría beneficiado tanto a Ucrania como a
la Unión Europea y la propia Rusia, proposición que fue rechazada por
la Unión Europea.
Por otro lado, el presidente ruso Vladimir Putin se entrevistó
recientemente en Roma con el papa Francisco durante 35 minutos.
Contrariamente a lo que afirmaron los grandes medios de prensa, los
órganos del Vaticano estimaron que el encuentro se desarrolló en una
atmósfera «cordial». El presidente ruso no visitó al papa como
dirigente religioso de la iglesia ortodoxa rusa sino en su calidad de
jefe de Estado. Y lo cierto es que, como jefe de Estado, Putin siempre
ha subrayado la importancia de los valores en la promoción del progreso y
en el desarrollo de su país, al igual que en el campo de la política
internacional.
Contrariamente a lo que sucede en Occidente, donde se promociona un
modelo de política utilitarista y materialista, el gobierno ruso parece
apoyarse en una concepción basada en los fundamentos de la iglesia
cristiana, o sea que considera al hombre y el mundo como centro de
su acción.
¿En qué país de Occidente podemos encontrar eso todavía? ¿Qué
gobierno occidental proclama todavía ese concepto en provecho de la
familia, de la religión y de la Nación y para el mayor beneficio de los
pueblos y del progreso? ¿Quién se preocupa en Occidente por el hecho
que, a falta de vínculos estables con «el otro», el florecimiento
de la personalidad se disuelve en la superficialidad y en
la indiferencia si hay falta de respaldo y pérdida de identidad? Es por
lo tanto de suponer que el papa y el presidente ruso se entendieron a
la perfección en cuanto al diagnóstico sobre el estado de Occidente y
sus falsas teorías y también en lo tocante al camino a seguir para
remediar esos errores.
No pretendemos afirmar que en Rusia la familia está intacta, que todo
el mundo vive según los preceptos de la religión y que la nación rusa
ofrece a la población todo el respaldo necesario. Pero en la medida en
que se reconoce que queda aún mucho camino por recorrer, es posible
mantenerse a la expectativa e incluso tender una mano amiga y dispuesta a
ayudar, en la medida en que dicha ayuda pueda ser deseada.
Quienes buscan destruir la familia, la religión y la Nación harán
precisamente lo contrario.
Pero tenemos que tener conciencia de que esta última manera de actuar
no será la que aporte más paz al mundo sino más bien todo lo contrario:
la política de “disolvencia” es causa de conflictos. ¿Estamos dispuestos a pagar ese precio? ¿Eso es lo que quieren los pueblos?
Tuvimos recientemente la oportunidad de comprobar hasta qué punto
llegaron a caldearse los ánimos en Alemania en ocasión de una reunión,
celebrada en Leipzig el 23 de noviembre [de 2013], sobre el tema «Por el futuro de la familia. ¿Hacia la supresión de los pueblos de europeos?»
Un grupo de manifestantes violentos arremetió brutalmente contra
aquella conferencia, principalmente contra los participantes miembros
del Parlamento ruso. Las fuerzas de policía presentes en el lugar
permitieron los desmanes por un buen rato. Hubo un tiempo en que
solíamos ser gente acogedora y respetábamos a los demás, así como
también respetábamos las opiniones divergentes. ¿Seguimos siendo así hoy
en día?