Es cierto: no tiene el carisma de su padre político Hugo Chávez y quizá tampoco concita en torno a sí la unanimidad de todo el chavismo. Pero nadie podrá negarle al presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, que culmina 2013 mucho más fortalecido en lo político que lo que estaba a comienzos de año. Hoy tiene la fuerza para convocar a un diálogo condicionado con la oposición. La base de ese posible entendimiento será el programa de gobierno, llamado Plan de la Patria, escrito por el líder bolivariano en 2012, y que, según sus críticos, contradice a la Constitución.
Su actual situación es una suma de aciertos propios y errores de sus contrarios. Hoy, tras nueve meses en el poder, se permite no ya imitar, sino hacer de Hugo Chávez. El diálogo implica la aceptación de un modelo que reduce la propiedad privada como motor de la economía mediante el desarrollo de empresas comunales, y avala la creación de las comunas, un ente de gobierno local controlado por el poder central, que resta competencias a las alcaldías y gobernaciones.
En abril, tras una pírrica y cuestionada victoria sobre el abanderado opositor Henrique Capriles Radonski, había rebajado el perfil arrogante del movimiento que le apoya y tendió puentes con el sector privado en aras de encontrar soluciones al crónico desabastecimiento que azota a este país. Mientras tanto el pragmático ministro de Finanzas, Nelson Merentes, sugería una flexibilización del rígido control de cambio para oxigenar la economía. Incluso hubo un acercamiento con Estados Unidos en la Asamblea General de la OEA en Antigua celebrada en junio.
El elevado gasto público es quizá la principal razón por la cual el chavismo mantiene tantas simpatías entre la mayoría de los venezolanos. Las constantes elecciones —19 en los últimos quince años— son la excusa para mantener el frenesí de repartir dinero a través de programas clientelares y mantener movilizada a la base afecta al proceso bolivariano. A pesar de todo esto, Maduro comenzó un lento declive hasta el mes de noviembre. Las encuestas mostraban un rechazo a su gestión. La encuestadora Hinterlaces aseguraba que en su medición de octubre 69% de la población consideraba que el país no iba por buen camino. Los asesores oficialistas tomaron nota del declive.
El 8 de noviembre Maduro dio un golpe en la mesa y ordenó la ocupación de la tienda de electrodomésticos Daka para confiscar y rematar su existencia a valores fijados por el gobierno. Fue el inicio de un plan ambicioso que pretende regular los precios de todos los bienes y servicios que se ofertan en el país, con el argumento de que los comerciantes especulan e inducen un incremento artificial de la inflación, que en un año alcanzó 54,3%. El margen máximo de ganancia aún no ha sido establecido de forma oficial, pero ronda el 30%.
Una medida como esta permitió a Maduro recuperar 12 puntos y coronar una victoria del Gran Polo Patriótico, la alianza de organizaciones oficialistas, en las elecciones municipales del 8 de diciembre. Pese a que la oposición avanzó conquistando importantes capitales de provincia y aumentó el número de alcaldes, la suma de los votos nacionales mostró una brecha similar a la última victoria obtenida por Hugo Chávez en octubre de 2012 (alrededor de 10 por ciento). La diferencia entre esas dos Venezuelas ha vuelto a manifestarse. Ni los sectores populares parecen dispuestos a pasar masivamente del lado de la oposición, ni las clases medias han logrado ser conquistadas por el chavismo.
El gobierno, que ha demostrado su ineficiencia como administrador, ahora asumirá la reposición de inventarios de muchos otros rubros porque el empresariado, temeroso de importar y vender por las regulaciones impuestas a la ganancia, ahora se mueve con más cautela. El fin de la resaca navideña marcará el inicio de una inédita etapa en la vida republicana de Venezuela.